Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


Para apreciar con verdadera exactitud la nueva política que iba á representar en Europa el Rey de España, y en que debia ayudarle el Cardenal Cisneros, seria quizás conveniente retroceder algunos años, determinar la situación respectiva de las diversas naciones, conocer las alianzas del Rey de Francia con la República de Venecia enfrente del Papa y del Emperador Maximiliano, lo mismo que el resultado de esas alianzas, descubrir los resortes que dieron lagar á la Ligaa de Cambray, que dejó solo al León de San Marcos enfrente de todas las potencias, y cómo, después de cortada la melena de este soberbio león, el atrevido, poco escrupuloso y habilísimo Pontífice Julio II que la alentó, á quien por ello los venecianos llamaban Carnifex en vez de Pontifex, se declaró amigo de la humillada Reina del Adriático, atrayéndose todas las iras de la Francia, que aspiraba á desposear á Julio II de su poder como Príncipe temporal por medio de las armas, y de su tiara como Pontífice por medio de un Concilio. Temeriamos dar demasiada extensión á nuestro trabajo si entráramos en estas consideraciones, y por lo mismo nos limitaremos á hacer constar que el Papa se encontraba en situación apuradísima, ya amenazándole desde Bolonia los ejércitos de Luis XII y asomando la herejía de una manera formidable, pues de acuerdo el Rey de Francia y Maximiliano con algunos Cardenales, y singularmente con D. Bernardo Carvajal, que lo era de Santa Cruz, habían convocado en Pisa á un Concilio para desposeer á un Papa que introducía la guerra entre los Príncipes cristianos, que había adquirido la tiara por simonía, según propalaban, y que no reunió un Concilio general, según promesa solemne que en cónclave habia hecho.

No se acobardó Julio II en esta situación, á pesar de que la fiebre lo tenia postrado en cama, y acudió al Rey de España, á quien llegaron las cartas pontificias en Sevilla en la primavera de 1511, cuando tenia á su lado á Cisneros. Don Fernando, que tenia á gran honor defender al Papa, como observan algunos historiadores, «cuando le tenia cuenta,» reunió en su palacio á gran número de Grandes y Obispos para conocer su opinión, que fué la de dirigir en favor del Papa las tropas preparadas contra los Moros. Depuso D. Fernando á Carvajal de su obispado de Sigüenza, prometió al Papa ayuda eficaz y pronta, aunque por entonces procuraba ocultar sus propósitos á Francia, y Cisneros, que le alentaba en esta dirección, escribió al Pontífice en igual sentido, y desde luego le hizo una fuerte remesa de dinero, que siempre ha sido el principal nervio de la guerra.

Los Estados de Castilla fueron convocados en aquel mismo verano en Burgos, y Cisneros, que habia vuelto á Alcalá, tuvo que hacer un nuevo viaje, llamado por el Rey, si antes sufriendo todos los rigores del invierno, ahora los del verano. A fin de Agosto llegó el Cardenal á Burgos, y aunque el Rey quiso que se alojara en casa del Conde de Salinas, haciendo salir de ella á su mismo nieto Don Fernando, no lo consintió Cisneros, si bien el Principe lo iba á visitar á su alojamiento con frecuencia, y por cierto que habiéndolos visto juntos en el jar din de Palacio, el Rey dijo á su nieto: Miradle bien, hijo mio, miradle bien; y si me creeis, no os apartaréis jamas de este hombre. Así, departiendo el Rey con el Cardenal y el Cardenal con el Príncipe, pasaban las horas que las arduas cuestiones de Estado, entonces tratadas por las Cortes reunidas, les dejaban libres, si bien la inmediata llegada del Nuncio del Papa imprimió á la política tal movimiento, que ya el Rey y el Cardenal de España no pensaron en otra cosa que en salvar al Pontífice y en atajar el vuelo de los ejércitos franceses en Italia.

Nunca rayaron más altas que en esta ocasión la astucia y la habilidad del Rey Católico [1], pues supo atraer á su partido, amen del Papa y de la República de Venecia, al Rey de Inglaterra Enrique VIII y al vecino Emperador Maximiliano, que, viudo como era, habia luchado con el Papa para desposeerle y ocupar su lugar. Dispuesto ya para la guerra, seguro de tan poderosas alianzas, que preparó con admirable sagacidad, deseoso de dar un golpe decisivo á los Franceses, cuya dominación en Italia, desposeyendo á Julio II, oscurecía y anulaba la dominación española, Fernando el Católico dirigió, como manifiesto á España y á Europa, una carta á Cisneros, que era á un tiempo mismo declaración solemne y justificación detallada de la guerra. Hé aqui esta carta:


