El crimen de Sylvestre Bonnard: 035
15 de enero 186…
—Buenos días, caballero —me dijo Juanita al abrirme la puerta, mientras Teresa gruñía en la sombra del pasillo.
—Juanita, le ruego que me llame solemnemente por mi nuevo título, y me diga: «Buenos días tutor».
—¿Ya está decidido? ¡Qué alegría! —exclamó la niña dando palmadas.
—Todo quedó arreglado ante el juez, y desde hoy vivirá usted sometida a mi autoridad. ¿Sonríe? Lo leo en sus ojos; alguna idea loca pasa por su imaginación.
—¡Oh! No, señor… tutor. Contemplaba sus cabellos blancos. Se enroscan bajo el ala del sombrero como una madreselva en un balcón. Son muy bonitos y me gustan mucho.
—Siéntese, y si es posible no diga más desatinos, pues tengo que hablarle de algo serio. Escúcheme. Supongo que no tendrá usted ningún interés en volver a casa de la señorita Préfère… ¿Qué diría usted si yo la tuviera en mi casa para terminar su educación hasta que…? ¡Vaya! ¡Siempre!
—¡Oh, caballero! —exclamó arrebatada por su alegría.
—Contiguo a la biblioteca —proseguí— tenemos un gabinete que mi criada preparó ya para usted. Reemplazará en él a los libros, como el día sucede a la noche. Véalo con Teresa y dígame si le gusta. He convenido con la señora de Gabry que dormirá usted en mi casa esta noche.
Se precipitó para verlo; yo la llamé:
—Juanita, escúcheme aún. Hasta hoy ha sabido usted captarse la simpatía de mi criada, la cual es naturalmente calmosa, como todas las viejas. Atiéndala. Yo mismo me he creído en la obligación de atenderla y de sufrir sus impertinencias. Deseo más aún, Juanita: respétela. Y no olvido que es nuestra criada: tampoco ella lo olvidará; pero usted debe respetar sus muchos años y su buen corazón. Es una humilde criatura que siempre ha practicado el bien. Su mucha virtud la hizo intransigente. Soporte la rigidez de su alma recta. Sepa usted mandar y ella sabrá obedecer. Vaya, hija mía, arregle su cuarto a su gusto, como bien la parezca para sus ocupaciones y su descanso.
Después de poner a Juanita, con estas advertencias, en el camino de buena ama de casa, hojeé una revista, excelente a pesar de su colaboración juvenil. En forma ruda muestra la juventud actual su espíritu cultivado. El estudio que yo leí superaba en precisión y firmeza a todo cuanto escribíamos en mis tiempos. El autor de aquel artículo, Pablo Meyer, señalaba cada falsedad con un arañazo punzante.
Nosotros no mostrábamos esa implacable justicia. Nuestra indulgencia era mucha. Tendía a confundir al sabio y al ignorante en una misma balanza. Sin embargo, es preciso saber criticar, y la crítica es un deber riguroso. Recuerdo muy bien al joven Raimundo (así lo llamaban), No sabía nada, su inteligencia era limitadísima; pero quería mucho a su madre, y por esto nos conjuramos para no denunciar la ignorancia y la estupidez de tan buen hijo; así, gracias a nuestra bondad, el joven Raimundo llegó a ser académico. No existía ya su madre, y los honores le abrumaban; era todopoderoso en perjuicio de sus compañeros y de la ciencia… Pero aquí viene mi amigo del Luxemburgo.
—Buenas tardes, Gelis. Está usted hoy muy ufano. ¿Qué le sucede, hijo mío?
Sucede que sostuvo muy discretamente su tesis y es de los primeros, lo cual me anuncia, y añade que mis trabajos —de los que por incidencia se habló— obtuvieron los elogios unánimes de los profesores de la Escuela.
—Está bien —respondí—; celebro que mi vieja reputación vaya unida en adelante a su naciente gloria. Me interesaba mucho, ya lo sabe usted, me interesaba mucho esa tesis; pero algunos asuntos domésticos me hicieron olvidar que la sostenía usted hoy.
Juanita se presentó muy oportunamente para enterarle de aquellos asuntos. La muy aturdida entró en la ciudad de los libros como una brisa ligera, para decirme que su cuarto era maravilloso. Al ver al señor Gelis se puso muy colorada; pero nadie logra evitar su destino.
Observé que aquella vez estuvieron tímidos los dos, y apenas acertaron a dirigirse la palabra.
«¡Muy bonito! Silvestre Bonnard: contemplas a tu pupila sin acordarte ya de que eres tutor; y lo eres desde esta mañana. El nuevo cargo te impone ya delicadas obligaciones. Hábilmente debes alejar de la muchacha a ese joven». ¡Ay! ¿Sé yo lo que debo hacer…?
El señor Gelis toma notas en mi único ejemplar de La Ginevera delle clare donne. He cogido al azar un libro del estante más próximo; lo abro y leo con respeto un drama de Sófocles. Al envejecer me atraen más que nunca las dos antigüedades, y en lo sucesivo los poetas de Grecia y de Italia serán puestos en la ciudad de los libros al alcance de mi mano.
Leo aquel suave y luminoso coro que desarrolla su hermosa melopea en medio de una acción violenta, el coro de los ancianos tebanos: «… ¡Oh invencible Amor, que te ciernes sobre las casas poderosas, que descansas sobre las delicadas mejillas de las vírgenes, que atraviesas los mares y visitas los establos! Ningún inmortal puede huirte, ni tampoco ninguno de los hombres, cuya vida es corta; y quien te posee ¡delira!». Cuando hube leído aquel delicioso cántico, la figura de Antígona se me apareció con su inalterable pureza. ¡Qué imágenes! ¡Dioses y diosas flotantes en el más puro de los cielos! El anciano ciego, el rey mendigo que durante mucho tiempo erró conducido por Antígona, ha recibido ya sepultura santa; y su hija, más hermosa que las más hermosas imágenes concebidas por alma humana, resiste la tiranía del príncipe y entierra piadosamente a su hermano. Ama al hijo del príncipe y es amada por él. Mientras se dirige al suplicio, adónde su piedad la conduce, los ancianos cantan:
«¡Oh invencible amor, que te ciernes sobre las casas poderosas; que descansas sobre las delicadas mejillas de las vírgenes…!».
No soy un egoísta: soy prudente; debo educar a esta criatura demasiado joven aún para casarse. ¡No!, no soy un egoísta; pero he de tenerla algunos años a mi lado, sola conmigo. ¿No podrá esperar a que yo me muera? Vive tranquila, Antígona; el viejo Edipo encontrará oportunamente el santo lugar de su sepultura.
Pero de pronto, Antígona ayuda a nuestra criada a pelar nabos. Le agrada esta ocupación, porque acaso le recuerda la escultura.