El desafío del diablo: 07

V
Primera parte de El desafío del diablo (leyenda tradicional, 1845)
de José Zorrilla
VI
VII


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En una de aquellas noches
sombrías y melancólicas
en que todo en torno calla
y todo en torno reposa:
en que tardía la luna
por el horizonte asoma
entre cenicientas nubes
que su luz pálida entoldan,
y en que á renovar convidan
dulces y antiguas memorias
el aislamiento del alma,
la soledad silenciosa,
la tranquilidad del mundo
y el misterio de las sombras;
noches serenas de agosto
en que se vive y se goza,
y de que nunca se olvidan
las sabrosísimas horas:
en una pues de estas noches
mas oscura que las otras,
de pechos en su ventana
está Beatriz absorta
en secretos pensamientos
y consigo mismo á solas.
El codo en el antepecho,
la sien en la palma apoya
de una mano, y la otra mano,
dejada á voluntad propia,
arranca el menudo césped
que en el antepecho brota
con la humedad de la lluvia
y en la union de las baldosas.
En su arrobamiento dulce,
sin intencion que conozca,
sin voluntad que la acuda,
sin anhelo y sin zozobra,
nada escuchan sus oidos,
en nada sus ojos posa,
su corazon nada espera,
solo pensar es su obra.
Solo en meditar se ocupa;
¿mas en qué piensa? Lo ignora.
Sucédense sus ideas
en cadena nunca rota;
nacen unas do otras mueren,
do las unas se evaporan
las otras se patentizan
mas ó menos luminosas
y sin razon ni trabajo
su inquieta mente las forja
cual brotan de un manantial
una, diez, ciento, mil gotas.
Ninguna en la limpia peña
se atropella ni se estorba,
ninguna se precipita
sin tiempo, ni se desborda;
sino que todas á un tiempo
el limpio arroyuelo forman,
y como salen de un caño
arroyo se truecan todas.
Asi Beatriz medita
en su ventana á deshoras
de la noche, y asi estando
adormida en vaporosas
infantiles ilusiones,
creyó en la empinada loma,
saliendo de las malezas,
distinguir una persona.
El corazon á su vista
con violencia latióla;
los ojos clavó en el bulto
cuyo contorno en las lóbregas
tinieblas no se distingue,
mas cuyos pasos se notan
poco á poco aproximándose
por la vereda tortuosa.
Llegó por fin; era un hombre;
y en la plazoleta angosta
que de la quinta delante
hace la terra escabrosa,
paróse como dudando
mientra á favor de esta corta
pausa pudo Beatriz
examinar su persona.
Era de alzada estatura,
de presencia muy airosa,
y andar resuelto y seguro:
su traje casi á la moda
de mil setecientos quince;
gaban cuya manga angosta
ciñe al brazo con gran vuelta
que en la muñeca se dobla.
Pequeña falda y con cuerpo
que á la cintura se abrocha
con un corchete de acero:
ancho calzon que abotona
por ambos lados, y que ata
por encima de la bota:
larga espada, gran sombrero,
y en la cinta dos pistolas,
y de una vez cercenando
descripciones enfadosas,
facha á lo Felipe quinto
(que es la edad de nuestra historia).
Tal es el hombre que espera
en la estrecha plataforma
que hay delante de la quinta,
y las señas que le toma
Beatriz, que á salvo verle
desde su ventana logra,
aunque esta es harto elevada
y la claridad muy poca.
Alzó él repentinamente
la cabeza, y retiróla
la muchacha, mas no andubo
en retirarla tan pronta
que no lo notara el hombre:
y sin duda conocióla
porque dijo con voz cauta:
«¿Por qué ocultarse, Señora?
¿por qué de un sincero amigo
recatar la faz hermosa
cuando él en su corazon
tiene estampada una copia?
Salid, pues, á esa ventana
Beatriz encantadora,
que no vereis mas que un hombre
que mas placer no ambiciona
que el de oir el dulce acento
de vuestra divina boca.»

