El diablo cojuelo/IV
Tranco IV
Dejemos a estos caballeros en su figón almorzando y descansando, que sin dineros pedían las pajaritas que andaban volando por el aire y al Fénix empanado, y volvamos a nuestro astrólogo regoldano y nigromante enjerto, que se había vestido con algún cuidado de haber sentido pasos en el desván la noche antes, y, subiendo a él, halló las ruinas que había dejado su familiar en los pedazos de la redoma, y mojados sus papeles, y el tal Espíritu ausente; y viendo el estrago y la falta de su Demoñuelo, comenzó a mesarse las barbas y los cabellos, y a romper sus vestiduras, como rey a lo antiguo. Y estando haciendo semejantes extremos y lamentaciones, entró un diablejo zurdo, mozo de retrete de Satanás, diciendo que Satanás su señor le besaba las manos; que había sentido la bellaquería que había usado el Cojuelo, que él trataría de que se castigase, y que entre tanto se quedase él sirviéndole en su lugar. Agradeció mucho el cuidado el Astrólogo y encerró el tal Espíritu en una sortija de un topacio grande, que traía en un dedo, que antes había sido de un médico, con que a todos cuantos había tomado el pulso había muerto. Y en el infierno se juntaron entre tanto, en sala plena, los más graves jueces de aquel distrito, y haciendo notorio a todos el delito del tal Cojuelo, mandaron despachar requisitoria para que le prendiesen en cualquier parte que se hallasen, y se le dio esta comisión a Cienllamas, demonio comisionario que había dado muy buena cuenta de otras que le habían encargado, y llevándose consigo por corchetes a Chispa y a Redina, demonios a las veinte, y subiéndose en la mula de Liñán, salió del infierno con vara alta de justicia en busca del dicho delincuente.
En este tiempo, sobre la paga de lo que habían almorzado habían tenido una pesadumbre el revoltoso Diablillo y don Cleofás con el figón, en que intervinieron asadores y torteras, porque lo que es del diablo, el diablo se lo ha de llevar, y acudiendo la justicia al alboroto, se salieron por una ventana, y cuando el alguacil de Corte con la gente que llevaba pensaba cogerlos, estaban ya de esotra parte de Getafe, en demanda de Toledo, y dentro de un minuto en las ventillas de Torrejón, y en un cerrar de ojos, a vista de la puerta de Visagra, dejando la real fábrica del hospital de afuera a la derecha mano; y volviéndose el Estudiante al camarada, le dijo:
-Lindos atajos sabes: mal haya quien no caminara contigo todo el mundo, mejor que con el Infante don Pedro de Portugal, el que anduvo las siete partidas dél.
-Somos gente de buena maña -respondió el Cojuelo.
Y cuando estaban hablando en esto, llegaban al barrio que llaman de la Sangre de Cristo, y al mesón de la Sevillana, que es el mejor de aquella ciudad. El Diablo Cojuelo le dijo al Estudiante:
-Esta es muy buena posada para pasar esta noche y para descansar de la pasada; éntrate dentro y pide un aposento y que te aderecen de cenar; que a mí me importa llegarme esta noche a Constantinopla a alborotar el serrallo del Gran Turco y hacer degollar doce o trece hermanos que tiene, por miedo de que no conspiren a la Corona, y volverme de camino por los Cantones de los esguízaros y por Ginebra a otras diligencias de este modo, por sobornar con algunos servicios a mi amo, que debe de estar muy indignado contra mí por la travesura pasada; que yo estaré contigo antes que den las siete de la mañana.
Y, diciendo y haciendo, se metió por esos aires como por una viña vendimiada, meando la pajuela a todo pajarote y ciudadano de la región etérea, a fuer de los de la jerigonza crítica, y don Cleofás se entró a tomar posada, que, aunque estaba llena de muchos pasajeros que habían venido con los galeones y pasaban a la Corte, con todo, al güésped nuevo hicieron cortesía, porque la persona de don Cleofás traía consigo cartas de recomendación, como dicen los cortesanos antiguos.
