El drama del alma: 05

El drama del alma de José Zorrilla
Libro segundo. Maximiliano.

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I.

Tibio, rosado, diáfano, sereno,
Daba su limpia luz a una mañana
Un sol primaveral. De vida lleno,
Méjico respiraba el aura sana
Que le traía en su ondulante seno
El aroma vital de la cercana
Sierra cedrosa, y los perfumes vagos
Del agua azul de los salobres lagos.

II.

Y esta aura en sus balsámicos vapores
Á la risueña capital traía
Vago son de campanas y tambores,
Que brotaba confuso en lejanía.
La ciudad exhalaba mil rumores
Que acusaban de insólita alegría,
Con su alegre susurro y movimiento,
De placer un incógnito elemento.

III.

No hay mirador, ni torre, ni azotea
Sin pendón, banderola o gallardete:
Ni minuto en que alzarse no se vea
A estallar en los aires algún cohete;
Mal parece la esquina en que no humea
Exhalando su aroma algún pebete:
Lazos, cifras, divisas, pabellones,
Y guirnaldas en rejas y balcones.

IV.

Dó quier se tienda la curiosa vista,
Halla de la ciudad vestido el casco
De terciopelo, brocatel, batista,
Raso, blonda, moiré, tul y damasco.
Canastillo adornado por florista,
O de ámbar chino cincelado frasco
A una novia ofrecidos por su amante,
Méjico se parece en tal instante.

V.

Entapiza sus calles fina arena;
Mástiles, pilarillos y jarrones
Sostienen de jazmín, rosas, vervena
Y enredaderas ondas y festones;
Su bulliciosa población, ajena
De afán, por puertas, pórticos, balcones,
Puentes, pretiles, muestra la galana
Méjico, la Venecia americana.

VI.

Cruza allá una simbólica carroza
Que alegoría del país encierra,
En torno de la cual piafa y retoza
Cuadrilla de jinetes de la tierra.
Allá el camino artificial destroza
Tren militar con séquito de guerra;
Y allá atraviesa un víctor de muchachos
Cargado de infantiles mamarrachos.

VII.

Indias allá que trotan divididas
De su cuadrilla de indios forastera;
Besos, encargos, señas, despedidas
De balcón a balcón, de acera a acera
De familias fuereñas, que perdidas
Van un puesto a buscar en la carrera:
A la cual su torpeza ya en retraso
Busca afanosa sin hallarle paso.

VIII.

Acota esta carrera una muralla
De marciales trofeos y paveses:
Cubiertos como en día de batalla
De sus armas y bélicos arneses,
Desde el campo al palacio forman valla
Zuavos, dragones y húsares franceses:
Brillando en sus enseñas y pendones
La N. de los audaces Napoleones.

IX.

Mostrando entre sus filas van ufanos
Al francés, que le admira y le desdeña,
Su traje nacional los mejicanos,
Sin dar la faz a la francesa enseña:
Sino enviando galanes besamanos
A sus mujeres, cuya faz risueña
Asoma alegre entre aderezos ricos
A través de sus blondas y abanicos.

X.

Todo es el aire señas que se cruzan,
Abanicos y guantes que al acaso
Caen: flores que albas manos desmenuzan,
Lentes, pedazos de batista y raso,
Que acaso el paso y el deseo azuzan
De alguno que al pasar los coge al paso:
Consecuencias del ser, culpas eternas
De las fiestas antiguas y modernas.

XI.

Son el compendio de la humana vida:
Dó quier que el mundo de placer o duelo
A espectáculo alguno nos convida,
Cubre dó quier la multitud el suelo.
Uno del espectáculo se cuida,
Y mientras mil, de goces con anhelo,
En buscar el placer su ingenio agotan,
Pasa otro a quien coronan o acogotan.

XII.

