El desafío del diablo: 08

VI
​Segunda parte de El desafío del diablo (leyenda tradicional, 1845)​ de José Zorrilla
VII
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VII. editar

Despues de mas de una hora
de muy zozobrosa espera
los ojos de Beatriz
alcanzaron, de la espesa
sombra del monte saliendo,
y avanzando por la senda,
dos bultos que mas se aclaran
como á la quinta se acercan.
Conforme fueron llegan
fue su mano dando vuelta
al postigo por do mira,
y cuando ellos á la puerta
se pararon de la quinta,
oculta en la sombra ella,
ve y oye de la ventana
por una rendija estrecha.
Su hermano y el otro son;
y entrambos con voz resuelta
exige el uno, y el otro
resiste, desoye y niega:

EL BANDIDO. Carlos, piensa lo que haces.


CARLOS. De mas lo he pensado.


EL BANDIDO. Piensa

que son ciertas mis palabras
y seguras mis promesas.
Yo tengo en la Corte amigos,
y uno á cuya voz primera
el Rey ha de dar por buenos
mis delitos y proezas.
Héle salvado dos veces
la vida en liza sangrienta,
recibiendo una lanza
que me hizo quedar en tierra,
y á él estaba dirigida;
y en el punto en que yo quiera
en nombre de aquella lanza
valerme de sus ofertas
todo ha de ser olvidado,
todo, ¿lo entendeis?

CARLOS. Muy buenas

serian tus esperanzas
como realizables fueran.

EL BANDIDO. Pues bien, hay mas todavía:

toda la provincia entera
de mis asaltos nocturnos
con ira y pavor se acuerda;
los comerciantes mas ricos
aun inútilmente esperan
cantidades que en sus cajas
como déficit se cuentan.

CARLOS. ¡Tú propio de ello te alabas!


EL BANDIDO. Escúchame y ten paciencia.

Yo nací rico, lo sabes;
los juegos y las pendencias,
en fiestas y en medicinas
sorbieron toda mi hacienda.
Soldado fuí, y honra tuve;
si una palabra en mi ofensa
del Rey abajo me dijo
alguien, le arranqué la lengua.
Me desterraron y huí;
mas me agovió la miseria,
y tolerarla no puede
quien no nación para ella.
Acogíme á las montañas,
juntéme con gente fiera
de la sociedad lanzada
por sus costumbres perversas.
La educacion y el valor
diéronme ventaja inmensa
sobre estas hordas salvajes,
y bien con maña ó con fuerza
hoy á mi voz obedecen
y me veo á su cabeza.
No se ha dado golpe en vago;
inmensurables riquezas
han venido á mi poder,
mas ¿sabes lo que hice de ellas?
con el oro que yo robo
otra persona comercia,
paga y mantiene mi gente,
y con secreto almacena
todas las prendas robadas
anotando nombre y señas
de sus dueños, á quien deben
volver cuando me convenga.
Yo no supe vivir pobre;
¿quién fiarme una peseta
sabiendo quien soy querria?
y en situacion tan extrema
lo que de grado no hallára
pensé en hallarlo por fuerza.
Todo el mundo me prestó
lo que en verdad no quisiera,
y á todo el mundo le debo
por mi valor mi riqueza.
Ahora bien, Carlos respóndeme.
Yo estoy pronto á dar mis cuentas
y á volver el capital
con que he rehecho mi hacienda:
el Rey me ofrece un indulto,
y gracia de una bandera
si al servicio de las armas
quiero volverme… Contesta,
todo en gracia ha de caer
en obsequio á la manera
con que ha sido hecho, ¿tu hermana
podrá entonces ser la prenda
de la dicha que me alcance?

CARLOS. Nunca.


EL BANDIDO. Carlos, mira y piensa

que en ello va mi fortuna
y aun mi virtud venidera.

CARLOS. Nunca.


EL BANDIDO. Ve miserable

tu mezquindad manifiesta;
veo que aun no has olvidado
la bailarina francesa.

CARLOS. Ni la olvidaré jamás.


EL BANDIDO. Tienes el alma mas negra

que la crin de mi caballo
si la memoria conservas.
Ella eligió entre los dos.

CARLOS. Lo sé.


EL BANDIDO. ¿De qué pues te quejas?


CARLOS. Basta, Cesar; buenas noches.


EL BANDIDO. Atiende, Carlos, espera.


CARLOS. Es inútil cuanto digas.

Ya has oido mi respuesta
y ni olvido ni perdono.

EL BANDIDO. Entonces Carlos recuerda

que te fié mis secretos
y guardarlos me interesa.
No abuses de ellos.

CARLOS. Haré

lo que mejor me convenga.

EL BANDIDO. Mas al mirar tu interes

ve tambien mi conveniencia,
porque uno con otro al cabo
tendremos que arreglar cuentas,
y ¡ay del que alcanzando quede!

CARLOS. A sí cada cual atienda.


EL BANDIDO. A sí cada cual… comprendo

tus miserables ideas,
la inmensurable avaricia
que tu alma mezquina alberga.
No es el voto de tu Madre
lo que al monasterio lleva
á Beatriz, de Don Lucas
no es, no, la invencible y terca
preocupación; tú solo
viva en el claustro la entierras.
Tú, solo tú, que en el oro
el móvil de tu existencia
tienes puesto: si; tú, Carlos,
que apeteces sus haciendas,
y para unirlas en tí
las intrigas no escaseas
ni escrupulizas los medios.
Mas vive Carlos alerta.

CARLOS. Y alerta tú, miserable,

vive tambien, porque llega
el dia de la justicia.

EL BANDIDO. Ten Carlos la torpe lengua,

que si llega el de la tuya
y es de Dios justicia recta
no sé yo cual de los dos
llevará peor sentencia.

CARLOS. Sin apelas á ese fallo

jueces hay sobre la tierra.

EL BANDIDO. (con desprecio.)

Jueces hechos de abogados
como tú, que se reservan
la justicia para sí,
y para el prójimo piedras.

CARLOS. Sea por fin como fuere

no ahondemos mas la materia,
y que piense cada cual
como mejor le parezca.
Y acabando de una vez,
sea el motivo cual sea,
ya mi sórdida avaricia,
ya la maternal promesa,
ha de ser monja mi hermana
ó cuanto valgo me cuesta.

EL BANDIDO. Pues de una vez acabando,

Carlos, fuere la que quiera
mi razon, ya el odio á tí
ó mi amor para con ella,
tu hermana no será monja
ó me cuesta la cabeza.

CARLOS. Pues si estimas un aviso

y en los hombros te interesa
conservarla, desde ahora
por esta quinta no vuelvas.

EL BANDIDO. Sea Carlos como quieres,

y si es que la tuya aprecias
no habites mucho esta quinta,
que es muy fragosa la sierra,
y al bajar alguna vez
por resbaladiza senda
puedes tropezar y hacerte
pedazos entre las peñas.

CARLOS. Conozco el piso.


EL BANDIDO. No fies.

Y á Dios Carlos.

CARLOS. A Dios Cesar.


Echó Cesar por el monte,
atrancó Carlos su puerta,
cerró Beatriz el postigo,
y quedó muda la escena.