El crimen de Sylvestre Bonnard: 037

El crimen de Sylvestre Bonnard
El crimen de un académico (1907) de Anatole France
traducción de Luis Ruiz Contreras


20 de septiembre.


Ya es inevitable. Ya están prometidos. Gelis, huérfano como Juanita, me hizo la petición por boca de uno de sus profesores, colega mío, cuya sabiduría y cuyo carácter son muy estimados.

Pero ¡qué mensajero de amor, cielos! Un oso; no un oso de los Pirineos, sino un oso de biblioteca, y esta segunda variedad es mucho más feroz que la otra.

—Con razón o sin ella (sin ella, digo yo), Gelis no se preocupa de la dote; se lleva a su pupila con lo puesto. Conteste que sí, y hemos concluido. Dese prisa. Quisiera enseñarle dos o tres medallas de Lorena bastante curiosas, que sin duda no conoce usted.

Esto me dijo literalmente. Yo le respondí que consultaría a Juanita, y no sin verdadera satisfacción le declaré que mi pupila tenía dote.

¡La dote aquí está! Es mi biblioteca. Ni Enrique ni Juanita lo sospechan; seguramente me suponen más rico de lo que soy.

Parezco un viejo avaro. Es una apariencia muy engañosa, que me ha valido muchas consideraciones. A nadie en el mundo se respeta tanto como a un viejo avaro.

He consultado a Juanita; pero ¿necesitaba oír su respuesta para enterarme? Ya es un hecho. Están prometidos.

Sería impropio de mi carácter y de mi condición acechar a los novios para descubrir sus emociones y sus palabras. Noli me tangere. Es la frase de todos los enamorados. Conozco mi deber. Debo respetar el secreto de esa alma inocente por la cual velo.

¡Qué se quieran! Ninguna de sus expansiones ni de sus cándidas imprudencias será anotada en este cuaderno por el viejo tutor cuya autoridad fue tan suave y duró tan poco.

Además, no estoy cruzado de brazos, y si ellos tienen sus asuntos yo tengo los míos: redacto yo mismo el catálogo de mi biblioteca, para una subasta. Es una tarea que a la vez me aflige y me distrae; la prolongo un poco más de lo debido y hojeo estos volúmenes —tan familiares a mi pensamiento, a mis manos y a mis ojos— más de lo necesario y de lo útil. Es un adiós, y fue propicio siempre de la naturaleza del hombre prolongar las despedidas.

¿Puedo separarme de este libro que tanto me sirvió durante treinta años, sin darle las mismas pruebas de consideración que a un buen amigo? ¿Y no debo saludar por última vez a éste que me ha confortado con su sana doctrina, como saludamos a un maestro?

Cada vez que tropiezo con un libro que me indujo a error, que me afligió con sus fechas falsas, con sus omisiones, con sus embustes otras varias pestes arqueológicas: «Vete —le digo con amarga ironía—, vete, impostor, traidor, falso testigo; huye lejos de mí, ¡vade retro!, y ojalá puedas, indebidamente cubierto de oro, gracias a tu reputación usurpada y a tu hermosa vestidura de tafilete, entrar en la vitrina de algún acaudalado bibliómano, a quien no podrás seducir como a mí ni engañarle como a mí, porque no te leerá nunca».

Puse aparte, para conservarlos siempre, los libros que me habían sido regalados. Al colocar entre ellos el manuscrito de La leyenda dorada, pensé darle un beso en recuerdo de la señora Trepof, que supo ser agradecida entre las riquezas y los desvanecimientos de su elevada posición, y que para probármelo fue mi bienhechora. Tenía una reserva. Entonces conocí el crimen. Durante la noche me asaltaban mil tentaciones; al amanecer eran irresistibles, y mientras en la casa dormían todos, me levantaba yo para salir furtivamente de mi alcoba.

¡Poderes de la obscuridad, fantasmas de la noche! Si después de cantar el gallo me visteis ir de puntillas a la ciudad de los libros, no exclamasteis seguramente como la señora de Trepof en Nápoles: «Ese anciano tiene facha de buena persona».

Con el rabo tieso se restregaba Aníbal en mis piernas, ronroneando. Cogía yo un volumen del estante, algún venerable gótico o un noble poeta del Renacimiento; la joya, el tesoro con que había soñado durante toda la noche, y me lo llevaba para esconderlo en lo más profundo del armario de las obras reservadas, que se llenaba hasta reventar.

Es horrible decirlo: yo robaba parte de su dote a Juanita. Y después de consumado el crimen me dedicaba de nuevo a catalogar afanosamente, hasta que Juanita me interrumpía para consultarme algún detalle de su ropa blanca o de sus vestidos. Nunca supe de qué se trataba, porque desconozco el vocabulario actual de la costurera y de la modista. ¡Oh!, si una novia del siglo XIV viniera por casualidad a consultarme sus trapos, yo comprendería su lenguaje; pero Juanita no es de mi tiempo y la remito a la señora de Gabry, que, en esta ocasión, hace las veces de madre.

Ya es de noche. Asomados al balcón admiramos el espacio inmenso acribillado de puntos luminosos. Apoyada en la barandilla, Juanita inclina la frente y no logra ocultar su tristeza. La observo y me digo: «Todas las mudanzas, incluso las más deseadas, producen melancolía. Es lo que abandonamos una parte de nosotros mismos. Hemos de morir a una vida para entrar en otra».

Como si respondiese a mi reflexión, Juanita me dice:

—Tutor, soy muy dichosa, y, sin embargo, siento ganas de llorar.