Esto es todo. ¿Á qué vamos al paseo
Al teatro, a visitas, a la calle?
A ser vistos y a ver. Es gran recreo
Ver y hallar agradable algún detalle;
Y el agrado es el padre del deseo,
Y la tierra es de llanto y gustos valle,
Y… ¡oh inútil reflexión! ¡oh moral vana!…
Jamás podréis con la flaqueza humana!

XIII.

Grande es la fiesta de hoy, y al par la sola
Que Méjico registra en sus anales
Desde que fue cristiana y española.
Por la primera vez sus naturales
Van al príncipe a ver por quien tremola
La nación sus banderas nacionales:
Hoy va de Europa al pueblo mejicano,
Como un iris de paz un Soberano.

XIV.

Todo es oro y primor en la carrera:
Allá, tipo genuino, va el ranchero
Que de botones mil la calzonera
Carga, y orla de aljófar el sombrero,
Y prende con diamantes la chorrera,
El zarape en los hombros, el esmero
Ostentando y el lujo mejicano,
Par con el andaluz y el africano.

XV.

La china (que se pierde, mas que aun dura)
Mezcla de la manola y la gitana,
Marchando con gentil desenvoltura
Sobre unos pies de perfección enana,
Su equívoco pudor y su hermosura
Mal envolviendo entre cendal y grana,
Ostenta, (en desnudez piernas y brazos,)
De americana piel rojos pedazos.

XVI.

El grave inglés en Londres tintorero
Y jefe allí de lucrativa empresa;
El alemán en Nuremberg cubero
Rico aquí con juguetes de sorpresa;
El ayer en Pachuca barretero
Y hoy señor de la barra de oro-pesa,
Y el montero que debe a sus barajas
Ser rifa andando y anaquel de alhajas:

XVII.

Y el general bordado hasta las cejas;
Y el guerrillero jefe de cuerudos,
Que corta a los contrarios las orejas
Y a los de su facción deja desnudos;
Las de damas equívocas parejas,
Las de Yánkees groseros y zancudos,
El que a hacer va un millón con una tienda,
Y el que debe otro ya sobre su hacienda:

XVIII.

Y el cura, que hizo más de una campaña,
Y el héroe que cien veces se ha escondido,
Y el banquero, que lo es por su hábil maña
En contrabando audaz jamás cogido,
Y el libelista, que de vil patraña
Sobre el ajeno honor sacó partido, …
Cuanto compone allí raza o ralea,
En la carrera bulle y se codea.

XIX.

En tal clima no ardiente y siempre fresco,
Que abrigo al par y desnudez permite,
Dó al indio rojo el pálido tudesco,
Si interés media, a sociedad admite,
El público se ve más pintoresco,
Cuando en su cuadro original compite
De aquel pueblo tan gárrulo y bizarro
El lujo señoril y el gusto charro.

XX.

Los más de nuestros pueblos europeos
En fiesta o reunión pública juntos,
Con nuestros negros lóbregos arreos
Que hacen ser a sus hombres negros puntos,
Parecen por las calles y paseos
Triste acompañamiento de difuntos:
Los pueblos de la América, al contrario,
Presentan un conjunto alegre y vario.

XXI.

Los azules y rojos zagalejos,
Los verdes y amarillos ceñidores,
Los alamares mil y rapacejos,
Los zarapes de múltiples colores,
Hacen, mirado en Méjico de lejos,
Al pueblo parecer campo de flores,
Que el ojo al par y el corazón recrea
Cual vista de jardín que el aire orea.

XXII.

Y he aquí que en sus calles a esta hora
Todo cuanto hay en Méjico de bello,
Cuanto en él choca, admira y enamora,
Cuanto a su aspecto popular el sello
Contribuye a poner, la acusadora
Marca, el característico destello
Que da a un pueblo a juzgar por su conjunto,
Junto se encuentra y de juzgarse a punto.

XXIII.

