El criterio
de Jaime Balmes
Capítulo 17: La enseñanza



I - Dos objetos de la enseñanza. Diferentes clases de profesores

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Distinguen comúnmente los dialécticos entre el método de enseñanza y el de invención. Sobre uno y otro voy a emitir algunas observaciones.

La enseñanza tiene dos objetos: primero, instruir a los alumnos en los elementos de la ciencia; segundo, desenvolver su talento para que al salir de la escuela puedan hacer los adelantos proporcionados a su capacidad.

Podría parecer que estos dos objetos no son más que uno sólo, sin embargo no es así. Al primero alcanzan todos los profesores que poseen medianamente la ciencia; al segundo no llegan sino los de un mérito sobresaliente. Para lo primero basta conocer el encadenamiento de algunos hechos y proposiciones cuyo conjunto forma el cuerpo de la ciencia; para lo segundo es preciso saber cómo se ha construido esa cadena que enlaza un extremo con otro; para lo primero bastan hombres que conozcan los libros; para lo segundo son necesarios hombres que conozcan las cosas.

Más diré: puede muy bien suceder que un profesor superficial sea más a propósito para la simple enseñanza de los elementos que otro muy profundo, pues que éste, sin advertirlo, se dejará llevar a discursos que complicarán la sencillez de las primeras nociones, y así dañará a la percepción, de los alumnos poco capaces.

La clara explicación de los términos, la exposición llana de los principios en que se funda la ciencia, la metódica coordinación de los teoremas y de sus corolarios, he aquí el objeto de quien no se propone más que instruir en los elementos.

Pero al que extienda más allá sus miradas y considere que los entendimientos de los jóvenes no son únicamente tablas donde se hayan de tirar algunas líneas que permanezcan allí inalterables para siempre, sino campos que se han de fecundar con preciosa, semilla, a éste le incumben tareas más elevadas y más difíciles. Conciliar la claridad con la profundidad, hermanar la sencillez con la combinación, conducir por camino llano y amaestrar al propio tiempo en andar por senderos escabrosos, mostrando las angostas y enmarañadas veredas por donde pasaron los primeros inventores, inspirar vivo entusiasmo, despertar en el talento la conciencia de las propias fuerzas, sin dañarle con temeraria presunción, he aquí las atribuciones del profesor que considera la enseñanza elemental no como fruto, sino como semilla.



II - Genios ignorados de los demás y de sí mismos

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¡Cuán pocos son los profesores dotados de esta preciosa habilidad! Y ¿cómo es posible que los haya en el lastimoso abandono en que yace este ramo? ¿Quién cuida de aficionar a la enseñanza a los hombres de capacidad elevada? ¿Quién procura fijarlos en esta ocupación, si se deciden alguna vez a emprenderla? Las cátedras son miradas a lo más como un hincapié para subir más arriba; con las arduas tareas que ellas imponen se unen mil y mil de un orden diferente, y se desempeña corriendo y a manera de distracción lo que debería absorber al hombre entero.

Así, cuando entre los jóvenes se encuentra alguno en cuya frente chispea la llama del genio, nadie la advierte, nadie se lo avisa, nadie se lo hace sentir; y, encajonado entre los buenos talentos, prosigue su carrera sin que se le haya hecho experimentar el alcance de sus fuerzas. Porque es preciso saber que estas fuerzas no siempre las conoce el mismo que las posee, aun cuando sean con respecto a lo mismo que le ocupa. Podrá muy bien suceder que el fuego del genio permanezca toda la vida entre cenizas por no haber habido una mano que las sacudiera. ¿No vemos a cada paso que una ligereza extraordinaria, una singular flexibilidad de ciertos miembros una gran fuerza muscular y otras calidades corporales están ocultas, hasta que un ensayo casual viene a revelárselas al que las posee? Si Hércules no manejara más que un bastoncito, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava.



