El gran simpático: 05
Capítulo V
-¡Contra! ¡Mirad!... ¡Un triunfo en la Zarzuela, de Alfredo Gil! -comentó Peña, el farmacéutico, en la reunión de La Concordia.
Se leyó. Le dedicaban los diarios sendas columnas. Nada de cine esta vez; y ovación, música de Vives, deorado de Blancas y Muriel... Obra ¡que le daría al autor dinero y nombre!
Gabriel palidecía. Él, en cambio, estaba fracasado como médico desde aquel último desastre con la pastorcita dichosa..., que ya tenía, lo mismo que la Doria, su chico en brazos. Apenas le quedaban, y por puro compromiso, veinte igualas.
Ni el recuerdo de su público y reciente y fugaz triunfo de amor con la maestrita, servía sino para desazonarle de sí mismo.. No obstante, al terminar de leer las reseñas de incondicional aplauso en los periódicos, él protegió con su sonrisa «al pobre Alfredo».
E inmediatamente, desilusionado de la política sin corazón, y de la Medicina sin entrañas, habló de literatura, del alto y serio arte dramático, de Covadonga...
Firmemente se propuso, desde pocos días después, compartir su actividad entre la preparación para la cátedra y la tragedia d'annunziana. Más, gracias al ocio en que le habían dejado hasta sus aventuras galantes: porque horriblemente disgustada la maestrita de haber sabido en seguida que se sabía «su deshonra», no le volvió a mirar, y se le desigualó con una carta de insultos; y despechada la viuda de Ostrogón por esta nueva infidelidad del amante (ella, que a fuerza de ser guapa la Doria, le perdonó lo de la Doria), se le incomodó y se le desigualó asimismo. Le quedaba, apenas, Sol Villarreal... la baqueteada coqueta que hacíase desear con tanta desvergüenza como habilidad -creíalo ella- de vistas de matrimonio...
Un contratiempo le estropeó tan bello plan de trabajo. Llegó un cinematógrafo excelente, y que traía además una atracción. Por las esquinas, cruzando vistosamente los carteles, pusieron otros rojos con el retrato de una estrella.
Y Gabriel, que no faltaba una noche, asistió pronto también a los ensayos de la estrella, por las tardes, en unión de los tres o cuatro consabidos que le ponían sitio, con sus rumbos de dinero, a cuantas virtudes ambulantes pasaban por Villaleón: don Luis, don Justo-Antonio, Alfonso Caravaca...
La Bicharraquito armó la gorda. Aunque un poco averiada, se pintaba como un ángel, y tenía postales y trajes caprichosos. Hacíales cara a los tenorios metálicos del pueblo (frase despectiva de Gabriel); pero se fijó en el Gran simpático. Fue un escándalo. Entre todos, respondiendo de la empresa, y en convenio con el amo del lujoso barraeón (que aunque instalado para todo el otoño, traíala sólo por diez días), en escrito documento le afirmaron por dos meses la contrata. A última hora, los más jóvenes la llevaban de noche a La Concordia; y hubo quien dijo que ofrecíanla don Luis y don Justo-Antonio, en competencia, cuarenta duros, cincuenta duros. Mas como ella ganaba cuatro diariamente, así que se vio garantida para sesenta días en su trabajo, se decidió por Gabriel.
Rindiérase o no la artista a los antojos de don Justo y de don Luis -pues esto permaneció en el misterio-, no fue por ello menos cierto que Gabriel, venciendo a todos, y único además «no comprendido en aquellas garantías», quedó como único y absoluto y bien notorio amante de la bella...
¡Oh, La Bicharraquito! ¡Oh, sus lujos de capas y sombreros! ¡Qué efecto en Villaleón!
Jamás fue removida tan profundamente la conciencia colectiva. Primero, ante el impudor del Gran simpático, nada reparoso en lucirse con ella al balcón de la fonda, en la calle principal, iniciaron las familias una mancomunada protesta con deserción del cine; y hubo, a la vez, en los señores principales, entre don Luis, don Justo-Antonio, Alfonso Caravaca, Ramoncito Sánchez, un principio de desdén, de verdadero desprecio hacia Gabriel en los casinos... Sin embargo, como ellos justamente tenían la responsabilidad del contrato, y la necesidad de pagar si se arruinaba el barracón, a la tercer noche de entrada floja y al primer aviso del dueño, acordaron volver con las familias, dando ejemplo a todo el pueblo.
-¡Contra! ¡Como que saldríamos a dos mil reales cada uno! - había protestado Peña, el viejo boticario, metido por amistad en el compromiso, y... «sin comerlo ni beberlo».
Otro raro efecto causado por la presencia de la artista, fue la desaparición de la Doria, de la noche a la mañana.
