El falso Inca: 04
Anduvieron a buen paso, tanto, que ya a mediodía estaban frente a la aldehuela de San Isidro, no lejos del lugar en que más tarde se fundó la ciudad de Catamarca. La aldea, muy crecida, existe aún, y fue tomada por los españoles como centro estratégico de observación, para que no pasaran inadvertidos los movimientos sospechosos de los indios. Un puñado de miserables ranchos de barro y paja rodeaba una pobre capilla de cinco varas de frente por unas veinte de fondo, paredes de adobe, techo de troncos apenas desbastados, cubiertos de cañas, ramas y barro, y cuyas puertas y altos ventanillos eran de toscas tablas. En ese templo primitivo comenzaba a venerarse la hoy famosa imagen de la Virgen del Valle, a la que, después de consumados los hechos que narran estas páginas, se atribuyeron todos los tristes y sanguinosos horrores de la guerra, y cuyos tesoros, atraídos por tales cruelísimos milagros, afluyendo a sus altares han permitido luego alzarse una catedral.
Los viajeros no hicieron ni mención siquiera de asomarse a la capilla. Continuaron su camino sin ser vistos por los habitantes de la aldea, entregados a la siesta después del frugal almuerzo.
Algo más allá, en un espeso bosquecillo de algarrobos, ceibos y garabatos, junto al río, hicieron fuego y se dispusieron a almorzar y descansar también.
Al caer la tarde volvieron a ponerse en camino sigilosamente. Estaban sólo a legua y media de la «encomienda» de Choya, y una vez atravesado el río y el arenal que del otro lado se tendía en forma de playa, salpicado de breas y cactus, no tardarían en llegar al refugio elegido. Pero prefirieron hacerlo de noche, y descansaron varias veces para esperarla, a la sombra de los árboles. Los «conversos» de la encomienda de Choya estaban con ellos; en ningún caso les harían traición, pero bueno era prevenirse contra miradas indiscretas...
Ya en plena obscuridad, tomaron un atajo para subir a la colina. Luis se separó de ellos. Iba hasta las casas para ponerse en comunicación con algunos habitantes, procurar provisiones, agua y armas para cazar y para defenderse si el caso llegaba.
Bohórquez y Carmen subieron largo rato por una senda que culebreaba en la escabrosa colina, hasta encontrar, al extremo de una vasta explanada, una gruta que Luis les había indicado. Este refugio estaba formado por un peñasco enorme que, rodando de la cumbre en algún cataclismo, había ido a detenerse sobre otros dos que sobresalían de la falda de la colina y servían de paredes laterales a la cueva, muy espaciosa, y cuya ancha entrada estaba disimulada por la vegetación: grandes acacias espinosas y asclepiadeas y aristoloquiáceas que trepaban por la roca como los bastidores de una decoración de teatro. Algo más adelante, dos cereus gigantescos parecían custodiar la gruta.
En ella se instalaron, haciendo fuego para que todo estuviese pronto cuando llegara Luis con las vituallas. El mestizo no tardó ni llegó solo. Un indio iba con él, cargando dos grandes cántaros, uno de agua fresca y otro de chicha, y llevando un cuarto de llama. Al notar su presencia Bohórquez se retiró al fondo de la gruta, quedándose en un rincón obscuro, como para evitar todo contacto con el plebeyo.
-¡Ahí está el hijo del sol, Huallpa Inca! -dijo Luis en voz baja a su acompañante, que, con grandes manifestaciones silenciosas de respeto, depositó su carga junto al fogón, dio unos cuantos pasos atrás sin volver las espaldas y aguardó, sumiso, mirando al suelo.
-Puedes marcharte -agregó entonces Luis sin alzar la voz.
El indio -uno de los pretendidos conversos de Choya- desapareció en las tinieblas sin haber despegado los labios. En el inextricable matorral no se oyó siquiera el roce de su cuerpo con las hojas y el ramaje: más ruido produjera una víbora arrastrándose por una losa de mármol.
-Aquí traigo algunas otras provisiones y armas -dijo Luis, dejando en el suelo una bolsita de grano, un atadito de hojas de coca y dos arcos con sus flechas-. Yo me quedo con este arcabuz; como tengo que partir inmediatamente, será más útil en mis manos.
-¿Tienes que partir? -preguntó Carmen aprestándose a hacer la comida.
-Sí; aguardadme aquí ambos. Debo ponerme en comunicación con los caciques para que acudan en la noche de pasado mañana.
Bohórquez y Carmen quedáronse solos y taciturnos, haciendo en aquellos días vida de ermitaños, casi sin cambiar palabra, pero con el pensamiento fijo en la misma idea. El andaluz hacía menos larga la expectativa durmiendo a ratos comiendo y bebiendo chicha. Pero, al tercer día, cuando comenzaba a brillar la luna en su primer cuarto, poblando el valle de borrosos fantasmas, Luis reapareció y tras él llegaron, silenciosos y graves, los caciques, los curacas (jefes de familia) y los machis (brujos) convocados en nombre del falso Inca.
