El criterio
de Jaime Balmes
Capítulo 19: El entendimiento, el corazón y la imaginación



I - Discreción en el uso de las facultades del alma. La reina Dido. Alejandro

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He dicho (Cap. XII) que para conocer la verdad de ciertas materias era necesario desplegar a un mismo tiempo diferentes facultades del alma, y entre ellas he contado el sentimiento. Ahora añadiré que si bien esto es preciso cuando se trata de aquellas verdades, cuya naturaleza consiste en relaciones con dicho sentimiento, como todo lo bello o tierno, o melancólico o sublime, no lo es cuando la verdad pertenece a un orden distinto que nada tiene que ver con nuestra facultad de sentir.

Si quiero apreciar todo el mérito de Virgilio en el episodio de Dido es menester que no raciocine con sequedad, sino que imagine y sienta; pero si me propongo juzgar bajo el aspecto moral la conducta de la reina de Cartago es preciso que me despoje de todo sentimiento y que deje encomendado a la fría razón el fallar conforme a los eternos principios de la virtud.

Al leer a Quinto Curcio admiro al héroe macedón, y me complazco en verle cuando se arroja impávido al través del Gránico, vence en Arbela, persigue y anonada a Darío y señorea el Oriente. En todo esto hay grandeza, hay rasgos que no fueran debidamente apreciados si se cerrara el corazón a todo sentimiento. La sublime narración del sagrado Texto (Machab., lib. I, capítulo I) no será estimada en su justo valor por quien no haga más que analizar con frialdad. «Y sucedió que después que Alejandro Macedón, hijo de Filipo, que fue el primero que reinó en Grecia, salido de la tierra de Cethim, derrotó a Darío, rey de los persas y de los medos; dio muchas batallas y conquistó las fortalezas de todos, y mató a los reyes de la tierra. Y pasó hasta los confines del mundo, y se apoderá de los despojos de numerosas gentes, y la tierra calló en su presencia...». Cuando uno llega a esta expresión el libro se cae de las manos y el asombro se apodera del alma. En presencia de un hombre la tierra calló... Sintiendo con viveza la fuerza de esta imagen se forma la mayor idea que formarse pueda del héroe conquistador. Si para conocer esta verdad abstraigo, y discurro, y cavilo, y ahogo mis sentimientos, nada comprenderé; es preciso que me olvide de toda filosofía, que no sea más que hombre, y que, dejando la fantasía en libertad y el corazón abierto, mire al hijo de Filipo, saliendo de la tierra de Cethim, marchando con pasos de gigante hasta la extremidad del orbe y contemple la tierra que amedrentada calla. Pero si me propongo examinar la justicia y la utilidad de aquellas conquistas, entonces será preciso cortar el vuelo a la imaginación, amortiguar los sentimientos de admiración y entusiasmo; será preciso olvidar al joven monarca rodeado de sus falanges y descollando entre sus guerreros como el Júpiter de la fábula entre el cortejo de los dioses; será necesario no pensar más que en los eternos principios de la razón y en los intereses de la humanidad. Si al hacer este examen dejo campear la fantasía y dilatarse el corazón, erraré, porque la radiante aureola que orla las sienes del conquistador me deslumbrará, me quitará la osadía de condenarle, me inclinará a la indulgencia por tanto genio y heroísmo, y se lo perdonaré todo cuando vea que en la cumbre de su gloria, a la edad de treinta y tres años, se postra en un lecho y conoce que se muere. Et post hoe decidit in lectum, et cognovit quia moreretur. (Machab., lib. I, cap. I.)



II - Influencia del corazón sobre la cabeza. Causas y efectos

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A cada paso se observa la mucha influencia que sobre nuestra conducta tienen las pasiones, y el insistir en probar esto sería demostrar una verdad demasiado conocida. Pero no se ha reparado tanto en los efectos de las pasiones sobre el entendimiento, aun con respecto a verdades que nada tienen que ver con nuestras acciones. Quizá sea éste uno de los puntos más importantes del arte de pensar, y por lo mismo lo expondré con algún detenimiento.

Si nuestra alma estuviese únicamente dotada de inteligencia, si pudiese contemplar los objetos sin ser afectada por ellos, sucedería que en no alterándose dichos objetos los veríamos siempre de una misma manera. Si el ojo es el mismo, la distancia la misma, el punto de vista el mismo, la cantidad y la dirección de la luz las mismas, la impresión que recibamos no podrá menos de ser siempre la misma. Pero cambiada una cualquiera de estas condiciones, cambiará la impresión, el objeto será más o menos grande, los colores más o menos vivos o quizá del todo diferentes: su figura sufrirá considerables modificaciones o tal vez se convertirá en otra nada semejante. La luna conserva siempre su misma figura, y, no obstante, nos presenta de continuo variedad de fases; una roca informe y desigual se nos ofrece a lo lejos como una cúpula que corona un soberbio edificio, y el monumento que mirado de cerca es una maravilla del arte, se divisa a larga distancia como una peña irregular, desgajada, caída a la ventura en las faldas del monte.

Lo propio sucede con el entendimiento: los objetos son a veces los mismos, y, no obstante, se ofrecen muy diferentes no sólo a distintas personas, sino a una misma, sin que para esta mudanza sea necesario mucho tiempo. Quizá un instante de intervalo es suficiente para cambiar la escena; nos hallamos ya en otra parte, se ha corrido un velo y todo ha variado, todo ha tomado otras formas y colores; diríase que los objetos han sido tocados con la varita de un mago.

¿Y cuál es la causa? Es que el corazón se ha puesto en juego, es que nosotros nos hemos mudado, nos parece que se han mudado los objetos. Así, al darse a la vela la embarcación que nos lleva, el puerto y las costas huyen a toda prisa; cuando en realidad nada se ha movido, sino la nave.

