El final de Norma: Cuarta parte: Capítulo III


Serafín se dirigió a la cámara de proa y se dejó caer sobre un asiento, apoyando los codos en la gran mesa de aquel salón-comedor.

Allí permaneció largo tiempo inmóvil y silencioso como un cuerpo sin alma.

Al cabo de dos horas levantó la cabeza, y pidió ponche, mucho ponche, con ron de Jamaica, mucho ron...

Trajéronle una enorme ponchera.

-¡Así dormiré! -se dijo.

Y llenó el vaso hasta los bordes.

Bebióselo lentamente, con la cabeza tirada atrás, fijos los ojos en el ardiente licor; pero, al apurar la última gota, vio en el fondo del vaso la figura de un hombre que penetraba en la cámara en aquel instante.

El vaso se le cayó al suelo, mientras que él daba juntamente un grito y un salto, y quedaba de pie, tambaleándose, sin creer en lo que veía...

-¡Diablo! ¡Rediablo! ¡Diablísimo! ¡Protodiablo! ¡Archidiablo! ¡Non plus ultra diablo! ¡Diablo Cojuelo! -exclamaba en tanto el aparecido, lanzándose a Serafín, cubriéndole de besos y estrechándole entre sus brazos.

¡Era Alberto!

El músico se restregó los ojos, se los estiró con los dedos, tocó como Santo Tomás, y dudó todavía.

-¡Alberto! -exclamó por último-. ¡Alberto mío! ¡Alberto de mi alma!

Y se quedó un instante como traspuesto, entregado a su júbilo, a su sorpresa, a su felicidad...

Luego languideció otra vez y volvió a desplomarse sobre el banco.

-¡Te dejé bebiendo y te encuentro lo mismo! ¡Bravo, querido Serafín! -exclamó Alberto abrazando nuevamente a su amigo-. Pero ¡diablo! ¿Cómo es que te hallo aquí? ¡Tú en Laponia! ¡Tú, que reprobabas mi viaje! ¡Tú, que ibas a Italia!

-¡Italia! -murmuró Serafín, a cuyos ojos volvían las bienhechoras lágrimas.

-Ya sé que equivocaron nuestros billetes... -continuó Alberto-. ¡Mas no por eso he ido yo a Italia, como tú has venido a Laponia! Y ¿qué te ha parecido mi Norte? Pero te encuentro pálido... ¡Lloras! ¿Qué tienes, mi querido amigo?

Serafín no pudo responder. ¡Le agradecía tanto a Dios aquel encuentro! ¡Le recordaba Alberto tantas cosas!...

-¡Qué noche aquélla, Serafín! -prosiguió el incansable cosmopolita, hablando de mil cosas a un tiempo, como tenía de costumbre-. Estábamos borrachos en los tres grados que marcan los autores: Chirlomirlos, Cogegallos y Patriarcales... Yo advertí la equivocación... al día siguiente; me quedé en Gibraltar, y tres días después... no creas que fui a Sevilla ¡Diablo! ¡Amo demasiado a Matilde para verla con tranquilidad! Y, dime: ¿sabes algo de ella?

Serafín suspiró al oír el nombre de su hermana.

Alberto continuó:

-Pues, señor, tres días después, hallándome sin buque en que hacer mi expedición al Polo, compré esta urca; la tripulé; la confirmé con el nombre de Matilde...

Alberto hizo otra pausa, mirando a Serafín.

-¡Mucho la amas! -suspiró el músico.

-¡Más que a mi vida! -replicó Alberto con vehemencia-. ¡Cada vez más! ¡Es el único dolor que me avasalla! ¡Es mi única debilidad en el mundo!

Luego continuó, dominándose:

-Bauticé, digo, la urca con el nombre de tu hermana... y me nombré a mí mismo Capitán. ¡Sabe, pues, que estás bajo mis órdenes!

Serafín sonrió a pesar suyo.

-En fin... -prosiguió Alberto-. Después de un mes de navegación llegué a este maldito Hammersfert, donde permanecí dos días. En seguida enfilé la proa al Polo, y he hecho mi anhelada visita a Spitzberg. ¡Qué cosas tan magníficas, tan sorprendentes he observado en aquella región! Pero ¡hombre! ¿qué tienes? ¡Tú estás triste hasta la medula de los huesos! Tristis est anima tua usque ad mortem! que hubiera yo dicho en mis tiempos de teólogo.

-¡Ay, Alberto!... -suspiró Serafín, a quien la locuacidad de su amigo le comunicaba deseos de hablar.

-¿Qué te pasa, diablo? ¡Cuéntamelo todo! Tú sólo bebes en las situaciones culminantes... ¡Algo extraordinario te ha sucedido!

-Te lo contaré todo muy despacio... -dijo Serafín-. Ahora no me siento con fuerzas... Sabe, por de pronto, que la Hija del Cielo...

Alberto interrumpió a su amigo con una ruidosa carcajada.

-¡Cien veces diablo! -exclamó-. ¿Conque aquel amor es la causa de tus penas? ¿Conque no has olvidado a esa mujer? Pues, señor, ¡te compadezco! -añadió, mudando de tono-. ¡No hay peor cosa que un amor imposible! ¡Tampoco puedo yo olvidar...!

-¡Ay! -suspiró Serafín-. ¡Tú no lo sabes todo!