Ninguna prenda de su traje distinguíalos en aquel momento del resto de los habitantes de los valles: vestían, en efecto, una toga o túnica talar de lana, algo recogida en la cintura, y no llevaban armas, visibles por lo menos.
-Éste es el Titaquín -dijo Luis Enríquez señalando a Bohórquez y dándole por primera vez este título, correspondiente al de «señor del país», que en otros tiempos usaban los delegados del Hijo del Sol.
-¡Huallpa Inca! -corrigió orgullosamente el aventurero-. Sentaos.
Los indios, sin cambiar una mirada, con misterioso silencio, fueron poniéndose en cuclillas en torno del fogón, contra las paredes de la gruta. Eran una veintena. La llama del hogar les iluminaba los rostros bronceados, haciendo en ellos caprichosos juegos de luz y sombra, y poniéndolos a veces del color de la sangre. La expresión de todos ellos era impenetrable, y Bohórquez se esforzaba inútilmente por darse cuenta de sus sentimientos. Carmen lo animó, acercándosele y haciéndole una seña tranquilizadora.
-¿Quién es esta mujer? -preguntó el Curaca de Paclín.
-Es la Coya (reina) -murmuró Luis.
La conferencia comenzó. Bohórquez consideró hábil y útil ofrecer a los jefes una especie de autobiografía, valiéndose de los datos un tanto confusos que poseía de la historia del Perú, y aprovechó para ello la facundia que le había hecho famoso en cuantos países visitara.
-Huyendo y oculto -dijo entre otras cosas-, perseguido siempre, siempre protegido por mi padre Inti, crecí entre las asperezas de los Andes, inculto y bravío, pero sintiendo en mi interior, junto con la necesidad del mando, la ciencia innata del gobierno. Porque así debe ser el que, como yo, es descendiente directo y heredero forzoso de Manco Capac, el rico en virtudes y poder, que reinó cuarenta luminosos años, de Sinchi Roca, el valeroso, de Lloque Yupanqui, el zurdo, de Capac Yupanqui, de Inca Roca, el prudente, que durante largos años y felices, con el llautu en la frente y el chonta con la estrella de oro en la mano, vieron salir día tras día, el sol por encima de las montañas coronadas de nieve. Porque así debe ser quien, como yo, desciende del gran Yaguar Huacac, el que lloraba sangre, de Ripac Viracocha, que anunció la futura llegada de nuestros nefandos opresores, del noble y denodado Titu-Manco-Capac-Pachacutec, perturbador del mundo, del heroico Yupanqui, que reintegró estas comarcas al imperio, y después de conquistarlas con las armas las vinculó con sus leyes sabias y justas, del padre deslumbrador Tupac Yupanqui, de Huaina Capac, el joven rico, conquistador de Quito y padre del sol de alegría Inti-Cusi-Huallpa, y del traicionado y atormentado Atahualpa, cuya muerte tortura aún el corazón de sus vasallos... Porque así es el sucesor de los desdichados monarcas que no llegaron a reinar, despojados por la usurpación española, el Inca Manco, Sayri Tupac Yupanqui, Tupac Amaru, infeliz, cuya cabeza rodó en el cadalso de Cuzco, clamando la inicua felonía castellana y la terrible venganza de los suyos...
Bohórquez calló como embargado por invencible emoción.
Una voz, entonces, acremente sarcástica, brotó de un rincón oscuro, preguntando:
-Y tu, ¿hijo de quién eres?
Era el cacique Luis de Machigasta, el único que hubiera acudido a la conferencia casi contra su voluntad y que estaba casualmente en la comarca: decíasele amigo de los conquistadores.
Al oírlo Bohórquez, se inmutó, y sintió que una nube le pasaba por los ojos. No atinaba a contestar, tartamudeó algo respecto del Gran Paitití, donde había reinado, se refirió a la rama femenina, enredose, en fin, tratando de enredar, y ya los indios levantaban la cabeza y lo miraban sorprendidos y recelosos, cuando el Curaca de Tolombón, jefe de un heroico pueblo, tomó la palabra con apasionada elocuencia.
Él también tenía sus dudas o sus certezas respecto del origen del pretendido Huallpa Inca, pero quizá consideraba que el pueblo calchaquí debía aprovechar aquella oportunidad de volver por sus fueros.
-¡Dejemos -exclamó-, dejemos para más tarde discusiones y averiguaciones que hoy a nada conducen! Los valles proclaman ya con amor y confianza, del uno al otro extremo, el nombre de Huallpa Inca, y no hay en ellos un solo varón que no ansíe el momento de empuñar las armas y seguirlo para destruir, hasta el último, los hombres blancos y barbudos que nos esclavizan, nos aherrojan y nos matan!...
