El comendador Mendoza: 07

El comendador Mendoza
de Juan Valera
Capítulo VI

Capítulo VI

Veinte días después de recibida esta carta por el P. Jacinto, se realizó la entrada solemne en Villabermeja del ilustre Comendador Mendoza.

Desde Madrid a la capital de la provincia, que entonces se llamaba reino, nuestro héroe vino en coche de colleras y empleó nueve días. En la capital de la provincia se encontró con su hermano D. José, con el P. Jacinto y con otros amigos de la infancia, que le estaban aguardando. Entre ellos sobresalía el tío Gorico, maestro pellejero, hábil fabricador de corambres y notabilísimo en el difícil arte de echar botanas a los pellejos rotos. Éste había sido el muchacho más diabólico del lugar después de D. Fadrique, y su teniente cuando las pendencias, pedreas y demás hazañas contra el bando de D. Casimiro.

El tío Gorico no tenía más defecto que el de haberse entregado con sobrado cariño a la bebida blanca. El aguardiente anisado le encantaba. Y como al asomar la aurora por el estrecho horizonte de Villabermeja el tío Gorico, según su expresión, mataba el gusanillo, resultaba que casi todo el día estaba calamocano, porque aquel fuego que encendía en su ser con el primer fulgor matutino, se iba alimentando, durante el día, merced a frecuentes libaciones.

Por lo demás, el tío Gorico no perdía nunca la razón; lo que lograba era envolver aquella luz del cielo en una gasa tenue, en un fanal primoroso, que le hacía ver las cosas del mundo exterior y todo lo interno de su alma y los tesoros de su memoria como al través de un vidrio mágico. Jamás llegaba a la embriaguez completa; y una vez sola, decía él había tenido en toda su vida alferecía en las piernas. Era, pues, hombre de chispa en diversos sentidos, y nadie tenía mejores ocurrencias, ni contaba más picantes chascarrillos, ni se mostraba más útil y agradable compañero en una partida de caza.

En el lugar gozaba de celebridad envidiable por mil motivos, y entre otros, porque hacía el papel de Abraham en el paso de Jueves Santo por la mañana, tan admirablemente bien, que nadie se le igualaba en muchas leguas a la redonda. Con un vestido de mujer por túnica, una colcha de cama por manto, su turbante y sus barbas de lino, tomaba un aspecto venerable. Y cuando subía al monte Moria, que era un establo cubierto de verdura, que se elevaba en medio de la plaza, adquiría la majestad patética de un buen actor. Pero en lo que más se lucía, arrancando gritos de entusiasmo, era cuando ofrecía a Isaac al Todopoderoso antes de sacrificarle. Isaac era un chiquillo de diez años lo menos. Con la mano derecha el tío Gorico le levantaba hacia el cielo, y así, extendido el brazo, como si no fuera de hueso y carne, sino de acero firmísimo, permanecía catorce o quince minutos. Luego venía el momento de las más vivas emociones; el terror trágico en toda su fuerza. Abraham ataba al chiquillo al ara, y sacaba un truculento chafarote que llevaba al cinto. Tres o cuatro veces descargaba cuchilladas con una violencia increíble. Las mujeres se tapaban los ojos y daban espantosos chillidos, creyendo ya segada la garganta del muchacho que prefiguraba a Cristo; pero el tío Gorico paraba el golpe antes de herir, como no atreviéndose a consumar el sacrificio. Al fin aparecía un ángel, con alas de papel dorado, en el balcón de las Casas Consistoriales, y cantaba el romance que, empieza:


«Detente, detente, Abraham;
no mates a tu hijo Isaac,
que ya está mi Dios contento
con tu buena voluntad».


El sacrificio del cordero en vez del hijo, con lo demás del paso, lo ejecutaba el tío Gorico, con no menor maestría.

En más de una ocasión trataron de ganarle, ofreciéndole mucho dinero para que fuese a hacer de Abraham a otras poblaciones; pero él no quiso jamás ser infiel a su patria y privarla de aquella gloria.

Don José, el P. Jacinto, el tío Gorico y los demás amigos, muy contentos de haber abrazado a D. Fadrique, contentísimo también de verse entre los compañeros de su infancia, emprendieron a caballo el viaje a Villabermeja, que, con madrugar y picar mucho, pudo hacerse en diez horas, llegando todos al lugar al anochecer de un hermoso día de primavera, en el año de 1794.

Doña Antonia, mujer de D. José, y sus dos hijos, D. Francisco, de edad de catorce años, y doña Lucía, que tenía ya diez y ocho, acompañados de la chacha Ramoncica, recibieron con júbilo, con abrazos y otras mil muestras de cariño al Comendador, quien ya tenía por suya la casa solariega. D. José y su familia se habían establecido en la ciudad, y sólo por dos días habían venido al pueblo para recibir al querido pariente.

Éste, como era de suyo muy modesto, se maravilló y complació en ver que alcanzaba en Villabermeja más popularidad de lo que creía. Vinieron a verle todos los frailes, desde los más encopetados hasta los legos, el médico, el boticario, el maestro de escuela, el alcalde, el escribano y mucha gente menuda.

