El gran simpático: 04
Capítulo IV
Se venía susurrando desde julio; pero hasta estos días, ya en meses mayores la Doria, y con los escándalos del padre, no fue la comidilla del pueblo. En La Concordia, como cuando traía la Prensa bombas o el asesinato del rey de Portugal, había gente a las diez de la mañana.
Un grupo de jóvenes en una mesa. En otra, solo, con los respetos de hermano del cacique máximo, don Heliodoro -o séase Jú, según llamaban todos, «por detrás», a este mastodonte con cabeza de sandía, y que acostumbraba a matizar sus charlas torpes con unos guturales jús breves y secos, como el gruñido con que un cerdo se interrumpe cuando come en el dornajo.
Jú, tomando una copa de coñac, informaba acerca de la Doria, fidedignamente, como hombre que, por su hermano, conocía al detalle cuanto tenía relación con la política o con la justicia del pueblo. Además, era un alto moralista, aunque pudiesen creerle los demás un bárbaro contento con beber, y comer lomo y cazar liebres y perdices.
-¿Jú?... bueno... pues ahí tenéis que la Doria es una bestia y el padre un animal. Mira que a quién no se le ocurre tomar el cornezuelo... que ya veis si se lo hubiese dado Gabrielito... Pues, no señor... ¡jú!... Por no bajarse a pedírselo, la imbécila... por más que, como es natural, ya no la mirase Gabriel... Pues ni apretarse el corsé... ¡tan fresca! ¡Es una caballería!... Y claro, el padre, jú, enterado esta semana por la madre... le dió a la chica una pelfa que a poco más si la destronca... ¡jú!...
-Oiga usted, don Heliodoro -preguntó uno de los oyentes, desde la otra mesa-: ¿pero es verdad, al fin, que el padre se fue a ver al padre de Gabriel?
-Toma, claro, ¡pobre Alondro! ¡Es un animal!... ¡Mira que la embajada!... ¡Quiere que se casen! Primero le habló al mismo Gabrielito... y el Gran simpático... jú... ¡qué concho!, me lo mandó por juncia... ¡es natural! Luego se le encajó con la misma copla al padre... sobre si responsabilidades, y si qué sé yo, y si había mediado o no promesa matrimoniesca... ¡Concho, jú, aunque la hubiese; pues no, que va uno a decirle otra cosa a una muchacha... antes!... ¡Qué barbaridá!... Pues, bueno, antier tomó el tren el Alondro, y ¡hala!, se me planta no sé dónde a buscar un abogado, que le dice que de parte, porque la Doria es menora... ¡Jú, recóile con las menoras... sabiendo más que Lepijo! Pero el animal, va y qué hace, se vuelve y ¡pum! derecho al juez ayer mañana.
-¡Hombre! ¡Hombre! -comentaron en el grupo, intrigados por el sesgo judicial de la cuestión.
Les calmó Heliodoro protectoramente:
-¡Cá, hombre, quiá! ¡Que si te gustan los peces! La cosa, claro, a caraperro de la ley, y suponiendo que supondrié... que supusiéramos que al Gran simpático se le probase el nene como suyo... ¡natural que le daban un disgusto! ¿Jú? Pero como no estaría ni medio regular que estas sotas de artesanas saliesen cada día jimplando por señores, ni menos ni más que si no tuviesen los señores que casarse con señoras, mi hermano, ¡jú!... Es natural, al juez, que vino a consultarle el caso, como todos, le mandó que mandase al Alondro a freír chicharras... Además, amigo, que aquí todo hay que sustanciarlo en política, ¡creo yo!... y si el Alondro da tres votos, jú, no iba mi hermano a ser tan burro que se indispusiese con el padre de Gabriel, que junta treinta y nueve: y allá que sepa cada Doria ser un poco menos...
Le interrumpieron:
-¡Sit... el Alandro!
Se le vio llegar, por la ventana. Se le vio entrar. Saludó el Alondro lleno de recelo, y fue a sentarse en otra mesa distante, de un rincón.