III - Medios para descubrir los talentos ocultos y apreciarlos en su valor

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Un profesor de matemáticas que explique a sus alumnos la teoría de las secciones cónicas les dará una idea clara y exacta de dichas curvas, presentándoles las ecuaciones que expresan su naturaleza y deduciendo las propiedades que de ésta se originan. Hasta aquí, el discípulo aprende bien los elementos, pero no se ejercita en el desarrollo de sus fuerzas intelectuales; nada se le ofrece que pueda hacerle sentir el talento de invención, si es que en realidad le posea. Pero si el profesor le hace notar que aquella ecuación fundamental, al parecer de mera convención, no es probable que se le haya establecido sin motivo, desde luego, el joven se halla mal seguro sobre la base que reputaba sólida y busca el medio de darle algún apoyo. Si el alumno no acierta en el principio generador de dichas curvas, se le puede hacer notar el nombre que llevan y recordarle que la sección, paralela a la base del coro es un círculo. Entonces, naturalmente, el alumno corta el cono con planos en diferentes posiciones, y a la primera ojeada advierte que si la sección es cerrada, y no paralela a la base, resultan curvas cuya figura se parece a la que se ha llamado elipse. Ya imagina la sección más cercana al paralalismo, ya más distante, y siempre nota que la figura es una elipse, con la única diferencia de su mayor aplanación por los lados o bien de la mayor diferencia de los ejes. ¿Será posible expresar por una ecuación la naturaleza de esta curva? ¿Hay algunos datos conocidos? ¿Tienen alguna relación con las propiedades del cono y de la sección paralela? ¿La mayor o menor inclinación del plano cambia la naturaleza de la sección? Dando al plano otras posiciones, de suerte que no salga cerrada la sección, ¿qué curvas resultan? ¿Hay alguna semejanza entre ellas y las parábolas e hipérbolas? Esta y otras cuestiones se ofrecen al discípulo dotado de capacidad; y si es de muy felices disposiciones, veréisle al instante tirar líneas dentro del cono, compararlas unas con otras, concebir triángulos, calcular sus relaciones y tantear mil caminos para llegar a la ecuación deseada. Entonces no aprende simplemente las primeras nociones de la teoría; se ha convertido ya en inventor; su talento encuentra pábulo en qué cebarse; y cuando, aislado en los procedimientos de primera enseñanza, contaba muchos iguales en la inteligencia de la doctrina explicada, ahora echaréis de ver que deja a sus compañeros muy atrás, que ellos no han dado un paso, mientras él o ha obtenido el resultado que se buscaba o adelantado en el verdadero camino. Entonces da a conocer sus fuerzas, y las conoce él mismo; entonces se palpa que su capacidad es superior a la rutina y que quizá, andando el tiempo, podrá ensanchar el dominio de la ciencia.

Un profesor de derecho natural explicará cumplidamente los derechos y deberes de la patria potestad y las obligaciones de los hijos con respecto a los padres, aduciendo las definiciones y razones que en tales casos se acostumbran. Hasta aquí llegan los elementos, pero nada se encuentra para desenvolver el genio filosófico de un alumno privilegiado, ni que pueda hacerle sobresalir entre el común de sus compañeros, dotados de una capacidad regular. El hábil profesor desea tomar la medida de los talentos que hay en la cátedra, y el tiempo que le sobra después de la explicación le emplea en hacer un experimento.

-Sobre estos deberes, ¿le parece a usted si nos dicen algo los sentimientos del corazón? Las luces de la filosofía, ¿están de acuerdo con las inspiraciones de la Naturaleza?- A esta pregunta responderán hasta los medianos, observando que los padres, naturalmente, quieren a los hijos, y éstos a los padres, y que así están enlazados nuestros deberes con nuestros afectos, instigándonos éstos al cumplimiento de aquéllos. Hasta aquí no hay diferencia entre los alumnos que se llaman de buen talento. Pero prosigue el profesor analizando la materia, y pregunta:

-¿Qué le parece a usted de los hijos que se portan mal con los padres y no corresponden con la debida gratitud al amor que éstos les prodigaron?

-Que faltan a un deber sagrado y desoyen la voz de la Naturaleza.

-¿Pero cómo es que vemos tan a menudo a los hijos no cumplir como deben con sus padres, mientras éstos, si en algo faltan, suele ser por sobreabundancia de amor y ternura?

-En esto hacen muy mal los hijos -dirá el uno.

-Los hombres se olvidan fácilmente de los beneficios recibidos, dirá el otro; quién alegará que los hijos, a medida que adelantan en edad, se hallan distraídos por mil atenciones diferentes; quién recordará que los nuevos afectos engendrados en sus ánimos, a causa de la familia de que se hacen cabezas, disminuyen el que deben a sus padres, y cada cual andará señalando razones más o menos adaptadas, más o menos sólidas, pero ninguna que satisfaga del todo. Si entre vuestros alumnos se encuentra alguno que haya de adquirir con el tiempo esclarecida nombradía dirigidle la misma pregunta, a ver si acierta a decir algo que la desentrañe y la ilustre.

-Es demasiado cierto, os responderá, que los hijos faltan con mucha frecuencia a sus deberes para con sus padres; pero, si no me engaño, la razón de esto se halla, en la misma naturaleza de las cosas. Cuando más necesario es para la conservación y buen orden de los seres el cumplimiento de un deber, el Criador ha procurado asegurar más dicho cumplimiento. El mundo se conserva más o menos bien, a pesar del mal comportamiento de los hijos; pero el día que los padres se portasen mal, y olvidasen el cuidar de sus hijos, el linaje humano caminaría a su ruina. Así, es de notar que los hijos, ni aun los mejores, no profesan a sus padres un afecto tan vivo y ardiente como los padres a los hijos. El Criador podía, sin duda, comunicar a los hijos un amor tan apasionado y tierno como lo es el de los padres, pero ésto no era necesario, y por lo mismo no lo ha hecho. Y es de notar que las madres, que han menester mayor grado de este amor y ternura, lo tienen llevado hasta los límites del frenesí, habiéndolas pertrechado el Criador contra el cansancio que pudieran producirles los primeros cuidados de la infancia. Resulta, pues, que la falta del cumplimiento de los deberes en los hijos no procede precisamente de que éstos sean peores, pues ellos, si llegan a ser padres, se portan como lo hicieron los suyos, sino de que el amor filial, es de suyo menos intenso que el paternal, ejerce mucho menos ascendiente y predominio sobre el corazón, y por lo mismo se amortigua con más facilidad; es menos fuertes para superar obstáculos y ejerce menor influencia sobre la totalidad de nuestras acciones.

