​El diablo cojuelo​ de Luis Vélez de Guevara
Tranco II

Tranco II

Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones, dijo:

-¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños hay lienzo para colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre las grandezas de la Providencia divina no sea esta la menor.

Entonces el Cojuelo, previniéndole, le dijo:

-Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura. Mira allí primeramente cómo están sentados muchos caballeros y señores a una mesa opulentísima, acabando una media noche; que eso les han quitado a los relojes no más.

Don Cleofás le dijo:

-Todas estas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para servirlas.

-Hanse pasado a los extranjeros, porque las trataban muy mal estos príncipes cristianos -dijo el Cojuelo-, y se han quedado, con las caponas, sin ejercicio.

-Dejémoslos cenar -dijo don Cleofás-, que yo aseguro que no se levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para cuando Dios fuere servido, y pasemos adelante; que a estos magnates los más de los días les beso yo las manos y estas caravanas las ando yo las más de las noches, porque he sido dos meses culto vergonzante de la proa de uno de ellos y estoy encurtido de excelencias y señorías, solamente buenas para veneradas.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo- como se está quejando de la orina un letrado, tan ancho de barba y tan espeso, que parece que saca un delfín la cola por las almohadas. Allí está pariendo doña Fáfula, y don Toribio, su indigno consorte, como si fuera suyo lo que paría, muy oficioso y lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en ese otro barrio, roncando y descuidado del suceso. Mira aquel preciado de lindo, o aquel lindo de los más preciados, como duerme con bigotera, torcidas de papel en las guedejas y el copete, sebillo en las manos, y guantes descabezados, y tanta pasa en el rostro, que pueden hacer colación en él toda la cuaresma que viene. Allí, más adelante, está una vieja, grandísima hechicera, haciendo en un almirez una medicina de drogas restringentes para remendar una doncella sobre su palabra, que se ha de desposar mañana. Y allí, en aquel aposentillo estrecho, están dos enfermos en dos camas, y se han purgado juntos, y sobre quién ha hecho más cursos, como si se hubieran de graduar en la facultad, se han levantado a matar a almohadazos. Vuelve allí, y mira con atención cómo se está untando una hipócrita a lo moderno, para hallarse en una gran junta de brujas que hay entre San Sebastián y Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en ella si no temiera el riesgo de ser conocido del demonio que hace el cabrón, porque le di una bofetada a mano abierta en la antecámara de Lucifer, sobre unas palabras mayores que tuvimos; que también entre los diablos hay libro del duelo, porque el autor que lo compuso es hijo de vecino del infierno. Pero mucho más nos podemos entretener por acá, y más si pones los ojos en aquellos dos ladrones que han entrado por un balcón en casa de aquel extranjero rico, con una llave maestra, porque las ganzúas son a lo antiguo, y han llegado donde está aquel talego de vara y media estofado de patacones de a ocho, a la luz de una linterna que llevan, que, por ser tan grande y no poder arrancarle de una vez, por el riesgo del ruido, determinan abrirle, y henchir las faltriqueras y los calzones, y volver otra noche por lo demás; y comenzando a desatarle, saca el tal extranjero (que estaba dentro de él guardando su dinero, por no fiarle de nadie) la cabeza, diciendo: «Señores ladrones, acá estamos todos», cayendo espantados uno a un lado y otro a otro, como resurrección de aldea, y se vuelven gateando a salir por donde entraron.

-Mejor fuera -dijo don Cleofás- que le hubieran llevado sin desatar en el capullo de su dinero, porque no le sucediera ese desaire, pues que cada extranjero es un talego bautizado; que no sirven de otra cosa en nuestra república y en la suya, por nuestra mala maña. Pero ¿quién es aquella abada con camisa de mujer, que no solamente la cama le viene estrecha, sino la casa y Madrid, que hace roncando más ruido que la Bermuda, y, al parecer, bebe cámaras de tinajas y come jigotes de bóvedas?

-Aquella ha sido cuba de Sahagún, y no profesó -dijo el Cojuelo- si no es el mundo de ahora, que está para dar un estallido, y todo junto puede ser siendo quien es: que es una bodegonera tan rica, que tiene, a dar rocín por carnero y gato por conejo a los estómagos del vuelo, seis casas en Madrid, y en la puerta de Guadalajara más de veinte mil ducados, y con una capilla que ha hecho para su entierro y dos capellanías que ha fundado, se piensa ir al cielo derecha; que aunque pongan una garrucha en la estrella de Venus y un alzaprima en las Siete Cabrillas, me parece que será imposible que suba allá aquel tonel; y como ha cobrado buena fama, se ha echado a dormir de aquella suerte.

