El falso Inca: 05
En las cercanías de Londres y en un rancho abandonado, de paredes bajas, construido con piedras toscas y techado con paja y barro, hallábanse reunidos, pocos días después, Bohórquez, Carmen y Sancho Gómez. Este último había conferenciado ya con el aventurero, y aquella tarde iba a comunicarle que esa misma noche se celebraría la anhelada entrevista con el señor gobernador del Tucumán, don Alonso de Mercado y Villacorta. Nada o bien poco le había costado obtener ese favor, pero su excelencia deseaba que se procediese con sigilo, para no despertar las sospechas de los indios ni provocar las críticas de los españoles.
-En cuanto baje algo más el sol, nos pondremos en marcha para llegar a boca de noche -dijo Sancho.
-Como te plazca.
-¿Iré yo también? -preguntó Carmen.
-Vosotras las mujeres, para ser realmente útiles -observó Sancho-, debéis esperar siempre el momento oportuno...
-Y ése no puede tardar para ti -agregó Bohórquez guiñando los ojos.
Carmen no replicó. Ambos españoles pusiéronse en camino un rato después, y llegaron a Londres ya de noche, como lo deseaban.
Esta mal llamada ciudad de San Fernando de Londres, actualmente Pomán, era apenas una aldea encaramada entre riscos, con pobres casuchas de madera y barro, pero circundada con algunos trabajos de fortificación. Sin embargo su importancia política era grande, pues su jurisdicción -que lindaba por el este con Chile, por el norte con Salta y Bolivia y por el sur con La Rioja- abarcaba unas cincuenta leguas de norte a sur, por otras tantas, más o menos, de este a oeste.
Bohórquez y Sancho entraron en el recinto de la ciudad, cuyos habitantes se habían recogido ya a comer y descansar, y deslizándose entre las sombras, llegaron a un edificio algo mayor y mejor construido que los demás, a cuya puerta se paseaba un soldado, al parecer de centinela.
Éste, al ver a Sancho, como advertido ya de su llegada, dejolos pasar, y después de introducirlos en una pequeña y desnuda habitación con humos de despacho, a juzgar por una mesa con escribanía y legajos de papeles que se observaban en un extremo, se internó en la casa, a anunciar sin duda su presencia.
-¿Éste es el hombre, Sancho? -preguntó poco después, entrando en el despacho, un caballero joven, no mal parecido, de porte airoso y altivo, bigote y perilla, ojos de terquedad y de pasión y tez curtida por las intemperies, que vestía modestamente calzón, chupa y casaca de género oscuro, y calzaba grandes botas de montar.
-El mismo, excelentísimo señor -contestó Sancho.
-Bien, déjanos solos.
Sancho salió. Don Alonso, pues el recién llegado era el gobernador en persona, encarose con el aventurero.
-¿Eres Pedro Bohórquez, o por otro nombre Chamijo o Clavijo? -preguntó.
-Dejando de lado por el momento la cuestión de nombres y apodos, sí, excelentísimo señor -contestó el andaluz con desparpajo.
-¡Hasta aquí ha llegado el rumor de tus hazañas! ¿Qué intriga tejes?
-La envidia y la codicia hanme condenado, pero Dios sabe que soy inocente de cuanto se me acusa -dijo Bohórquez, con fingida humildad.
-Me han dicho que tienes algo que revelar respecto de minas, huacas y tesoros.
-En cuanto a eso os han dicho la verdad.
-Habla, pues: ya te escucho.
-Vuecencia ha de permitir que me ocupe, también, de otros dos asuntos de la mayor importancia...
-Veamos.
-El uno se refiere a la famosa y misteriosa Ciudad de los Césares... El otro es más grave: tiene que ver con el gobierno mismo de estas comarcas.
-¿Con el gobierno? Supongo que no se te habrá ocurrido tener participación en él...
-No sería demasiado atrevimiento... ¡Un Girón!... Pero vuecencia verá, si tiene a bien darme su venia.
Mercado, que había sonreído al oír el noble apellido de los Girón en boca del andaluz, contestó casi jovialmente:
-¡Pardiez! Habla de lo que quieras, que tiempo de sobra tenemos en estas soledades, y tu charla puede divertirme; pero comienza por lo referente a las minas y tesoros, sin tratar de embaucarme si te es posible, que lo dudo. Ya sabes que te conozco.