Y nótese que esta mudanza no se realiza tan sólo cuando el ánimo se conmueve profundamente y puede decirse que las pasiones están levantadas; en medio de una calma aparente sufrimos a menudo esta alteración en la manera de ver, alteración tanto más peligrosa cuanto menos se hacen sentir las causas que la producen. Se han dividido en ciertas clases las pasiones del corazón humano; pero sea que no se hayan comprendido todas en la clasificación filosófica, sea que cada una de ellas entrañe en su seno otras muchas que deben ser consideradas como sus hijas o como transformaciones de una misma, lo cierto es que quien observe con atención la variedad y graduación de nuestros sentimientos creerá estar asistiendo a las mudables ilusiones de una visión fantasmagórica. Hay momentos de calma, y de tempestad, de dulzura y de acritud, de suavidad y de dureza, de valor y de cobardía, de fortaleza y de abatimiento, de entusiasmo y de desprecio, de alegría y de tristeza, de orgullo y de anonadamiento, de esperanza y de desesperación, de paciencia y de ira, de postración y de actividad, de expansión y de estrechez, de generosidad y de codicia, de perdón y de venganza, de indulgencia y de severidad, de placer y de malestar, de saboreo y de tedio, de gravedad y de ligereza, de elevación y de frivolidad, de seriedad y de chiste, de...; pero ¿adónde vamos a parar enumerando la variedad de disposiciones que experimenta nuestra alma? No es más mudable e inconstante el mar azotado por los huracanes, mecido por el céfiro, rizado con el aliento de la aurora, inmóvil con el peso de una atmósfera de plomo, dorado con los rayos del sol naciente, blanqueado con la luz del astro de la noche, tachonado con las estrellas del firmamento, ceniciento como el semblante de un difunto, brillante con los fuegos del mediodía, tenebroso y negro como la boca de una tumba.



III - Eugenio: sus transformaciones en veinticuatro horas

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Érase una hermosa mañana de abril; Eugenio se había levantado muy temprano, había extendido maquinalmente el brazo a su librería y con el tomito en la mano, pero sin abrir, se había asomado al balcón, que daba vista a una risueña campiña. ¡Qué día más bello! ¡Qué hora tan embelesante! El sol se levanta en el horizonte matizando las nubecillas con primorosos colores y desplegando en todas direcciones madejas de luz, como la dorada cabellera ondeante sobre la cabeza de un niño; la tierra ostenta su riqueza y sus galas; el ruiseñor gorjea y trina en la cercana arboleda; el labrador se encamina a su campo, saludando al luminar del día con cantares de dicha y de amor. Eugenio contempla aquella escena con un placer inexplicable. Su ánimo, tranquilo, sosegado, apacible, se presta fácilmente a emociones gratas y suaves. Goza de completa salud, disfruta de pingüe fortuna; los negocios de la familia andan con viento en popa, y cuantos le rodean se esmeran en complacerle. Su corazón no está agitado por ninguna pasión violenta; anoche concilió sin dificultad el sueño, que no se ha interrumpido hasta el rayar del alba, y espera que las horas se adelanten para entregarse al ordinario curso de sus tranquilas tareas.

Abre por fin el libro: es una novela romántica. Un desgraciado, a quien el mundo no ha podido comprender, maldice a la sociedad, a la humanidad entera; maldice a la tierra y al cielo; maldice lo pasado, lo presente y lo futuro; maldice al mismo Dios; se maldice a sí mismo, y, cansado de mirar un sol helado y sombrío, una tierra mustia y agostada, de arrastrar una existencia que pesa sobre su corazón, que le oprime, que le ahoga como los brazos del verdugo al infeliz ajusticiado, se propone dar fin a sus días. Miradle: ya está en el borde del precipicio fatal, ya vuelve en torno su cabeza desgreñada, su semblante pálido, sus ojos hundidos e inflamados, sus facciones alteradas, y antes de consumar el atentado se queda un momento en silencio y luego reflexiona sobre la Naturaleza, sobre los destinos del hombre, sobra la injusticia de la sociedad. «Esto es exagerado -dice con impaciencia Eugenio-; en el mundo hay mucho malo, pero no lo es todo. La virtud no está todavía desterrada de la tierra; yo conozco muchas personas que, sin atroz calumnia, no pueden ser contadas entre los criminales. Hay injusticias, es cierto; pero la injusticia no es la regla de la sociedad, y, si bien se observa, los grandes crímenes son excepciones monstruosas. La mayor parte de los actos que se cometen contra la virtud proceden de nuestra debilidad; nos dañan a nosotros mismos, pero no traen perjuicios a otros, no aterrorizan al mundo, y los más se consuman sin llegar a su noticia. Ni es verdad que el bienestar sea tan imposible; los infortunados son muchos, pero no todo dimana de injusticia y crueldad; en la misma naturaleza de las cosas se encuentra la razón de estos males, que además no son ni tantos ni tan negros como se nos pintan aquí. No sé qué modo de mirar los objetos tienen esos hombres; se quejan de todo, blasfeman de Dios, calumnian a la humanidad entera y cuando se elevan a consideraciones filosóficas llevan el alma por una región de tinieblas donde no encuentra más que un caos desesperante. Cuando vuelve de semejantes excursiones no sabe pronunciar otras palabras que maldición y crimen. Esto es insoportable, esto es tan falso en filosofía como feo en literatura». Así discurría Eugenio, y cerraba buenamente el libro, y apartaba de su mente aquellos tétricos recuerdos, entregándose de nuevo a la contemplación de la bella Naturaleza.

Pasan las horas, suena la de comenzar sus tareas; y aquel día parece el de las desgracias. Todo va mal; diríase que le han alcanzado a Eugenio las maldiciones del suicida. Muy de mañana corre por la casa un mal humor terrible; N ha pasado malísima noche; M se ha levantado indispuesto, y todos son más agrios que zumo de fruta verde. A Eugenio se le pega también algo de la malignidad atmosférica que le rodea, pero todavía conserva alguna cosa de las apacibles emociones de la salida del sol.