Pidió café con leche, y hubo un silencio. Traía su traje pardo de las fiestas. Era pequeñín e inofensivo, y comprendíase bien que había entrado a esta hora en La Concordia, creyéndola sin nadie, para descansar en una de sus ingratas peregrinaciones desde la casa del juez a la del cura, a la del cacique... a las de cuantos pensara él que pudiesen aconsejarle o apoyarle en su gran tribulación. Pero revelaba en la faz el desaliento y todos le miraban con un respeto involuntario. Todos, menos Jú, que no tardó en increparle con su dura y fuerte voz de maza:
-Hola, Alondro... Se anda en el negocio de la chica, ¿eh?... Y qué, ¿vienes de ver a mi hermano?
La soez irreverencia de tal pregunta, en público, irritó al Alondro, que contestó con hosquedad:
-¡Sí que vengo!
-¿Y qué te ha dicho, hombre?
-Pues... m'ha dicho... ¡lo que valié más que no se le pudiá decir a naide si queara un poco de vergüenza en este pueblo!
-Hombre, Alondro, jú... -se revolvió Heliodoro burlón y desabrido-, miá que lo que te dices de vergüenza, quizás que tenga que ver con... algunas, más que con mi hermano... ¡Si no se la dejasen perder!... Jú... y haberlas educado de otro modo... ¿O tiene mi hermano la culpa?
-Quién la tenga, no sé yo... pero mos debían dejar pa veriguarlo a cá uno su derecho. ¡Me paice a mí!
-Nadie te lo quita, hombre. Si lo tienes, búscalo. Ya sé que estuviste a consultarle a un abogado forastero. ¡Ganas de perder la guita!
-Como habré de dir al juez d'istrución, y a la Audencia, y a los diarios, y al mesmo rey s'hiciese farta.
-Música, Alondro... ¡te van a sacar los cuartos, jú!... ¡Déjate de cantimploras!... Si es menora tu hija, porque tiene diez y siete años... ¡figúrate si no habrá menoras... lo mismo... en el mundo!... ¡Anda, mira que si todas se casasen!... Además; ¿qué vais a pedir vosotros, de engaños ni de ná, si hay quien dice que tu propio cuñao Colás les estuvo sirviendo de pantalla? ¿Es también menor tu cuñao... por un si acaso?
El infeliz enrojeció, tragó la nueva injuria y guardó silencio, bebiéndose el café. Se levantó en seguida y partió, triste y corrido, no sin saludar brusco al paso:
-¡Queden ustés con Dios, señores!
Su dolor dejó por la sala un mudo aire piadoso.
Sin embargo, lo rompió brutal Heliodoro con una carcajada.
-¡Bah, éstos, lo que buscan siempre, es que los unten!... ¡Y qué bruto, jú! ¡Mira que ponerse enfrente de mi hermano!.. ¡jú, jú, jú!...
-¡Claro!
-¡Claro!
-¡Qué bruto!
Comentaron sometidamente humildes los del corro.
En Villaleón era incomprensible que «se moviese ni la hoja de un árbol sin la poderosa voluntad del máximo cacique».
Y a tiempo se había marchado el Alondro, calle abajo. De la calle arriba llegó Gabriel. Traía un pequeño estuche de caoba, y pidió un ajenjo, en la mesa de Heliodoro. Solamente para la enorme simpatía del Gran simpático borrábanse las vallas de distancias y respetos con caciques y hermanos de caciques. Verdad que él sabía como ninguno contenerse en cortesía.
En cambio, una consideración afable hacia Gabriel hizo que no se le hablase «del asunto». Y que no le preocupaba, veíase en su arrogancia habitual, en su sonrisa confiada y seductora.
Despertó curiosidad el estuche. Iba a practicarle una importante operación a una chiquilla: hidropesía del vientre...
-Qué, ¿qué traen hoy los periódicos?
-Nada; política... y líos...
-Y una noticia, ¿sabes? ¿Lo has visto?... Alfredo Gil que ha estrenado una obra en Madrid.
-¡Sí, en un cine, pobrecillo! -protegió Gabriel-. Mirad, pues no creáis... ¡me alegro!... ¡El pobre Alfredo! Porque no es tonto... Pero, ¡ah, el teatro en Madrid!... Anoche precisamente estuve yo pensando una tragedia: Covadonga... una especie de grandiosa reconstitución del espíritu patrio, como ha hecho Gabriel D'Annunzio en Italia con La nave... También tengo planeadas dos comedias modernísimas, al modo de Benavente: una como Los intereses creados... otra como Señora ama, de costumbres del lugar... ¡Sobre todo, Covadonga sería una cosa estupenda!