-Razón de más para que vuecencia tenga confianza en mí... Pero, ¿conoce también vuecencia la leyenda corriente acerca del cerro de Famatina?
-Sí, algo he oído. Se dice que los hechiceros han encantado ese cerro de tal manera que, aun cuando se vean, desde lejos, resplandecer al sol maravillosas vetas de oro y plata, nadie podrá encontrarlas jamás si antes no rompe el encanto, y que el atrevido que logra acercarse a las minas, es inmediatamente rechazado por súbitas y furiosas borrascas que llegan hasta costarle la vida...
-¿Y vuecencia lo cree? -preguntó Bohórquez con cierta sorna.
-Algo de cierto habrá en ello -dijo gravemente el gobernador-, como lo hay seguramente en el misterio del cerro Manchao, que ruge en cuanto una planta española huella sus inmediaciones.
-Lo que ocurre -prosiguió Bohórquez volviendo a su anterior humildad- es, sin embargo, obra exclusiva de los hombres. Yo lo sé a ciencia cierta, porque he vivido mucho tiempo y vivo aún entre los indios. Pero... voy al grano. Es notorio, y está comprobado, que los ministros de los Incas, valiéndose de sus súbditos, sacaban del cerro de Famatina incalculables cantidades de oro y plata... ¿Cómo explicar, pues, que esas minas riquísimas hayan desaparecido de repente y por completo, desde que estas comarcas pertenecen a los españoles? No pueden haberse agotado de pronto, por milagro, sin dejar huellas.
-¿A qué atribuyes ese hecho, entonces?
-Me explico, sencillamente, que los indios han destruido ex profeso los caminos que conducían a las bocaminas, en cuanto vieron que otros se enseñoreaban del país. Y tengo una prueba material y una moral, al respecto. Del otro lado de los Andes, muchas veces, cuando se trataba de enterrar algún noble personaje -ya sabe vuecencia que en realidad no los entierran, sino que los conservan, hasta con comida, para cuando resuciten-, pues cuando se trataba de eso, los indios bajaban con el cadáver y los objetos que habían de sepultarse con él, por barrancos casi a pico, hasta cuevas naturales o artificiales, abiertas en la roca, a grande altura. Y a medida que bajaban con su carga fúnebre iban destruyendo las piedras salientes y las asperezas que les servían de escala, de modo que no podían volver a subir. Llegados a la cueva, depositaban el cuerpo y demás, tapiaban la entrada, y bajaban al valle, cuidando también de borrar completamente ese segundo camino. Hecha la operación, la pared del barranco quedaba lisa como la palma de la mano, y sólo los pájaros podían llegar a la emparedada cueva... Nada costaba a este pueblo, que ha ejecutado obras tan grandes, hacer eso mismo en más vastas proporciones. El camino de las minas de Famatina y de otras cien partes, ha desaparecido así: no lo sé sólo por conjeturas, aunque éstas pudieran bastar; lo sé también por confidencia de los mismos indios...
Don Alonso de Mercado y Villacorta miraba maravillado, casi convencido, al andaluz. La codicia que siempre había dormitado en él, acababa de despertar exigente y avasalladora. Ya le parecía verse dueño de incalculables riquezas, volviendo a España a gozar y triunfar en la corte como un espléndido y poderoso príncipe. Era su secreta ambición, lo único que lo había traído a América, lo único que podía endulzarle aquel destierro, no atenuado por sus aventuras y amoríos, pues, como dice un historiador, «era hinchado de orgullo, déspota en sus dictámenes, corrompido en sus costumbres...»
-Lo que me dices tiene el color de la verdad -murmuró, con la garganta prieta de deseo-. Pero tus antecedentes...
-Son una garantía, excelencia: sólo un hombre diestro y astuto como yo podría imaginar y llevar a término esta fabulosa hazaña.
-Mas, ¿conoces alguna de esas minas?
-No, excelencia.
-¡Entonces!
-¡Pero puedo conocerlas todas, una por una, sin tardanza! Los indios confían en mí... ¡me obedecen! Dentro de pocos días sabré hasta el más oculto de sus secretos. ¡Tendré la llave de sus tesoros, de los inmensos tesoros que millares y millares de indios arrancaban al seno de la tierra, para enviarlos al Inca, el único que podía hacer elaborar el oro y la plata! ¡Y... esa llave es lo que vengo a ofrecer a vuecencia!
-No me basta tu palabra -murmuró Villacorta, vacilante ya sin embargo.
