El criterio:18
I - Lo que debe hacer quien carezca del talento de invención
editarCreo haber dicho lo suficiente con respecto a los métodos de enseñar y aprender; paso a tratar del método de invención.
Conocidos todos los elementos de una ciencia, y llegado el hombre a edad y posición en que puede dedicarse a estudios de mayor extensión y profundidad, está en el caso de seguir senderos menos trillados y acometer empresas más osadas. Si la naturaleza no le ha dotado del talento de invención, preciso le será contentarse por toda su vida con el método elemental, bien que tomado en mayor escala. Necesita guías, y este servicio le prestarán las obras magistrales. Mas no se crea que deba entenderse condenado a ciego servilismo y no haya de atreverse a discordar nunca de la autoridad de sus maestros; en la milicia científica y literaria no es tan severa la disciplina que no sea lícito al soldado dirigir algunas observaciones a su jefe.
II - La autoridad científica
editarLos hombres capaces de alzar y llevar adelante una bandera son muy pocos, y mejor es alistarse en las filas de un general acreditado que no andar a manera de miserable guerrillero, afectando la importancia de insigne caudillo.
Diciendo esto no es mi ánimo predicar la autoridad en materias puramente científicas y literarias; en todo el decurso de la obra he dado bastante a entender que no adolezco de tal achaque; sólo me propongo indicar una necesidad de nuestro entendimiento, que, siendo por lo común muy flaco, ha menester un apoyo. La hiedra, entrelazándose con un árbol, se levanta a grande altura; si creciese sin arrimo yacería tendida por el suelo, pisoteada por los transeuntes. Además, que no por haber hecho esta observación se ha de cambiar el orden regular de las cosas, pues con ella más bien he consignado un hecho que ofrecido un consejo. Sí, un hecho, porque, a pesar de tanto como se blasona de independencia, es más claro que la luz del mediodía que esta independencia no existe, que gran parte de la humanidad anda guiada por algunos caudillos, y que éstos, a su talante, la llevan por el camino de la verdad o del error.
Este es un hecho de todos los países y de todos los siglos; hecho indestructible, porque está fundado en la misma naturaleza del hombre. El débil siente la superioridad del fuerte y se humilla en su presencia; el genio no es el patrimonio del linaje humano, es un privilegio a pocos concedido; quien lo posee ejerce sobre los demás un ascendiente irresistible. Se ha observado con mucha verdad que las masas tienen una tendencia al despotismo; esto dimana de que sienten su incapacidad para dirigirse, y, naturalmente, buscan un jefe; la que se experimenta en la guerra y la política se nota también en las ciencias. La generalidad de los que las profesan son también masas, son verdadero vulgo, que entregado a sí mismo no sabría qué hacerse; por lo mismo se arremolina, a manera de grupos populares, en torno de los que le hablan algo mejor de lo que él sabe y manifiestan conocimientos que él no posee. El entusiasmo penetra también en la plebe sabia, y lo mismo que la otra en sus asonadas, aplaude y grita: «¡Muy bien, muy bien...; tú lo entiendes mejor que nosotros; tú serás nuestro jefe...!».
III - Modificaciones que ha sufrido en nuestra época la autoridad científica
editarA medida que se han generalizado los conocimientos con el inmenso desarrollo de la prensa, se ha podido creer que el indicado fenómeno había desaparecido; pero no es así, lo que ha hecho ha sido modificarse. Cuando los caudillos eran pocos, cuando el mando estaba entre pocas escuelas, andaban los entendimientos a manera de ejércitos disciplinados, siendo tan patente la dependencia que no era posible equivocarse. Ahora sucede de otra manera: los caudillos y las escuelas son en mayor número; la disciplina se ha relajado; pasan los soldados de uno a otro campo; éstos se adelantan un poco, aquéllos se quedan rezagados, algunos se separan y se empeñan en escaramuzas sin instrucciones ni órdenes de sus jefes; diríase que los grandes ejércitos han dejado de existir y que cada cual marcha por su lado; pero no os hagáis ilusiones: los ejércitos existen, a pesar de ese desorden; todos saben bien a cuál pertenecen; si desertan del uno, se unirán al otro, y cuando se vean en aprieto, todos replegarán en la dirección donde saben que está el cuerpo principal para cubrir su retirada.