«Reverendísimo Padre, en Jesu-Cristo, Arzobispo de Toledo, Cardenal, y Primado de España, Gran Canciller, é Inquisidor General, á quien siempre habemos considerado, como nuestro amigo, y honrado, como nuestro padre; bien podéis dar testimonio, pues sabeis todas nuestras intenciones, del deseo que hemos tenido, y de los cuidados en que hemos entrado de hacer restituir al Soberano Pontífice á Bolonia, y algunas otras ciudades, que el Rey de Francia le retiene, y de impedir que no sucedan turbaciones, ni cismas en la Christiandad; y habiendo visto que no podemos conseguirlo, movidos de las justas quejas de la Yglesia, que imploran incesantemente nuestro socorro, y persuadidos del respeto, y de la obediencia, que todos los Reyes Cristianos le deben, habemos abandonado con gran sentimiento la empresa que teniamos aprestada para egecutarla contra los enemigos de nuestro Estado, y de nuestra Fé, por defender los derechos de la Santa Sede, y para mantener al Vicario de Christo en su autoridad, sobre que habemos resuelto emplear todas nuestras fuerzas, confiando en la gracia, y protección de Dios, cuya causa defendemos. Para hacerla con mas dignidad, y mejor suceso, uos habemos unido con el Santo Padre, y la Ylustrísima República de Venecia; y habiendo querido, que nuestra unión fuese pública, dejando al Emperador, nuestro hermano, y al Rey de Ynglaterra, nuestro caro hijo, tiempo para confederarse con nosotros, de que nos dan esperanzas por sus Embajadores.

Habemos ordenado á Don Raymundo de Cardona, nuestro Virrey, y General de nuestros Ejércitos, que entre en campaña, veinte dias después de la publicación de la Liga, con las Tropas, y la Artillería necesaria, para proceder al restablecimiento de los derechos del Santo Padre, y á la restitución de sus Plazas. La Cavalleria del Papa le debe seguir, el Egercito de Venecia debe marchar al mismo tiempo, y nosotros tendremos el Mar con una Armada superior á la de Francia; nosotros trabajaremos en dos cosas, en impedir que Principe alguno de Ylalia no falte al respeto de la Santa Sede, y á tratar con aquellos que contra toda justicia retienen la hacienda de la Yglesia, á fin de que la restituyan, si se puede por razón, sin esperar á que se lleve á fuerza de Armas. Así os rogamos afectuosisimamente, que ordenéis vuestras Oraciones en todas partes, á fin de que el Cielo bendiga nuestros buenos designios, que mantenga nuestra Santa unión, y de su paz á todo el Orbe Cristiano, de suerte, que podamos todos, de concierto, tomar nuestras armas contra los Ynfieles. El Rey de Ynglaterra, y el Emperador nos avisan que están prontos á ponerse en Campaña con nosotros.

Sobre esto, por no dar lugar á nuestros enemigos á censurar nuestra resolución, y por hacer patente la sinceridad de nuestras intenciones, habemos una vez avisado á nuestro hermano el Rey de Francia, que deje en reposo á nuestro Santo Padre Julio, y que haga retirar sus Tropas de todas sus tierras; que de otra manera iremos marchando con nuestros Egercitos en socorro de la Yglesia, nuestra común Madre. A Dios, Reverendísimo Padre, en Jesu-Cristo, á quien amamos, y respetamos. Dios os mantenga en su santa gracia.»


Después de este manifiesto, nadie podia extrañar que el Rey Católico aplazase la expedición de África y dirigiese á Italia sus ejércitos. Estaba además de por medio la gran autoridad del Arzobispo, tan partidario de la primera expedición, que en este caso, empero, apoyaba con calor la política de D. Fernando.


  1. D. Fernando tuvo siempre mucha más diplomacia que Luis XII; y á propósito de esto leemos en un escritor francés: "Quelqn'un disant un jour á Ferdinand, que Louis XII l'accussoit de l'avoir trompé trois fois, Ferdinand, parut mecontent, qu'il lui ravit une partie de sa gloire; Il en a bien menti, l'ivrogne, dit-il avec toute la grossièreté du temps, je l'ai trompé plus de dix. — Gaillard, Rivalité, tom. IV, pág. 240. También Lord Herbert, que no es ciertamente lisonjero con D. Fernando, dice de éste en su Life of Henry VIII: nadie supo mejor que él servirse de los demas, y hacer que los fines de éstos sirvieran para los suyos.