El comendador Mendoza: 06

El comendador Mendoza de Juan Valera
Capítulo V

Capítulo V

Mi querido P. Jacinto: Ya sabrá V. por mi hermano y por la chacha Ramoncica que estoy decidido a irme a ese lugar a acabar mi vida donde pasé los mejores años y los más inocentes de ella (¡buena inocencia era la mía!), jugando al hoyuelo, a las chapas, al salto de la comba y algunas veces al cané, y andando a pedradas y a mojicones con mis coetáneos y compatricios.

Entonces estaba yo cerril; pero ya V. se hará cargo de que me he pulido bastante peregrinando por esos mundos, y de que ahora son otras mis aficiones y muy diversos mis cuidados. Los frailes compañeros de V. no tendrán ya necesidad de amenazarme con los Toribios.

Mi estancia en el lugar no traerá perturbación alguna; antes, por el contrario, yo me lisonjeo de que reporte algunas ventajas. He hecho dinero y emplearé ahí mucha parte en fomentar la agricultura. El vino que ahí se produce es abominable y puede ser excelente. Trabajando se logrará hacerle potable y bueno.

Soñando estoy con las agradables veladas que vamos a pasar en el invierno, jugando a la malilla y al tute, disputando sobre nuestras no muy concordes teologías, y refiriendo yo a V. mis aventuras en el Perú, en la India y en otras apartadas regiones.

Sé que V., a pesar de los años, está firme como un roble, por lo cual me prometo que ha de dar conmigo largos paseos a caballo y a pie, y ha de acompañarme a cazar perdices. Tengo dos magníficas escopetas inglesas, que compré en Calcuta, y con las cuales he cazado tigres tan grandes algunos de ellos como borricos. Ya verá V. qué bien le va tirando con cualquiera de estas escopetas a las pacíficas y enamoradas perdices que acuden al reclamo en la estación del celo.

A pesar de nuestra edad, hemos de emplearnos todavía, si V. no se opone, en algunas cosas harto infantiles. Hemos de volver al Pozo de la Solana, como hace cuarenta años, a cazar colorines y otros pajarillos, ya con la red, ya con liga y esparto. Téngame V. preparado un buen par de cimbeles.

Todas las cosas de por allí se me ofrecen a la memoria con el encanto de los primeros años. Entiendo que voy a remozarme al verlas y gozarlas.

Tengo gana de volver a comer piñonate, salmorejo, hojuelas, gajorros, pestiños, cordero en caldereta, cabrito en cochifrito, empanadas de boquerones con chocolate, torta-maimón, gazpacho, longanizas y los demás primores de cocina y repostería con que suelen regalarse los sibaritas bermejinos. No por eso romperé con la costumbre contraída en otras tierras, sino que pienso llevar en mi compañía a un gabacho que he traído de París, el cual condimenta unos manjares que doy por cierto que han de gustar a V., aunque tienen nombres imposibles casi de pronunciar por una boca de Villabermeja; pero ya V. se convencerá de que, sin pronunciarlos, los mastica, los saborea, se los traga y le saben a gloria.

Por más extraño que a V. le parezca, llevo también vino a esa tierra del vino. Yo recuerdo que V. era un excelente catador; que V. tenía un paladar muy fino y una nariz delicadísima. Espero, pues, que ha de comprender y estimar el mérito de los vinos de extranjis que yo lleve, y que no caerán en su estómago como si cayesen en el sumidero.

Estoy muy contento de que me viva aún la chacha Ramoncica. Me han dicho que en su casa sigue todo como antes. Los mismos muebles, la misma criada Rafaela, y hasta el grajo, bien sea el mismo también, que por milagro de nuestro Santo Patrono vive aún, o bien sea otro que le reemplazó a tiempo, y parece el fénix renacido de sus cenizas.