En las primeras respuestas encontrabais discípulos aprovechados; en ésta descubrís al joven filósofo que empieza a descollar, como entre raquíticos arbustos se levanta la tierna encina, que, andando los años, se hará notar en el bosque por su corpulento tronco y soberbia copa.



IV - Necesidad de los estudios elementales

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No se crea por lo dicho que juzgue conveniente emancipar a la juventud de la enseñanza de los elementos; muy al contrario; opino que quien ha de aprender una ciencia, por grandes que sean las fuerzas de que se sienta dotado, es preciso que se sujete a esta mortificación, que es como el noviciado de las letras. De esto procuran muchos eximirse, apelando a artículos de diccionario que contienen lo bastante para hablar de todo sin entender de nada; pero la razón y la experiencia manifiestan que semejante método no puede servir sino a formar lo que llamamos eruditos a la violeta.

En efecto; hay en toda ciencia y profesión un conjunto de nociones primordiales, voces y locuciones que le son propias, las cuales no se aprenden bien sino estudiando una obra elemental; de suerte que cuando no mediaran otras consideraciones, la presente bastaría a demostrar los inconvenientes de tomar otro camino. Estas nociones primordiales y esas voces y locuciones deben ser miradas con algún respeto por quien entra de nuevo en la carrera, pues ha de suponer que no en vano han trabajado hasta aquí los que a ella se dedicaron. Si el recién venido tiene desconfianza de sus predecesores, si espera poder reformar la ciencia o profesión y hasta variarla radicalmente al menos ha de reflexionar que es prudente enterarse de lo que han dicho los otros, que es temerario el empeño de crearlo todo por sí solo, y es exponerse a perder mucho tiempo el no quererse aprovechar en nada de las fatigas ajenas. El maquinista más extraordinario empieza quizá a dedicarse a su profesión en la tienda de un modesto artesano, y por grandes esperanzas que puedan fundarse en sus brillantes disposiciones no deja por esto de aprender los nombres y el manejo de los instrumentos y enseres del trabajo. Con el tiempo hará en ellos muchas variaciones, los tendrá de otra materia más adaptada, cambiará su forma y tal vez su nombre; mas por ahora es preciso que los tome tal como los encuentra, que se ejercite con ellos hasta que la reflexión y la experiencia le hayan demostrado los inconvenientes de que adolecen y las mejoras de que son susceptibles.

Puede aplicarse a todas las ciendas el consejo que se da a los que quieren aprender la historia: antes de comenzar su estudio es necesario leer un compendio. A este propósito son notables las palabras de Bossuet en la dedicatoria que precede a su Discurso sobre la historia universal. Asienta la necesidad de estudiar la historia en compendio para evitar confusión y ahorrar fatiga, y luego añade: «Esta manera de exponer la historia universal la compararemos a la descripción de los mapas geográficos: la historia universal es el mapa general comparado con las historias particulares de cada país y de cada pueblo. En los mapas particulares veis menudamente lo que es un reino o una provincia en sí misma; en los universales aprendéis a fijar estas partes del mundo en su todo; en una palabra: veis la parte que ocupa París o la isla de Francia en el reino, la que el reino ocupa en la Europa y la que la Europa ocupa en el universo». Pues bien: la oportuna y luminosa comparación entre el Mapamundi y los particulares se aplica a todos los ramos de conocimientos. En todos hay un conjunto de que es preciso hacerse cargo para comprender mejor las partes y no andar confuso y perdido en la manera de ordenarlas. Aun las ideas que se adquieren por este método son casi siempre incompletas, a menudo inexactas y algunas veces falsas; pero todos estos inconvenientes aún no pesan tanto como los que resultan de acometer a tientas, sin antecedentes ni guía, el estudio de una ciencia.

Las obras elementales, se nos dirá, no son más que un esqueleto; es verdad, pero, tal como es, ahorra muchísimo trabajo; hallándole formado ya, os será más fácil corregir sus defectos, cubrirle de nervios, músculos y carne; darle calor, movimiento y vida.

Entre los que han estudiado por principios una ciencia y los que, por decirlo así, han cogido sus nociones al vuelo en enciclopedias y diccionarios hay siempre una diferencia que no se escapa a un ojo ejercitado. Los primeros se distinguen por la precisión de ideas y propiedad de lenguaje; los otros se lucen tal vez con abundantes y selectas noticias, pero a la mejor ocasión dan un solemne tropiezo, que manifiesta su ignorante superficialidad.