El cardenal Cisneros/LIII

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


LIII.

No sé si porque los Reyes tienen algo del sol, que así como este funde con sus rayos los hielos de las montañas, aquellos con sus sonrisas y halagos desarman y atraen á los subditos á quienes más han ofendido, ó si porque en aquellos tiempos servir al Rey era servir á la patria, y por lo tanto responder al llamamiento de aquel era acudir en socorro de ésta, lo cierto es que, á pesar del apartamiento en que Cisneros estaba con D. Fernando, se trasladó á Madrid cuando éste le pidió que se quedara al frente de la Administracion de Castilla y cuidando de su nieto, el hijo segundo de Doña Juana, mientras él se dirigia á sus estados aragoneses para conseguir de las Cortes reunidas en Monzón los subsidios que necesitaba para seguir la conquista de África. Consiguió D. Fernando el objeto que le llevaba á Aragón, y después de dejar allí á su esposa la Reina Germana, regresó á Madrid, en donde se reunían las Cortes de Castilla para que tomara posesión solemne de la Regencia de Castilla, formalidad de que hasta entonces bien poco se había cuidado.

En este año (1510) ocurrió la vacante del Obispado de Salamanca, que deseó Cisneros se confiriese á su leal, constante y docto amigo Francisco Ruiz, muy conocido de D. Fernando, y aunque no fué destinado á aquella diócesis, porque el Rey se había comprometido á darla á Francisco Bobadilla, hijo de los Marqueses de Moya, ocupó la vacante que éste dejaba en Ciudad-Rodrigo, que algún tiempo después cambió por la de Ávila.

También en el mismo mes de Agosto de este año llegó á la Corte de Castilla la infausta noticia de la sangrienta rota de los Gelbes, y en las muchedumbres, en la nobleza, en el mismo Soberano, se despertó enérgico el noble sentimiento del desagravio. Don Fernando se comprometió públicamente á ponerse al frente de la expedicion y y eran grandes los preparativos que se hacían en las provincias meridionales, para donde salió aquel en breve, situándose en Sevilla para ver y activar personalmente todas las operaciones, y enviando á llamar á Cisneros con urgencia para que le ayudase en aquel trance supremo. Por cierto que en España, y más en toda Europa, se creía que aquella formidable expedición se dirigía, no contra los Moros, sino contra Francia, de tal manera que el Soberano de ésta, Luis XII, dijo un dia delante de toda su Corte: Yo soy el Sarraceno contra quien se arma mi primo el Rey de España.

Cisneros acudió al llamamiento de su Soberano, y á pesar de su edad y de sus achaques, se puso en camino en lo más crudo del invierno, en el mes de Febrero, haciendo cortas jornadas, en una de las cuales, cuando llegó al pueblo de Torrijos, le ocurrió un suceso de que debemos hacer mencion. Nuestro Cardenal, que tenía defectos y asperezas en su carácter, —¡quién no los tiene!— tuvo siempre una castidad á prueba de murmuraciones, y nunca quiso trato con mujeres, ni aun vivir bajo techado en que morase alguna. Cuando Cisneros, en su viaje á Sevilla, llegó á Torrijos, una dama principal. Doña Teresa Enriquez, hija del Almirante de Castilla y viuda del Duque de Maqueda, quiso alojarle en su palacio como antigua penitente suya, para lo cual le hizo decir que la dueña no estaba en el pueblo. El Cardenal lo creyó, se alojó en su casa, y cuando apenas habia reposado algún tanto, se le presentó la ilustre viuda, y entonces Cisneros, como si viera al mismo demonio, sin darla tiempo para explicarse, la dijo ásperamente: Señora, me habeis engañado; si yo os puedo dar algún consejo ó consuelo para salud de vuestra alma, os esperaré mañana en el confesonario. Cisneros tomó su capa, y muy disgustado se retiró á un convento de su Orden.

No ocurrió ningún otro incidente notable en el resto de su viaje. El Rey, cuando tuvo noticia de su llegada, salió á recibirle á algunas leguas de distancia, acompañándole toda la corte. Don Fernando necesitaba del Cardenal, y él, que tanto le habia ofendido antes, le honraba tanto ahora para borrar las huellas todas de las pasadas amarguras.