El gran simpático: 03

El gran simpático de Felipe Trigo
Capítulo III

Capítulo III

Ocho meses apenas, y Villaleón era suyo. Nadie hubiera podido conquistar más en menos tiempo. Suya la mejor clientela. Suya la flor de las mujeres. Suya la simpatía de los casinos. Quizás, quizás, andando el tiempo, le sacarían diputado... o, mejor dicho, sin quizás... tan pronto como le diera un poco por intervenir en la política.

La jaca hizo un asombro. La acarició Gabriel, refrenándola, con palmadas en el cuello.

-¡Hola, Morita!

La obligó de nuevo al paso castellano. Un poco chica para él; pero briosa, bien cuidada. Conocían el chocar de sus cascos en las piedras todas las muchachas. Había dado la consabida vuelta al salir: calle de San Salvador, Carolina... siempre entreasomada a su balcón de enredaderas para decirle: «¡hasta la noche!...»; calle del Real, la Leonarda, la maestrita, que estaba si cadía o non cadía...; calle de Atarazanas, Concha.

Bueno; Concha mostrábase un poco ofendida con todo esto de la viuda y las demás. ¡Era lo mismo! Si a él le habían retenido en el pueblo unas y otras, los suyos no eran huesos para este camposanto. Emigraría... acaso antes de un año, ganándose una cátedra en San Carlos... casándose con alguna millonaria de Madrid... en el supuesto de que no se decidiera al fin por la política, a base de Villaleón, para escalar en las Cortes, con su oratoria fluente y su enorme simpatía, la subdirección, el ministerio... ¡quién supiese!

Entre tanto dejábase querer aquí, de ellas, de todos; y en cuanto tuviese calma, metodizada su vida, volvería a estudiar para la cátedra.

Porque, era cierto: ni un segundo libre. Durante la mañana, la clientela... Villaleón en masa, con rabia del Policarpo infeliz que había logrado media docena de pobretes, y con ira de los viejos compañeros torpes, a quienes trataba él en las consultas a limpio zapatazo...; ¡no sabían una palabra! Luego de comer, al Círculo de la Concordia, donde se le formaba corro para oírle en no importaba qué cuestiones. Nueva visita ligera de la tarde, y el paseo a caballo, y las tertulias de las niñas...,y la vuelta al Círculo después de cenar... Y a media noche por filo... desentendiéndose de amigos y admiradores... su Carolinita -hasta el amanecer...

¡Qué encanto de viuda!... ¡Con don Luis y sin don Luis! Él, las noches, y todo el ardor de la fogosa... Don Luis, las tardes... hallándola sin duda harta, y para su bien, ¡el pobre viejo!... ¡Ah, cuando la maestrita cayese!... La gente ya lo daba por tan cierto como esto de Carola, de cuya casa habían le visto salir en más de cuatro madrugadas... Además, se le quejaba un poco la clientela; ¡claro, con tal vida... ni le encontraban los enfermos graves por la noche, ni hacía temprano la visita!... Todo se lo pasaban, por listo y simpático, no obstante. Ya se enmendaría. Tenía derecho a una temporada de expansiones, después de sus estudios... ¿Cómo, por otra parte, resistirse a tanta invitación?

Ahora iba, lo mismo que desde hacía tres tardes -siempre saliendo del pueblo por el lado opuesto-, a la huerta del Salazo. Quizás debió permanecer junto a aquel pobre agonizante para inyectarle cafeína... ¡Qué diablo de enfermos!... ¿No iba un médico a disponer de sus horas íntimas, de sus dulces secretos de ilusión?... ¡Y en cosa de ilusiones, ninguna como la Doria!

Hizo, al pensarlo, tal repeluzno de ventura, que se encabritó la jaca. La dominó y continuó camino adelante, como hacia aquel lago de cielo verde y rosa que había dejado el crepúsculo.