Mucha gana tengo de dar un abrazo a la chacha Ramoncica, aunque, dicho sea entre nosotros, yo quería más a la pobre chacha Victoria. ¡Qué noble mujer aquélla! Aseguro a V. que no he hallado igual mujer en el mundo. Si la hubiera hallado, no sería yo solterón.

En este punto he sido poco feliz. No he hallado más que mujeres ligeras, casquivanas, frívolas y sin alma. Una sola, allá en Lima, me quiso de veras: con amor fervoroso, pero criminal. Yo también la quise, por mi desgracia, porque tenía un genio de todos los diablos, y queriéndonos mucho, la historia de nuestros amores se compuso de una serie de peloteras diarias. Aquellos amores fueron pesadilla, y no deleite. Ella era muy devota, había sido una santa y seguía en opinión de tal, porque procedimos siempre con cautela y recato. Sin embargo, en el fondo de su atribulada conciencia, en lo profundo de su mente, orgullosa y fanática a la vez, sentía vergüenza de haber humillado ante mí su soberbia y de haberse rendido a mi voluntad, y tenía miedo y horror de haber dejado por mí el buen camino, ofendiendo a Dios y faltando a sus deberes. Todo esto, sin darse ella mucha cuenta de lo que hacía, me lo quería hacer pagar, considerándome en extremo culpado. Lo que yo tuve que aguantar no tiene nombre. Créame V., P. Jacinto, en el pecado llevé la penitencia. Así es que me harté de amores serios para años, y me dediqué desde entonces a los ligeros. ¿Para qué atormentarse en un asunto que debe ser todo de amenidad, regocijo y alegría?

Quizás por esta razón, y no porque apenas se dé in rerum natura, no alcancé nunca el amor de una chacha Victoria joven. Si le hubiera alcanzado, poco tierno soy de corazón, pero no lo dude V., hubiera muerto bendiciéndola, como murió el cadete, o hubiera conquistado por ella y para ella, no el grado de capitán, sino el mundo.

En fin, ya pasó la mocedad, y, no hay que pensar en novelerías.

Yo estoy desengañado y aburrido, si bien con desengaño apacible y suave aburrimiento.

Se me acabó la ambición; no siento apetito de gloria; no aspiro a ser del vano dedo señalado; tengo más bienes de fortuna de los que necesito; estoy sediento de reposo, de obscuridad y de calma, y por todo esto me retiro a Villabermeja; pero no para hacer penitencia, sino para darme una vida regalada, tranquila, llena de orden y bienestar, cuidándome mucho y viendo lo que dura un Comendador Mendoza bien conservado. Hasta ahora lo estoy. No parece que tengo cincuenta años, sino menos de cuarenta. Ni una cana. Ni una arruga. Todavía me llaman señorito, y no señor, y no faltan hembras de garbo que me califiquen de real mozo, ofendiendo mi modestia.

Mi mayor desengaño ha sido en mis ideas y doctrinas, si bien no ha sido bastante para hacerme variar.

Dios me perdone si me equivoco a fuerza de creerle bueno. Yo, creyendo en él y figurándomele como persona, tengo que figurármele todo lo bueno que concibo que una persona puede ser. Por consiguiente, no completando mi concepto de su bondad la gloria de la otra vida por inmensa que sea, supongo en esta vida que vivimos, por más que sirva para ganar la otra un fin y un propósito en sí, y no sólo el ultramundano. Este fin, este propósito es ir caminando hacia la perfección, y sin alcanzarla aquí nunca, acercarse cada vez más a ella. Creo, pues, en el progreso; esto es, en la mejora gradual y constante de la sociedad y del individuo, así en lo material como en lo moral, y así en la ciencia especulativa como en la que nace de la observación y la experiencia, y da ser a las artes y a la industria.

El mejor medio de este progreso, y al mismo tiempo su mejor resultado en nuestros días, es, a mi ver, la libertad. La condición más esencial de esta libertad es que todos seamos igualmente libres.