El día se va encapotando, el tiempo no será tan bueno como se prometía el espectador de la mañana. Sale Eugenio a sus diligencias, la lluvia comienza, el paraguas no basta para cubrir al viandante, y en una calle estrecha y atestada de lodo se encuentra Eugenio con un caballo que galopa, sin atender a que los chispazos de fango de sus cascos dejan al pobre pasajero pedestre hecho una lástima de pies a cabeza. Ya es preciso retroceder, volverse a casa, entre irritado y mohino, no maldiciendo tan alto como el romántico, pero sí haciendo no muy piadosa plegaria para el caballo y el jinete. La vida no es ya tan bella, pero todavía es soportable; la filosofía se va encapotando como el tiempo, pero el sol no ha desaparecido aún. Los destinos de la humanidad no son desesperantes, pero los lances de los hombres son algo pesados. Al fin siempre sería mejor que las caras domésticas no fueran de cuaresma, que las calles estuviesen limpias, o que, si estaban sucias, no galopasen los caballos a la inmediación de los transeúntes.

Sobre una desgracia viene otra. Reparado Eugenio del primer descalabro, vuelve a sus diligencias, dirigiéndose a casa de su amigo, quien le ha de comunicar noticias satisfactorias con respecto a un negocio de importancia. Por lo pronto es recibido con frialdad; el amigo procura eludir la conversación sobre el punto principal, y finge ocupaciones apremiadoras que le obligan a aplazar para otro día el tratar del asunto. Eugenio se despide algo desabrido y receloso, y se devana los sesos por adivinar el misterio; pero una feliz casualidad le hace encontrar con otro amigo, que le revela la trama del primero, y le avisa que no se duerma si no quiere ser víctima de la perfidia más infame. Marcha presuroso a tomar sus providencias, acude a otros que puedan informarle de la verdadera situación de las cosas, le explican la traición, se compadecen de su desgracia; pero todos convienen en que ya es tarde. La pérdida es crecida y además irreparable; el pérfido ha tomado sus medidas con tanta precaución que el desgraciado Eugenio no ha advertido la estratagema hasta que se ha visto enredado sin remedio. Acudir a los tribunales es imposible, porque el negocio no lo consiente; reprochar al pérfido la negrura de su acción es desahogo estéril; con tomar una venganza nada se remedia y se aumentan los males del vengador. No hay más que resignarse. Eugenio se retira a su casa, entra en su gabinete, se entrega a todo el dolor que consigo trae el frustrarse tantas esperanzas y un cambio inevitable en su posición social. El libro está todavía sobre la mesa, su vista le recuerda las reflexiones de la mañana y exclama en su interior: «¡Oh cuán miserablemente te engañabas cuando reputabas exageración las infernales pinturas que del mundo hacen esos hombres! No puede negarse, tienen razón; esto es horrible, desconsolador, desesperante, pero es la realidad. El hombre es un animal depravado; la sociedad es una cruel madrastra, mejor diré un verdugo, que se complace en atormentarnos, que nos insulta y se mofa de nuestras angustias al mismo tiempo que nos cubre de ignominia y nos da la muerte. No hay buena fe, no hay amistad, no hay gratitud, no hay generosidad, no hay virtud sobre la tierra: todo es egoísmo, miras interesadas, perfidias, traición, mentira. Para tanto padecer, ¿por qué se nos ha dado la vida? ¿Dónde está la Providencia, dónde la justicia de Dios, dónde...?».

Aquí llegaba Eugenio, y, como ven nuestros lectores, la dulce y apacible y juiciosa filosofía de la mañana se había trocado en pensamientos satánicos, en inspiraciones de Belzebub. Nada se había mudado en el mundo, todo proseguía en en ordinaria carrera, y ni el hombre ni la sociedad podían decirse peores, ni entregados a otros destinos, por haberle sucedido a Eugenio una desgracia improvista. Quien se ha mudado es él: sus sentimientos son otros; su corazón, lleno de amargura, derrama la hiel sobre el entendimiento, y éste, obedeciendo a las inspiraciones del dolor y de la desesperación, se venga del mundo pintándole con los colores más horribles. Y no se crea que Eugenio procede de mala fe: ve las cosas tal como las expresa, así como las expresaba por la mañana, tal como a la sazón las veía.

Dejando a Eugenio en el terrible dónde..., que, a no dudarlo habría abortado una blasfemia horripilante si no se interrumpiera el monólogo con la llegada de un caballero que, con la libertad de amigo, penetra en el gabinete sin detenerse en antesalas.

-Vamos, mi querido Eugenio, ya sé que te han jugado una mala partida.

-¡Cómo ha de ser!

-Es mucha perfidia.

-Así anda el mundo.

-Lo que importa es remediarlo.

-¿Remedio?... Es imposible...

-Muy sencillo.

-Me gusta la frescura.

-Todo está en aprontar más fondos, aprovechar el correo de hoy y ganarle por la mano.

-¿Pero cómo los apronto? Sus cálculos estriban sobre la imposibilidad en que me hallo de hacerlo, y como sabía el estado de mis negocios, efecto de los desembolsos hechos hasta aquí para el maldito objeto, está bien seguro que no podré tomarle la delantera.

-Y si esos fondos estuviesen ya prestos...

-No soñemos...

-Pues mira: estábamos reunidos varios amigos para el negocio que tú no ignoras, se nos ha referido lo que te acaba de suceder y el desastre que iba a ocasionarte. La profunda impresión que me ha producido puedes suponerla, y habiendo pedido permiso a los socios para abandonar por mi parte el proyecto y vecir a ofrecerte mis recursos, todos, instantáneamente, han seguido mi ejemplo; todos han dicho que arrostraban con gusto el riesgo de aplazar sus operaciones y de sacrificar su ganancia hasta que tú hubieses salido airoso del negocio.

-Pero yo no puedo consentir...

-Déjate...

-Pero y si esos caballeros, a quienes no conozco siquiera...

-Tu desconfianza estaba ya prevista; aprovecha el correo; yo me voy, y en esta cartera encontrarás todo lo que se necesita. Adiós, mi querido Eugenio.