-El que ha encontrado esto, puede conduciros a donde halléis cerros de los mismos minerales -dijo Bohórquez enfáticamente, presentando al gobernador dos muestras, una de oro y otra de plata, que llevaba a previsión en el bolsillo.
-¿Y ese hombre, quién es? -preguntó Mercado examinando las muestras que había tomado con mano ávida.
-Hoy es uno de mis indios, que me pertenece como la sombra al cuerpo. ¡Mañana seré yo mismo, si lo deseo! ¡Ah! ¡pero esto es poca cosa, excelentísimo señor; esto es, de veras, insignificante, parangonado con lo que aún puedo ofreceros! Tengo, en efecto, tesoros de mucha más fácil adquisición, que sólo exigen extender la mano sin necesidad de excavaciones ni manipulación alguna... Sabéis muy bien las enormes cantidades de metal que poseían los Incas; sabéis, por ejemplo, que Atahualpa, tratando de rescatarse, llenó de oro purísimo una habitación hasta donde alcanzaba con el brazo levantado... pero ¿creéis que ese oro y el que se ha llevado a España antes y después, es todo el que poseían y poseen aún los indios? ¿Comulgáis con la conseja de que arrojaron el resto al mar y al fondo de los lagos?...
-¡No! ¡Hay huacas! -exclamó el gobernador, tan deslumbrado como si tuviera delante todo aquel oro, o como si mirara al mismo sol en pleno mediodía.
-¡No confunda vuecencia! Las huacas son sepulturas, y en ellas habrá joyas y preseas más o menos valiosas, pero en pequeña cantidad. ¡Eso no vale nada! El oro no ha desaparecido allí. Instruídos de su valor como moneda por los primeros conquistadores, queriendo conservarlo y al propio tiempo privar de él a sus enemigos, los indios se apresuraron a ocultarlo en entierros especiales, cuyos derroteros han venido legándose de padres a hijos. Alguno se habrá perdido y sólo la casualidad hará encontrarlo en los siglos venideros... Sin embargo, los que subsisten y pueden encontrarse hoy, bastarán para hacer palidecer de envidia al mismo Creso...
-¡Dime qué indio sabe uno de esos derroteros, y el potro no tardará en hacérselo revelar!...
-¡Bien convencido está vuecencia de que el tormento es inútil con esos infieles, más duros que la piedra con que hacen la punta de sus flechas!...
-Entonces...
-Captarse su absoluta confianza, conseguir que la revelación de esos secretos sea para ellos una cosa más que natural, obligatoria; ése, ése es el único medio, pues como no poseen la ciencia de la escritura, no tienen documentos indicadores que puedan caer en nuestras manos.
-¡Pero no hablarán nunca! -gritó el gobernador, desencantado y furioso.
Bohórquez sonrió.
-A mí me hablarán -murmuró con falsa modestia, para producir más efecto-. ¡Hace mucho vengo tendiendo una red en que caerán al fin, por poco que vuecencia me ayude!...
-¡Voto va! ¿Acabarás de explicarte?
-Nada más sencillo. Los que hicieron esos entierros fueron los caciques y los curacas de ciertas tribus que sólo han comunicado el secreto a sus descendientes... Pero se hubiesen apresurado a revelarlo a otra persona...
-¿A quién? ¡Habla!
-Al Inca.
-Es verdad: pero no hay Inca.
-Puede haberlo.
-¿Y quién?
-¡Yo!
-¡Tú! -exclamó don Alonso de Mercado y Villacorta con profundísima sorpresa al oír contestación tan inesperada.
-¡Sí, yo!
Después de una pausa efectista, durante la cual el aventurero miró frente a frente al gobernador, agregó:
-¡Y puedo decir con verdad, que estoy a punto de serlo, si es que ya no lo soy!
Mercado calló, perplejo. Meditaba con la impresión del vértigo en la cabeza.
-No sé -dijo por fin- en qué te fundas para hacer afirmación tan atrevida. Pero, quiero preguntarte: ¿qué te propones con eso?
-Ya lo sabe vuecencia: hallar los tesoros.
-¿Nada más?
-¡Nada más! Vuecencia tendrá a bien darme una parte de esas riquezas. ¡Oh! no pido mucho: vuecencia será siempre un potentado al lado mío. Pero con lo poco que me toque volveré a mi tierra a vivir y gozar tranquilo...
Mercado lo miraba de hito en hito sintiendo que la codicia desvanecía sus últimas desconfianzas.