Figúrese V. cuánto me encantaría la revolución francesa y su Asamblea Constituyente, que propendía a realizar estos principios míos; que proclamaba los derechos del hombre.

Pedí mi retiro, dejé mi carrera, y, vine, lleno de impaciencia, desde el otro hemisferio a bañarme en la luz inmortal de la gran revolución y a encender mi entusiasmo en el sagrado fuego que ardía en París, donde imaginé que estaban el corazón y la mente del mundo.

Pronto se desvanecieron mis ilusiones. Los apóstoles de la nueva ley me parecieron, en su mayor parte, bribones infames o frenéticos furiosos, llenos de envidia y sedientos de sangre. Vi al talento, a la virtud, a la belleza, al saber, a la elegancia, a todo lo que por algo sobresale en la tierra, ser víctima de aquellos fanáticos o de aquellos envidiosos. Las hazañas de los soldados de la revolución contra los reyes de Europa coligados no podían admirarme. No me parecían la defensa serena del que confía en su valor y en su derecho, sino el brío febril de la locura, excitada por la embriaguez de la sangre y por medio de asesinatos horribles. París se me antojaba el infierno, y no atino ahora a comprender cómo permanecí tanto tiempo en él. Todo estaba trocado: la brutalidad se llamaba energía; sencillez el desaliño indecente; franqueza la grosería, y virtud el no tener entrañas para la compasión. Recordaba yo las épocas de mayor tiranía, y no hallaba época alguna peor, sobre todo si se considera que estábamos en el centro de Europa y que llevábamos tantos siglos de civilización y cultura. El tirano no era uno, eran varios, y todos soeces y sucios de alma y de cuerpo.

Huí de París y vine a Madrid. Otra desilusión. Si por allá creí presenciar una abominable y bárbara tragedia, aquí me encontré en un grotesco, asqueroso y lascivo sainete. Por allá sangre; por acá inmundicia.

No por eso apostaté de mi optimismo ni eché a un lado mi doctrina de indefinido progreso. Lo que hice fue reconocer mi error en cálculos de cronología, para los cuales no había contado yo con la feroz y desgreñada revolución de Francia.

En vista de esta revolución, el bien relativo, el estado de libertad y de adelantamiento para las sociedades, que yo fantaseaba como inmediato, se hundió hacia adentro, en los abismos del porvenir, lo menos dos o tres siglos.

Como para entonces no viviré yo, y como en el estado presente del mundo estoy ya harto de la vida práctica, he resuelto refugiarme en la contemplación; y a fin de gozar del espectáculo de las cosas humanas, mezclándome en ellas lo menos posible, voy a tomar asiento, como espectador desapasionado, en la propia Villabermeja.

Mi hermano, que tiene ya una hija casadera, a quien naturalmente desea que salte un buen novio, se va a vivir a la vecina ciudad, donde ya tiene casa tomada, y a mí me deja a mis anchas y solo en la casa solariega de los Mendoza, donde le daré albergue siempre que venga al lugar para sus negocios.

Yo me atengo al refrán que dice o corte o cortijo; y ya que me fugo de París y de Madrid, no quiero ciudad de provincia, sino aldea.

En la gran casa de los Mendoza bermejinos voy a estar como garbanzo en olla; pero se llenarán algunos cuartos con la multitud de libros que voy a llevar.

Vamos a tener una vida envidiable; y digo vamos, porque supongo y espero que V. me hará compañía a menudo.

Mi determinación es irrevocable, y me voy ahí, para no salir de ahí, salvo cuando vaya como de paseo a caballo, a visitar a mi hermano y a su familia, en la ciudad cercana, la cual, a pesar de su pomposo título de ciudad, tiene también mucho de pueblo pequeño y rural, con perdón y en paz sea dicho.

Adiós, beatísimo padre. Encomiéndeme V. a Dios, con cuyo favor cuento para escapar de esta confusión ridícula de la corte, y poder pronto darle, en esa encantadora Villabermeja, un apretado, abrazo.