-¡Pues hombre... escríbela!
-Ya veremos, ya veremos. ¡A ver dónde hablan de Alfredo! ¿Lo trae también El Liberal?
Y tomando El Liberal, que uno se apresuró a acercarle, leyó Gabriel el suelto del estreno.
-¡Pobrecillo! -volvió a sancionar piadosamente, porque era el suelto lisonjero.
Se levantó, recogió su caja, consultando el reloj, y partió hacia casa de la enferma.
Iba trémulo, pero heroico. Practicaría por vez primera la paracentesis. Odiaba por delicadeza y sensibilidad de temperamento la Cirugía, pero no dejaba de comprender, desde la operación del herrero (que hoy trabajaba en su tienda tan campante), que Rigoleto le iba pisando a él médicamente los talones. Le inquietaba la veleidad y como la alucinación del público ante los triunfos operatorios del otro, que ya le había cogido la mitad de la clientela... ¡Como si no fuese la cirugía más
bien de matarifes, a pesar de sus éxitos directísimos y rápidos! Se imponía la cátedra. Iba estudiando algo. Su ideal cifrábase en una clientela de gran ciudad, donde pudiera especializar la Medicina.
Y apretó el paso, en un esfuerzo de voluntad, ya que, entre tanto, no debiera dejar esta operación -a menos de seguir con Rigoleto la cuesta abajo de una desairada competencia.
Sí, justamente él, que desde la noche fatal aquella de la toracentesis, no había dejado de soñar con hidropesías y derrames por todas partes, debía darse el parabién, por encontrarse al fin con este de esta chica, para darle en la cabeza a Rigoleto.
Llegaba y sintió frío al ver tanta gente en la casa. Él mismo había cuidado de trompetear la operación. Era la pobre niña, delgadita, de un pastor. Tuberculosis. Tendría a lo sumo quince años, y aparentaba doce. Al verla ya tendida en la larga mesa dispuesta una hora antes, volvió a reconocerla Gabriel... Sacó el instrumental. Quemó alcohol en jofainas, desinfectándolo; tendió gasas y algodones... Y la muchacha, que vigilaba todo esto, dio de pronto un grito y sufrió un desmayo.. Gabriel palideció. Los instrumentos temblaban en sus manos... y al volver la muchacha en sí, y oírla gritar desaforadamente que a ella no la operarían... acabó el operador de desconcertarse por completo.
-¡Cómo, Herminia... antes tan valiente!
Sujeta de brazos y pies por la familia, Gabriel volvió a reconocerla. Hubiese dado media vida por saber si contenía agua aquel abombado vientre. Percutía, y la sensación de ola líquida no era clara. Al revés, el tumor parecíale ahora macizo, pestoso... ¿quiste hidatídico?
Sudaba. Al fin, sentándose, a pretexto de que tomara la chiquilla un caldo con jerez, resolvió una cosa extraña: ¡que viniese Rigoleto!... «Mataba dos pájaros de un golpe: forzarle a presenciar la operación... y tenerle a mano por si acaso».
Lo manifestó. Se suspendió todo hasta que lo buscasen. Cuando le vio entrar, recobró Gabriel su confianza... ¡le habría abrazado!
-Sí, ¿sabes?... Un caso de paracentesis... Pero la chica está tan débil que temo el síncope... Vale más que estés tú aquí.
Policarpo, siempre concienzudo, reconoció a la muchacha. Pero desde la frente a los pies... ampliando sus tactos a ciertas intimidades que obligaron a salir a los hombres. Movía la cabeza... Preguntaba... «Qué edad tiene? ¿Tiene novio?... «Últimamente se retiró a un cuartito con Gabriel, y le lanzó sin ambajes:
-Gabriel, ahí no hay nada que operar. Esa chiquilla está encinta. Y de tiempo. Milagro será que no descuide esta semana. ¡Adiós!
-Pero... ¡Poli!
-Pero, ¡nada! ¡Lo que digo... y lo que tú puedes ver con sólo que...!
-Pero, ¡Poli! ¡Hombre!
-Nada... ¡Adiós! ¡Convéncete si quieres!...