Pan comido, la Doria. Ciega por él. Resuelta. Pronto cadería... y valía más que la maestrita y Carola juntas, cien veces. Pero ciega, ciega. Sabedora de que él no iba a casarse, le importaba tres cominos. ¡Bendito Dios! Una chiquilla propiamente que la Venus cuando joven, una virgen mismamente del altar... un cromo..., y ¡para él!, despreciando labradores de su clase, bodas con catedráticos, como Alfredo Gil, tan listo; dinero que le ofrecían don Luis, don justo-Antonio, Alfonso Caravaca... todos los ricachos.

Gabriel, que era un filósofo, fue largo rato meditando si no valdría en el mundo, más que las riquezas que tenían estos idiotas; más que el talento mismo que tenían también los pobres Policarpo y Alfredo Gil fracasados, la hermosura natural que tenía él como nadie. En Cádiz, por ejemplo, Policarpo matábase estudiando; él un poco apenas en el curso, por cumplir, y luego apretar de firme en Mayo; los sobresalientes, iguales; los premios iguales...; mucho deberíale de esto Gabriel a su despejo; pero más, quizá, a la irresistible simpatía que a los profesores les metía en el corazón.

Suspiró. Creyó que había para mujeres un nefasto adagio, que era cierto del revés para los hombres: «¡Oh, feliz del que nace hermoso!»... Y el hilo mágico de la felicidad le tornó a la Doria.

Sus padres, por quitarla del peligro, en cuanto llegó el que la volvía taramba, mandáronla a la huerta con los tíos. Bastó que le sorprendieran su correspondencia con la niña. ¡Vaya una carta la que la cogieron, si fue aquella en que contestaba él a la cita que le daba Doria cuando llevase a cocer el pan en casa de la mujer del horno!... ¡Y qué tíos, además, estos hortelanos! Él, borracho. Ella burriciega y cayéndose de vieja. Mucho fuera que con cuatro cuartos a tiempo para vino, el buen Colás no acabara incluso por guardarles las espaldas.

Sin embargo, por lo pronto ateníase Gabriel a la secreta y pintoresca esquela aquella de su Doria, mandada anteayer con un rapaz de la huerta. La sacó, dándose el gustazo de releerla a la última luz del crepúsculo:

«Me an traído al Salazo como sino si me quieres porque yo te quiero y peor si me se o ponen. Si me quieres ven entre dos luces y rronda al rrededor. La primer noche que pueda me escapo a verte y tu me estaras en la halameda hasta las nuebe. No te importe los perros que son mansos que no hacen mas que ladrar si no saltas la tapia que no tienes que saltarla para nada».

Besó la esquela. Guardó la esquela. Y tuvo que parar la jaca, porque le llamaba un hombre que corría detrás como un demonio.

Llegó. Era un hermano del herrero enfermo. Y el herrero se moría... se ahogaba, sin que supiera qué hacerse con él don Gregorio, el otro colega de Gabriel...

Maldiciendo éste de una profesión que así forzaba a volverse repentino desde un cielo a una muerte, partió con el hermano del enfermo, ya que no le pudo disuadir. Por el camino, trotando la Morita y el otro galopando, confirmábale el pronóstico fatal:

-La ciencia, Rufo, hasta cuando se declara vencida por culpa del destino humano, que no nos hizo inmortales, prevé el funesto desenlace de un modo matemático. Ya os anuncié que moriría esta noche.

La casa estaba llena de gente. Tratábase del herrero más querido en Villaleón, y el infeliz se ahogaba por segundos. Se le hizo paso a Gabriel como a un dios. «¡Sólo él podría salvarle!» Animó al enfermo, con aquella mirada azul y con aquella voz segura, que ya daban por sí solas la esperanza. Le inyectó éter.

Salió después a la cocina, y anunció ante el pobre don Gregorio, que a todo decía amén:

-¡Se muere! La ciencia nada puede ante un corazón destrozado... que se rinde, que se agota. ¡Oh, si fuese dable cambiar un corazón como una pieza de herrería! ¿Creéis vosotros...?

