El final de Norma: Cuarta parte: Capítulo I

El final de Norma - Cuarta parte: Spitzberg​ de Pedro Antonio de Alarcón
4º parte: Capítulo I: Brunilda y Serafín vuelan juntos


Según avanzaba Brunilda en la relación de su historia, Serafín se fue poniendo pálido, lívido, desencajado...

Cuando la joven concluyó, el infeliz amante había inclinado la cabeza con absoluto desaliento... Dijérase que iba a morir.

Brunilda lo miró intensamente; apoderáse de sus manos, y dijo con ademán y acento de inexplicable grandeza:

-¡A vuestro corazón apelo! ¿Qué puedo hacer?

-Casaros con Rurico de Cálix... Cumplir vuestro juramento... -murmuró el joven con una tranquilidad horrible.

La Hija del Cielo arrojó un profundo suspiro, como si a su vez le faltase la vida.

Pasaron algunos instantes de silencio.

-¿Y en estos cuatro años?... -balbuceó Serafín.

-¡He aprendido a aborrecerlo más y más! -interrumpió ella.

-¡Sois muy desdichada!

-¡Sí!

-¡Ese hombre es un infame!

-¡Lo sé!

-¡Un vil, un desalmado, un réprobo!

-¡Ah..., callad!... ¡Ese hombre será mi esposo!

-¡Puedo evitarlo! -exclamó Serafín levantándose.

-¡No..., no..., amigo mío!... -replicó Brunilda-. ¿Y mi padre? ¿Y mi juramento?

¡Vos no podéis matar a Rurico!... ¡Sería un sacrilegio! ¡Ni yo me uniría nunca al matador del que salvó la vida al jarl de Silly!

-¡Pero el salvador de vuestro padre ha querido después asesinarme alevosamente!

-Me dirá que tenía celos, y que yo di motivo para que los tuviera...

-¡Conque no hay remedio!

-¡Ninguno! -respondió Brunilda con la calma de la muerte.

-¡Conque he de abandonaros!

-¡Sí, Serafín; dentro de una hora moriremos el uno para el otro!

-Conque dentro de una hora... -prosiguió el joven con voz enronquecida- he de salir por esa puerta diciendo a mi corazón: «¡Ya no hay ventura!...», diciendo a mi amor: «¡Ya no hay esperanza!... ¡Hay un nunca, un implacable nunca entre la felicidad y nosotros!»

Serafín calló algunos segundos.

Brunilda lloraba.

-¡Y luego vivir! -continuó el joven-. ¡Deslizarse por el tiempo con un dolor inextinguible, con un deseo irrealizable! ¡Recordar esta hora, aquella noche, aquellas armonías; recordar que os he visto a mi lado; que nos unía el corazón; que se tocaban nuestras manos; que se miraban nuestros ojos, que se hablaban nuestras almas; que temblábamos de amor, como dos flores de un mismo tallo; que todo nos enlazaba, la pasión, el arte, el pensamiento; y que fue preciso separar esos corazones, desviar esas miradas, tronchar el tallo de esas flores, desenlazar esas manos, romper esa simpatía, destruir esa ventura! ¡Recordar que sonó una hora en que el mundo cayó entre nosotros, poniendo la barrera de lo imposible entre la ilusión y la realidad, entre vuestro porvenir y el mío, entre mi felicidad y la vuestra!... ¡Y luego vivir!... ¡Vivir! ¡Ah! ¡Esto no puede ser!

El joven golpeó su frente con desesperación.

Pasó otro intervalo de silencio.