-Pero -continuó el andaluz- aún hay otra cosa de que no he hablado a vuecencia... Podemos llegar a saber la situación precisa de la portentosa Ciudad de los Césares. Me consta que los machis la conocen... Y eso no sería simplemente apoderarse de un tesoro escondido: sería conquistar un maravilloso imperio...
-Ocupémonos ahora de las cosas más accesibles -interrumpió Mercado-. Al hablarme de asuntos del gobierno, ¿aludías a esa posibilidad que dices tener de hacerte Inca?
-En cierto modo, excelentísimo señor. El hecho es que los indios se mueven, complotan en secreto, piensan rebelarse... Si yo los mandara podría impedir la insurrección, o retardarla hasta que el número de los aliados, conversos y súbditos realmente fieles, fuera suficiente para dominar las hordas que se levantaran. Vuecencia sabe cuán difícil sería, hoy por hoy, sofocar una insurrección con los escasos elementos de que se dispone... recuerda sin duda lo que costaron las anteriores... no habrá olvidado que don Juan de Calchaquí estuvo a punto de desalojarnos de estas tierras... En las actuales circunstancias la astucia vale cien veces más que la fuerza... Es decir, nuestra fuerza es casi la impotencia, por poco que los indios acierten a organizarse, a aguerrirse, a adoptar un serio plan de campaña. ¡Son ciento contra uno, vuecencia lo sabe, y resueltos y bravos como leones! ¡Ah! ¡únicamente en la astucia está la salvación, y yo, sólo yo, puedo, con la ayuda de vuecencia, conservar estas tierras a nuestro soberano!...
-Pero, ¿lo puedes en realidad? ¿Te aceptarán los indios por su Inca?
-Os lo repito: ¡me han aceptado ya! Y para ponerme en acción, sólo espero que me deis vuestra venia. ¡Yo tendré quietos a los feroces calchaquíes, yo les arrancaré sus tesoros!...
Dominado, conquistado, embriagado, Villacorta preguntó con voz trémula:
-¿Qué debo hacer para ayudarte?
-Ordenar secretamente a todos vuestros subalternos que no se me moleste, haga lo que haga (preciso me será, en efecto, infundir confianza a mis presuntos vasallos), y que no se moleste tampoco a ninguno de mis secuaces.
Mercado y Villacorta decíase entretanto que tan fabulosas promesas bien valían la pena de hacer una tentativa, y no juzgaba tan descabellado el plan de Bohórquez, en cuanto al sojuzgamiento de los indios, semirrebeldes ya, por medio de la astucia. Así, pues, no discutió más y se entregó al aventurero, pensando que siempre habría tiempo de ponerlo a raya, si las cosas echaban por mal camino.
-Bien -le dijo-. Podrás hacer lo que quieras hasta... ¿qué tiempo necesitas?
-Lo menos tres meses.
-Bien; quedas dueño de obrar como te plazca durante el término de tres meses, al fin de cuyo plazo veré lo que has conseguido. ¡Pero cuida mucho de no desmandarte porque si se te va la mano, horcas habrá, y muy altas, en cualquier sitio en que te encuentres! Ve ahora en paz y tenme al corriente de cuanto ocurra.
-Vuecencia comprenderá que no he de venir yo: sería venderme a los indios que son recelosos y habilísimos en el espionaje, y que quizás ahora mismo nos están observando... vendrá en mi lugar una mujer de mi entera confianza, y en quien vuecencia debe confiar en absoluto también. Se llama Carmen, y es mi... compañera, mi esposa...
-Pues que venga ella.
-¡No olvide vuecencia esas órdenes secretas: de otro modo no arribaremos a nada!
Y Bohórquez, haciendo una profunda reverencia, salió en seguida de la habitación y poco después de la casa a cuya puerta lo aguardaba Sancho Gómez, algo alarmado ya por su tardanza.
-¿Marchan bien nuestros asuntos? -preguntó Sancho.
-A pedir de boca. ¡Serás rico, Sancho! Pero ahora déjame, pues podrían observarnos -contestó el aventurero alejándose en dirección al rancho en que lo aguardaba Carmen.
El soldado, haciendo conjeturas y soñando grandezas, retirose hacia su cubil, a tiempo que un sacerdote llegaba apresurada y sigilosamente a la puerta del gobernador, y entraba después de cerciorarse de que nadie podía haberlo visto.