El comendador Mendoza: 05

El comendador Mendoza de Juan Valera
Capítulo IV

Capítulo IV

De las cosas de D. Fadrique, durante tan larga ausencia, se tenía o se forjaba en el lugar el concepto más fantástico y absurdo.

D. Diego y la chacha Victoria, que eran las personas de la familia más instruidas e inteligentes, murieron a poco de hallarse D. Fadrique en el Perú. Y lo que es a la cándida Ramoncica y al limitado D. José, no escribía D. Fadrique sino muy de tarde en tarde, y cada carta tan breve como una fe de vida.

Al P. Jacinto, aunque D. Fadrique le estimaba y quería de veras, también le escribía poco, por efecto de la repulsión y desconfianza que en general le inspiraban los frailes. Así es que nada se sabía nunca a ciencia cierta en el lugar de las andanzas y aventuras del ilustre marino.

Quien más supo de ello en su tiempo fue el cura Fernández, que, según queda dicho, trató a don Fadrique y, tuvo alguna amistad con él. Por el cura Fernández se enteró D. Juan Fresco, en quien influyó mucho el relato de las peregrinaciones y lances de fortuna de D. Fadrique para que se hiciese piloto y siguiese en todo sus huellas.

Recogiendo y ordenando yo ahora las esparcidas y vagas noticias, las apuntaré aquí en resumen.

D. Fadrique estuvo poco tiempo en el Colegio, donde mostró grande disposición para el estudio.

Pronto salió a navegar, y fue a la Habana en ocasión tristísima. España estaba en guerra con los ingleses, y la capital de Cuba fue atacada por el almirante Pocok. Echado a pique el navío en que se hallaba nuestro bermejino, la gente de la tripulación, que pudo salvarse, fue destinada a la defensa del castillo del Morro, bajo las órdenes del valeroso D. Luis Velasco.

Allí estuvo D. Fadrique haciendo estragos en la escuadra inglesa con sus certeros tiros de cañón. Luego, durante el asalto, peleó como un héroe en la brecha, y vio morir a su lado a D. Luis, su jefe. Por último, fue de los pocos que lograron salvarse cuando, pasando sobre un montón de cadáveres y haciendo prisioneros a los vivos, llegó el general inglés, Conde de Albemarle, a levantar el pabellón británico sobre la principal fortaleza de la Habana.

D. Fadrique tuvo el disgusto de asistir a la capitulación de aquella plaza importante, y, contado en el número de los que la guarnecían, fue conducido a España en cumplimiento de lo capitulado.

Entonces, ya de alférez de navío, vino a Villabermeja, y vio a su padre la última vez.

La reina de las Antillas, muchos millones de duros y lo mejor de nuestros barcos de guerra habían quedado en poder de los ingleses.

D. Fadrique no se descorazonó con tan trágico principio. Era hombre poco dado a melancolías. Era optimista y no quejumbroso. Además, todos los bienes de la casa los había de heredar el mayorazgo, y él ansiaba adquirir honra, dinero y posición.

Pocos días estuvo en Villabermeja. Se fue antes de que su licencia se cumpliese.

El rey Carlos III, después de la triste paz de París, a que le llevó el desastroso Pacto de familia, trató de mejorar por todas partes la administración de sus vastísimos Estados. En América era donde había más abusos, escándalos, inmoralidad, tiranías y dilapidaciones. A fin de remediar tanto mal, envió el Rey a Gálvez de visitador a Méjico, y algo más tarde envió al Perú, con la misma misión, a D. Juan Antonio de Areche. En esta expedición fue a Lima D. Fadrique.

Allí se encontraba cuando tuvo lugar la rebelión de Tupac-Amaru. En la mente imparcial y filosófica del bermejino se presentaba como un contrasentido espantoso el que su Gobierno tratase de ahogar en sangre aquella rebelión, al mismo tiempo que estaba auxiliando la de Washington y sus parciales contra los ingleses; pero D. Fadrique, murmurando y censurando, sirvió con energía a su Gobierno, y contribuyó bastante a la pacificación del Perú.

Don Fadrique acompañó a Areche en su marcha al Cuzco, y desde allí, mandando una de las seis columnas en que dividió sus fuerzas el general Valle, siguió la campaña contra los indios, tomando gloriosa parte en muchas refriegas, sufriendo con firmeza las privaciones, las lluvias y los fríos en escabrosas alturas a la falda de los Andes, y no parando hasta que Tupac-Amaru quedó vencido y cayó prisionero.

Don Fadrique, con grande horror y disgusto, fue testigo ocular de los tremendos castigos que hizo nuestro Gobierno en los rebeldes. Pensaba él que las crueldades e infamias cometidas por los indios no justificaban las de un Gobierno culto y europeo. Era bajar al nivel de aquella gente semisalvaje. Así es que casi se arrepintió de haber contribuido al triunfo cuando vio en la plaza del Cuzco morir a Tupac-Amaru, después de un brutal martirio, que parecía invención de fieras y no de seres humanos.