Al día siguiente de la llegada la chacha Ramoncica quiso lucirse, y se lució, dando un magnífico pipiripao. D. Fadrique, cuando oyó esta palabra, tuvo que preguntar qué significaba, y le dijeron que algo a modo de festín. En cambio, se cuentan aún en Villabermeja los grandes apuros en que estuvo aquella noche la chacha Ramoncica cuando volvió a su casa, cavilando qué sería lo que su sobrino le había pedido para el festín, y que ella ansiaba que le sirviesen, a fin de darle gusto en todo. El vocablo, para ella inaudito, con que su sobrino había significado la cosa que deseaba, casi se le había borrado de la mente. Por último, consultando el caso con Rafaela, y haciendo un esfuerzo de memoria, vino a recomponer el vocablo y a declarar que lo que su sobrino había pedido era economía.

-¿Qué es eso, Rafaela? -preguntó a su fiel criada.

Y Rafaela contestó:

-Señora, ¿qué ha de ser? ¡Ajorro!

No le hubo, sin embargo. La chacha Ramoncica echó aquel día el bodegón por la ventana.

Al siguiente le tocó lucirse al Comendador, y a pesar de toda su filosofía gozó en el alma de que sus deudos y paisanos viesen maravillados su vajilla de porcelana su plata y los demás objetos raros o bellos que de sus viajes había traído, y que había mandado por delante de él con su criado de más confianza. Hasta la extraña fisonomía de éste, que era un indio, pasmó a los bermejinos, con deleite y satisfacción de D. Fadrique. Tuvo además un placer indescriptible en contar sus aventuras y en hacer descripciones de países remotos, de costumbres peregrinas y de casos singulares que había visto o en los que había tomado parte.

Nada de esto debe movernos a rebajar el concepto que del Comendador tenemos. Por más que parezca pueril, tal vanidad es más común de lo que se cree. ¿A quién no le agrada, cuando vuelve al lugar de su nacimiento, darse cierto tono, sin ofender a nadie, manifestando cuán importante papel ha hecho en el mundo?

Gente hay que no espera para esto a ir a su lugar. Nacido en uno muy pequeño de Andalucía tuve yo cierto amigo que, como llegase a ser personaje de gran suposición y de muchas campanillas, cifraba su mayor deleite en mandar a su pueblo todos los años un ejemplar de la Guía de forasteros, con registro en las varias páginas en que estaba estampado su nombre. Un año fue la Guía con ocho registros, y el pasmo de los lugareños, participado por carta a mi amigo, le dio un contento que casi rayaba en beatitud o bienaventuranza.

No es menor el gusto que se tiene en contar lances y sucesos y en describir prodigios. De aquí sin duda el refrán: de luengas vías, luengas mentiras. Baste, pues, decir, en elogio de D. Fadrique, que el refrán no rezó con él nunca, porque era la veracidad en persona. Lo que no aseguraremos es que fuese siempre creído en cuanto refirió. Los lugareños son maliciosos y desconfiados; suelen tener un criterio allá a su manera, y a menudo las cosas más ciertas les parecen falsas o inverosímiles, y las mentiras, por el contrario, muy conformes con la verdad. Recuerdo que un mayordomo andaluz de cierto inolvidable y discreto Duque, que estuvo de embajador en Nápoles, fue a su pueblo con licencia. Cuando volvió le embromábamos suponiendo que habría contado muchos embustes. Él nos confesó que sí, y aún añadió, jactándose de ello, que todo se lo habían creído, menos una cosa.

-¿Qué cosa era esa? -le preguntamos.

-Que cerca de Nápoles -respondió-, hay un monte que echa chispas por la punta.

De esta suerte pudo muy bien nuestro D. Fadrique, sin apartarse un ápice de la verdad, dejar de ser creído en algo, sin que sus paisanos se atreviesen a decirle, como decían al mayordomo del Duque cuando hablaba del Vesubio: «¡Esa es grilla!»

Al día tercero después de la llegada de D. Fadrique, su hermano D. José y su familia se volvieron a la ciudad; y entonces, con más reposo, pudo entregarse el Comendador a otro placer no menos grato: el de visitar y recordar los sitios más queridos y frecuentados de su niñez, y aquéllos en que le había ocurrido algo memorable. Estuvo en el Retamal y en el Llanete, que está junto, donde le descalabraron dos veces; fue a la fuente de Genazahar y al Pilar de Abajo; subió al Laderón y a la Nava, y extendió sus excursiones hasta el cerro de Jilena y el monte de Horquera, poblado entonces de corpulentas y seculares encinas.

Tomó, por último, D. Fadrique verdadera posesión de su vivienda, arrellanándose en ella, por decirlo así, poniendo en orden los muebles que había traído, colocando los libros y colgando los cuadros.

En estas faenas, dirigidas por él, casi siempre estaba presente el P. Jacinto; y al cabo D. Fadrique quedó instalado, forjándose un retiro, rústico a par que elegante, y una soledad amenísima en el lugar donde había nacido.