Tras medio siglo de discordia y duelo,
Presa de la ambición y la venganza,
Le parece por fin que va en su cielo
A amanecer el sol de la esperanza;
Y hoy comienza a esperar para su suelo
Nueva era de paz y bienandanza,
Plantando ante el dosel de un Soberano
El jardín de un imperio mejicano.

XXIV.

La águila liberal republicana
De la francesa al litoral huia:
Por la primera vez Méjico ufana
Ver claro el sol del porvenir creía:
Y acaso ya la pompa cortesana
Le alhaga de la fiesta de aquel dia;
Pues monárquica ayer, tal vez simpática
Vé su futura vida aristocrática.

XXV.

Mas ¡ay! olvida su moderna historia:
De un anterior imperio se nos cuenta
La rápida y fatídica memoria
En una breve página sangrienta:
Méjico espera del imperio gloria
Y en tan dulce esperanza se apacenta:
Mas ¿quién sabe si Dios le abre en su imperio
En lugar de un jardín un cementerio?

XXVI.

La que del sol de la esperanza brota
Es una luz rosada, que ilumina
Con rayos de oro la región remota
Donde risueña la ilusión domina:
Mas su horizonte azul en playa ignota
De mar tempestuosísimo termina;
En cuya playa estéril llora huraño,
Solitario y desnudo el desengaño.

XXVII.

¡Quién sabe si la raza mejicana
Que a su segundo emperador espera,
Su segunda corona va mañana
En la sangre a arrojar con la primera!
Mas retumba el cañón: ya la campana
La comitiva anuncia, y la carrera
Despejan por las filas circulando
Señales de atención, voces de mando.

XXVIII.

Ya está libre la vía: ya el ambiente
Vibra al son de las trompas y atabales:
Ya ve avanzar la mejicana gente
Sus tropas y banderas nacionales,
Donde brillan con luz de sol naciente
La corona y las armas imperiales:
Y en cien carrozas de esplendente lujo
Cuanto mantiene autoridad e influjo.

XXIX.

Clero, ciudad, consejos, regidores,
Las damas de palacio, la grandeza,
Chambelanes, regencia, embajadores,
Ciencia, magistratura, armas, nobleza;
Placas, bordados, plumas, blondas, flores,
La corte, en fin, con su imperial riqueza,
Como un enjambre de áureas mariposas,
Avanza entre una lluvia de oro y rosas.

XXX.

Luego en grupo fantástico que ondea.
La imperial comitiva, que camina
Con grave lentitud: en él campea
De la brillante guardia palatina
El uniforme rojo y la librea
Roja imperial; cuyo color domina
De aquel dorado grupo entre las olas,
Como entre rubia mies las amapolas.

XXXI.

Y… ¡qué delirios la aprensión inventa!
El rojo que, apagando los colores
Todos, al avanzar rojos ostenta
Pajes, guardias, aurigas, picadores…
De su manto imperial cauda sangrienta
Parece tras los dos Emperadores.
¡Color siniestro, cuyos visos rojos
Vértigo dan al alma y a los ojos!

XXXII.

Ellos son: la apiñada muchedumbre
Se aglomera, y a verles se prepara,
De ver a sus monarcas sin costumbre
Y espectáculo tal de ver avara.
Ya avanza entre su roja servidumbre
La carroza imperial; ya cara a cara
Mira el pueblo a sus nobles soberanos,
Y… olvida por mirar lenguas y manos.

XXXIII.

Ellos son: la simpática Carlota,
De alto decoro y dignidad modelo:
Sencillez en alcázares ignota
Da a su faz juvenil púdico velo:
Grave, serena, perspicaz, lo nota
Todo, y mira de frente, sin recelo
De parecer, fijándose, altanera;
Que no tiene doblez su alma sincera.

XXXIV.

¡Sí! cabeza gentil se gallardea
En sus hombros con gracia soberana:
Su frente nobilísima rodea
Con la imperial diadema mejicana:
En sus brillantes diáfanos campea
El águila que fue republicana;
Y al pueblo absorto al saludar Carlota,
Luz, como un astro, de su frente brota.

