El final de Norma: Segunda parte: Capítulo XVI

El final de Norma
de Pedro Antonio de Alarcón
2º parte: Capítulo XVI: Donde el autor confía a una tercera persona el relato de la tercera parte de esta novela


No se esperaba Serafín las consecuencias de aquel tiro.

En primer lugar, Rurico de Cálix penetraría en la ciudad de Hammesfert muy convencido de que su rival había dejado de existir.

En segundo lugar, no había pasado una hora desde que el mar recibió aquella ofensa cuando vino a sacar a nuestro músico de sus reflexiones un confuso rumor de voces y pasos...

Volviose, y vio a cuatro hombres vestidos con una librea muy singular, los cuales conducían cierta especie de litera, alumbrándose con antorchas.

Aquel raro cortejo llegóse al joven, que permanecía sentado entre sus baúles, y que hubiera muerto allí sin moverse, porque, como ya habrá tenido el lector ocasión de conocer, la irresolución era la base de su carácter...

Los desconocidos se sorprendieron mucho cuando le vieron levantarse; y uno de ellos, después de hacerle el más profundo y ceremonioso saludo, lo reconoció de arriba abajo, aproximándole una luz.

-¡He aquí la policía! -pensó Serafín.

El que lo había reconocido probó a hablarle en su propia lengua; pero Serafín le hizo señas de que no entendía jota.

Entonces mandó aquel hombre a sus compañeros que cargasen con el equipaje, y ofreció la mano al músico para conducirlo a la litera.

Éste indicó que no necesitaba ayuda ni vehículo, y dioles a entender que anduviesen hacia la ciudad y que él los seguiría.

Salieron, pues, en aquella dirección, y al cabo de media hora llegaron a Hammesfert, que, según hemos dicho, está rodeada de canales.

Una lancha esperaba a la comitiva.

Embarcáronse todos, y la lancha bogó por una calle, tomó por otra, pasó bajo un puente, llegó a una plaza llena de barquichuelos, y vino a pararse en la escalinata de un magnífico palacio.

Serafín se dejaba llevar... Temía, sino es que más bien esperaba, alguna cosa; pero no acertaba a definírsela.

Desembarcó a invitación de los desconocidos, y habiendo hecho señas acerca de su equipaje, le dijeron que permanecerían allí con él.

-¿Serán ladrones? -se preguntó el artista.

Aquel de los desconocidos que hasta entonces lo había dirigido todo, cogió a Serafín de una mano y se puso un dedo sobre la boca, recomendándole guardase silencio.

Pasaron un magnífico patio, subieron una soberbia escalera, atravesaron varias salas y corredores lujosamente amueblados, y al fin se detuvieron en un salón obscuro, que recibía alguna claridad de la luna al través de los cristales de sus grandes balcones.

-¿Dónde estoy? -pensaba Serafín-. ¿Es esto un sueño?... ¡Oh! no: todo esto es obra mágica de Brunilda.

El desconocido soltó su mano y se alejó.

En seguida se abrió una puerta, dejando ver una habitación, dentro de la cual había luz.

Serafín, acostumbrado a la obscuridad, quedó deslumbrado al pronto.

Al mismo tiempo oyó una exclamación y sintió pasos precipitados.

Una mujer salió corriendo por aquella puerta con una bujía en la mano, y retrocedió asustada.

-¡Serafín! -exclamó.

Era Brunilda.

-¡Brunilda! -respondió el joven, cayendo a sus pies.

La joven estaba pálida, demudada, inundada en llanto, con el cabello descompuesto.

Miró a Serafín ávidamente, llevó a su cabeza una mano inquieta, como si le buscara alguna herida, y murmuró con cierta especie de delirio:

-¡Vive! ¡Vive! ¡No ha muerto!

El joven miraba asombrado a Brunilda, sin comprender la causa de su exaltación.

-Hace una hora... -añadió la joven-. Hace una hora que Abén, el negrito, me dijo que os habíais suicidado... ¡Cuánto he padecido desde entonces!

Serafín lo comprendió todo.

-Os había jurado vivir... Me habíais jurado que os vería otra vez -replicó con ternura-. ¿Cómo había de olvidar mi juramento y el vuestro? Mi juramento era el martirio; el vuestro era la esperanza... Aquí me tenéis, Brunilda, aguardando que decidáis de mi vida y de mi felicidad.

La joven enjugó sus lágrimas y condujo a Serafín al aposento inmediato.

Sentáronse en un sofá, y Brunilda cayó en profunda meditación.

Serafín la miraba con enajenamiento.

Pasados algunos instantes, levantó ella la frente, sellada de una resignación dolorosa.

-¡Es tiempo -dijo- de que lo sepáis todo! No seré yo ya quien os ruegue que os alejéis de mí... ¡Vos mismo juzgaréis cuál ha de ser nuestra futura conducta! La casualidad nos ha acercado de nuevo antes del día que yo tenía prefijado... Podemos disponer de algunas horas... ¡Oíd la historia de mi vida!

Serafín estaba en el cielo... Veía el dolor a poca distancia, pero apartaba de él la vista para fijarla tan sólo en aquellos instantes de ventura.

Brunilda continuó:

-Vais a oír lo que a nadie he contado, sino a mí misma en mis largas horas de soledad. Vais a medir el abismo que nos separa; a conocer, en fin, la inmensa serpiente que me ha enredado entre sus anillos, quitándomelo todo: ¡libertad, dicha, esperanza!

Serafín ardía en deseos de conocer aquella historia que tantas veces había inventado él a su arbitrio, rechazando las calumnias del Capitán...

La joven había vuelto a inclinar la frente, abrumada bajo todo el peso de su vida...

Por último, volviose a Serafín, y con voz melancólica y dulce habló de esta manera: