El crimen de Sylvestre Bonnard: 036
Mayo.
¿Quién reconocería la ciudad de los libros?
Ahora hay flores sobre todos los muebles. Juanita tiene razón: las rosas lucen mucho en ese jarro azul. Todos los días acompaña a Teresa a la compra, y me trae flores. Las flores me parecen hermosas criaturas. Será preciso que alguna vez realice mi proyecto y las estudie en su intimidad, en el campo, con todo el método que me caracteriza.
¿Y qué hacer aquí? ¿Para qué acabar de perder la vista con estos viejos pergaminos que nada interesante me dicen? Descifré en otros tiempos los antiguos textos con magnánimo ardor. ¿Qué esperaba entonces hallar en ellos? La fecha de una fundación piadosa, el nombre de algún monje grabador o copista, el precio de un pan, de un buey o de un campo, una disposición administrativa o judicial; todo esto y algo más, algo misterioso, vago y sublime que aumentaba mi entusiasmo. Durante más de veinte años sin hallar ese «algo». Los que valían más que yo, los maestros, los grandes, los Fauriel, los Thierry, que han averiguado tantas cosas, murieron en la tarea sin haber logrado tampoco descubrir ese «algo» que, falto de forma, carece de nombre, y sin el cual ningún trabajo inteligente sería emprendido sobre la Tierra. Ahora busco lo que razonablemente puedo hallar, pero no encuentro en absoluto nada, y es probable que no termine la historia de los abades de Saint-Germain-des-Près.
—¡Adivine usted, tutor, lo que traigo en este pañuelo!
—Conforme a toda apariencia, serán flores, Juanita.
—¡Oh, no; no son flores! Mire usted.
Miro y veo una cabecita gris que sale del pañuelo. Es la de un gatito. El pañuelo se abre, el animal salta sobre la alfombra, se sacude, levanta una oreja, luego la otra, examina cautamente las personas y el lugar.
Con el cesto de la compra al brazo llega Teresa, jadeante. Su principal defecto no es el disimulo. Inculpa con vehemencia a la niña por haber llevado a casa un gato desconocido. Juanita, para justificarse, refiere la aventura. Al pasar con Teresa por delante de una farmacia, ve que un mancebo arroja de un puntapié un gato a la calle. El gato, sorprendido e incomodado, se pregunta si permanecerá en el arroyo a pesar de los transeúntes que le tropiezan y lo empujan o si volverá a entrar en la tienda, donde se expone a salir de nuevo impulsado por la punta de un zapato. Juanita juzga que la situación es difícil y comprende las vacilaciones del animal. Observa su aspecto estúpido y cree que la indecisión le da ese aspecto. Lo toma en brazos. El animal, que no estaba tranquilo dentro ni fuera, se halla muy a gusto en el aire. Mientras con sus caricias acaba de tranquilizar al gato, Juanita dice al mancebo:
—Si le desagrada el animalito, no le pegue y regálemelo.
—Cójalo usted —responde el dependiente.
—Y… esto es lo que pasó —dice Juanita para terminar.
Con voz atiplada promete al morrongo toda clase de mimos.
—Está muy delgado —dije al ver la catadura del infeliz animal— y es muy feo.
A Juanita no le parece feo, pero le reconoce aspecto cada vez más estúpido. Ya no es la indecisión sino la sorpresa lo que, según ella, imprime tan desapacible carácter a su fisonomía. «Si estuviéramos en su pellejo, piensa Juanita, comprenderíamos que no pueda explicarse su aventura».
Reímos en presencia del pobre animal, que conserva una seriedad cómica. Juanita intenta cogerle en brazos, pero él se refugia debajo de la mesa, y ni la mediación de una cazuela de leche consigue sacarle de allí.
Nos vamos. Al volver, la cazuela está vacía.
—Juanita —digo—, su ahijado tiene una facha ridícula; es de carácter solapado; sentiría que se permitiera en la ciudad de los libros desmanes que nos obliguen a enviarle de nuevo a la farmacia. Entretanto hemos de darle un nombre. Propongo que se llame Don Gris de Gotera, pero este nombre resulta un poco largo; Píldora, Droga o Ricino, además de ser breves, conmemoran su primera condición. ¿Qué le parece a usted?
—Píldora es oportuno —responde Juanita—; pero ¿sería noble darle un nombre que sin cesar le recordara las desdichas de que le libramos? No debemos cobrarle tan cara la hospitalidad que le ofrecemos. ¡Vaya! Mostrémonos generosos y démosle un nombre bonito, con la esperanza de que lo merezca. Observe usted cómo nos mira; comprende que nos ocupamos de él. Desde que no es infeliz parece menos estúpido. La desgracia embrutece, me consta.