Tupac-Amaru tuvo que presenciar la muerte de su mujer, de un hijo suyo y de otros deudos y amigos: a otro hijo suyo de diez años le condenaron a ver aquellos bárbaros suplicios de su padre y de su madre, y a él mismo le cortaron la lengua y le ataron luego por los cuatro reinos a otros tantos caballos para que, saliendo a escape, le hiciesen pedazos. Los caballos, aunque espoleados duramente por los que los montaban, no tuvieron fuerza bastante para descuartizar al indio, y a éste, descoyuntado, después de tirar de él un rato en distintas direcciones, tuvieron que desatarle de los caballos y cortarle la cabeza.

A pesar de su optimismo, de su genio alegre y de su afición a tomar muchos sucesos por el lado cómico, D. Fadrique, no pudiendo hallar nada cómico en aquel suceso, cayó enfermo con fiebre y se desanimó mucho en su afición a la carrera militar.

Desde entonces se declaró más en él la manía de ser filántropo, especie de secularización de la caridad, que empezó a estar muy en moda en el siglo pasado.

La impiedad precoz de D. Fadrique vino a fundarse en razones y en discursos con el andar del tiempo y con la lectura de los malos libros que en aquella época se publicaban en Francia. El carácter burlón y regocijado de D. Fadrique se avenía mal con la misantropía tétrica de Rousseau. Voltaire, en cambio, le encantaba. Sus obras más impías parecíanle eco de su alma.

La filosofía de D. Fadrique era el sensualismo de Condillac, que él consideraba como el non plus ultra de la especulación humana.

En cuanto a la política, nuestro D. Fadrique era un liberal anacrónico en España. Por los años de 1783, cuando vio morir a Tupac-Amaru, era casi como un radical de ahora.

Todo esto se encadenaba y se fundaba en una teodicea algo confusa y somera, pero común entonces. D. Fadrique creía en Dios y se imaginaba que tenía ciencia de Dios, representándosele como inteligencia suprema y libre, que hizo el mundo porque quiso, y luego le ordenó y arregló según los más profundos principios de la mecánica y de la física. A pesar del Cándido, novela que le hacía florar de risa, D. Fadrique era casi tan optimista como el Dr. Pangloss, y tenía por cierto que todo estaba divinamente bien y que nada podía estar mejor de lo que estaba. El mal le parecía un accidente, por más que a menudo se pasmase de que ocurriera con tanta frecuencia y de que fuera tan grande, y el bien le parecía lo substancial, positivo e importante que había en todo.

Sobre el espíritu y la materia, sobre la vida ultramundana y sobre la justificación de la Providencia, basada en compensaciones de eterna duración, D. Fadrique estaba muy dudoso; pero su optimismo era tal, que veía demostrada y hasta patente la bondad del cielo, sin salir de este mundo sublunar y de la vida que vivimos. Verdad es que para ello había adoptado una teoría, novísima entonces. Y decimos que la había adoptado, y no que la había inventado, porque no nos consta, aunque bien pudo ser que la inventase; ya que cuando llega el momento y suena la hora de que nazca una idea y de que se formule un sistema, la idea nace y, el sistema se formula en mil cabezas a la vez, si bien la gloria de la invención se la lleva aquel que por escrito o de palabra le expone con más claridad, precisión o elegancia.

La idea, o mejor dicho, la teoría novísima, tal como estaba en la mente de D. Fadrique, era en compendio la siguiente:

Entendía el filósofo de Villabermeja que había una ley providencial y eterna para la historia, tan indefectible como las leyes matemáticas, según las cuales giran en sus órbitas los astros. En virtud de esta ley, la humanidad iba adelantando siempre por un camino de perfectibilidad indefinida; su ascensión hacia la luz, el bien, la verdad y la belleza, no tenía pausa ni término. En esto, el humano linaje, en su conjunto, seguía un impulso necesario. Toda la gloria del éxito era para el Ser Supremo, que había dado aquel impulso; pero, dentro del providencial movimiento que de él nacía, en toda acción, en toda idea, en todo propósito, cada individuo era libre y responsable. El maravilloso trabajo de la Providencia, el misterio más bello de su sabiduría infinita, consistía en concertar con atinada armonía todos aquellos resultados de la libertad humana a fin de que concurriesen al cumplimiento de la ley eterna del progreso, o en tenerlos previstos con tan divina previsión y acierto, que no perturbasen lo que estaba prescrito y ordenado; así como, aunque sea baja comparación, cuenta el inventor y constructor perito de una máquina con los rozamientos y con el medio ambiente.

