El buey suelto: Jornada I
Jornada I
editar- I - El hombre
editarConcédame el lector, si mal no le parece, que cuando un hombre ha visto, desde que empezó a serlo, satisfechas como por ensalmo las más comunes y perentorias necesidades de la vida, tiene mucho adelantado para ser egoísta. Lo cual no se opone a que también lo sea el que ha ganado el bien que disfruta en guerra encarnizada con la suerte.
Querrá decir esto que los egoístas abundan, y que sus especies varían en cada ejemplar. Enhorabuena; pero conviene distinguir de casos para el objeto de estos apuntes.
El que es egoísta porque así le hizo el desdén de la fortuna; el que se consagra al propio regalo como en recompensa de pasadas fatigas, tiene en éstas la disculpa, y perenne deleite en la comparación del presente risueño con el ayer angustioso. De este modo, ni la imaginación le seduce, ni las vacilaciones le marean, ni el vicio le mata, como el vulgo dice de los indecisos que lloran soñados males por exceso de bienes. Lleva su rumbo bien trazado, y camina con pie firme, sin el riesgo de tropezar en desengaños, por lo mismo que no se alumbra con ilusiones.
Otra cosa muy distinta es Gedeón, tipo en que se resumen todas las especies de egoístas que no debieran serlo, hasta por razones de egoísmo.
A estos señores enderezo mi cuento; con vosotros hablo; con vosotros, los que, afanados en evitarle desazones a la materia, huís de los más legítimos goces del espíritu; con vosotros, los que, pródigos de la hacienda cuando se trata de regalar al cuerpo, sois avaros de ella si el alma os pide un óbolo para adquirir un regocijo; con vosotros, en fin, los que pasáis lo mejor de la vida renegando del matrimonio por molesto y caro, y el resto de ella lamentándoos de no haberos casado a tiempo.
Séame lícito traeros al banquillo y revolver un poco el saco de vuestras culpas; y aquí, donde nadie nos oye, cantaros al oído media docena de verdades; parte mínima de tantas perrerías como soltando venís a cada triquitraque contra la diabólica suegra, la fementida esposa, el crucificado marido, y hasta los mocosos rapazuelos.
Permitidme, pues, este inofensivo desahogo, y oídme la historia del bueno de Gedeón, que si no es la historia de cada uno de vosotros, andará a dos dedos de serio, y a todos os vendrá como repique en pascua.
Gedeón siguió media carrera en la Universidad, o no pasó del Instituto de segunda enseñanza, o no tuvo otra que la que recibió, muy a la fuerza, de un dómine casero. Importa poco este detalle para el punto que se esclarece. Fue hijo único, o tuvo hermanos: como el lector quiera. Lo cierto es que en su casa reinaba la abundancia, y que él, si no era niño mimado, pecaba con exceso de consentido.
Sabía que al despertarse, a la hora que más le cuadraba, le esperaba el desayuno calentito, al alcance de su mano; que los vestidos que le hacía el sastre, a su capricho, habían de ser pagados, no por él, a la presentación de la cuenta; que si el frío arreciaba, se elevaría convenientemente la temperatura de su gabinete; que si le cansaban las truchas, le darían perdices, y que si tosía más de tres veces iría a buscarle entre las coberturas de su lecho la azucarada y humeante pócima; sabía, en fin, que, dentro del hogar eran sus deseos antes satisfechos que manifestados.
En esta pendiente colocado, en breve llegó a estimar cosas y personas no más que en cuanto podían servir a sus deleites; y si no creyó al mundo hecho para su uso particular, juzgóse venido a él para merecer todas sus comodidades y ninguna de sus molestias... Si no os ofendiérais, célibes de mis entrañas; os diría que era Gedeón el más perfecto modelo de aquellos hombres a quienes llamaba Horacio cerdos de las piaras de Epicuro.
Que era sensual, no hay que decirlo, ni tampoco qué gusanillo le roía con más frecuencia la imaginación. Soñó con el amor perdurable de las mujeres (nótese que no digo de la mujer); y creyendo hacer de su corazón un nido al más puro y noble de los sentimientos, labró en su cabeza templo en que daba culto a los más torpes de la materia.
Que para alimentar este fuego elegía los combustibles más adecuados a su actividad, también se comprende sin afirmarlo; por lo cual excuso decir que, en punto a literatura, tomaba a pasto cuanto se ha escrito en el género desde la Celestina hasta Mi tío Tomás. Pero algo filósofo también, para contener la imaginación, que pudiera llevarle más allá de lo conveniente, acogíase al llamado eclecticismo de Balzac, y sabía de memoria la Physiologie du mariage, y las Petites misères de la vie conjugale.