Convidáronle a cenar unos caballeros soldados aquella noche, preguntándole nuevas de Madrid, y después de haber cumplido con la celebridad de los brindis por el Rey (Dios le guarde), por sus damas y sus amigos, y haber dado las aceitunas con los palillos carta de pago de la cena, se fue cada uno a recoger a su aposento, porque habían de tomar la madrugada para llegar con tiempo a Madrid, y don Cleofás hizo lo mismo en el que le señaló el Güésped, sintiendo la soledad del compañero en algún modo, porque le traía tan entretenido; y haciendo varios discursos sobre su almohada, se quedó como un pajarito, jurando al silencio de las sombras, como lo demás del mundo, el mesón de la Sevillana, el natural vasallaje con el sueño, que solas las grullas, los murciélagos y lechuzas estaban de posta a su cuerpo de guardia, cuando a las dos de la noche unas temerosas voces que repetían: «¡Fuego, fuego!», despertaron a los dormidos pasajeros, con el sobresalto y asombro que suele causar cualquier alboroto a los que están durmiendo, y más oyendo apellidar «¡fuego!», voz que con más terror atemoriza los ánimos más constantes, rodando unos las escaleras por bajar más aprisa, otros, saltando por las ventanas que caían al patio de la posada, otros, que, por las pulgas o temor de las chinches, dormían en cueros, como vinagre, hechos Adanes del baratillo, poniendo las manos donde habían de estar las hojas de higuera, siguiendo a los demás, y acompañándolos don Cleofás, con los calzones revueltos al brazo y con una alfajía que, por no encontrar la espada, halló acaso en su aposento, como si en los incendios y fantasmas importase andar a palos ni a cuchilladas, natural socorro del miedo en las repentinas invasiones.
Salió, en esto, el Güésped en camisa, los pies en unas empanadas de Frenegal, cinchado con una faja de grana de polvo el estómago, y un candil de garabato en la mano, diciendo que se sosegasen; que aquel ruido no era de cuidado; que se volviesen a sus camas, que él pondría remedio en ello. Apretole don Cleofás, como más amigo de saber, que le dijese la causa de aquel alboroto; que no se habían de volver a acostar sin descifrar aquel misterio. El Güésped le dijo muy severo que era un estudiante de Madrid que había dos o tres meses que entró a posar en su casa, y que era poeta de los que hacen comedias, y que había escrito dos, que se las habían chillado en Toledo y apedreado como viñas, y que estaba acabando de escribir la comedia de Troya abrasada, y que sin duda debía de haber llegado al paso del incendio, y se convertía tanto en lo que escribía, que habría dado aquellas voces; que por otras experiencias pasadas sacaba él que aquello era verdad infalible como él decía; que para confirmarlo subiesen con él a su aposento y hallarían verdadero este discurso.
Siguieron al Güésped todos de la suerte que estaban, y entrando en el aposento del tal poeta, le hallaron tendido en el suelo, despedazada la media sotanilla, revolcado en papeles y echando espumarajos por la boca, y pronunciando con mucho desmayo: «¡Fuego, fuego!», que casi no podía echar la habla, porque se le había metido monja. Llegaron a él muertos de risa y llenos de piedad todos, diciéndole:
-Señor Licenciado, vuelva en sí y mire si quiere beber o comer algo para este desmayo.
Entonces el Poeta, levantando como pudo la cabeza, dijo:
-Si es Eneas y Anquises, con los Penates y el amado Ascanio, ¿qué aguardáis aquí, que está ya el Ilión hecho cenizas, y Príamo, Paris y Policena, Hécuba y Andrómaca han dado el fatal tributo a la muerte, y a Elena, causa de tanto daño, llevan presa Menalao y Agamenón? Y lo peor es que los mirmidones se han apoderado del tesoro troyano.
-Vuelva en su juicio -dijo el Güésped-; que aquí no hay almidones ni toda esa tropelía de disparates que ha referido, y mucho mejor fuera llevarle a casa del Nuncio, donde pudiera ser con bien justa causa mayoral de los locos, y meterle en cura; que se le han subido los consonantes a la cabeza, como tabardillo.
-¡Qué bien entiende de afectos el señor Güésped! -respondió el poeta, incorporándose un poco más.
-De afectos ni de afeites -dijo el Gúésped- no quiero entender, sino de mi negocio: lo que importa es que mañana hagamos cuenta de lo que me debe de posada, y se vaya con Dios; que no quiero tener en ella quien me la alborote cada día con estas locuras: basten las pasadas, pues comenzando a escribir, recién llegado aquí, la comedia de El marqués de Mantua, que zozobró y fue una de las silbadas, fueron tantas las prevenciones de la caza y las voces que dio, llamando a los perros Melampo, Oliveros, Saltamontes, Tragavientos, etcétera, y el «¡Ataja, ataja!» y el «¡Guarda el oso cerdoso, y el jabalí colmilludo!», que malparió una señora preñada que pasaba de Andalucía a Madrid, del sobresalto; y en esa otra de El saco de Roma, que entrambas parecieron cual tenga la salud, fue el estruendo de las cajas y trompetas, haciendo pedazos las puertas y ventanas de este aposento a tan desusadas horas como estas, y el «¡Cierra, España!», «¡Santiago, y a ellos!», y el jugar la artillería con la boca, como si hubiera ido a la escuela con un petardo, o criádose con el basilisco de Malta, que engañó el rebato a una compañía de infantería que alojaron aquella noche en mi casa, de suerte que, tocando al arma, se hubieron de hacer a oscuras unos soldados pedazos con otros, acudiendo al ruido medio Toledo con la justicia, echándome las puertas abajo, y amenazó a hacer una de todos los diablos; que es poeta grulla, que siempre está en vela, y halla consonantes a cualquier hora de la noche y de la madrugada.