La cartera ha caído al lado del libro fatal; Eugenio se avergüenza de haber anatematizado la humanidad sin excepciones; la hora del correo no le permito filosofar, pero siente que su filosofía toma un sesgo menos desesperante. A la mañana siguiente el sol asomará hermoso y radiante como hoy, el ruiseñor cantará en el ramaje, el labrador se dirigirá a sus faenas y Eugenio volverá a ver las cosas como las veía antes de sus fatales aventuras. En veinticuatro horas, que, por cierto, no han alterado nada ni en la naturaleza ni en la sociedad, la filosofía de Eugenio ha recorrido un espacio inmenso para volver como los astros al mismo punto de donde partiera.



IV - Don Marcelino: sus cambios políticos

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Don Marcelino acaba de salir de unas elecciones en que los partidarios han luchado en tremenda batalla. La fuerza muscular ha tenido también su voto; se han blandido puñales, se han menudeado los garrotazos, la campanilla del presidente ha resonado entre el ruido de voces estentóreas y de pulmones de bronce. Don Mareelino pertenece al partido derrotado y ha tenido que salvarse a escape. Lo que es valor, ya se ve, no le faltaba; pero ha sido preciso no olvidar las consideraciones de prudencia y decoro.

La desagradable impresión no se le borrará en algunos días, y es notable que ella basta para echar a perder sus ideas liberales. «Desengáñense ustedes, señores -dice con el tono de la más profunda convicción-: esto es una farsa, un absurdo; nos hemos empeñado en una barbaridad; no hay más remedio que un brazo fuerte; el absolutismo tiene sus inconvenientes, pero del mal el menos. El gobierno representativo, el gobierno de la razón ilustrada y de la voluntad libre es muy hermoso en las páginas de las obras de derecho constitucional y en los artículos de periódicos, pero en la realidad no medran más que la intriga, la inmoralidad y, sobre todo, la impudencia, y la audacia. Yo ya estoy desengañado y he palpado bien aquello de: Otros vendrán que me abonarán».

A consecuencia de los disturbios, la autoridad militar toma una actitud imponente, declara el estado de sitio, la Constitución se suspende, los revoltosos se amedrentan y la ciudad recobra su calma. Don Marcelino, puede entregarse sin recelo a sus paseos ordinarios; reina la mayor seguridad de día como de noche, y así el cuitado elector va olvidando la escena de los campanillazos, gritos, garrotes y puñales.

Ocúrresele entretanto hacer un viaje y necesita su pasaporte. A la entrada de la casa de la policía hay numerosa guardia de tropa; D. Marcelino se va a entrar por la primera puerta que se le ofrece, y el granadero le dice: «Atrás». Encamínase a la otra, y el centinela le grita en alta y destemplada voz: «Paisano, la capa». Quítase el embozo, prosigue algo mohíno, y los esbirros que se resienten de la rigidez gubernativa le dicen en ademán descortés: «No vaya usted tan aprisa, aguarde usted su turno». Llegado a la mesa, el oficial le dirige mil preguntas investigadoras, le mira de pies a cabeza, como si sospechase que el pobre D. Marcelino es uno de los jefes del motín del otro día. Al fin le entrega el pasaporte con ademán desdeñoso, baja la cabeza y no se digna devolver el saludo que el viajero le dirige con afabilidad y cortesía.

El paciente se marcha muy disgustado, pero no piensa que aquella escena haya debido modificar sus opiniones políticas. Reúnese con sus amigos; la conversación gira sobre las últimas ocurrencias, y se eleva poco a poco hasta la región de las teorías de gobierno. Don Marcelino ya no será el absolutista del otro día.

-¡Qué -escándalo -dice uno de los circunstantes-; yo no puedo recordarlo sin detestar esas trampas!

-Ciertamente -responde D. Marcelino-, pero en todo hay inconvenientes; mire usted: el absolutismo proporciona quietud; pero, ¿qué sé yo?, también tiene sus cosas. A los hombres no conviene gobernarles con palo, y al fin es necesario no olvidar la dignidad propia.

-¿Pero la olvidan, por ventura, los que viven bajo un gobierno absoluto?

-Yo no digo eso, pero sí que es preciso no precipitarse en condenar las formas representativas, porque no puede negarse que las absolutas tienen cierta rigidez de que se resienten hasta las últimas ruedas del gobierno.

El lector conocerá que D. Marcelino, sin advertirlo siquiera, piensa en la escena del pasaporte; el rudo «atrás» del granadero; el grito del centinela: «Paisano, la capa»; la descortesía de los esbirros y del oficial han bastado para introducir en sus ideas políticas una reforma de alguna consideración.

Desgraciadamente, el oficial de la policía había llevado muy lejos sus sospechas. Librado el pasaporte, no pudo menos de indicar a su principal que se le había presentado un sujeto, de quien recelaba, según las señas, no fuese uno de los que buscaba la autoridad. Sin saber cómo, en el acto de subir D. Marcelino a la diligencia es detenido, conducido a la cárcel y allí se le fuerza a pasar algunos días, sin que basten a libertarle las vehementes presunciones que en su favor ofrecen un traje muy decente y cómodo, un cuerpo bien nutrido y un semblante pacato. No se necesitaba más para que acabasen de desplomarse con estrépito sus convicciones absolutistas, ya algo desmoronadas con el negocio del pasaporte. Lo brusco de la captura, lo incómodo de la cárcel, lo pesado y quisquilloso y ofensivo de los interrogatorios bastan y sobran para que salga D. Marcelino de la prisión con su liberalismo rejuvenecido, con su afición a la tabla de derechos, con su odio a la arbitrariedad, con su aversión al gobierno militar, con su vehemente deseo de que la seguridad personal y demás garantías constitucionales sean una verdad. Su fe política es en la actualidad muy viva; en cuanto a firmeza, aguardad que vengan otras elecciones o que un día de ruido le asusten las carreras y los gritos de la calle. Será difícil que las nuevas convicciones resistan a tan dura prueba.