La Doria, a quien se le había muerto el niño días atrás, había ido asimismo perdiendo la vergüenza. Salía a misa, últimamente, y al paseo, vistiendo como nunca. Pero sobre todo, desde que llegó el cine y se supo el lío de Gabrielito, no faltaba a las funciones por las noches. Con cuantos lujos podía, y con su estampa y su cara de bonita insuperable -más bonita por los trances que la habían redondeado en espléndida mujer-, dijérase que pretendía humillar a la elegante, mas también ajada bailarina... Eran risas nerviosas las suyas, al ver a La Bicharraquito « timándose» con Gabriel... Eran envidias mortales de aquellas botas de seda y de aquellas acampanadas faldas por las corvas... Y hoy, de improviso, enterado el pueblo por el simplón del Alondro, que ponía el grito en la luna, he aquí a las gentes pasmadas al saber que la Doria se hubo escapado de su casa a media noche, en el rápido... probablemente hacia Madrid... a meterse también a cupletista... o a echarse del todo a la vida...
-¡Jú! ¿No te decía yo, Alondro?... ¡Si la que enseña la oreja!... -comentábale al padre (que había vuelto a pedirle consejo al cacique), el hermano de éste, don Heliodoro. Y le añadía: -¡Déjala ya, hombre; qué guardia civil ni qué detenerla; no seas tonto! ¡Jú! ¡Si de todos modos es igual!
Se comentó el caso unos días. No se comprendía bien la fuga de la Doria sin cuartos. ¿Quién se los dió?... Por sus amigas y el cartero se supo que ella recibía cartas de Madrid desde tiempo antes. Tal vez Alfredo, el pequeño ex catedrático. Relacionando antecedentes, diose el supuesto por probable. Alfredo, que anduvo loco por la Doria, debió de haberla escrito al saberla deshonrada, o por piedad, y para casarse con ella, el muy bobo; o quizás mejor para tenerla de querida, haciéndola cómica, ahora que él tenía mano en los teatros...
¡La Bicharraquito!... ¿Era posible que así trastornase a un pueblo honrado una mujer?... Hasta las hermanas de Gabriel, las más miradas, llevaban ya sombreros de pluma grande, como La Bicharraquito, a misa de once. Se transigía con ella. Se perdonaba a Gabriel, con sólo haberse recatado un poco más en el balcón de la fonda, y devolvíasele toda su personal consideración de Gran simpático.
-¡Oh! -le comentaba Peña, el farmacéutico, al padre de Gabriel, paseando por la Ermita-. ¡En la vida no hay más que ser guapo, convéncete! Dicen que lo dice tu hijo: «feliz del que nace hermoso». Y es verdad, al revés que en las mujeres... ¡pues ya ves, tocante a éstas, la pobre Doria!
-¿Sí? -rechazaba triste el padre de Gabriel.
Veremos mi hijo, con su simpatía, cuando yo estire la pata y repartan los hermanos cuatro tierras! ¡Ojalá fuese tan feo como Alfredo, como Policarpo... y con lo listo que es, el mismísimo diantre!
Una mañana de invierno, fría y lluviosa, los carpinteros daban el primer destructor mazazo en el barracón que fue el alegre estruendo de la plaza tantas noches. El órgano de muñecos había partido dos días antes. La Bicharraquito también, contratada para Martos.
Y se aburría el Gran simpático, sin enfermos, sin querida, sin gana de estudiar ni de escribir la tragedia.
Fue un Diciembre insoportable. Viento, barro, nieve y rosario en las iglesias.
Bien porque hubiese Gabriel agotado las mujeres fáciles del pueblo, que le odiaban, además, tan villanamente abandonadas unas por otras y todas por La Bicharraquito, o ya porque el escarmiento de escándalo que iba unido a las aventuras con él las contuviese, lo cierto era que no volvió a encontrar quien le quisiese.
Ni novias ni nada. Concha negábale el saludo, y Sol Villarreal, además de no recibirle, obligó a su tiíta a que las desigualase.
En Enero, Gabriel convenció a su padre (no sin trabajo) de que únicamente en Madrid podía prepararse bien para oposiciones a una cátedra.
El viaje quedó acordado.
Y si no tantas precisamente como habían ido a recibirle, y a pesar del tiempo, dos noches después de Reyes, en la estación había, con los amigos, buen golpe de muchachas -incluso Concha-acompañando a las hermanas de Gabriel. Al paso, además, había advertido él detrás de los cristales a Sol Villarreal, y a la viuda de Ostrogón en su balcón de enredaderas...
¡Sí, aunque como médico no era de sentir, partía del pueblo algo que al fin le pertenecía orgullosamente! ¡Algo como un monumento de arrogancia y de belleza! ¡El Gran simpático!