-Aténgome -dijo don Cleofás- a aquel caballero tasajo que tiene el alma en cecina, que he echado de ver que es caballero en un hábito que le he visto en una ropilla a la cabecera, y no es el mayor remiendo que tiene, y duerme enroscado como lamprea empanada, porque la cama es media sotanilla que le llega a las rodillas no más.

-Aquel -dijo el Cojuelo- es pretendiente y está demasiado de gordo y bien tratado para el oficio que ejercita. Bien haya aquel tabernero de Corte, que se quita de esos cuidados y es cura de su vino, que le está bautizando en los pellejos y las tinajas, y a estas horas está hecho diluvio en pena, con su embudo en la mano, y antes de mil años espero verle jugar cañas por el nacimiento de algún príncipe.

-¿Qué mucho -dijo don Cleofás- si es tabernero y puede emborrachar a la Fortuna?

-No hayas miedo -dijo el Cojuelo- que se vea en eso aquel alquimista que está en aquel sótano con unos fuelles, inspirando una hornilla llena de lumbre, sobre la cual tiene un perol con mil variedades de ingredientes, muy presumido de acabar la piedra filosofal y hacer el oro; que ha diez años que anda en esta pretensión, por haber leído el arte de Reimundo Lulio y los autores químicos que hablan en este mismo imposible.

-La verdad es -dijo don Cleofás- que nadie ha acertado a hacer el oro si no es Dios, y el Sol, con comisión particular suya.

-Eso es cierto -dijo el Cojuelo-, pues nosotros no hemos salido con ello. Vuelve allí, y acompáñame a reír de aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos ahora, y comen y cenan y duermen dentro de él, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron; que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre de no salir de él, que les sirve el coche de conchas, como a la tortuga y al galápago, que en tarascando cualquiera de ellos la cabeza fuera de él, la vuelven a meter luego, como quien la tiene fuera de su natural, y se resfrían y acatarran en sacando pie, pierna o mano de esta estrecha religión; y pienso que quieren ahora labrar un desván en él para ensancharse y alquilarle a otros dos vecinos tan inclinados a coche, que se contentarán con vivir en el caballete dél.

-Ésos -dijo don Cleofás- se han de ir al infierno en coche y en alma.

-No es penitencia para menos -respondió el Cojuelo-. Diferentemente le sucede a ese otro pobre y casado que vive en esa otra casa más adelante, que después de no haber podido dormir desde que se acostó, con un órgano al oído de niños tiples, contraltos, terceruelas y otros mil guisados de voces que han inventado para llorar, ahora que se iba a trasponer un poco, le ha tocado a rebato un mal de madre de su mujer, tan terrible, que no ha dejado ruda en la vecindad, lana ni papel quemado, escudilla untada con ajo, ligaduras, bebidas, humazos y trescientas cosas más, y a él le ha dado, de andar en camisa, un dolor de ijada, con que imagino que se ha de desquitar del dolor de madre de su mujer.

-No están tan despiertos en aquella casa -dijo don Cleofás- donde está echando una escala aquel caballero que, al parecer, da asalto al cuarto y a la honra del que vive en él; que no es buena señal, habiendo escaleras dentro, querer entrar por las de fuera.

-Allí -dijo el Cojuelo- vive un caballero viejo y rico que tiene una hija muy hermosa y doncella, y rabia por dejarlo de ser con un marqués, que es el que da la escalada, que dice que se ha de casar con ella, que es papel que ha hecho con otras diez o doce, y lo ha representado mal; pero esta noche no conseguirá lo que desea, porque viene un alcalde de ronda, y es muy antigua costumbre de nosotros ser muy regatones en los gustos, y, como dice vuestro refrán, si la podemos dar roma, no la damos aguileña.

-¿Qué voces -dijo don Cleofás- son las que dan en esa otra casa más adelante, que parece que pregonan algún demonio que se ha perdido?

-No seré yo, que me he rescatado -dijo el Cojuelo-, si no es que me llaman a pregones del infierno por el quebrantamiento de la redoma; pero aquel es un garitero que ha dado esta noche ciento cincuenta barajas, y se ha endiablado de cólera porque no le han pagado ninguna y se van los actores y los reos con las costas en el cuerpo, tras una pendencia de barato sobre uno que juzgó mal una suerte, y los mete en paz aquella música que dan a cuatro voces en esa otra calle unos criados de un señor a una mujer de un sastre que ha jurado que los ha de coser a puñaladas.