V - Anselmo: sus variaciones sobre la pena de muerte

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Anselmo, joven aficionado al estudio de las altas cuestiones de legislación, acaba de leer un elocuente discurso en contra de la pena de muerte. Lo irreparable de la condenación del inocente, lo repugnante y horroroso del suplicio, aun cuando lo sufra el verdadero culpable; la inutilidad de tal castigo para extirpar ni disminuir el crimen, todo está pintado con vivos colores, con pinceladas magníficas; todo realzado con descripciones patéticas, con anécdotas que hacen estremecer. El joven se halla profundamente conmovido, imagínase que medita, y no hace más que sentir; cree ser un filólofo que juzga, cuando no es más que un hombre que se compadece. En su concepto, la pena de muerte es inútil, y aun cuando no fuera injusta es bastante la inutilidad para hacer su aplicación altamente criminal. Este es un punto en que la sociedad debe reflexionar seriamente para libertarse de esa costumbre cruel que le han legado generaciones menos ilustradas. Las convicciones del nuevo adepto nada dejan que desear; en ellas se combinan razones sociales y humanitarias; al parecer, nada fuera capaz de conmoverlas.

El joven filósofo habla sobre el particular con un magistrado de profundo saber y dilatada experiencia, quien opina que la abolición de la pena de muerte es una ilusión irrealizable. Desenvuelve, en primer lugar, los principios de justicia en que se funda, pinta con vivos colores las fatales consecuencias que resultarían de semejante paso, retrata a los hombres desalmados, burlándose de toda otra pena que no sea el último suplicio, recuerda las obligaciones de la sociedad en la protección del débil y del inocente, refiere algunos casos desastrosos en que resaltan la crueldad del malvado y los padecimientos de la víctima; el corazón del joven ya experimenta impresiones nuevas; una santa indignación levanta su pecho, el celo de la justicia le inflama; su alma sensible se identifica y eleva con la del magistrado; se enorgullece de saber dominar los sentimientos de injusta compasión, de sacrificarlos en las aras de los grandes intereses de la humanidad, e imaginándose ya sentado en un tribunal, revestido con la toga de un magistrado, parece que el corazón le dice: «Sí, también sabrías ser justo, también sabrías vencerte a ti mismo; también sabrías, si necesario fuese, obedecer a los impulsos de tu conciencia, y con la mano en el corazón y la vista en Dios pronunciar la sentencia fatal en obsequio de la justicia».



VI - Algunas observaciones para precaverse del mal influjo del corazón

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Nada más importante para pensar bien que el penetrarse de las alteraciones que produce en nuestro modo de ver la disposición de ánimo en que nos hallamos. Y aquí se encuentra la razón de que nos sea tan difícil sobreponernos a nuestra época, a nuestras circunstancias peculiares, a las preocupaciones de la educación, al influjo de nuestros intereses; de aquí procede que se nos haga tan duro el obrar y hasta el pensar conforme a las prescripciones de la ley eterna, el comprender lo que se eleva sobre la región del mundo material, el posponer lo presente a lo futuro. Lo que está delante de nuestros ojos, lo que afecta en la actualidad, he aquí lo que comúnmente decide de nuestros actos y aun de nuestras opiniones.

Quien desea pensar bien es preciso que se acostumbre a estar mucho sobre sí, recordando continuamente esta importantísima verdad; es necesario que se habitúe a concentrarse, a preguntarse con mucha frecuencia: «¿Tienes el ánimo bastante tranquilo? ¿No estás agitado por alguna pasión que te presenta las cosas diferentes de lo que son en sí? ¿Estás poseído de algún afecto secreto que sin sacudir con violencia tu corazón le domina suavemente, por medio de una fascinación que no adviertes? En lo que ahora piensas, juzgas, prevés, conjeturas, ¿obras quizá bajo el imperio de alguna impresión reciente que trastornando tus ideas te muestra trastornados los objetos? Pocos días, o pocos momentos antes, ¿pensabas de esta manera? ¿Desde cuándo has modificado tus opiniones? ¿No es desde que un suceso agradable o desagradable, favorable o adverso han cambiado tu situación? ¿Te has ilustrado más sobre la materia, has adquirido nuevos datos o tienes tan sólo nuevos intereses? ¿Qué es lo que ha sobrevenido, razones o deseos? Ahora que estás agitado por una pasión, señoreado por tus afectos, juzgas de esta manera y tu juicio te parece acertado; pero si con la imaginación te trasladas a una situación diferente, si supones que ha transcurrido algún tiempo, ¿conjeturas si las cosas se te presentarán bajo el mismo aspecto, con el mismo color?».

No se crea que esta práctica sea imposible; cada cual puede probarlo por experiencia propia, y echará de ver que le sirve admirablemente para dirigir el entendimiento y arreglar la conducta. No llega por común a tan alto grado la exaltación de nuestros afectos que nos prive completamente del uso de la razón; para semejantes casos no hay nada que prescribir, porque entonces hay la enajenación mental, sea duradera o momentánea. Lo que hacen ordinariamente las pasiones es ofuscar nuestro entendimiento, torcer el juicio, pero no cegar del todo aquél ni destituirnos de éste. Queda siempre en el fondo del alma una luz que se amortigua, mas no se apaga; y el que brille más o menos en las ocasiones críticas depende, en buena parte, del hábito de atender a ella, reflexionar sobre nuestra situación, de saber dudar de nuestra aptitud para pensar bien en el acto, de no tomar los chispazos de nuestro corazón por luz suficiente para guiarnos y de considerar que no son propios sino para deslumbrarnos.



VII - El amigo convertido en monstruo

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Que las pasiones nos ciegan es una verdad tan trivial que nadie la desconoce. Lo que nos falta no es el principio abstracto y vago, sino una advertencia continuada de sus efectos, un conocimiento práctico, minucioso, de los trastornos que esta maligna influencia produce en nuestro entendimiento; lo que no se adquiere sin penoso trabajo, sin dilatado ejercicio. Los ejemplos aducidos más arriba manifiestan bastante la verdad cuya exposición me ocupa; no obstante, creo que no será inútil aclararla con algunos otros.