Porque es de advertir que Gedeón, a las veces, creía posible realizar sus ilusiones dentro del matrimonio, tomándole, por supuesto, como una fase más de su sibaritismo; como refugio lícito, pero siempre sensual y voluptuoso, de su vida hastiada ya del amor libre. Pensaba en el matrimonio, considerándole sólo como un conjunto de todo lo bueno de él y de fuera de él; es decir, el incentivo constante de la concubina, y la adhesión fiel y desinteresada de la esposa que le tuviera en perpetuo arrullo, sin dudas ni remordimientos.
Como hombre de vehementes caprichos, sentíase arrastrado con violencia hacia ese punto desconocido; pero, egoísta impenitente, huía de él temiendo equivocarse; temor que le aterraba al considerar que en este terreno, una vez dado el avance, es imposible la retirada.
En tales ocasiones era cuando acudía con más ansia a sus filósofos preferidos, que si no le convencían por completo, dejábanle, por lo menos, sumido en grandes dudas acerca de eso que se llama estre los solterones licenciosos y egoístas, prosa de la vida matrimonial.
En este perpetuo examen de lo conocido y lo desconocido; pasando con su imaginación a cada instante del uno al otro término, como cambia el enfermo de posturas para aliviar sus dolores, no del todo satisfecho de lo que palpaba, y dando un aspecto pavoroso a lo que desconocía, apuntáronle las canas, quizá más que por el peso de los años (aunque ya los contaba por pares de decenas) por la fuerza de sus cavilaciones.
Y en esto, aquel ser que en el mundo era su providencia, y a cuya sombra vivía él regalón y descuidado, desapareció de la haz de la tierra.
- II - El caso
editarMomento solemne fue para Gedeón el en que, por primera vez, se vio solo en el recinto de su hogar; pues aunque en él quedaba siempre la abundancia, ¡era tan duro, tan molesto, tan prosaico eso de administrarla y de atender con ella a las mil necesidades ordinarias de la existencia!...
Por cierto que en aquellos mismos días hizo varias observaciones que no dejaron de asombrarle. Cada vez que se sentaba a la mesa experimentaba dentro de sí algo que no podía explicar bien su egoísmo; algo que pesaba sobre su alma y se la oprimía; y al contemplar vacío el puesto que antes ocupaba la persona en quien apenas se había fijado él por la misma frecuencia con que la veía, parecíale un páramo desierto, con sus fríos y hasta con el silencio pavoroso de las grandes soledades. Observaba que cuando no vivía solo en aquel mismo albergue, no reparó jamás en que, al tornar a él después de sus francachelas y regodeos, sentía un placer tranquilo y consolador; veía la faz del anciano envuelta en serena y misteriosa luz, y hasta el vulgar condumio, servido por tosca cocinera, le gustaba más que los refinados manjares de la fonda; venía a ser en fin el hogar doméstico, para él, cuando le buscaba después de las borrascas de sus pasiones, lo que el seguro puerto para la nave batida en el mar por los huracanes.
Al caer en la cuenta de estos fenómenos que había sentido sin fijarse en ellos, en vano trataba Gedeón de explicárselos por causas rigorosamente lógicas.
-«El paladar -pensaba-, se estraga con los mejores guisos, si se los dan muy a menudo; y el espíritu necesita también la variedad en los goces para no hastiarse de ellos. La modesta prosa de mi albergue es todo lo contrario de lo que yo saboreo fuera de él. Por eso, por el contraste, me gustaba el hogar doméstico y cuanto en él hallaba después de las tempestades de mi vida».
Pero ¿por qué en su nueva situación no le sucedía eso mismo? ¿Por qué hallaba insípidos los manjares de su casa, y en lugar de dilatársele el pecho al atravesar los umbrales de su puerta, se le oprimía el corazón, y el desierto de la mesa se extendía a su gabinete, y notaba la falta de aquella persona hasta en los sitios donde jamás la viera? ¿Qué era y en qué consistía aquello? ¿Existía algo fuera de su ser, que, sin embargo, formaba parte de él; algo indispensable para expansión legítima de su alma? ¿Era acaso que los cuidados domésticos que a la sazón preocupaban al huérfano, le proporcionaban molestias que antes no conocía? ¿Serían estas molestias la causa de su desaliento en el hogar? Y, en este caso, ¿era la falta de un celoso proveedor lo que únicamente le apesadumbraba? Pero entonces ¿por qué le echaba de menos aun donde nunca le necesitó? ¿Por qué antes le molestaban por impertinentes sus preguntas, aunque se encaminasen a satisfacerle un gusto más, y ahora diera parte de su vida por volver a oír una sola de ellas, aunque fuera para echarle en cara su egoísta ingratitud? ¿Sería cierto que en ese presidio llamado familia por los hombres vulgares, es donde únicamente se encuentra lo que no puede adquirirse con todo el poder de las riquezas, ni entre el vértigo de todos los placeres?
