El diablo cojuelo/III
Tranco III
Ya comenzaban en el puchero humano de la Corte a hervir hombres y mujeres, unos hacia arriba y otros hacia abajo, y otros de través, haciendo un cruzado al son de su misma confusión, y el piélago racional de Madrid a sembrarse de ballenas con ruedas, que por otro nombre llaman coches, trabándose la batalla del día, cada uno con designio y negocio diferente, y pretendiéndose engañar los unos a los otros, levantándose una polvareda de embustes y mentiras, que no se descubría una brizna de verdad por un ojo de la cara, y don Cleofás iba siguiendo a su camarada, que le había metido por una calle algo angosta, llena de espejos por una parte y por otra, donde estaban muchas damas y lindos mirándose y poniéndose de diferentes posturas de bocas, guedejas y semblantes, ojos, bigotes, brazos y manos, haciéndose cocos a ellos mismos. Preguntole don Cleofás qué calle era aquella, que le parecía que no la había visto en Madrid, y respondiole el Cojuelo:
-Esta se llama la calle de los Gestos, que solamente saben a ella estas figuras de la baraja de la Corte, que vienen aquí a tomar el gesto con que han de andar aquel día, y salen con perlesía de lindeza, unos con la boquita de riñón, otros con los ojitos dormidos, roncando hermosura, y todos con los dos dedos de las manos, índice y meñique, levantados, y esos otros, de Gloria Patri. Pero salgámonos muy aprisa de aquí; que con tener estómago de demonio y no haberme mareado las maretas del infierno, me le han revuelto estas sabandijas, que nacieron para desacreditar la naturaleza y el rentoy.
Con esto, salieron de esta calle a una plazuela donde había gran concurso de viejas que habían sido damas cortesanas, y mozas que entraban a ser lo que ellas habían sido, en grande contratación unas con otras. Preguntó el Estudiante a su camarada qué sitio era aquel, que tampoco le había visto, y él le respondió:
-Este es el baratillo de los apellidos, que aquellas damas pasas truecan con estas mozas albillas por medias traídas, por zapatos viejos, valonas, tocas y ligas, como ya no las han menester; que el Guzmán, el Mendoza, el Enríquez, el Cerda, el Cueva, el Silva, el Castro, el Girón, el Toledo, el Pacheco, el Córdoba, el Manrique de Lara, el Osorio, el Aragón, el Guevara y otros generosos apellidos los ceden a quien los ha menester ahora para el oficio que comienza, y ellas se quedan con sus patronímicos primeros de Hernández, Martínez, López, Rodríguez, Pérez, González, etcétera; porque al fin de los años mil, vuelven los nombres por donde solían ir.
-Cada día -dijo el Estudiante- hay cosas nuevas en la Corte.
Y, a mano izquierda, entraron a otra plazuela al modo de la de los Herradores, donde se alquilaban tías, hermanos, primos y maridos, como lacayos y escuderos, para damas de achaque que quieren pasar en la Corte con buen nombre y encarecer su mercadería.
A la mano derecha de este seminario andante estaba un grande edificio, a manera de templo sin altar, y en medio de él, una pila grande de piedra, llena de libros de caballerías y novelas, y alrededor, muchos muchachos desde diez a diecisiete años y algunas doncelluelas de la misma edad, y cada uno y cada una con su padrino al lado, y don Cleofás le preguntó a su compañero que le dijese qué era esto, que todo le parecía que lo iba soñando. El Cojuelo le dijo:
-Algo tiene de eso este fantástico aparato; pero esta es, don Cleofás, en efecto, la pila de los dones, y aquí se bautizan los que vienen a la Corte sin él. Todos aquellos muchachos son pajes para señores, y aquellas muchachas, doncellas para señoras de media talla, que han menester el don para la autoridad de las casas que entran a servir, y ahora les acaban de bautizar con el don. Por allí entra ahora una fregona con un vestido alquilado, que la trae su ama a sacar de don, como de pila, para darla el tusón de las damas, porque le pague en esta moneda lo que le ha costado el criarla, y aun ella parece que se quiere volver al paño, según viene bruñida de esmeril.
-Un moño y unos dientes postizos y un guardainfante pueden hacer esos milagros -dijo don Cleofás-. Pero ¿qué acompañamiento -prosiguió diciendo- es este que entra ahora, de tanta gente lucida, por la puerta de este templo consagrado al uso del siglo?
-Traen a bautizar -dijo el Cojuelo- un regidor muy rico, de un lugar aquí cercano, de edad de setenta años, que se viene al don por su pie, porque sin él le han aconsejado sus parientes que no cae tan bien el regimiento. Llámase Pascual, y vienen altercando si sobre Pascual le vendrá bien el don, que parece don estravagante de la iglesia de los dones.