-Pues ¿qué hay? ¿Te ha escrito? ¿Dónde está? ¡Diablo! ¡Me interesa esa mujer! ¡Perderla a la hora de amarla! ¡Perderla!... y encontrarla luego en Cádiz..., sí..., ¡eso es!... ¡Qué borrachos estábamos!... ¿Viste cuando agitó el pañuelo? Y luego... ¡nada!... ¡Se disipó! ¡Desapareció para siempre!

-¡Ojalá! -exclamó Serafín.

-¿Cómo? ¿Has vuelto a encontrarla? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Tiene algo que ver ella con tu viaje al Norte?

-La he visto la he hablado; he viajado con ella un mes; ha cantado, acompañándola yo; sé su nombre y su historia...

-¡Diablo y demonio! ¡Y me lo dices con ese aire de tristeza! ¡Oh! ¡Tú me engañas! ¡Tú estás, cuando menos, chirlomirlo!...

-Te digo la verdad... -respondió Serafín-. ¡Por ella he venido a esta región! ¡Por ella me ves en tu barco! ¡Por ella vivo... sin poder vivir en manera alguna!

-¡Yo te consolaré -repuso el Capitán de la Matilde- echando algunos tragos! Pero... ¡ahora caigo en la cuenta! ¿Has encontrado también al joven del albornoz blanco? ¡Por cierto que no se me ha olvidado el desafío pendiente, y que acudiré a la cita!... ¿Has vuelto a tropezar con aquel oso rubio?

-¡Y he hablado con él muchas veces!

-¿Estoy soñando? Dime: ¿y el viejo, el enano, el calvo?...

-¡También sé quién es!

-Y ¿no te llamas todavía Polión?

-¡Ya ves que estoy desesperado! Es asunto largo de contar... Mañana lo sabrás todo.

-¡Por mis charreteras y por todos los diablos! ¡Creo que hemos tropezado a tiempo! ¡Los que se suicidan deben de estar la víspera de su muerte como tú estás hoy!

-Tampoco puedo matarme... -replicó Serafín lúgubremente.

-Me alegro muchísimo...; pero dime, ¿por qué no puedes?

-Porque lo he jurado.

-¿A quién?

-A la Hija del Cielo.

-Pues, señor, ¡no lo entiendo! ¿Es coqueta esa mujer?

-¡Es un ángel!

-¿Te quiere mal?

-¡Me adora!

-Cada vez lo entiendo menos. ¿Es casada?

-No... ¡Aún es soltera!

-¡Vete al diablo! En fin, dejemos esto...

Ya me lo contarás después... o nunca. Lo que no tiene remedio, se olvida. Para olvidar, se bebe. Y para beber, se pide. ¡Hola! ¡Traed más ponche! Voy a hacerte la partida... Luego vendrás a mi cámara, y en adelante viviremos allí juntos. Yo te curaré de ese amor o suspiraré contigo... ¡Ay! ¡También tengo mis razones! ¡Dentro de un mes estaremos en Cádiz... y, por mi parte, no sé qué hacerme! ¡Cantaré misa, o me iré al Japón! No tengo casa, ni familia... ni... ¡Diablo! ¡Que sea yo tan necio! ¡Pues no amo a tu hermana como un imbécil! Pero hablemos de otra cosa... ¡Brrr! ¡Magnífico ponche! ¡Alégrate, Serafín!¡Qué ganas tenía de hablar... y, sobretodo, contigo! ¡Figúrate mi sorpresa cuando hallé tu nombre en la lista de los pasajeros de mi buque! ¡Vaya otro vaso! ¡Me parece un sueño que te veo! Pues, señor, ya que no hablas, hablaré yo solo; te contaré algo de mis viajes... De seguro te distraerán... Ahora recuerdo cierta entrevista que he tenido con un alma del otro mundo... Y esto me recuerda otra cosa... ¡Torpe de mí, que no te lo he dicho todavía! ¿Sabes tú con quién estás hablando?

-¿Con quién? -dijo Serafín maquinalmente.

-¡Con el Capitán de la Matilde!

-Ya me lo has dicho.

-Espera... que aún no he concluido... No sólo soy Capitán, sino Almirante. Y digo Almirante, porque, si echo al agua las lanchas y los botes, no negarás que me hallo con una escuadra. ¿Qué te parece? ¡Ni es esto todo!... ¡Soy rey!

-¡Rey! -murmuró Serafín sonriéndose.

-¡Rey!... ¡Rey con todas sus letras!

-¿De dónde?

-Del Spitzberg; de la Isla del Nordeste. ¡Un rey sin súbditos! ¡Rey de una isla desierta! ¡Una especie de Pepe Botellas, como decían en los somatenes de antaño...; pero rey absoluto, pues que no tengo Cámaras! ¡Y qué paz hay en mis Estados!

-Mas ¿quién te ha consagrado rey?

-¡Yo mismo...; yo que antes de ceñirme la corona había ya dicho en mis adentros, parodiando al gran Sixto V: Ego sum Papa! Sí, chico... En esto soy de la opinión de mi primo Enrique VIII de Inglaterra. ¡Soy rey y pontífice a un mismo tiempo! Primero me hice papa, y luego me consagré rey. Pero vuelvo a mi historia... a mi entrevista con los muertos. Atención. ¡Vaya otro vaso!