El Castillo (Angel de Saavedra)

El Castillo (Angel de Saavedra)
de Ángel de Saavedra


Romance segundo

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Inútil montón de piedras,   
de años y hazañas sepulcro,   
que viandantes y pastores 
miran de noche con susto,   

cuando en tus almenas rotas   
grita el cárabo nocturno   
y recuerda las consejas   
que de ti repite el vulgo;  

escombros que han perdonado,   
para escarmiento del mundo,   
la guadaña de los siglos,   
el rayo del cielo justo:   

esqueleto de un gigante,   
peso de un collado inculto,   
cadáver de un delincuente   
de quien fue el tiempo verdugo;   

Nido de aves de rapiña,   
y de reptiles inmundos   
vivar, y en que eres lo mismo,   
de lo que eras ha cien lustros;   

pregonero que publicas   
elocuente, aunque tan mudo,   
que siempre han sido los hombres 
miseria, opresión, orgullo;   

de Montiel viejo castillo,   
montón de piedras y musgo,   
donde en vez de centinelas   
gritan los siniestros búhos,  

¡cuán distinto te contemplo   
de lo que estabas robusto,   
la noche aquella que fuiste   
del rey don Pedro refugio!   


Era una noche de marzo, 
de un marzo invernal y crudo,   
en que con negras tinieblas   
se viste el orbe de luto.   

El castillo, cuya torre   
del homenaje el oscuro 
cielo taladraba altiva,   
formaba de un monte el bulto.   

Sobre su almenada frente,   
por el espacio confuso,   
pesadas nubes rodaban   
del huracán al impulso.   

Del huracán, que silbando   
azotaba el recio muro   
con espesa lluvia a veces,   
y con granizo menudo;   

y a veces rasgando el toldo   
de nubarrones adustos,   
dos o tres rojas estrellas,   
ojos del cielo sañudos,   

descubría amenazantes   
sobre el edificio rudo   
y sobre el vecino campo   
del cielo entrambos insulto.   

Circundaban el castillo,   
como cercan a un difunto   
las amarillas candelas,   
fogatas de triste anuncio,   

pues eran del enemigo   
vencedor, y que sañudo   
el asalto preparaba   
codicioso y furibundo.   


De la triste fortaleza   
no aspecto de menos susto   
el interior presentaba,   
último amparo y recurso   

De un ejército vencido,   
desalentado, confuso;   
de hambre y sed atormentado,   
y de despecho convulso.   

En medio del patio ardía   
una gran lumbrada, a cuyo   
resplandor de infierno, en torno   
varios satánicos grupos   

apiñados se veían,   
en lo interno de los muros   
altas sombras proyectando   
de fantásticos dibujos.   

Gente era del rey don Pedro,   
y se mostraban los unos   
de hierro y sayos vestidos;   
los otros medio desnudos.   

Allí de horrendas heridas,   
dando tristes ayes, muchos   
la sangre se restañaban   
con lienzos rotos y sucios.   

Otros cantaban a un lado   
mil cánticos disolutos,   
y fanfarronas blasfemias   
lanzaba su labio inmundo.   

Allá de una res asada 
los restos fríos y crudos   
se disputaban feroces,   
esgrimiendo el hierro agudo.   

Aquí contaban agüeros   
y desastrosos anuncios,  
que escuchaban los cobardes   
pasmados y taciturnos.   

Ni los nobles caballeros   
hallan respeto ninguno,   
ni el orden y disciplina  
restablecen sus conjuros.   

Nadie los portillos guarda,   
nadie vigila en los muros,   
todo es peligro y desorden,   
todo confusión y susto:   

los relinchos de caballos,   
los ayes de moribundos,   
las carcajadas, las voces,   
las blasfemias, los insultos,   

el crujido de las armas,   
los varios trajes, los duros   
rostros formaban un todo   
tan horrendo y tan confuso,   

alumbrado por la llamas   
o escondido por el humo,   
que asemejaba una escena   
del infierno y no del mundo.   


El rey don Pedro, entre tanto   
separado de los suyos,   
en una segura cuadra  
se entregó al sueño profundo.   

Mientras en un alta torre,   
despreciando los impulsos   
del huracán y la lluvia,   
de lealtad noble trasunto,   

Men Rodríguez de Sanabria   
no separaba ni un punto,   
del lado donde sus tiendas   
la francesa gente puso,   

los ojos y el pensamiento,   
ansiando anhelante y mudo   
ver la señal concertada,   
astro de benigno influjo,   

norte que de sus esfuerzos   
pueda dirigir el rumbo,   
por donde su rey consiga   
de salud puerto seguro.