El dormido
Romance tercero
editarAnuncia ya medianoche la campana de la Vela, cuando un farol aparece de Claquín ante la tienda. Y no mísero piloto, que sobre escollos navega, perdido el rumbo y el norte en noche espantosa y negra, ve al doblar un alta roca del faro amigo la estrella, indicándole el abrigo de seguro puerto cerca, Con más placer que Sanabria la luz que el alma le llena de consuelo, y que anhelante esperó entre las almenas. Latiéndole el noble pecho desciende súbito de ellas, y ciego bulto entre sombras el corredor atraviesa. Sin detenerse un instante hasta la cámara llega, do el rey don Pedro descanso buscó por la vez postrera. Sólo Sanabria la llave tiene de la estancia regia, que a noble de tanta estima solamente el rey la entrega. Cuidando de no hacer ruido abre la ferrada puerta, y al penetrar sus umbrales súbito espanto le hiela. No de aquel respeto propio de vasallo que se acerca a postrarse reverente de su rey en la presencia; no aquel que agobiaba a todos los hombres de aquella era, al hallarse de improviso con el rey don Pedro cerca, sino de más alto origen, cual si en la cámara hubiera una cosa inexplicable sobrenatural, tremenda. Del hogar la estancia toda falsa luz recibe apenas por las azuladas llamas de una lumbre casi muerta. Y los altos pilarones, y las sombras que proyectan en pavimento y paredes, y el humo leve que vuela por la bóveda y los lazos y los mascarones de ella, y las armas y estandartes que pendientes la rodean, todo parece movible, todo de formas siniestras, a los trémulos respiros de la ahogada chimenea. Men Rodríguez de Sanabria, al entrar en tal escena se siente desfallecido, y sus duros miembros tiemblan, advirtiendo que don Pedro no en su lecho, sino en tierra, yace tendido y convulso, pues se mueve y se revuelca, con el estoque empuñado, medio de la vaina fuera, con las ropas desgarradas, y que solloza y se queja. Quiere ir a darle socorro..., mas, ¡ay!, en vano lo intenta, en un mármol convertido quédase clavado en tierra, oyendo al rey balbuciente, so la infernal influencia de ahogadora pesadilla, prorrumpir de esta manera: «Doña Leonor... ¡vil madrastra! quita, quita... que me aprietas el corazón con tus manos de hierro encendido..., espera. »Don Fadrique no me ahogues... No me mires, que me quemas. ¡Tello!... ¡Coronel!... ¡Osorio!... ¿Qué queréis traidores?, ¡ea! »Mil vidas os arrancara ¿No tembláis?... Dejadme... afuera, ¿También tú, Blanca?... Y aún tienes mi corona en tu cabeza... »¿Osas maldecirme? ¡Inicua! Hasta Bermejo se acerca... ¡Moro infame!... Temblad todos. Mas, ¿qué turba me rodea?... »¡Zorzo, a ellos!: ¡Sus, Juan Diente, ¿Aún todos viven?... Pues mueran. Ved que soy el rey don Pedro, dueño de vuestras cabezas. »¡Ay, que estoy nadando en sangre! ¿qué espadas, decid, son ésas?... ¿qué dogales?, ¿qué venenos?, ¿qué huesos?, ¿qué calaveras?... »Roncas trompetas escucho... Un ejército me cerca, ¿y yo a pie?... Denme un caballo y una lanza... Vengan, vengan. »Un caballo y una lanza. ¿Qué es el mundo en mi presencia? Por vengarme doy mi vida; por un corcel, mi diadema. »¿No hay quien a su rey socorra?» A tal conjuro se esfuerza Sanabria, su pasmo vence, y exclama: «Conmigo cuenta.» A sacar el rey acude de la pesadilla horrenda: «¡Mi rey! ¡Mi señor!» le grita, y lo mueve, y lo despierta Abre los ojos don Pedro y se confunde y se aterra, hallándose en tal estado y con un hombre tan cerca. Mas luego que reconoce al noble Sanabria, alienta, y, «Soñé que andaba a caza», dice con turbada lengua. Sudoroso, vacilante, se alza del suelo, se sienta en un sillón, y pregunta: «¿Hay, Sanabria, alguna nueva?» «Señor -responde Sanabria-, el francés hizo la seña.» «Pues vamos, -dice don Pedro-, haga el Cielo lo que quiera.»