​El falso Inca​ de Roberto Payró
Capítulo III


III - EL MESTIZO


¿Las grandes noticias? -preguntó Bohórquez palpitante de interés y emoción, mientras Carmen se acercaba instintivamente al indio, que se había reunido a ellos, saliendo de la espesura.

-Sí. Estos últimos meses he recorrido las tribus, una por una, y desde Humahuaca hasta más allá de las salinas, todas están prontas a empuñar las armas por su independencia, arrojar a los españoles de las tierras del sol, restablecer el imperio de los Incas y su vieja religión, y reconocerte como su jefe y el hijo representante de Dios sobre la tierra, aunque...

-¿Aunque? -preguntó sobresaltado Bohórquez.

-Aunque algunos afirmen que no corre por tus venas la sangre de Manco Capac y Mama Ocllo, y aseguren que eres...

-¡Basta! -prorrumpió Bohórquez-. Castigaría esa audacia, si no se necesitara de todos para nuestra grande obra.

-¿También lo dices por mí? -preguntó el indio con la más imperceptible ironía.

-¡También por ti lo digo, vasallo! -replicó Bohórquez, exagerando el tono.

Luis guardó silencio y miró a Carmen, que le hacía una ligerísima seña con los ojos.

-Deja, oh soberano, que este hombre siga dándote las noticias que tiene -dijo la mestiza con fingida sumisión.

Luis Enríquez, que así se llamaba el indio, o más bien mestizo, pues era hijo de un aventurero español que había seducido y abandonado a su madre, quien lo educó en el odio y el desprecio hacia los conquistadores, incitándolo a la venganza desde sus más tiernos años, servía desde tiempo atrás de teniente y emisario a Bohórquez y agitaba infatigable las tribus calchaquíes, preparándolas para el día del exterminio.

El sistema de las encomiendas, que convertía a los indios en esclavos, so pretexto de «ampararlos, patrocinarlos, enseñarles la doctrina cristiana y defender sus personas y bienes», tenía indignado a todo el mundo, y pronto a lanzarse al combate; sólo faltaba un jefe, un guerrero que pudiera conducir a la victoria a esas huestes bisoñas e indisciplinadas, que si lucharon en anteriores sublevaciones fue para convencerse sangrienta y dolorosamente de que les faltaban armas, y sobre todo pericia.

La situación era doblemente insoportable para los indómitos calchaquíes, que no habían usurpado su nombre de «dos veces bravos». En efecto, aunque súbditos de los Incas, conservaban cierta autonomía hasta la llegada de los españoles, y ellos mismos elegían sus caciques. Su independencia fue luego total, mientras los conquistadores no invadieron sus valles; y más tarde éstos no lograron nunca someterlos del todo, hasta su exterminio completo.

Sus insurrecciones, que ocuparon un espacio de cerca de siglo y medio, fueron innumerables y algunas terribles. Ya entonces se recordaban, entre otras, las de 1536 contra Almagro; 1542 contra Diego Rojas, a quien costó la vida; 1553 contra Aguirre, que, según los historiadores, había cometido la iniquidad de repartir decenas de miles de indios como esclavos, a treinta y siete encomenderos, y que fue obligado a evacuar la ciudad de Barco; la de 1562 en que el célebre caudillo indígena don Juan de Calchaquí obtuvo la victoria en varios combates, al frente de numeroso ejército; la de 1572 contra Abreu; la de 1582 en Córdoba, y por último la gran campaña contra el gobernador Felipe Albornoz, iniciada en 1627...

Ya hacía, pues, muchos años que en los heroicos valles reinaba aparente paz, sólo turbada de cuando en cuando por alguna parcial refriega, a la que seguían inmediatamente feroces castigos e inhumanos tormentos, porque los españoles consideraban que, siendo tan pocos, en número, sólo el terror podía mantenerles sumisas aquellas masas innumerables de hombres. Junto con el terror, la religión y los prodigios celestiales, verdaderos o fingidos, completarían la obra...

Luis Enríquez, entretanto, terminaba de dar sus informes al español:

-El valle de Calchaquí, el vasto espacio que rodea las salinas de Catamarca, los valles de Anillaco y Famatina, las gargantas y desfiladeros de los Andes, todo hervirá en guerreros armados de lanzas, hachas, libes, hondas y flechas en cuanto des un grito, y los pucarás verán sus murallas cubiertas de defensores. He visto a los valerosos Quilmes, nunca vencidos, en sus mesetas, frente al Aconquija; están dispuestos ¡oh, hace ya muchos huatas! Los Andalgalás, de junto a las salinas, los Acalianes del valle de Anucán, los lejanos Lules del Tucumanhao, arden en deseos de venganza e independencia. ¡Los atrevidos Diaguitas quisieran comenzar hoy mismo la lucha terrible, e igual pasa con los Escalonis, que abandonarán entusiastas sus cacerías para dedicarse a otra más grande y más sangrienta! El mismo ardor se observa en todas partes...

-¿Podré -preguntó Bohórquez con voz turbada-, podré ponerme desde luego en contacto con algunos jefes?

-Podrás.

-¿Cuándo?

-No pasarán tres días sin que lleguen numerosos caudillos, adivinos y sacerdotes a las inmediaciones de Choya. Allí se reunirán, en una gruta del Cerrito. Tú puedes, esa noche, hablar con ellos y resolver.

-¡Oh, Luis! -exclamó Bohórquez, conmovido a pesar suyo-. ¡Suceda lo que quiera, tú serás mi segundo! ¡El príncipe más poderoso del imperio! ¡Séme fiel!

-Seré fiel a la venganza; sólo quiero la venganza -murmuró apáticamente el indio- y para alcanzarla, todos los medios me parecen buenos.

-¡Carmen! -gritó Bohórquez, sin parar mientes en lo que el otro decía-. ¡No veo la hora de llegar a Choya! ¡Allí quiero esperar a los jefes de mi pueblo!... Vamos, en marcha. ¡Sígueme tú también, Luis!

Y sin ayudar a su compañera a recoger los utensilios que en el suelo quedaban, echó a andar a lo largo del río, por un estrecho sendero, paso sin duda de los chasques que cruzaban el valle de norte a sur.

-Yo sé que no es inca, ni indio: es español, pero... ¡por ahora no importa! -dijo Luis Enríquez a la mestiza, como si se le escapara un recóndito pensamiento.

Carmen se puso sigilosamente el dedo en la boca, echó la alforja a la espalda, y poniéndose en seguimiento de su amante, murmuró:

-Calla y espera.

La había sorprendido tal indiscreción en un indio, cuando éstos son la reserva y la astucia personificadas. Pero luego pareció comprender.

-¡Bah! -se dijo-; es mestizo como yo: ¡haré de él lo que quiera!