El Poeta dijo entonces:
-Mucho mayor alboroto fuera si yo acabara aquella comedia de que tiene vuesa merced en prendas dos jornadas por lo que le debo, que la llamo Las tinieblas de Palestina, donde es fuerza que se rompa el velo del Templo en la tercera jornada, y se oscurezca el Sol y la Luna, y se den unas piedras con otras, y se venga abajo toda la fábrica celestial con truenos y relámpagos, cometas y exhalaciones, en sentimiento de su Hacedor; que por faltarme los nombres que he de poner a los sayones no la he acabado. ¡Ahí me dirá vuesa merced, señor Güésped, qué fuera ello!
-Váyase -dijo el Mesonerazo- a acabarla al Calvario, aunque no faltará en cualquiera parte que la escriba o la representen quien le crucifique a silbos, legumbre y edificio.
-Antes resucitan con mis comedias los autores -dijo el Poeta-; y para que conozcan todas vuesas mercedes esta verdad y admiren el estilo que llevan todas las que yo escribo, ya que se han levantado a tan buen tiempo, quiero leerles esta.
Y, diciendo y haciendo, tomó en la mano una rima de vueltas de cartas viejas, cuyo bulto se encaminaba más a pleito de tenuta que a comedia, y arqueando las cejas y deshollinándose los bigotes, dijo, leyendo el título, de esta suerte:
-Tragedia Troyana, Astucias de Sinón, Caballo griego, Amantes adúlteros y Reyes endemoniados. Sale lo primero por el patio, sin haber cantado, el Paladión, con cuatro mil griegos por lo menos, armados de punta en blanco, dentro de él.
-¿Cómo -le replicó un caballero soldado de aquellos que estaban en cueros, que parece que se habían de echar a nadar en la comedia- puede toda esa máquina entrar por ningún patio ni coliseo de cuantos hay en España, ni por el del Buen Retiro, afrenta de los romanos anfiteatros, ni por una plaza de toros?
-¡Buen remedio! -respondió el Poeta-. Derribarase el corral y dos calles junto a él para que quepa esta tramoya, que es la más portentosa y nueva que los teatros han visto; que no siempre sucede hacerse una comedia como esta, y será tanta la ganancia, que podrá muy bien a sus ancas sufrir todo este gasto. Pero escuchen, que ya comienza la obra, y atención, por mi amor: Salen por el tablado, con mucho ruido de chirimías y atabalillos, Príamo, rey de Troya, y el príncipe Paris, y Elena, muy bizarra en un palafrén, en medio, y el rey a la mano derecha (que siempre de esta manera guardo el decoro a las personas reales), y luego, tras ellos, en palafrenes negros, de la misma suerte, once mil dueñas a caballo.
-Más dificultosa apariencia es esa que esa otra -dijo uno de los oyentes-, porque es imposible que tantas dueñas juntas se hallen.
-Algunas se harán de pasta -dijo el Poeta-, y las demás se juntarán de aquí para allí; fuera de que si se hace en la Corte, ¿qué señora habrá que no envíe sus dueñas prestadas para una cosa tan grande, por estar los días que se representare la comedia, que será, por lo menos siete u ocho meses, libres de tan cansadas sabandijas?
Hubiéronse de caer de risa los oyones y de una carcajada se llevaron media hora de reloj, al son de los disparates de tal Poeta, y él prosiguió diciendo:
-No hay que reírse; que si Dios me tiene de sus consonantes, he de rellenar el mundo de comedias mías, y ha de ser Lope de Vega (prodigioso monstruo español y nuevo Tostado en verso) niño de teta conmigo, y después me he de retirar a escribir un poema heroico para mi posteridad, que mis hijos o mis sucesores hereden, en que tengan toda su vida que roer sílabas. Y ahora oigan vuesas mercedes...: -amagando a comenzar (el brazo derecho levantado) los versos de la comedia, cuando todos a una voz le dijeron que lo dejase para más espacio, y el Güésped, indignado, que sabía poco de filis, le volvió a advertir que no había de estar un día más en la posada.
La encamisada, pues, de los caballeros y soldados se puso a mediar con el Güésped el caso, y don Cleofás, sobre un Arte poética de Rengifo, que estaba también corriendo borrasca entre esos otros legajos por el suelo, tomó pleito homenaje al tal poeta, puestas las manos sobre los consonantes, jurando que no escribiría más comedias de ruido, sino de capa y espada, con que quedó el Huésped satisfecho; y con esto, se volvieron a sus camas, y el Poeta, calzado y vestido, con su comedia en la mano, se quedó tan aturdido sobre la suya, que apostó a roncar con los Siete Durmientes, a peligro de no valer la moneda cuando despertase.