Le atajaron. Alguien había dicho en el portal: «¡Ya está aquí don Policarpo!...», y todos fueron en masa a recibirle.

El hermano del herrero se acercó a Gabriel, para decirle en disculpa:

-¿Sabe?... Como usted no parecía... le avisamos esta tarde. Cuestión de mi señora... desde que nos salvó al muchacho. ¡Ya ve usted que las mujeres!... Pero él no quiso venir hasta que usted no estuviese, y le hemos vuelto a avisar.

-¡Ah, bien, bien! -contestó Gabriel contrariado.

Nunca le había pasado esto. Salió al encuentro del colega, del compañero de Cádiz, y le pasó junto al enfermo.

-¡Velo! -le indicó.

Presenció con una risita de lástima el interrogatorio, el reconocimiento... que no acababa nunca. ¡Pobre Rigoleto... (Gabriel le había puesto Rigoleto... burro sabio... porque no daba pie con bola en clínica, malgré su sabiduría); pobre Rigoleto... tanto examen para tener que decir que las liaba este hombre!

-¿Analizaron la orina? -preguntó con petulancia Rigoleto.

-¡No! -respondió ingenuamente asustado don Gregorio.

¡La orina! Gabriel ni contestó. Se alzó de hombros.

Un minuto después estaban en la sala para la consulta, rodeados por la gente. Gabriel hizo un discurso brillantísimo, al cual iba asintiendo don Gregorio. En resumen: endocarditis reumática, estrechez de la mitral... aneurisma pasivo de Corvisat, como terrible y presente consecuencia.... y defunción... antes que llegase el día, a pesar de todas las esparteínas, y cafeínas, y... trinitrinas del mundo... «Dinamita... ¿saben?... ¡Eso que les dije a ustedes que era dinamita!»

-¡Sí, dinamita! -recogió con algo de involuntario sarcasmo el nuevo compañero, por más que se había dirigido Gabriel a los parientes. Y a continuación, porque don Gregorio, del todo conforme, renunciaba a hablar, dijo Policarpo modesto y breve, pero firme:

-Señores, este hombre se asfixia. Su enfermedad me impresiona, más que como una cardiopatía, como un mal de Bright. La lesión, primitiva y principalmente al menos, está en los riñones, no en el corazón. Es de toda urgencia librarle de su enorme derrame de las pleuras si hemos de salvarle.

-¡Salvarle! -saltó Gabriel-. ¡Derrames... en las pleuras!... ¡Vamos, hombre!

Pero su sarcasmo tenía un viso de terror. No era tan torpe para desconocer que, aturdido siempre con sus cosas, no había reconocido ni una vez con la necesaria calma al enfermo. Sin embargo, comprendió con rapidez que era tarde para no aferrarse con denuedo a su error, si lo había.

La discusión sobrevino acre, con aires de pelea. Mas como de una parte fallábase la muerte a plazo de horas, y de otra la salvación, la familia se apresuró a aceptar el cuarto médico en discordia que propuso Policarpo.

Llamaron a don Antonio López. Opinó con Policarpo. Un trocar hundido en el costado derecho del paciente, hizo saltar, ante los ojos foscos de Gabriel, un chorro de agua clara, como el de una mágica fuente maldita.

Una hora después, la leve operación terminó; casi un cubo de agua en un rincón; casi sentado y sonriente el enfermo, que respiraba con toda libertad, animadísimo... Y Gabriel, detrás de la asombrada concurrencia, abrumado de bochorno... contemplaba el cubo... mientras Policarpo había pasado a ser el dios del milagro indiscutible...

«Pero... Señor, ¿cómo había podido no pensar en un tan estupendo derrame de las pleuras?...»

Y miraba el cubo.

Contemplaba el cubo.