El Cardenal Cisneros: 22

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXII.

Las cosas de Granada, sin embargo, presentaban un aspecto sombrío para los espíritus perspicaces y observadores. Tarde ó temprano, la violencia llama á la violencia. Conocíanlo algunos discretos castellanos, que auguraban grandes desdichas de aquella manifiesta violación de los tratados y de aquel abuso continuo de la fuerza material en materias de fe; pero, como ocurre de ordinario, aquellos prudentes consejos no eran oidos, cuando no enojasen por molestos. Cisneros seguia impávido su camino, obrando con inflexible rigor sobre los infieles que no se convertían. Los castigos eran frecuentes, las cárceles estaban llenas de presos, los ánimos de los Moros suspensos entre el estupor y la ira. Se habia llegado á una situación de tirantez, en que es tarde para retroceder y peligroso para avanzar, en que el único desenlace por arriba ó por abajo lo da la fuerza. Nadie conspiraba individualmente para llegar á una rebelión, y de ahi el que Cisneros descansase tranquilo y estuviera, en cierto modo, arrogante con sus triunfos; pero conspiraban todos sin saberlo, todos murmuraban, y en estas situaciones es cuando se dan las combustiones espontáneas de los pueblos, cuando la pequeña chispa del azar produce los grandes incendios que todo lo queman. ¡Ay del país que atraviese una de esas situaciones, porque por fuerte, cruel ó arrogante que sea el poder, y aparezcan pacientes, sosegados ó envilecidos los ánimos, siempre la tempestad podrá desencadenarse en la hora más imprevista!

Asi ocurrió en Granada en el momento histórico á que nos referimos. Un dia estaba en el Albaicin, Salcedo, mayordomo del Arzobispo Cisneros, y bajando á hacer en el barrio de los Moros una prisión el Alguacil Real Velasco de Barrionuevo, ya mirado por todos ellos con la ojeriza con que el vulgo mira á los de su oficio, mucho más si lo practican con frecuencia y con exceso de celo, ocurrió que la mujer que llevaba presa, daba grandes voces, díciendo, y copiamos en esto textualmente á Luis del Mármol, de cuya crónica sacamos los pormenores, que la llevaban á ser cristiana por fuerza, contra los capítulos de las paces; y juntándose muchos Moros, y entre ellos algunos que aborrecían aquel alguacil por otras prisiones que habia hecho, comenzaron á tratarle mal de palabra. Respondióles soberbiamente; y como en la situación de ánimo en que estaban los Moros, las manos cumplen demasiado presto y bien lo que la lengua dice, lo mataron al punto, arrojándole una losa sobre la cabeza desde una ventana. Suerte igual habría alcanzado el Mayordomo del Arzobispo, si una compasiva mora no le ofreciera seguro debajo de su cama hasta que pudo sin peligro pasar á la ciudad, pues los Moros se alborotaron, y gritando libertad, que es la palabra mágica que enardece y une los ánimos en toda clase de sediciones, y diciendo que se violaban los capítulos de las paces, que era como justificar su motin y echar la culpa de sus hombros sobre los de quienes tal atentado cometían, comenzaron á pelear con los cristianos y á construir defensas y parapetos improvisados, confuso embrión de las modernas barricadas. Granada estaba en rebelión, y los gritos de una pobre mujer fueron el toque de rebato para tanta revuelta, la pequeña chispa del azar á que poco há nos referíamos, que produce los grandes incendios que lo consumen todo.

Y á todo se atrevieron los Moros, pues en seguida tomaron el camino de la Alcazaba, donde moraba Cisneros, poniéndole sitio desordenado y amenazándole con gritos de muerte. Fuerte era la casa, y esforzados y numerosos los criados que la defendían; pero como el peligro arreciaba, rogaron al Arzobispo que se pusiera en salvo, trasladándose por caminos ocultos á la Alhambra al lado del Capitán General Tendilla. No era Cisneros de la raza de esos hombres de Estado, fanfarrones en tiempos de paz, y despreciables mujerzuelas que huyen cuando el peligro asoma, huecas cañas que una brisa liviana echa al suelo, y presumen de altivos robles que el huracán respeta; era, por el contrario, un corazón intrépido y varonil que hacía bien poco caso de la vida, sin duda porque no la reservaba para los goces y refinamientos de los ambiciosos vulgares que se estilan por el mundo; por lo cual, dirigiéndose á sus leales sirvientes é infundiéndoles mayor valor, les dijo: ¡No quiera Dios que atienda yo á la seguridad de mi vida, cuando la de tantos fieles esta en peligro! No: estaré en mi puesto, y en él esperaré, si tal es la voluntad del Cielo, la corona del martirio! ¡Nobles y elocuentísimas palabras, más nobles y más elocuentes cuando se consideran la persona, el lugar y el momento solemne en que se pronunciaban!

