El final de Norma: Cuarta parte: Capítulo II
Cuando Serafín volvió en sí, hallose en cama, en una habitación desconocida, sin memoria de lo que había pasado, y sin más cuerpo de que disponer que unos huesos inertes liados en un pellejo flojo y amarillo.
A la cabecera de su cama se hallaba Abén, el negrito de Brunilda.
-¿Dónde estoy? -preguntó, sin recordar que el africano manifestó en otra ocasión no entender los idiomas que él poseía.
-En Hammesfert, en el Hotel del Oso Blanco... -respondió el negrito en correcto francés.
Serafín lo miró sonriendo, y le dijo:
-¡Hola! ¡Parece que ya nos entendemos!
El nubio enseñó a Serafín toda su caja de dientes, digna de figurar entre las fichas de un dominó.
-¿Quién me ha traído aquí? -siguió preguntándole nuestro héroe.
-Yo.
-¿Cuándo?
-Hoy hace un mes.
-¡Un mes!
-Ni más ni menos. ¡Habéis estado agonizando!...
-¿Qué he tenido?
-Fiebre cerebral.
-¿Y Brunilda?
-La señora jarlesa se fue a Silly hace veinte días...
-¿A cómo estamos?
-A 3 de Julio.
-¡Es decir, que no se ha casado todavía! -exclamó Serafín, procurando inútilmente incorporarse.
-No se casa hasta el 7 de Agosto... - respondió Abén.
-¿Y Rurico?
-En Silly con el señor Gustavo. Ambos creen que os suicidasteis hace un mes.
-¡No se engañan! -pensó Serafín-. ¿Y mi equipaje? -preguntó al cabo de un momento.
Miradlo... -respondió Abén, señalando al fondo de la habitación.
-¡Para siempre! -exclamó Serafín, cubriéndose el rostro con las manos.
El negro ocultó su caja de dientes.
-¿Cuándo podré levantarme? -preguntó el músico después de un momento.
-Dice el médico que dentro de diez días.
-¿Y la señora? ¿Qué te ha dicho?
-Que os cuidase mucho y os aconsejara volver a vuestro país cuando estuvieseis bueno.
-¡Para siempre! -tornó a exclamar Serafín.
El negro volvió a descubrir su dominó.
-También me dio esta carta... -añadió, alargando un papel al enfermo.
Éste lo abrió, trémulo de amor y de angustia.
Decía así:
- «Vivir es amar.
- »Vivamos, Serafín.
- »Adiós.
- »Hasta siempre.
- »BRUNILDA.»
El joven besó el papel y volvió a quedar sin conocimiento.
Al cabo de ocho días se levantó.
-Ve al puerto, Abén... -dijo al negrito-, y búscame un pasaje para cualquier puerto del Mediodía.
-No hay barco, señor -dijo a Serafín.
-¡No hay!
-No; pero se espera dentro de quince días una urca que viene de Spitzberg con dirección a Cádiz. Dicen que permanecerá una semana en Hammesfert.
-Partiré en esa urca -murmuró nuestro joven.
-Bien; descuidad en mí... -dijo el negro.
Ocho días después Serafín salió a la calle.
El sol no se ponía hacía dos o tres semanas, sino que giraba en torno del cenit, trazando una espiral.
Hacía calor.
Ningún hombre ha pasado días tan desesperados, tan lentos, tan aburridos, como Serafín en Hammesfert.
Transcurrió otra semana, y la anunciada urca, cuyo nombre era Matilde, fondeó en el puerto.
Abén dio a Serafín un billete de pasaje para el día 3 de Agosto, y recibió su importe de manos del músico.
Pasó, en fin, la tercera semana, y llegó el día de la partida.
Nuestro joven escribió la siguiente carta, que entregó a Abén después de darle un estrecho abrazo:
«¡Adiós, adorada Brunilda!
»Te escribo el 3 de Agosto...
»Dentro de cuatro días... iré yo por los mares con dirección a mi patria... ¿A qué? ¡Dios mío! ¡A morir, o a vivir muriendo!
»Dentro de cuatro días... estarás tú caminando hacia el altar.
»¡Somos muy desdichados!
»¡Adiós, Hija del Cielo! ¡Adiós, idolatrada Norma! ¡Adiós, Brunilda mía!
- «SERAFÍN.»
Después de esta suprema despedida, que costó al músico las últimas gotas de su apurado llanto, quedó tranquilo, indiferente, estúpido.
Dos horas más tarde se embarcaba en la urca Matilde, que ya se preparaba a salir con rumbo a España...
Saludó por última vez al negrito, que agitaba su gorro turco desde el muelle, y la urca se hizo a la vela.
Serafín tembló todavía al ver que se apartaba de aquella costa, donde dejaba todas sus ilusiones, toda su dicha, toda su esperanza... Cuando cesó aquel postrer síntoma de sensibilidad, creyó que ya se habían interpuesto mil leguas entre Brunilda y él.
-¡He muerto a los veinticuatro años! -dijo con una frialdad y una calma de que nadie le hubiera creído capaz.
Y miró a su alrededor como un autómata, como un insensato, como un loco...
Entonces no vio otra cosa que olas, y olas, y más olas... Olas por Levante, olas por Poniente, olas por el Norte y olas por el Mediodía.