Así, o por el estilo, le hacía discurrir la elocuencia de los hechos, como en respuesta a la explicación lógica que él se empeñaba en dar a su nuevo y raro modo de sentir; el cual hallazgo, dentro de la casa, le produjo, como dicho queda, no poco asombro, pues jamás se había permitido semejantes debilidades.
Pero tenía hondas raíces en su pecho el amor inconmensurable a la materia; y no pasó la crisis de obligarle a insistir con doble empeño, más bien por distraerse que por decidirse, en sus cavilaciones de costumbre; las cuales, como el lector sabe ya, se reducían a comparar estado con estado, y hacer con la imaginación voluptuosas exploraciones en el campo matrimonial, en su afán de conocerle, por si las circunstancias te llevaban un día a refugiarse en él.
Merece saberse, al pormenor, de qué especie eran esas exploraciones. Comenzaba Gedeón por hacer un recuento de sus haberes; y suponiendo que, aun echando corto, habían de darle, amén de mujer, doble por sencillo, multiplicaba su caudal por 3, y apuntaba el producto como capital de su pertenencia para sostener las cargas de su nuevo estado.
En seguida pensaba en el tipo de la mujer que debía elegir; punto siempre muy grave para él, porque unas por rubias y otras por morenas, unas por rosas y otras por capullos, todas le gustaban, supuesto que todas habían de tener el pie pequeño, el cuello torneado, los ojos lúbricos, el talle flexible... y, además, habían de amarle con delirio.
Sin estas condiciones arquitectónicas, y hasta de temperatura, no había que pensar en que Gedeón se decidiera por ninguna; y con ellas, todas le convenían.
Vacilaba largo rato, con los ojos cerrados y la mente perdida en un cúmulo de hipótesis verosímiles, y concluía decidiéndose... por el grupo, por de pronto, y aplazando el cuál de ellas para en su día.
Tenía ya mujer y buena renta: faltábale el nido en que había de pasar la vida como una aurora sin nubes, como un suspiro de amor, sin término ni fatiga.
Por de pronto, entre disfrutar la luna de miel con su paloma bajo los aleros de un hotel fuera de la patria, o a la sombra del tejado paterno, elegía un término medio que le satisfacía en todos conceptos: para esa ocasión tan solemne tendría él preparado el voluptuoso albergue conyugal.
Y ¿cómo sería ese albergue?
Aquí entraba el lápiz a resolver el problema, no sólo con cifras, sino con dibujos; y comenzaba Gedeón por trazar el plano geométrico de su futura morada. Pero le asaltaba al punto la batallona y compleja cuestión de Balzac: ¿dos gabinetes para los esposos; uno solo con dos camas, o una cama sola y un solo gabinete?... Nuevas meditaciones, nuevas dudas, y al fin un punto más entre los varios que se quedaban sin resolver por el momento.
Entre tanto, aceptaba los dos gabinetes; pero ¿muy separados o muy juntos? Lo primero tenía sus ventajas; mas había en contra de ellas ciertos reparos de estética y hasta de higiene y policía doméstica, por razón de distancia y horas intempestivas, muy atendibles... A todas luces era preferible la contigüidad; y así se trazaban los gabinetes.
Después pensaba en la ornamentación, y calculaba el número de sillones, y la clase y el color de la tapicería; y si el lecho nupcial sería de bronce o de madera; si las cortinas de este o del otro modo; si la luz por la derecha o por la izquierda; si la alfombra de Persia o de Cataluña; si en la antecámara pondría, durante la noche, opaco disco o resplandeciente fanal; si es de más ilusión la media luz que la luz entera, o si es preferible la oscuridad absoluta.
Después, el tocador de ella: sus mil objetos, untos y perfumes; y el vestíbulo, y el estrado... ¡hasta la cocina!, todo se apuntaba en minuciosa lista, a todo se le daba precio, y para todo alcanzaban las rentas.