-Ya tienen ejemplar -dijo don Cleofás- en don Pascual, ese que llamaron todos loco, y yo, Diógenes de la ropa vieja, que andaba cubierta la cabeza con la capa, sin sombrero, en traje de profeta, por esas calles.
-Mudáranle el nombre, a mi parecer -prosiguió el Cojuelo-, por no tener en su lugar regidor Pascual, como cirio de los regidores.
-Dios les inspire -dijo don Cleofás- lo que más convenga a su regimiento, como la cristiandad de los regidores ha menester.
-En acabando de tomar el señor regidor -dijo el Cojuelo- el agua del don, espera allí un italiano hacer lo mismo con un elefante que ha traído a enseñar a la Puerta del Sol.
-Los más suelen llamarse -dijo el Estudiante- don Pedros, don Juanes y don Alonsos. No sé cómo ha tenido tanto descuido su ayo o naire, como lo llaman los de la India Oriental; plebeyo debía de ser este animal, pues ha llegado tan tarde al don. Vive Dios que me le he de quitar yo, porque me desbautizan y desdonan los que veo.
-Sígueme -dijo el Cojuelo-, y no te amohínes, que bien sabe el don dónde está: que se te ha caído en el Cleofás como la sopa en la miel.
Con esto, salieron del soñado (al parecer) edificio, y enfrente dél descubrieron otro, cuya portada estaba pintada de sonajas, guitarras, gaitas zamoranas, cencerros, cascabeles, ginebras, caracoles, castrapuercos, pandorga prodigiosa de la vida, y preguntó don Cleofás a su amigo qué casa era aquella que mostraba en la portada tanta variedad de instrumentos vulgares, -que tampoco la he visto en la Corte, y me parece que hay dentro mucho regocijo y entretenimiento.
-Ésta es la casa de los locos -respondió el Cojuelo-, que ha poco que se instituyó en la Corte, entre unas obras pías que dejó un hombre muy rico y muy cuerdo, donde se castigan y curan locuras que hasta ahora no lo habían parecido.
-Entremos dentro -dijo don Cleofás- por aquel postiguillo que está abierto, y veamos esta novedad de locos.
Y, diciendo y haciendo, se entraron los dos, uno tras otro; pasando un zaguán, donde estaban algunos de los convalecientes pidiendo limosna para los que estaban furiosos, llegaron a un patio cuadrado, cercado de celdas pequeñas por arriba y por abajo, que cada una de ellas ocupaba un personaje de los susodichos. A la puerta de una de ellas estaba un hombre, muy bien tratado de vestido, escribiendo sobre la rodilla y sentado sobre una banqueta, sin levantar los ojos del papel, y se había sacado uno con la pluma sin sentirlo. El Cojuelo le dijo:
-Aquel es un loco arbitrista que ha dado en decir que ha de hacer la reducción de los cuartos, y ha escrito sobre ello más hojas de papel que tuvo el pleito de don Álvaro de Luna.
-Bien haya quien le trujo a esta casa -dijo don Cleofás-; que son los locos más perjudiciales de la república.
-Esotro que está en ese otro aposentillo -prosiguió el Cojuelo- es un ciego enamorado, que está con aquel retrato en la mano, de su dama, y aquellos papeles que le ha escrito, como si pudiera ver lo uno ni leer lo otro, y da en decir que ve con los oídos. En ese otro aposentillo lleno de papeles y libros está un gramaticón que perdió el juicio buscándole a un verbo griego el gerundio. Aquel que está a la puerta de ese otro aposentillo con unas alforjas al hombro y en calzón blanco, le han traído porque, siendo cochero, que andaba siempre a caballo, tomó oficio de correo de a pie. Ese otro que está en ese otro de más arriba con un halcón en la mano es un caballero que, habiendo heredado mucho de sus padres, lo gastó todo en la cetrería y no le ha quedado más que aquel halcón en la mano, que se las come de hambre. Allí está un criado de un señor, que, teniendo qué comer, se puso a servir. Allí está un bailarín que se ha quedado sin son, bailando en seco. Más adelante está un historiador que se volvió loco de sentimiento de haberse perdido tres décadas de Tito Livio. Más adelante está un colegial cercado de mitras, probándose la que le viene mejor, porque dio en decir que había de ser obispo. Luego, en ese otro aposentillo, está un letrado que se desvaneció en pretender plaza de ropa, y de letrado dio en sastre, y está siempre cortando y cosiendo garnachas. En esa otra celda, sobre un cofre lleno de doblones, cerrado con tres llaves, está sentado un rico avariento, que, sin tener hijo ni pariente que le herede, se da muy mala vida, siendo esclavo de su dinero y no comiendo más que un pastel de a cuatro, ni cenando más que una ensalada de pepinos, y le sirve de cepo su misma riqueza. Aquel que canta en esotra jaula es un músico sinsonte, que remeda los demás pájaros, y vuelve de cada pasaje como de un parasismo. Está preso en esta cárcel de los delitos del juicio porque siempre cantaba, y cuando le rogaban que cantase, dejaba de cantar.