-Serafín, oídme... -murmuró Brunilda, en cuyos ojos brillaron una luz celestial, una vida eterna, una esperanza divina-. Quiero que viváis: quiero que seáis dichoso: quiero serlo yo también... Escuchad cómo. No os diré yo que me olvidéis... ¡No! ¡Esto es imposible! No os diré tampoco que os acordéis de mí con la desesperación que me habéis pintado... ¡Quiero otra cosa..., y vais a comprenderme! Quiero que nos separemos sin desunirnos; que vivamos el uno para el otro; que, a través de la distancia, se busquen nuestros pensamientos; que a cualquier hora sepa vuestro corazón que hay otro corazón en el mundo que late a compás con él; que de día, de noche, hoy, mañana, dentro de veinte años, digáis desde vuestra patria, desde el fin del universo: «¡Te amo, Brunilda!», y estéis convencido de que el viento que acaricie en seguida vuestra frente os responde: «¡Te amo, Serafín!» Quiero que creáis que ese viento es mi voz..., y lo será sin duda... porque siempre os estaré bendiciendo. Quiero que cuando beséis una flor, digáis: «¡A ella!», y que no dudéis que en el mismo instante estoy diciendo yo, viendo volar un pájaro: «¡A él!» Quiero que cuando veáis a ese pájaro llegar del Norte, exclaméis: «¡Brunilda!», como yo, cuando vea llegar una nave por el Mediodía, diré: «¡Serafín!» Quiero que, cuando oigáis el Final de Norma, me veáis a vuestro lado, bien seguro de que mi alma, mi pensamiento, mi memoria, no estarán en otra parte. Quiero, en fin, que cuando pasen muchos años, y podáis imaginar que he muerto, sigáis haciendo lo mismo, hablándome, viéndome, adorándome, en tanto que yo, muerta o viva, entre el último suspiro, desde la tumba o desde el cielo, estaré bendiciéndoos, repitiéndoos un inmortal ¡le amo! Ya veis, Serafín, que os propongo una unión indisoluble, que va más allá de la vida, que triunfa de la ausencia, de la distancia, de los ultrajes de la edad, de la muerte. ¡Vivir así es la beatitud del cielo, la juventud eterna, la existencia perdurable, una gloria anticipada! Por algo y para algo, Serafín, nos dio el Criador un alma inmortal... Mi alma no es ni puede ser de Rurico de Cálix. Mi alma es vuestra. ¡Amémonos con el alma! Yo juré ante Dios dar la mano de esposa al salvador de mi padre, y cumpliré mi juramento, aunque le odio. Pero mi corazón, mi espíritu, mi voluntad, ¡Dios lo sabe! os pertenecerán eternamente. Ahora, sentaos a ese piano... ¡Vamos a despedirnos en el divino lenguaje del alma!

Serafín había seguido a la Hija del Cielo en aquella atrevida inspiración, palpitante, arrebatado, suspenso, cual si escuchara la voz de un ángel, y, cuando la joven dejó de hablar, cayó de rodillas ante ella, con las manos cruzadas, desfallecido de amor...

Brunilda estaba de pie. El genio radiaba en su frente; la pasión fulguraba en sus ojos; el sublime canto de Bellini brotaba de sus labios...

Serafín corrió al piano, y tocó y cantó las patéticas melodías del Final de Norma como nunca fueron oídas por nadie...

Las lágrimas salían presurosas a escucharlas, y el corazón respondía a sus lamentos.

Serafín, con la cabeza vuelta hacia Brunilda, le expresaba además en sus miradas los pensamientos de amor y muerte de aquella suprema despedida.

Brunilda, apoyando una mano sobre el hombro de Serafín, elevada sobre él, inundándolo de luz, de amor, de poesía, envolviéndolo en su voz, en su ademán, en su aliento, en su dulce calor, en el aroma que se desprendía de ella, profería aquellas sentidísimas frases:


So terra ancora
Sarò con te,


como si improvisase lo que cantaba, como si fuese la propia Norma bajando a la frente de Bellini, o la misma música dormida en los pliegues del aire; como ilumina la luz, como las flores exhalan su fragancia...

Ayer, hoy, mañana; Sevilla, Hammesfert, Silly; el amor, la despedida, la ausencia; la esperanza, la dicha, el recuerdo; el fuego, la llama, la ceniza: todo palpitó en aquellos cánticos, todo se lo dijeron aquellas almas...

Y cesó la armonía, y aún resonó en sus oídos...

Y callaron, mirándose, enlazadas las manos...

Y cuando la luz del sol inundó el aposento, Brunilda y Serafín seguían aún mirándose, sin pensar, sin hablar, fuera del mundo, fuera de esta realidad palpable que nos oprime, de este ser, esclavo de la vida, que nos ata a la tierra; lejos, sí, muy lejos del imperio del tiempo, de la prisión del espíritu, de las cosas que transcurren, de las historias que se cuentan...

Un beso mutuo, un dilatado beso, ni premeditado ni pedido, sino espontáneo, instintivo, abrasador, terminó aquel misterioso coloquio de sus almas.

Separáronse en seguida bruscamente, él para salir de la habitación, ebrio, aturdido, vacilante, y caer en brazos del que allí lo condujo; ella para languidecer como flor moribunda, y desplomarse al fin sobre la alfombra, sin gritos, sin color, sin conocimiento.