Desde las primeras palabras el Curaca se había hecho dueño de sus oyentes. Bohórquez, considerándose salvado, miró hacia el rincón en que Carmen estaba acurrucada, con una sonrisa de triunfo. ¡En cuanto pasara aquel minuto terrible quedaría ungido Inca, por la fuerza incontrastable de los hechos, y podría tratar como traidores a cuantos no lo acatasen!... El Curaca, entretanto, continuó:
-¡Tenemos que lanzarnos a la guerra! ¡Todos los curacas y caciques de los valles, vamos a mudarnos la flecha de la alianza, para emprender juntos la guerra! ¡Aquí está nuestro jefe, nuestro soberano!... Era lo único que nos faltaba: ¡un general capaz de llevarnos al triunfo!... ¡Porque nosotros no somos guerreros, somos pastores, somos agricultores! ¡Criamos las llamas en las alturas y cultivamos el maíz en el llano que surcan nuestros acueductos, nuestros canales, nuestras acequias, hechos con tanto esfuerzo y tanto arte como los de nuestros hermanos del Perú! Tejemos la lana y el algodón y teñimos las telas con las raíces de la tierra y la savia de los yuyos; fundimos y esculpimos el cobre, curtimos y aderezamos el cuero, labramos la piedra y la madera, modelamos y cocemos la arcilla... ¡Somos pacíficos, somos bondadosos! ¡Vemos en el hombre un igual y un hermano, y si la entrada de nuestras montañas está fortificada, si hemos alzado pucarás, terraplenes y altas y gruesas pircas, es sólo para defendernos y defender a los nuestros en caso de inicuo y sangriento ataque!... ¡Ah! pero si somos pastores, si somos agricultores, también sabemos cazar el uturunco (tigre) y el puma (león), sin que la pica tiemble en nuestra mano, ni la flecha se desvíe en su camino, ni los libes caigan antes de alcanzar su presa, ni la piedra de la honda interrumpa su curva mortal, y el guanaco y la vicuña de las cumbres saben bien cuánta es la velocidad de nuestra carrera, lo sigiloso de nuestra marcha, la resistencia de nuestros músculos semejantes a la cuerda tendida del arco. ¡Arriba, pues, hermanos, que estas otras fieras -los españoles ávidos y sanguinarios- caigan al fin, pese a sus formidables armas, arrollados por nuestro número, por nuestra perseverancia, por nuestro valor, por nuestro odio!... ¡Pónganse sus cáscaras de cangrejos de hierro!, la flecha sabrá hallarles la juntura, conducida por la justicia de nuestro empeño... ¡Y si caemos mil, diez mil en la demanda, quedarán diez mil, cien mil para vengarnos! ¡La tierra engendrará nuevos hombres, y la tierra, y la montaña, y los elementos, serán nuestros aliados!...
-¡Yo os haré cañones! -clamó Bohórquez, enardeciendo aún más el entusiasmo, haciendo vislumbrar el triunfo, provocando la admiración de sus secuaces...
Otros caciques tomaron en seguida la palabra, para hacer con elocuencia el proceso de los españoles, que los perseguían, los torturaban, los mataban, los aniquilaban en el trabajo implacable de las minas, desbarataban sus hogares, se llevaban sus mujeres y sus hijas, les arrebataban su religión, sus costumbres, sus creencias...
-Yo, como mis antepasados -prometió el andaluz-, haré respetar los derechos de todos: el suelo fértil se repartirá con equidad, vuestras tierras serán labradas aun antes de las mías, restableceré en todo el imperio el glorioso culto de Pachacamac, el alma del Universo, el Huiracocha, el fantasma misterioso de Inti, el que vierte oro en las lágrimas que llora...
Y así desarrolló un vasto plan que, para los caciques y curacas, era el reverdecimiento de antiguos y ya marchitos esplendores.
-¡Sí, tú eres el Inca, tú el Hijo del Sol! -gritó entusiasta el cacique Pivanti, en cuanto Bohórquez cesó de hablar-. ¡Y yo, de hoy en más, te juro obediencia, acatamiento y amor!
-¡Lo juramos! -repitieron varias voces.
-¡Llévanos ahora al combate y al triunfo! -agregó Pivanti.
En ese momento uno de los machis levantose tendiendo la mano hacia el caudillo, con ademán inspirado y solemne, y con tono profético exclamó en medio de la emoción de los circunstantes, preparados ya por los anteriores entusiasmos:
-¡Mama Quilla te ciñe en este momento la frente con un llautu de luz! ¡Augura un reino de gloria para ti y para tu pueblo!...
Un rayo de luna, en efecto, deslizándose por la boca de la gruta, había envuelto en pálidos fulgores la cabeza del aventurero.
Bohórquez quedaba definitivamente proclamado: la necesidad hacía cerrar los ojos a los más prudentes y astutos caciques, y los mismos machis no lo discutían: más tarde, siempre habría tiempo de examinar sus derechos a la diadema imperial...
Poco después, los indios se retiraron uno por uno, conviniendo en que tomarían las armas a la primera señal. El cacique de Machigasta no se excusó de ello tampoco...
-¡Ya eres Inca! -exclamó Luis Enríquez cuando quedaron solos.
-¡Siempre lo fui, aunque no reinaba! -replicó Bohórquez con altivez.
-¡En fin! -murmuró el mestizo-, si tus proezas tienen que ser narradas por los Amautas y cantadas por los Aravecus, nada importará a tu vasallo tener que derramar hasta la última gota de su sangre...
-Ya lo verás... Ahora, pensemos en marchar mañana mismo a Londres -dijo el aventurero-; allí comenzará a desarrollarse nuestro plan...