Tenemos un amigo cuyas bellas cualidades nos encantan, cuyo mérito nos apresuramos a encomiar siempre que la ocasión se nos brinda y de cuyo afecto hacia nosotros no podemos dudar. Niéganos un día un favor que le pedimos, no se interesa bastante por la persona que le recomendamos, recíbenos alguna vez con frialdad, nos responde con tono desabrido o nos da otro cualquier motivo de resentimiento. Desde aquel instante experimentamos un cambio notable en la opinión sobre nuestro amigo; tal vez una revolución completa. Ni su talento es tan claro, ni su voluntad tan recta, ni su índole tan suave, ni su corazón tan bueno, ni su trato tan dulce, ni su presencia tan afable, en todo hallamos que corregir, que enmendar; en todo nos habíamos equivocado; el lance que nos afecta ha descorrido el velo, nos ha sacado de la ilusión; y fortuna si el hombre modelo no se ha trocado de repente en un monstruo.

¿Es probable que fuera tanto nuestro engaño? No; lo es, sí, que nuestro afecto anterior no nos dejaba ver sus lunares y que nuestro actual resentimiento los exagera o los finge. Por ventura, ¿no creíamos posible que el amigo pudiese negarse a prestar un favor, o se portase mal en un negocio, o en un momento de mal humor se olvidase de su ordinaria afabilidad y cortesía? Ciertamente que esto no era imposible a nuestros ojos: si se nos hubiese preguntado sobre el particular hubiéramos respondido que era hombre y, por lo mismo, estaba sujeto a flaquezas, pero que esto nada rebajaba de sus excelentes prendas. Pues ahora, ¿por qué tanta exageración? El motivo está patente: nos sentimos heridos; y quien piensa, quien juzga, no es el entendimiento ilustrado con nuevos datos, sino el corazón, irritado, exasperado, quizá sediento de venganza.

¿Queremos apreciar lo que vale nuestro nuevo juicio? He aquí un medio muy sencillo. Imaginémonos que el lance desagradable no ha pasado con nosotros, sino con una persona que nos sea indiferente; aun cuando las circunstancias sean las mismas, aun cuando las relaciones entre el amigo ofensor y la persona ofendida sean tan afectuosas y estrechas como las que mediaban entre él y nosotros, ¿sacaremos del hecho las mismas consecuencias? Es seguro que no; conoceremos que ha obrado mal, se lo diremos quizá con libertad y entereza, habremos tal vez descubierto una mala cualidad de su índole que se nos había ocultado; pero no dejaremos por esto de reconocer las demás prendas que le adornan, no le juzgaremos indigno de nuestro aprecio, proseguiremos ligados con él con los mismos vínculos de amistad. Ya no será un hombre que nada tiene laudable, sino una persona que, dotada de mucho bueno, está sujeta a lo malo. Y estas variaciones de juicio sucederán aun suponiendo al amigo culpable en realidad, aun olvidado el ser muy fácil que nuestra pasión o interés nos hayan cegado lastimosamente, haciendo que no atendiésemos a los gravísimos y justos; motivos que le habrán impulsado a obrar de la manera que nosotros reprendemos, haciéndonos prescindir de antecedentes que conocíamos muy bien, de la conducta que nosotros hemos observado, y, en fin, trastornando de tal manera nuestro juicio, que un proceder muy justo y razonable nos haya parecido el colmo de la injusticia, de la perfidia, de la ingratitud. ¡Cuántas veces nos bastaría, para rectificar nuestro juicio, el mirar la cosa con ánimo sosegado, como negocio que no nos interesa!



VIII - Cavilosas variaciones de los juicios políticos

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¿Están en el Poder nuestros amigos políticos o aquellos que más nos convienen, y dan algunas providencias contrarias a la ley? «Las circunstancias -decimos- pueden más que los hombres y las leyes; el gobierno no siempre puede ajustarse a estricta legalidad; a veces, lo más legal es lo más ilegítimo; y, además, así los individuos, como los pueblos, como los gobiernos, tienen un instinto de conservación que se sobrepone a todo, una necesidad a cuya presencia ceden todas las consideraciones y todos los derechos». La infracción de la ley, ¿se ha hecho con lisura, confesándola sin rodeos y excusándose con la necesidad? «Bien hecho -decimos-; la franqueza es una de las mejores prendas de todo gobierno; ¿de qué sirve engañar a los pueblos y empeñarse en gobernar con ficciones y mentiras?». ¿Se ha procurado no quebrantar la ley, pero se la ha aludido con una cavilación fútil, interpretándola en sentido abiertamente contrario a la mente del legislador? «La ocurrencia ha sido feliz -decimos-; al menos se muestra tan profundo respeto a la ley, que no se le desmiente ni en la última extremidad. La legalidad es cosa sagrada, contra la cual es preciso no atentar nunca; no hace poco el gobierno que, no pudiendo salvar el fondo, deja intactas las formas. Si algo hay de arbitrariedad, al menos no se presenta con la irritante férula del despotismo. Esto es preciso para la libertad de los pueblos».

Los hombres del poder, ¿son nuestros adversarios? El asunto es muy diferente. «La ilegalidad no era necesaria, y, además, aun cuando lo fuese, la ley es antes que todo. ¿Adónde vamos a parar si se concede a los gobiernos la facultad de quebrantarla cuando lo juzguen necesario? Esto equivale a autorizar el despotismo; ningún gobernante infringe las leyes sin decir que la infracción está justificada por necesidad urgente e indeclinable».

El gobierno, ¿ha confesado abiertamente la infracción de la ley? «Esto es intolerable -exclamamos-; esto es añadir a la infracción el insulto; siquiera se hubiese echado mano de algún ligero disfraz...; es el último extremo de la impudencia, es la ostentación de la arbitrariedad más repugnante. Está visto, en adelante no será menester andarse con rodeos; no hiciera más el autócrata de las Rusias».

El gobierno ¿ha procurado salvar las formas, guardando cierta apariencia de legalidad? «No hay peor despotismo -exclamamos- que el ejercido en nombre de la ley; la infracción no es menos negra por andar acompañada de pérfida hipocresía. Cuando un gobierno, en casos apurados, quebranta la ley y lo confiesa paladinamente, parece que con su confesión pide perdón al público y le da una garantía de que el exceso no será repetido; pero el cometer ilegalidades a la sombra de la misma ley es profanarla torpemente, es abusar de la buena fe de los pueblos, es abrir la puerta a todo linaje de desmanes. En no respetando la mente de la ley, todo se puede hacer con la ley en la mano; basta asirse de una palabra ambigua para contrariar abiertamente todas las miras del legislador».



IX - Peligro de la mucha sensibilidad. -Los grandes talentos. -Los poetas

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Hay errores de tanto bulto, hay juicios que llevan tan manifiesto sello de la pasión, que no alucinan a quien no está cegado por ella. No está la principal dificultad en semejantes casos, sino en aquellos en que, por presentarse más disfrazados, no se conoce el motivo que habrá falseado el juicio. Desgraciadamente, los hombres de elevado talento adolecen muy a menudo del defecto que estamos censurando. Dotados por lo común de una sensibilidad exquisita, reciben impresiones muy vivas, que ejercen grande influencia sobre el curso de sus ideas y deciden de sus opiniones. Su entendimiento penetrante encuentra fácilmente razones en apoyo de lo que se propone defender, y sus palabras y escritos arrastran a los demás con ascendiente fascinador.

Esta será, sin duda, la causa de la volubilidad que se nota en hombres de genio reconocido; hoy ensalzan lo que mañana maldicen; es para ellos un dogma inconcuso lo que mañana es miserable preocupación. En una misma obra se contradicen, tal vez de una manera chocante, y os conducen a consecuencias que jamás hubierais sospechado fueran conciliables con sus principios. Os equivocaríais si siempre achacaseis a mala fe estas singulares anomalías; el autor habrá sostenido el sí y el no con profunda convicción, porque, sin que él lo advirtiese esta convicción sólo dimanaba de un sentimiento vivo, exaltado; cuando su entendimiento se explayaba con pensamientos admirables, por su belleza y brillantez, no era más que un esclavo del corazón, pero esclavo hábil, ingenioso, que correspondía a los caprichos de su dueño ofreciéndole exquisitas labores.

Los poetas, los verdaderos poetas, es decir, aquellos hombres a quienes ha otorgado el Criador elevada concepción, fantasía creadora y corazón de fuego, están más expuestos que los demás a dejarse llevar por las impresiones del momento. No les negaré la facultad de levantarse a las más altas regiones del pensamiento, ni diré que les sea imposible moderar el vuelo de su ingenio y adquirir el hábito de juzgar con acierto y tino; pero, a no dudarlo, habrán menester más caudal de reflexión y mayor fuerza de carácter que el común de los hombres.



X - El poeta y el monasterio

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Un viajero poeta, atravesando una soledad, oye el tañido de una campana, que le distrae de las meditaciones en que estaba embelesado. En su alma no se albergaba la fe, pero no es inaccesible a las inspiraciones religiosas. Aquel sonido piadoso en el corazón del desierto cambia de repente la disposición de su espíritu y le lleva a saborearse en una melancolía grave y severa. Bien pronto descubre la silenciosa mansión donde buscan asilo, lejos del mundo, la inocencia y el arrepentimiento. Llega, apéase, llama, con una mezcla de respeto y de curiosidad; y al pisar los umbrales del monasterio se encuentra con un venerable anciano, de semblante sereno, de trato cortés y afable. El viajero es obsequiado con afectuosa cordialidad, es conducido a la iglesia, a los claustros, a la biblioteca, a todos los lugares donde hay algo que admirar o notar. El anciano monje no se aparta de su lado, sostiene la conversación con discernimiento y buen gusto, se muestra tolerante con las opiniones del recién venido, se presta a cuanto puede complacerle y no se separa de él sino cuando suena la hora del cumplimiento de sus deberes. El corazón del viajero está dulcemente conmovido; el silencio, interrumpido tan sólo por el canto de los salmos; la muchedumbre de objetos religiosos que inspiran recogimiento y piedad, unidos a las estimables cualidades y a la bondad y condescendencia del anciano cenobita, inspiran al corazón del viajero sentimientos de religión, de admiración y gratitud, que señorean vivamente su alma. Despidiéndose de su venerable huésped, se aleja meditabundo, llevándose aquellos gratos recuerdos que no olvidará en mucho tiempo. Si en semejante situación de espíritu le place a nuestro poeta intercalar en sus relaciones de viaje algunas reflexiones sobre los institutos religiosos, ¿qué os parece que dirá? Es bien claro. Para él la institución estará en aquel monasterio, y el monasterio estará personificado en el monje cuya memoria le embelesa. Contad, pues, con un elocuente trozo en favor de los institutos religiosos, un anatema contra los filósofos que los condenan, una imprecación contra los revolucionarios que los destruyen, un lágrima de dolor sobre las ruinas y las tumbas.

Pero ¡ay del monasterio y de todos los institutos monásticos si el viajero se hubiese encontrado con un huésped de mal talante, de conversación seca y desabrida, poco aficionado a bellezas literarias y artísticas y de humor nada bueno para acompañar curiosos! A los ojos del poeta, el monje desagradable habría sido la personificación del instituto, y en castigo del mal recibimiento hubiera sido condenado este género de vida, y acusado de abatir el espíritu, estrechar el corazón, apartar del trato de los hombres, formar modales ásperos y groseros y acarrear innumerables males sin producir ningún bien. Y, sin embargo, la realidad de las cosas habría permanecido la misma en uno y otro supuesto, mediando sólo la casualidad que depara al viajero acogida más o menos halagüeña.