Tal manera de considerar los sucesos se avenía bien con el carácter de D. Fadrique, corroborando su desdén hacia las menudencias, y su prurito de calificar de menudencias lo que para los más de los hombres es importante en grado sumo, y transformando su propensión a la alegría y a la risa en serenidad olímpica, digna de los inmortales.

En su moral no dejaba de ser severo. No había borrado de sus tablas de la ley ni una tilde ni una coma de los mandamientos divinos. Lo único que hacía era dar más vigor, si cabe, a toda prohibición de actos que produzcan dolor, y relajar no poco las prohibiciones de todo aquello que a él se le antojaba que sólo traía deleite o bienestar consigo.

En aquella edad, pensar así en España y en dominios ya hemos dicho que -era expuesto; pero D. Fadrique tenía el don de la mesura y del tino, y sin hipocresía lograba no chocar ni lastimar opiniones o creencias.

Concurría a esto la buena gracia con que se ganaba las voluntades, no con inspirar trivial afecto a todo el mundo, sino inspirándole muy vivo a los pocos que él quería, los cuales valían siempre por muchos para defenderle y encomiarle.

En la primera mocedad, dotado D. Fadrique de tales prendas, y siendo además bello y agraciado de rostro, de buen talle, atrevido y sigiloso, consiguió que lloviesen sobre él las aventuras galantes, y tuvo alta fama de afortunado en amores.

Después de terminada la rebelión de Tupac-Amaru ascendió a capitán de fragata, y su reputación de buen soldado y de sabio y hábil marino llegó a su colmo.

Casi cuando acababan de espirar en el Cuzco los últimos indios parciales de la independencia de su patria, siendo atenaceados algunos con tenazas candentes antes de ahorcarlos, llegó la nueva a Lima de que habíamos hecho la paz con Inglaterra, logrando la independencia de su colonia, en pro de la cual combatimos.

Don Fadrique pudo entonces obtener licencia para navegar a las órdenes de la Compañía de Filipinas, y salió para Calcuta mandando un navío cargado de preciosas mercaderías. Tres viajes hizo de Lima a Calcuta y de Calcuta a Lima; y como llevaba muy buena pacotilla y un sueldo crecido, y alcanzó ventas muy ventajosas, se halló en poco tiempo poseedor de algunos millones de reales.

En las largas temporadas que D. Fadrique pasó en la India se aficionó mucho a la dulzura de los indígenas de aquel país y tomó en mayor aborrecimiento el fervor religioso y guerrero de otras naciones. Tippoo, sultán de Misor, se había empeñado en convertir al islamismo a todos los indostaníes y en dilatar su imperio hasta el Cabo Comorín, a donde nunca habían penetrado las huestes de otros conquistadores musulmanes. La horrible devastación del floreciente reino de Travancor, en las barbas de los ingleses, fue la consecuencia de la ambición y del celo muslímico del sultán mencionado. El Gobernador general de la India se resolvió al cabo a vengar y a remediar lo que hubiera debido impedir, y partió de Calcuta a Madrás con muchos soldados europeos y cipayos, y grandes aprestos de guerra. En aquella ocasión D. Fadrique tuvo el gusto de ganar bastantes rupias, sirviendo una buena causa y conduciendo a Madrás en su navío, con la autorización debida, tropas, víveres y municiones.

Parece que poco tiempo después de este suceso, y aun antes de que el rajah de Travancor fuese restablecido en su trono, y el sultán Tippoo vencido y obligado a hacer la paz, D. Fadrique, cansado ya de peregrinaciones y trabajos, con la ambición apagada y con el deseo de fortuna más que satisfecho, logró, de vuelta a Lima, obtener su retiro, y se vino a Europa, anhelante de presenciar la gran revolución que en Francia se estaba realizando, cuyos principios se hallaban tan en concordancia con los suyos, y cuya fama llenaba el mundo de asombro.

Don Fadrique, sin embargo, sólo estuvo en París algunos meses: desde fines de 1791 hasta Septiembre de 1792. Este tiempo le bastó para cansarse y hartarse de la gran revolución, desengañarse un poco de su liberalismo y dudar de sus teorías de constante progreso.

En Madrid vivió, por último, dos años, y también se desengañó de muchísimas cosas.

Entrado ya en los cincuenta de su edad, aunque sano y bueno, y apareciendo en el semblante, en la robustez y gallardía del cuerpo, y en la serenidad y viveza del espíritu mucho más joven, le entró la nostalgia de que padecen casi todos los bermejinos, y tomó la irrevocable resolución de retirarse a Villabermeja para acabar allí tranquilamente su vida.

Las cartas que escribió a su hermano D. José y a la chacha Ramoncica, que vivían aún, anunciándoles su vuelta definitiva y para siempre, fueron breves, aunque muy cariñosas. En cambio, escribió al P. Jacinto una extensa carta, que se conserva aún y que debe ser trasladada a este sitio. La carta es como sigue: