Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXIII.

Es indudable que Cisneros no habia robustecido su autoridad y su crédito, así en la revuelta como en la pacificación de Granada. Por diligencia que aquel puso en avisar á los Reyes, á la sazón en Sevilla, valiéndose de un esclavo que andaba veinte y más leguas al día, la noticia de todo, abultado y ennegrecido de intento, llegó antes, bien porque las malas nuevas vuelan por sí solas, bien porque el esclavo, como cuentan las crónicas, se aprovechara de aquella libertad para darse á la embriaguez, que era su flaco, con olvido de su promesa, para mayor disgusto y confusión de quien fió en su celo. Ya hemos trascrito las palabras ásperas y desabridas que con motivo de estos sucesos y en contra del Arzobispo dijo el Rey á la Reina, recordando aquel el desaire que sufrió en la persona de su hijo, en posesión del Arzobispado de Zaragoza y pretendiente al de Toledo, cuando murió Mendoza. La Reina, que favoreció á Cisneros para subir á aquella dignidad, estaba corrida, valiéndonos de la frase del P. Mariana, y escribió al Arzobispo cartas muy sentidas, en que le pintaba su desconsuelo y el dolor que la produjo no haber recibido ninguna explicación suya sobre hechos tan graves, si bien después de partido el correo que las llevaba, llegó el esclavo con las noticias dirigidas por Cisneros, más tranquilizadoras ciertamente que las del Rey Fernando.

Cisneros, á todo esto, sobre pesaroso de haber fiado asunto tan importante á persona de tan baja condición como un esclavo negro, estaba con razón inquieto y disgustado por las cartas de la Reina, pensando que sus émulos y envidiosos no perderían el tiempo en Sevilla para malquistarle con los Soberanos. Despachó á Fray Francisco Ruiz, el compañero que nunca le habia abandonado, y en cuya fidelidad tenia plena confianza, hábil y persuasivo en el decir, que habia presenciado los sucesos, y que no los pintarla ciertamente en daño de su protector y amigo. Ruiz cumplió con singular acierto su comisión, dejando convencida á la Reina y templado al Rey; lo cual no era poco, pues nunca, ni en la hora de su muerte, abandonó Fernando sus envejecidas prevenciones contra Cisneros. El celo del Arzobispo, sus enormes gastos, las numerosas conversiones que consiguiera, sus grandes peligros, todo lo adujo Ruiz para restablecer la verdad en su puesto y á su Prelado en la confianza y favor de los Reyes. Lo consiguió, en efecto, logrando de la Reina que permitiera á Cisneros venir á Sevilla para defenderse y justificarse.

Partió al instante Cisneros, deseoso é impaciente de borrar hasta la última huella de disgusto en el ánimo de los Reyes, sin hacer caso de los que le aconsejaban que dejase al tiempo el cuidado de serenar la tormenta que contra él se había desencadenado. Presentóse á los Reyes y les hizo presente sus miras, de que no les dió prévia cuenta por temer alguna oposición de su mucha prudencia. Sin duda la conversión de tantos infieles debia ser cosa que lisonjease el sentimiento cristiano de los que hablan merecido de la Iglesia el dictado de Reyes Católicos, y la unidad política del Estado, el sometimiento de todos sus súbditos, Moros y Cristianos, á la ley común, resultado de monta para espíritus tan calculadores y experimentados en la gobernacion de los reinos; de modo que á un tiempo hablaba á su inteligencia de Soberanos, y hacía vibrar la cuerda delicada del sentimiento católico. Cisneros, hombre de Estado por excelencia, que aun en sus errores tenia miras altas y grandiosas, hizo al fin entrar en su plan á los Reyes; «y viendo tan buena ocasión como de presente se ofrecía, les aconsejó que no partiesen mano de la conversión de los Moros, que ya estaba comenzada, y que pues habían sido rebeldes y por ello merecían pena de muerte y perdimiento de bienes, el perdón que les concediese fuese condicional, con que se hiciesen cristianos ó dejasen la tierra [1]

Después de algunas vacilaciones, nacidas del respeto que tenían los Reyes á lo pactado, aprobaron el plan del Arzobispo, y éste volvió triunfante á Granada. Todavía, merced á su diplomacia, hizo agradecer á los Moros del Albaicín sus buenos oficios, puesto que alcanzaban completa amnistía de la pasada rebelión con tal de que se hiciesen cristianos. Al verse á tan poca costa libres de toda pena, se bautizaron hasta con alegría. Así la mayoría, la casi totalidad de los Moros de Granada ingresaron en la fe de Jesucristo, y así también se hicieron pedazos las capitulaciones que precedieron á la entrega de la ciudad que hermosean el Genil y el Darro. La diplomacia de todos tiempos, que entrega siempre el débil á merced del poderoso, y la diplomacia de hoy que ve para qué sirven los tratados de Viena, de Italia y de Alemania, no podrá escandalizarse de este resultado; pero los filósofos, los historiadores, los hombres políticos que estudian la cuestión en todas sus fases y en todas sus derivaciones, que contemplan, á raíz de aquellos decretos, la rota sangrienta de Sierra Bermeja, en que pereció la flor de la nobleza andaluza, las guerras de las Alpujarras en tiempos de Carlos V, de Felipe II y de Felipe III, pueden y deben preguntarse si acaso una conducta de tolerancia, de prudencia, de generosidad no habría dado mejores resultados á la Nación española, sobre todo en plazo tan largo; si acaso esa conducta no habría obtenido tantas conversiones y más sinceras que el fanatismo de los Gobiernos y las hogueras de la Inquisición; si acaso, por último, no hubiera podido alcanzarse la fusión de los dos pueblos y de las dos razas por los medios pacíficos y suaves que empleaban el Arzobispo Talavera y el Conde de Tendilla con tan buen resultado, cuando de la otra manera, para tener la unidad politica y religiosa en España, tuvimos necesidad de proscribir á un pueblo y exterminar una raza.

Era demasiado pronto quizás para que tales dudas asaltaran los ánimos, y las gentes admiraron á Cisneros, hombre extraordinario y superior que sabia sacar partido de las mismas contrariedades que encontraba en su camino, á quien elevaba en el ánimo de los Reyes y en la consideración del mundo lo que hubiera hundido á otros, y cuya entereza de carácter no se desmentía, lo mismo cuando le amenazaba la rebelión del Albaicin, que cuando venia sobre él la tormenta de los Reyes desde Sevilla, firme en sus propósitos, tranquilo en su conciencia, sin inmutarse por los motines de las calles ó por las mudanzas de los Palacios. Todos, todos admiraron á Cisneros en aquella ocasión, y no fué el que menos el buen Talavera; el cual, en su entusiasmo, llegó á decir que Cisneros habia conseguido triunfos mayores que los de D. Fernando y Doña Isabel, porque éstos sólo habian conquistado el territorio, mientras que aquel habia ganado las almas de Granada.

De todos modos Cisneros no conservó recuerdos muy agradables de su estancia en Granada: allí ocurrió por aquel tiempo la muerte del Infante D. Miguel, el nieto querido de los Reyes Católicos, hijo de los de Portugal; y allí también estuvo él enfermo de peligro, tanto que se desesperaba de su curación, la cual debió —¡coincidencia rara! — á los auxilios de una curandera mora.


  1. Mármol; Rebelión y castigó de los Moriscos, lib. I, cap. XXVI.