XI - Necesidad de tener ideas fijas

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Las reflexiones que preceden muestran la necesidad de tener ideas fijas y opiniones formadas sobre las principales materias; y cuando esto no sea dable, lo mucho que importa el abstenerse de improvisarlas, abandonándonos a inspiraciones repentinas. Se ha dicho que los grandes pensamientos nacen del corazón; y pudiera haberse añadido que del corazón nacen también los grandes errores. Si la experiencia no lo hiciese palpable, la razón bastaría a demostrarlo. El corazón no piensa ni juzga, no hace más que sentir; pero el sentimiento es un poderoso resorte que mueve el alma y despliega y multiplica sus facultades. Cuando el entendimiento va por el camino de la verdad y del bien, los sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza y brío; pero los sentimientos innobles o depravados pueden extraviar al entendimiento más recto. Hasta los sentimientos buenos, si se exaltan en demasía, son capaces de conducirnos a errores deplorables.



XII - Deberes de la oratoria, de la poesía y de las bellas artes

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Nacen de aquí consideraciones muy graves sobre el buen uso de la oratoria y, en general, de todas las artes que o llegan al entendimiento por conducto del corazón o al menos se valen de él como de un auxiliar poderoso. La pintura, la escultura, la música, la poesía, la literatura en todas sus partes tienen deberes muy severos que se olvidan con demasiada frecuencia. La verdad y la virtud, he aquí los dos objetos a que se han de dirigir: la verdad para el entendimiento, la virtud para el corazón; he aquí lo que han de proporcionar al hombre por medio de las impresiones con que le embelesan. En desviándose de este blanco, en limitándose a la simple producción del placer, son estériles para el bien y fecundas para el mal.

El artista que sólo se propone halagar las pasiones, corrompiendo las costumbres, es un hombre que abusa de sus talentos y olvida la misión sublime que le ha encomendado el Criador al dotarle de facultades privilegiadas que le aseguran ascendiente sobre sus semejantes; el orador que sirviéndose de las galas de la dicción y de su habilidad para mover los afectos y hechizar la fantasía, procura hacer adoptar opiniones erradas, es un verdadero impostor, no menos culpable que quien emplea medios quizá más repugnantes, pero mucho menos peligrosos. No es lícito persuadir cuando no es lícito convencer; cuando la convicción es un engaño la persuasión es una perfidia. Esta doctrina es severa, pero indudable; los dictámenes de la razón no pueden menos de ser severos cuando se ajustan a las prescripciones de la ley eterna, que es severa también porque es justa e inmutable.

Inferiremos de lo dicho que los escritores u oradores dotados de grandes cualidades para interesar y seducir son una verdadera calamidad pública cuando las emplean en defensa del error. ¿Qué importa el brillo si sólo sirve a deslumbrar y perder? Las naciones modernas han olvidado estas verdades al resucitar entre ellas la elocuencia popular que tanto dañó a las antiguas repúblicas; en las asambleas deliberantes donde se ventilan los altos negocios del Estado, donde se falla sobre los grandes intereses de la sociedad, no debiera resonar otra voz que la de una razón clara, sesuda, austera. La verdad es la misma, la realidad de las cosas no se muda porque se haya excitado el entusiasmo de la asamblea y de los espectadores y se haya decidido una votación con los acentos de un orador fogoso. Es o no verdad lo que se sustenta, es o no útil lo que se propone: he aquí lo único a que se ha de atender; lo demás es extraviarse miserablemente, es olvidarse del fin de la deliberación, es jugar con los grandes intereses de la sociedad, es sacrificarlos al pueril prurito de ostentar dotes oratorias, a la mezquina vanidad de arrancar aplausos.

Ya se ha observado que todas las asambleas, y muy particularmente en el principio de las revoluciones, adolecen de espíritu de invasión y se distinguen por sus resoluciones desatinadas. La sesión comienza tal vez con felices auspicios, pero se retoma un sesgo peligroso; los ánimos se conmueven, la mente se ofusca, la exaltación sube de punto, llega a rayar en frenesí; y una reunión de hombres que por separado habrían sido razonable se convierten en una turba de insensatos y delirantes. La causa es obvia: la impresión, del momento es viva, prepondera sobre todo, lo señorea todo; con la simpatía natural al hombre se propaga como un fluido eléctrico, y corriendo adquiere velocidad y fuerza; lo que al principio era chispa es a pocos momentos una conflagración espantosa.

El tiempo, los desengaños y escarmientos amaestran algún tanto a las naciones, haciendo que se vaya embotando la sensibilidad y no sea tan peligrosa la fascinación oratoria; triste remedio para el mal la repetición de sus daños. Como quiera, ya que no es posible cambiar el corazón de los hombres, serán dignos de gloria y prez los oradores esclarecidos que emplean en defensa de la verdad y de la justicia las mismas armas que otros usan en pro del error y del crimen. Al lado del veneno la Providencia suele colocar el antídoto.



XIII - Ilusión causada por los pensamientos revestidos de imágenes

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A más del peligro de errar que consigo trae la moción de los afectos hay otro, tal vez menos reparado y que, sin embargo, es de mucha trascendencia, cual es el de los pensamientos revestidos con una imagen brillante. Es indecible el efecto que este artificio produce; tal pensamiento, no más que superficial, pasa por profundo merced a su disfraz grave y filosófico; tal otro, que presentado desnudo fuera una vulgaridad, mostrándose con nobles atavíos oculta su origen plebeyo, y una proposición que enunciada con sequedad mostraría de bulto que es inexacta o falsa, o quizá un solemne despropósito, es contada entre las verdades que no consienten duda si anda cubierta con ingenioso velo.

He dicho que los daños en este punto son de mucha trascendencia, porque suelen adolecer de semejante defecto los autores profundos y sentenciosos; y como quiera que sus palabras se escuchan con tanto respeto y acatamiento cuanto es más fuerte el tono de convicción con que se expresan, resulta que el lector incauto recibe como axioma inconcuso o máxima de eterna verdad lo que a veces no es más que un sueño del pensador o un lazo tendido adrede a la buena fe de los poco avisados.