Qué es lo que pasa por ella
Beatriz no entiende ahora:
de esta repentina y franca
declaracion amorosa
no comprende Beatriz
las palabras seductoras;
lo que escucha la enloquece,
lo que sospecha la azora.
La voz que ha oido es la misma
que oyó otra noche mas próxima,
cuando con dulces palabras
le hizo ofertas generosas.
Él es, el bandido, ¡cielos!
¿qué ha de hacer? pues que la nombra,
la ha conocido, y es fuerza
que á sus palabras responda.
Esto pensaba la niña
cuando mas recia y sonora
sonó la voz del de abajo,
aunque siempre respetuosa,
diciendo: «Si las palabras
con que os he hablado os enojan
no os asomeis para darlas
contestacion enojosa;
pero asomaos si os place
para recibir Señora
las gracias del hospedaje;
ó que teneis á deshonra
imaginaré sino
recibirlas de mi boca.»
Lo cual Beariz oyendo,
grosería parecióla
no dar alguna respuesta
á quin su callar sonroja.
Salió, pues, á la ventana,
y á no estorbarlo la sombra
mostrára el rostro modesto
mas rojo que una amapola.
Salió, mas quedóse muda,
pues de puro vergonzosa
no atinó con las palabras
para la respuesta propias.
Lo cual mirando el de abajo
de esta manera atajóla
á la ventana acercándose
para que mejor le oiga.

ÉL. A mejorar mi fortuna

que volvería ofrecí,
mas me parece ¡ay de mi!
que os es mi vuelta importuna.

ELLA. Yo creo buen caballero

que siempre causa un placer
tornar un amigo á ver.

ÉL. Que tal me juzgueis espero.

Yo por mí puedo jurar,
sin hacer ofensa á Dios,
que desque partí de vos
no pensé mas que en tornar.
¿Y vos pensásteis en mí?

ELLA. Muchas veces me acordé…
(se interrumpe.)


ÉL. ¿Os acordásteis? ¿de qué?


ELLA. (con candidéz.)

De que estuvísteis aqui.

ÉL. ¿No os acordásteis de mas?


ELLA. ¿Y de qué mas que acordára

si el embozo de la cara
no separásteis jamás?

ÉL. Teneis Beatriz razon,

y de esta descortesía
esta noche suponia
que me otorgárais perdon.

ELLA. Por mí perdonado estais:

pero á fe que me alegrara
de haberos visto la cara.

ÉL. Y ¿por qué lo deseais?


ELLA. Porque yo siempre he vivido

como al claustro destinada,
dentro del claustro encerrada,
y alli nunca he conocido
nadie cuyo corazon
fuera conmigo sincero,
y habeis vos sido el primero
que me ha mostrado aficion.

ÉL. No habeis amado jamás?


ELLA. A Dios y á mis Padres sí,

que á ninguno conocí
que me interesára más.

ÉL. Pues yo os juro Beatriz

que á lograr yo interesaros
y mi amor comunicaros
fuera el hombre mas feliz.

ELLA. Con que me amais?


ÉL. Sí, á fe mia;

de veros desde el momento
no tuve otro pensamiento
ni de noche ni de dia.
Por veros un solo instante
no conociera temores
á los peligros mayores
que encontrára por delante.

ELLA. Callad, callad.


ÉL. Oigo ruido.


ELLA. Van poco á poco una llave

volviendo… mi hermano es ese;
santos del cielo amparadme.

ÉL. Pedid solo á Dios por él

si es que os maltrata cobarde.

ELLA. ¡Ay! huid, que os va á matar.


ÉL. Me conoce lo bastante

para tenerme respeto.

ELLA. No. Idos.


Él. Voime si os place.


Hízolo asi el misterioso
galan, lijero alejándose
como un gamo, y se perdió
por entre los matorrales.
Mas trémula é insegura
que las hojas de los arboles
quedó en la reja Beatriz
sin atreverse á quitarse.
Abrió á muy poco la puerta
su hermano, y á todas partes
mirando y viendo á su hermana
díjola airado: ¿qué haces?

BEATRIZ. Nada, turbada repuso.
CARLOS. Con quién hablabas?
BEATRIZ. Con nadie.
CARLOS. Pues jurára que oí voces.
BEATRIZ. Seria el rumor de el aire.

Tosió Carlos, y entre dientes
murmurando airada frase
que ella no oyó, dijo recio:
«Ea, á cerrar y á acostarse.»
Cerró Beatriz las maderas,
mas al postigo quedándose
vióle tomar el sendero
que el forastero tomó antes.
Siguiéronle con afan
sus ojos, mas un instante
bastó á que se le ocultaran
los espesos matorrales.


FIN DE LA PRIMERA PARTE.