—Pues bien, Juanita, si le parece llamaremos a su protegido Aníbal. La conveniencia de darle este nombre no puede usted comprenderla si no la pongo en antecedentes: el angora que le precedió en la ciudad de los libros, a quien solía yo hacer mis confidencias, pues era sabio y discreto, se llamaba Hamílcar. Es natural que este nombre engendre al otro, y que Aníbal suceda a Hamílcar.
Estuvimos de acuerdo en este punto.
—¡Aníbal! —exclamó Juanita—, ven aquí.
Aníbal, asustado con la extraña sonoridad de su propio nombre, fue a ocultarse bajo un estante, en un hueco tan pequeño que ni una rata hubiera cabido.
—¡Es un famoso nombre, bien apropiado!
Aquel día sentí deseos de trabajar, y apenas había hundido mi pluma en el tintero cuando llamaron a la puerta.
Si algunos ociosos leyeran estas páginas garrapateadas por un viejo falto de imaginación, reirían mucho de los campanillazos que resuenan en el transcurso de mi relato sin introducir jamás a un personaje nuevo ni preparar una escena inesperada. Al revés de lo que sucede en el teatro: Scribe sólo abre sus puertas para interesar y sorprender a las espectadoras. Así es el arte. Hubiera preferido que me ahorcaran a escribir una comedia, no por desprecio a la vida, sino por considerarme importante para inventar nada gracioso. ¡Inventar! Para esto es necesario haber recibido la influencia secreta. Ese don me sería funesto. Supongan ustedes que inventara en la historia de la abadía de Saint-Germain-des-Près algún frailuco. ¡Ah! ¡Lo que dirían de mí esos jóvenes eruditos! ¡Qué escándalo en la Escuela!
En cuanto a la Academia, estoy seguro de que no diría nada ni opinaría nada tampoco. Si bien mis colegas aún escriben algo, no leen absolutamente nada. Son de la opinión de Parny, que decía:
Ser lo menos posible para ser lo mejor posible; es a lo que tienden esos budistas inconscientes. Si existe una sabiduría más razonable, iré a confesarlo a Roma. Todo esto se me ocurre a propósito del campanillazo del señor Gelis.
Ese muchacho ha cambiado por completo de manera de ser. Ahora es tan grave como antes ligero, taciturno como antes Charlatán. Juanita sigue su ejemplos. Llegamos al período de la pasión contenida. Estoy seguro de no equivocarme. Son casi niños, y se quieren con toda su alma. «Ella» le huye; se oculta en su gabinete cuando «él» entra en la biblioteca. Pero ¡cómo piensa en «él» cuando está sola! Sola, se entretiene hablándole cada noche con la música de acento rápido y vibrante que interpreta en el piano. Es la expresión nueva de su alma nueva.
¡Vaya!, ¿por qué no decirlo? ¿Por qué no confesar mi debilidad? ¿Mi egoísmo sería menos criticable si lo ocultara? Yo le diría: «Sí; esperaba otra cosa; pensaba conservarla para mí solo, como una hija, como una nieta, no siempre, no mucho tiempo… Algunos años aún». Soy viejo. ¿No podría esperar? Y ¿quién sabe?, la gota y la artritis ayudarían, y quizá no abusara de su paciencia. Éste era mi deseo; ésta fue mi esperanza. Pero no entraba en mis cálculos lo que podía pensar ella, lo que pensaba sin duda ese joven aturdido. «Tu error ha sido bastante cruel, amigo Silvestre Bonnard. Y después de todo, si deseabas conservar a tu lado a esa chiquilla durante algunos años aún, era tanto en provecho tuyo como en su propio interés. Le falta mucho que aprender, mucho todavía, y tú no eres un maestro despreciable. Cuando el notario Mouche, que luego realizó una canallada tan oportuna, te hizo el honor de visitarte, expusiste un sistema de educación con el entusiasmo de tu espíritu apasionado». Yo consagraría todo mi afán a poner en práctica mi sistema. Juanita es una ingrata y Gelis un seductor.
Pero en fin, si no me decido a echarle a la calle, lo cual indicaría en mí una carencia inconcebible de bondad y delicadeza, he de recibirle, y hace ya un buen rato que espera en el saloncito, frente a unos jarrones de Sèvres, afectuoso regalo del rey Luis Felipe. Los segadores y Los pescadores, de Leopoldo Robert, están pintados en esos jarrones de porcelana que a Juanita y a Gelis les parecen horribles.
—Dispense, hijo mío, que no le recibiera inmediatamente. Estaba en la terminación de un trabajo.
No miento; el meditar es un trabajo; pero Gelis no lo entiende así; cree que aludo a un trabajo de arqueología, y me manifiesta su deseo de ver terminada pronto mi historia de los abades de Saint-Germain-des-Près. Luego, para favorecerme con esa prueba de interés, se decide a preguntarme cómo está la señorita Juana; a lo que yo respondo: «Muy bien», con una entonación seca en la que revelo mi autoridad moral de tutor.
Y después de un breve silencia hablamos de la Escuela, de las publicaciones recientes y de los progresos de las ciencias históricas. Departimos acerca de generalidades. Las generalidades son un gran recurso. Trato de inculcar a Gelis un poco de respeto hacia la generación de historiadores a la cual pertenezco, y le digo:
—La Historia, que no pasaba de ser un arte mientras consentía muchas imaginaciones, se ha convertido en una ciencia, y ahora es necesario proceder con riguroso método.
Gelis me pide permiso para no ser de mi opinión. Declara que la Historia no es ni será nunca una ciencia.
—Y ante todo —dice—, ¿qué es la Historia? La representación escrita de los acontecimientos pasados. Pero ¿qué es un acontecimiento? ¿Es un hecho cualquiera? No, me replicará usted; es un hecho notable. Entonces, ¿cómo juzga el historiador si un hecho es notable o no lo es? Juzga arbitrariamente, según su gusto, su capricho y su idea, en fin, como un artista; porque los hechos no se dividen por sí en hechos históricos y no históricos.
»Además, un hecho es una cosa muy compleja. ¿Representa el historiador los hechos en su complejidad? No; esto es imposible. Los representará desprovistos de la mayoría de las particularidades que los constituyen y, por consiguiente, truncados, mutilados, distintos de como fueron. En cuanto a la relación de los hechos entre sí, ¡no se hable! Si un hecho histórico está motivado, lo cual no es inverosímil, por uno o varios hechos no históricos, y por lo tanto desconocidos, ¿qué medios tiene el historiador para mencionar la relación de tales hechos entre sí? Doy por supuesto en todo cuanto he dicho, señor Bonnard, que el historiador tiene a la vista testimonios seguros, mientras que en realidad sólo concede su confianza a tal o cual testigo, por razones de sentimiento. La historia no es una ciencia, es un arte, y en ella el éxito depende de la imaginación.
En aquel momento el señor Gelis me recuerda a cierto joven loco, a quien oí discutir un día, sin ton ni son, en el jardín del Luxemburgo bajo la estatua de Margarita de Navarra. Y en el transcurso de la conversación tropezamos con Walter Scott, a quien mi joven desdeñoso considera rebuscado, trovador y envejecido.
—Pero —digo yo exaltado, en defensa del magnífico padre de Lucy y de la linda mozuela de Perth—, ¡si todo el pasado vive en sus admirables novelas! Hace Historia, epopeya.
—Son vejeces y vulgaridades —me responde Gelis.
¿Creerán ustedes que mi joven insensato juzga imposible averiguar y reconstruir exactamente la vida de los hombres de cinco o diez siglos ha, porque apenas conseguimos, y esto esforzándonos mucho, concebirla como fue hace diez o quince años? Para este mozo, el poema histórico, la novela histórica, la pintura histórica son géneros desatinadamente falsos.
—En todas partes —añade—, el artista describe su alma; su obra, sea como sea el ropaje que la cubra, siempre resultará contemporánea del autor. ¿Qué admiramos en La Divina Comedia sino el alma gigantesca de Dante? Y los mármoles de Miguel Ángel, ¿qué nos representan sino a Miguel Ángel mismo? Cuando los artistas no dan su propia vida a sus creaciones, se limitan a tallar y pintarrajear muñecos.
¡Cuántas paradojas irreverentes!, y sin embargo, las audacias juveniles no me desagradan. Gelis se levanta y vuelve a sentarse; ya sé quién le preocupa y a quién espera. Luego me habla de los quinientos francos que gana mensualmente, a los que debo añadir una renta de dos mil francos anuales, herencia paterna. Sin duda obedecen sus confesiones al deseo de que yo le juzgue un hombre acomodado, establecido, prudente: un hombre casadero. «Y esto es lo que se quiere demostrar», como dicen los matemáticos.
Se ha puesto en pie y se ha sentado veinte veces. Se levanta una vez más: y como no ha visto a Juanita, se despide al fin, desesperado.
En cuanto él se ha ido. Juanita entra en la ciudad de los libros con pretexto de ocuparse de Aníbal. Se muestra desolada, y con voz angustiosa llama a su protegido para darle un poco de leche. «¡Mira ese rostro contristado, Bonnard; tirano, contempla tu obra!. Los tuviste alejados, pero de la expresión de sus rostros puedes deducir que, a pesar tuyo, están unidos por el pensamiento. ¡Casandra, sé feliz! ¡Bartolo, alégrate…!».
¡Da gusto ser tutor! Mírenla de rodillas en el suelo y con la cabeza de Aníbal entre las manos.
«¡Si!, acaríciale a ese torpe animal, compadécele, gime por él. Ya sabemos, pérfida, a quién van tus angustias y quién es causa de tus zozobras».
Forman un cuadro que me interesa mucho. Después fijo los ojos en mi biblioteca, y digo:
—Juanita, todos estos libros me aburren; los vamos a vender.