Y si entrar quisiéramos en minuciosas cuentas hallaríamos que no es tan exacto que los caudillos de ahora sean en mucho mayor número que los de tiempos anteriores. Formando un cuadro de clasificaciones científicas y literarias encontraríamos fácilmente que en cada género son muy pocos los que llevan la bandera y que sobre sus pasos se precipita la multitud ahora como siempre.
El teatro y la novela, ¿no tienen un pequeño número de notabilidades, cuyas obras se imitan hasta el fastidio? La política, la filosofía, la historia, ¿no cuentan también unos pocos adalides, cuyos nombres se pronuncian sin cesar y cuyas opiniones y lenguaje se adoptan sin discernimiento? La independiente Alemania, ¿no tiene sus escuelas filosóficas, tan marcadas y caracterizadas como serlo pudieron las de Santo Tomás, Escoto y Suárez? ¿Qué son en Francia la turba de filósofos universitarios sino humildes discípulos de Cousin? ¿Y qué ha sido Cousin a su vez sino un vicario de Hegel y de Schelling? Y su filosofía, que también forcejea por introducirse entre nosotros, ¿no comienza con tono magistral, exigiendo respeto y deferencia, a manera de ministerio sagrado que se dirige a la conversión de las gentes sencillas? La mayor parte de los que profesan la filosofía de la historia ¿hacen más que recitar trozos de las obras de Guizot o de otros escritores muy contados? Los que se complacen en declamaciones sobre elevados principios de legislación, ¿no son con frecuencia plagiarios de Becaria y Filangieri? Los utilitarios, ¿nos dicen, por ventura, otra cosa que lo que acaban de leer en Bentham? Los escritores sobre derecho constitucional, ¿no tienen siempre en la boca a Benjamín Constant?
Reconozcamos, pues, un hecho que tan de bulto se presenta, y no nos lisonjeemos de haber destruido lo que es más fuerte que nosotros, pero guardémonos de sus malos efectos en cuanto nos sea posible. Si a causa de la debilidad de nuestras luces estamos precisados a valernos de las ajenas, no las recibamos tampoco con innoble sumisión, no abdiquemos el derecho de examinar las cosas por nosotros mismos, no consintamos que nuestro entusiasmo por ningún hombre llegue a tan alto punto que, sin advertirlo, le reconozcamos como oráculo infalible. No atribuyamos a la criatura lo que es propio del Criador.
IV - El talento de invención. Carrera del genio
editarSi el entendimiento es tal que pueda conducirse a sí mismo; si al examinar las obras de los grandes escritores se siente con fuerza para imitarlos y se encuentra entre ellos no como pigmeo entre gigantes, sino como entre sus iguales, entonces el método de invención le conviene de una manera particular, entonces no debe limitarse a saber los libros, es preciso que conozca las cosas; no ha de contentarse con seguir el camino trillado, sino que ha de buscar veredas que le lleven mejor, más recto y, si es posible, a puntos más elevados. No admita idea sin analizar, ni proposición sin discutir, ni raciocinio sin examinir, ni regla sin comprobar; fórmese una ciencia propia, que le pertenezca como su sangre, que no sea una simple recitación de lo que ha leído, sino el fruto de lo que ha observado y pensado.
¿Qué reglas deberá tener presentes? Las que se han señalado más arriba para todo pensador. El entrar en pormenores sería inútil y tal vez imposible, que el empeño de trazar al genio una marcha fija es no menos temerario que el de sujetar las expresiones de animada fisonomía al mezquino círculo de compasados gestos. Cuando le veis abalanzarse brioso a su gigantesca carrera no le dirijáis palabras insulsas, ni consejos estériles, ni reglas que no ha de observar; decidle tan sólo: «Imagen de la divinidad, marcha a cumplir los destinos que te ha señalado el Criador; no te olvides de tu principio y de tu fin; tú levantas el vuelo y no sabes adónde vas. Alza los ojos al cielo y pregúntaselo a tu hacedor. Él te mostrará su voluntad; cúmplela fielmente, que en cumplirla están cifrados tu grandor y tu gloria».