Angustiosas y crueles fueron las horas que pasaron los sitiados hasta que llegó el Conde de Tendilla con las tropas y dispersó á los insurgentes, que se retiraron á su barrio, entonces verdaderamente inexpugnable. Allí se organizaron mejor, nombraron caudillos que los dirigiesen, y no habia medio de reducirlos á razón. El conflicto era grande: decían los Moros que «El Albaicin no se habia levantado contra sus Altezas, sino en favor de sus firmas [1].» El encono contra Cisneros no tenía límites; el Conde de Tendilla carecía en verdad de fuerzas para dominarlos por esta vía, y era de temer que el fuego del Albaicin se corriese á todas las Alpujarras, en cuyo caso estaban en su lugar las palabras muy pesadas, como las llama gráficamente el P. Granada, que el Rey con gran desabrimiento dijo á su esposa al tener noticia de aquellos sucesos: Veis aqui, Señora, nuestras victorias, que han costado tanta sangre en España, arruinadas en un momento por la tenacidad é indiscreción de vuestro Arzobispo.

Por fortuna de todos, estaba allí Talavera, á quien los Moros profesaban tanto respeto y cariño, como desvío y mala voluntad manifestaban á Cisneros. Talavera, á pesar de la opinión y ruegos de todos sus amigos, se presentó en el Albaicin precedido de un capellán que llevaba un Crucifijo, y seguido de unos pocos criados desarmados y á pié como su Prelado iba. La sola presencia del venerable Arzobispo redujo á aquellos que llamamos infieles, los cuales recordaron al instante los beneficios que le debían, las cariñosas pláticas que les dirigía desde el pulpito, y la santa paciencia é infinita dulzura con que siempre los trataba. «Ved, pues, cuánta fuerza tiene la virtud y la templanza, dice con razón al referir el hecho Mármol, que así como le vieron los Moros, olvidando el rigor y la saña que tenían, se fueron humildes para él y le dieron paz, besándole la halda de la ropa como lo solían hacer cuando estaban pacíficos.»

El Conde de Tendilla imitó la conducta de Talavera, y se dirigió al Albaicin seguido de unos cuantos soldados; y al llegar á la plaza, en medio de aquella muchedumbre, antes tan alborotada y fiera, entonces tan mansa y sumisa, arrojó su birrete en medio de ella como prenda de paz, siendo también recibido con aplauso y alegría de todos, que recordaban que la autoridad militar habia sido con ellos no menos justa, templada y benévola que el Arzobispo.

Asi la tolerancia y el amor, la bondad y la dulzura, deshacían en un minuto la tremenda explosión que la violencia y el odio, la persecución y el encono venia preparando y haciendo inevitable tiempo atrás. Asi se demostraba la superioridad de una política sobre la otra. Así, en presencia de tan opuestos resultados, á posteriori, con hechos, con datos, con la autoridad inexorable de la experiencia, la historia puede declararse en favor del sistema de Talayera y del Conde de Tendilla; de Talayera, que decía «que las obras de los Moros y la fe de los Españoles era todo lo que se necesitaba para hacer un buen cristiano [2],» y tal confianza le inspiraban cuando más fieros parecían, del Conde de Tendilla, que dejaba en el Albaicin, como rehenes de su sinceridad, á su mujer y dos hijos [3]; sistema lento, pero seguro; paciente, pero sólido y estable, que hubiera asegurado la paz entre los dos pueblos, fundido las dos razas, acreditado nuestra tolerancia y respeto á la fe jurada, y evitado el atraso de nuestra agricultura, el descenso de nuestra población y las guerras civiles que ensangrentaron las Alpujarras poco después y se reprodujeron en los reinados más poderosos de la Casa de Austria.


  1. Rebelión y castigo de los Moros de Granada, Mármol, cap XXV.
  2. Pedraza; Antigüedad de Granada, lib. III, cap. X.
  3. Mármol; Rebelion de los Moriscos, lib. I, cap. XXV.