XXXV.

Blanco como los copos de la nieve
Que de Alemania cubre las montañas,
Rubio, que dar al sol envidia debe;
Y tan rico de barba y de pestañas
Que, cuando al saludar su busto mueve,
De su barba partida las marañas
Riquísimas circundan su semblante
De áurea luz con ráfaga ondulante;

XXXVI.

Cortés, sencillo, natural, sereno
Maximiliano avanza. Su figura
Noble y característica, en el pleno
Periodo juvenil, más que hermosura
Rebosa estilo y dignidad: ajeno
De altivez imperial, su fe segura
Revela en el cortés Maximiliano
Más el hombre leal que el Soberano.

XXXVII.

Tradición de la gente primitiva
Del idólatra Anáhuac moradora,
Fue que, hija del sol, a venir iba
Raza rubia a ser de él conquistadora;
Y ve el indio tal vez, tradición viva,
Llegar al rubio emperador ahora:
Y si no hijo del sol, del sol hermano
Le parece tal vez Maximiliano.

XXXVIII.

Sus ojos, de un azul más transparente
Que el del cielo de Méjico, se posan
Sobre la multitud tan francamente,
Que si ojos hay que provocarles osan,
Sondan bien la honradez benevolente,
La fe y la lealtad en que rebosan:
Los ojos del leal Maximiliano
Tienen la calma del valor cristiano.

XXXIX.

Rica de juventud y de hermosura,
Modelo de elegancia cortesana,
Iris augurador de paz futura,
Avanza la pareja soberana
Con benévola faz é intención pura
Entre la absorta turba mejicana;
Y recorrido ya el mayor espacio
De la carrera, avistan el palacio.

XL.

La milicia les rinde los honores
Que su alto rango y dignidad reclaman:
Polvo de oro y esencias entre llores
Sobre ellos al pasar francas derraman
Las damas mejicanas, en primores
Tales sin par; pero ¿por qué no aclaman
Las turbas espesísimas sus nombres,
Ni lanzan vivas en su honor los hombres?

XLI.

¿Por qué un grito espontáneo no levanta
Méjico ante el cortés Maximiliano?
Al ver tal juventud y gracia tanta
¿Qué es lo que dice el pueblo mejicano?
«Que entra con mala sombra y mala planta:
«Porque pone a su solio el soberano
«Bayonetas francesas por alfombra
«Y del pendón francés bajo la sombra.»

XLII.

Los pueblos tienen siempre más instinto
Que las sesudas testas diplomáticas.
A estas las llevan siempre a un laberinto
Sus elucubraciones sistemáticas;
Los pueblos ven su mal claro y distinto
Y hacen sobre él buen juicio y buenas pláticas:
Lo que en el solio Méjico ve malo
Es el favor del inconstante Galo.

XLIII.

El pueblo es ignorante: nunca estiende
Sobre el papel discursos eruditos:
Mas por instinto su interés comprende,
Porque su instinto se lo dice a gritos:
Ni le alucina nunca quien le vende
Aunque le haga discursos muy bonitos:
Dijo la intervención: «Paz, abundancia,
imperio y ley» y el pueblo dijo: «¡Francia!»

XLIV.

Méjico es hijo nuestro. Carlos quinto
Su primer rey con Francia se batía
Al poblar de españoles su recinto:
Al renegar de España nos veía
Con ella en guerra, y heredó ese instinto
Contra Francia en la sangre que hasta el día
Tiene nuestra; y la tiene, aunque le ciegue
Su odio e ingratitud y la reniegue.

XLV.

Mas ¿La sombra de Francia es tan odiosa
Que torne descortés a un pueblo entero
Con una dama tan gentil y hermosa
Y un príncipe leal y caballero?
¿No queda de hoy en su carácter cosa
De su carácter español primero?
Republicano o no ¿puede a un saludo
Méjico liberal quedarse mudo?

XLVI.

No: quedan, aunque ayer republicanas,
Raza de las hidalgas españolas,
Mil generosas damas mejicanas
Que, corazón y fe guardando solas,
Arrojan por balcones y ventanas
De oro y esencias y de flores olas:
Enviando con la ofrenda de sus manos
Sus almas a los nobles soberanos.

XLVII.

La mujer siempre es noble y generosa
En toda edad y pueblo: por instinto,
Es imparcial y justa: no la acosa
La política vil con su inextinto
Rencor: la Mejicana cariñosa
Recibió al sucesor de Carlos quinto,
Porque su instinto femenil sentía
Por la pareja mártir simpatía.

XLVIII.

¡Sexo noble y leal, Dios te bendiga!
Dios por tu instinto fraternal te abone
Cuando el ruin odio que tu pueblo abriga
Contra la Europa tras la lid se encone:
Tú que tiendes no más tu mano amiga
Al que ahí Dios en el tormento pone,
¡Que Dios te tienda su paterna mano
Entre el pueblo al fallar y el soberano!

XLIX.

Fué una ovación al fin: frente el palacio
Al llegar, de ambas calles de plateros
Las damas anublaron el espacio
Canastillos por él lanzando enteros
Sobre el silencio descortés, reacio
Y ofensivo a tan nobles estranjeros:
Una voz delicada y femenina
Hizo al pueblo estallar como una mina.

L.

«¡Viva el Emperador!» A par veloces
Son la electricidad y el entusiasmo:
Evocó aquella voz todas las voces
E hizo al pueblo salir de su marasmo:
Y aun los republicanos más feroces
Arrastrados sintiéndose con pasmo,
Rompieron, a su franca iniciativa
En un inmenso y estruendoso viva.

LI.

Como abriendo sus flancos de repente
Lanza un nublado en el barranco seco
Abierto entre dos montes un torrente,
En el ámbito azul del aire hueco
Lanzó aquel viva unánime, estridente,
Un torrente de ruido: a cuyo eco
Ondeó sobre la plaza y el palacio
La trama de la luz en el espacio.

LII.

Roto una vez su dique, el agua, el ruido
Y el entusiasmo al fin se precipitan,
Y son inundación, trueno, estallido,
Frenesí, que arrebatan y que agitan
Cuanto al precipitarse han recogido:
Y así en Méjico estallan, crujen, gritan
Y repican frenéticas y locas,
Salvas, campanas, músicas y bocas.

LIII.

Entraron en su alcázar entre llores
Y entre esta, aunque tardía, gigantea
Aclamación los dos Emperadores.
El sangriento color de su librea
Fué el último de todos los colores,
Que vio la multitud que victorea:
Y el séquito imperial dejó en mis ojos
Del siniestro color los visos rojos.

LIV.

Porque yo estaba allí; yo conocía
La raza y el país; yo era estranjero
En él y huésped: mas nacido había
Hidalgo y español, y soy sincero,
Sentí por ellos honda simpatía:
Y ella tan noble y él tan caballero…
Me parecieron pájaros sin nido,
Que, por darse a volar, le habían perdido.

LV.

¿Por qué tienden a América su vuelo
Esta garza real de blanca pluma
Y este noble condor de ojos de cielo?
¿Qué es lo que esperan encontrar en suma
De la ya libre América en el suelo,
Si en la tierra infeliz de Moctezuma
No han dejado los vicios de los hombres
Sino males no más con buenos nombres?

LVI.

Vuelve a tu limpia Bélgica, Carlota:
Torna a tu Miramar, Maximiliano.
Llanto y sangre no más es lo que brota
Y espinas de oro el suelo mejicano.
De Austria y de Moctezuma os da ya rota
La corona imperial traidora mano.
¡Ay del que por malicia o ignorancia
Os trae aquí bajo el pendón de Francia!