-Si yo fuera el marido -dijo don Cleofás- más los tuviera por gatos que por músicos.

-Agora te parecerán galgos -dijo el Cojuelo-, porque otro competidor de la sastra, con una gavilla de seis o siete, vienen sacando las espadas, y los Orfeos de la maesa, reparando la primera invasión con las guitarras, hacen una fuga de cuatro o cinco calles. Pero vuelve allí los ojos, verás cómo se va desnudando aquel hidalgo que ha rondado toda la noche, tan caballero del milagro en las tripas como en las demás facciones, pues quitándose una cabellera, queda calvo; y las narices de carátula, chato; y unos bigotes postizos, lampiño; y un brazo de palo, estropeado; que pudiera irse más camino de la sepultura que de la cama. En esa otra casa más arriba está durmiendo un mentiroso con una notable pesadilla, porque sueña que dice verdad. Allí un vizconde, entre sueños, está muy vano porque ha regateado la excelencia a un grande. Allí está muriendo un fullero, y ayudándole a bien morir un testigo falso, y por darle la bula de la Cruzada, le da una baraja de naipes, porque muera como vivió, y él, boqueando, por decir «Jesús», ha dicho «flux». Allí, más arriba, un boticario está mezclando la piedra bezar con los polvos de sen. Allí sacan un médico de su casa para una apoplejía que le ha dado a un obispo. Allí llevan aquella comadre para partear a una preñada de medio ojo, que ha tenido dicha en darle los dolores a estas horas. Allí doña Tomasa tu dama, en enaguas, está abriendo la puerta a otro; que a estas horas le oye de amor.

-Déjame -dijo don Cleofás-: bajaré sobre ella a matarla a coces.

-Para estas ocasiones se hizo el tate, tate -dijo el Cojuelo-; que no es salto para de burlas. Y te espantas de pocas cosas: que sin este enamorado murciélago, hay otros ochenta para quien tiene repartidas las horas del día y de la noche.

-¡Por vida del mundo -dijo don Cleofás- que la tenía por una santa!

-Nunca te creas de ligero -le replicó el Diablillo-. Y vuelve los ojos a mi Astrólogo, verás con las pulgas e inquietud que duerme: debe de haber sentido pasos en su desván y recela algún detrimento de su redoma. Consuélese con su vecino, que mientras está roncando a más y mejor, le están sacando a su mujer, como muela, sin sentirlo, aquellos dos soldados.

-Del mal lo menos -dijo don Cleofás-; que yo sé del marido ochodurmiente que dirá cuando despierto lo mismo.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo- aquel barbero, que soñando se ha levantado, y ha echado unas ventosas a su mujer, y la ha quemado con las estopas las tablas de los muslos, y ella da gritos, y él, despertando, la consuela diciendo que aquella diligencia es bueno que esté hecha para cuando fuere menester. Vuelve allí los ojos a aquella cuadrilla de sastres que están acabando unas vistas para un tonto que se casa a ciegas, que es lo mismo que por relación, con una doncella tarasca, fea, pobre y necia, y le han hecho creer al contrario con un retrato que le trujo un casamentero, que a estas horas se está levantando con un pleitista que vive pared y medio de él, el uno a cansar ministros y el otro a casar todo el linaje humano; que solamente tú, por estar tan alto, estás seguro de este demonio, que en algún modo lo es más que yo. Vuelve los ojos y mira aquel cazador mentecato del gallo, que está ensillando su rocín a estas horas y poniendo la escopeta debajo del caparazón, y deja de dormir de aquí a las nueve de la mañana por ir a matar un conejo, que le costaría mucho menos aunque le comprara en la despensa de Judas. Y al mismo tiempo advierte como a la puerta de aquel rico avariento echan un niño, que por partes de su padre puede pretender la beca del Antecristo, y él, en grado de apelación, da con él en casa de un señor que vive junto a la suya, que tiene talle de comérselo antes que criarlo, porque ha días que su despensa espera el domingo de casi ración. Pero ya el día no nos deja pasar adelante; que el agua ardiente y el letuario son sus primeros crepúsculos, y viene el sol haciendo cosquillas a las estrellas, que están jugando a salga la parida, y dorando la píldora del mundo, tocando al arma a tantas bolsas y talegos y dando rebato a tantas ollas, sartenes y cazuelas, y no quiero que se valga de mi industria para ver los secretos que le negó la noche: cuéstele brujulearlo por resquicios, claraboyas y chimeneas.

Y volviendo a poner la tapa al pastelón, se bajaron a las calles.