-Impertinencia es esa casi de todos los de esta profesión.
-En el brocal de aquel pozo, que está en medio del patio, se está mirando siempre una dama muy hermosa, como lo verás si ella alza la cabeza, hija de pobres y humildes padres, que queriéndose casar con ella muchos hombres ricos y caballeros, ninguno la contentó, y en todos halló una y muchas faltas, y está atada allí en una cadena porque, como Narciso, enamorada de su hermosura, no se anegue en el agua que le sirve de espejo, no teniendo en lo que pisa al sol ni a todas las estrellas. En aquel pobre aposentillo enfrente, pintado por de fuera de llamas, está un demonio casado, que se volvió loco con la condición de su mujer.
Entonces don Cleofás le dijo al compañero que le enseñaba todo este retablo de duelos:
-Vámonos de aquí, no nos embarguen por alguna locura que nosotros ignoramos; porque en el mundo todos somos locos, los unos de los otros.
El Cojuelo dijo:
-Quiero tomar tu consejo, porque, pues los demonios enloquecen, no hay que fiar de sí nadie.
-Desde vuestra primera soberbia -dijo don Cleofás- todos lo estáis; que el infierno es casa de todos los locos más furiosos del mundo.
-Aprovechado estás -dijo el Cojuelo-, pues hablas en lenguaje ajustado.
Con esta conversación salieron de la casa susodicha, y a mano derecha dieron en una calle algo dilatada, que por una parte y por otra estaba colgada de ataúdes, y unos sacristanes con sus sobrepellices paseándose junto a ellos, y muchos sepultureros abriendo varios sepulcros, y don Cleofás le dijo a su camarada:
-¿Qué calle es esta, que me ha admirado más que cuantas he visto, y me pudiera obligar a hablar más espiritualmente que con lo primero de que tú te admiraste?
-Ésta es más temporal y del siglo que ninguna -le respondió el Cojuelo-, y la más necesaria, porque es la ropería de los abuelos, donde cualquiera, para todos los actos positivos que se le ofrece y se quiere vestir de un agüelo, porque el suyo no le viene bien, o está traído, se viene aquí, y por su dinero escoge el que le está más a propósito. Mira allí aquel caballero torzuelo cómo se está probando una abuela que ha menester, y ese otro, hijo de quien él quisiere, se está vistiendo otro abuelo, y le viene largo de talle. Ese otro más abajo da por otro abuelo el suyo, y dineros encima, y no se acaba de concertar, porque le tiene más de costa al sacristán, que es el ropero. Otro, a esa otra parte, llega a volver un abuelo suyo de dentro afuera y de atrás adelante, y a remendarlo con la abuela de otro. Otro viene allí con la justicia a hacer que le vuelvan un abuelo que le habían hurtado, y le ha hallado colgado en la ropería. Si hubieres menester algún abuelo o abuela para algún crédito de tu calidad, a tiempo estamos, don Cleofás Leandro; que yo tengo aquí un ropero amigo que desnuda los difuntos la primera noche que los entierran, y nos le fiará por el tiempo que quisieres.
-Dineros he menester yo; que agüelos no -respondió el Estudiante-: con los míos me haga Dios bien; que me han dicho mis padres que desciendo de Leandro el animoso, el que pasaba el mar de Abido
- «en amoroso fuego todo ardiendo»,
y tengo mi ejecutoria en las obras sueltas de Boscán y Garcilaso.
-Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni chancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes.
-Si a mí me hicieran merced -prosiguió don Cleofás-, entre Salicio y Nemoroso se habían de hacer mis diligencias, que no me habían de costar cien reales; que allí tengo mi Montaña, mi Galicia, mi Vizcaya y mis Asturias.
-Dejemos vanidades ahora -dijo el Cojuelo-; que ya sé que eres muy bien nacido en verso y en prosa, y vamos en busca de un figón, a almorzar y a descansar, que bien lo habrás menester por lo trasnochado y madrugado, y después proseguiremos nuestras aventuras.