Por los pasadizos de aquel plano, realzado con el fuego de la imaginación del dibujante, veía éste pasar la esbelta figura de su mujer, y oía el crujir de la seda de la bata, y por debajo de los pliegues desmayados, distinguía la punta del diminuto pie calzado con artística, leve babucha; y aspiraba el aroma de los rizos cayendo sobre el lascivo cuello... y ¡qué sé yo cuántas cosas más!
Después pensaba en la servidumbre, y formaba el presupuesto de sus gastos domésticos que nunca excedían a los ingresos.
Establecido ya, trataba de metodizar su vida: qué horas destinaría a los placeres dentro de su casa, y en qué forma; y cuáles para volver a ella, donde le esperarían los brazos de su hermosa compañera, que no podría vivir un instante separada de él; el almuerzo y la comida serían la comida y el almuerzo de dos tórtolas; y la sobremesa y el reposo, un incesante arrullo.
Si él enfermaba (en que enfermase ella no había que pensar) su médico sería el amor, y su medicina, mimos y agasajos... Por supuesto que su enfermedad no pasaría de cierta languidez interesante: nada de secreciones nasales, ni otras hediondeces por el estilo...
Así un día, y otro, y otro; y los meses, y los años; ella cada vez más hermosa y enamorada, y él, que ya tenía canas al hacer este presupuesto, sin una sola arruga, ni un triste destacamento, ni un mal retortijón.
También vislumbraba, entre la penumbra de sus ensueños, algo como la rizada y blonda cabellera, los húmedos y rosados labios, los ojos serenos y el leve talle de una hermosa criatura; pero este ser siempre sonreía, jamás había llorado, ni estado en mantillas, ni alborotado la casa durante lo más acerbo de la dentición; ni su madre le había parido, ni el comadrón la había visitado...
Era, en suma, el cuadro que Gedeón se imaginaba, una primavera perpetua, sin lluvias ni ventiscas.
-¡Si esto fuera posible! -exclamaba, despidiendo centellas por los ojos-. Pero... ¿y la prosa?... ¿y mi libertad perdida?
- III - Los jueces
editarEn dos épocas de la vida sienten los hombres, con respecto al matrimonio, eso que los célibes recalcitrantes llaman malas tentaciones: la primera, cuando la imaginación, salida apenas del horizonte de la pubertad, lo ve todo de color de rosa. Entonces nos casaríamos todos los hombres si fuéramos dueños de nuestra voluntad y de algunos maravedís. La segunda, después de trasmontar la cúspide de este sendero espinoso; cuando todavía nos atrevemos a dudar si vamos dando el primer paso del descenso, o el último de la subida.
Por estas latitudes navegaba la edad de Gedeón cuando notó que le era insoportable la soledad de su casa, y con tanto empeño se entregaba a sus exploraciones por los desconocidos mares del matrimonio.
No diré que se insinuara en él con tanta fuerza como en otro mortal menos egoísta la inclinación al indisoluble vínculo; pero es indudable que el coincidir en ese mismo grado la natural tendencia, su, digámoslo así, punto de sazón, y el repentino cambio en un tan largo como inalterado método de vida, era más que suficiente motivo para obligarle, como le obligó al cabo, a hacer un esfuerzo de raciocinio.
Ni su edad, ni sus circunstancias del momento, daban ya espera. Entonces o nunca. Era preciso examinar con el microscopio de sus conveniencias hasta el último repliegue de sus adentros, para ver, en definitiva, qué había allí que temer o que esperar. Como buen egoísta, no quería dejar para mañana ni el recelo de haber elegido lo peor por falta de reposado consejo.
Ya se ha visto que en el que a sí propio se pedía, llevaba preparada más de la mitad de su postrera resolución. Y digo que ya se ha visto, porque tomando el punto de vista donde él le tomaba siempre, el resultado no podía variar jamás. Desde aquel punto lo veía todo, todo... menos el matrimonio. ¿Cómo diablos había de llegar a conocerle? Y no conociéndole, ¿cómo había de estudiarle a fondo, según él deseaba?
Por eso no fue larga su meditación; mas como el resultado de ella no le satisfizo por completo, aunque le agradaba no poco, quiso encomendar el resto al dictamen de acreditados peritos en la materia. En desacuerdo con ellos, lícito le era apelar a otros pareceres; en perfecta concordancia, ya no cabían escrúpulos.
Veamos ahora quiénes eran los jueces que iban a entender en tan delicado litigio.
Cada generación que viene al mundo trae un poco de todo, como ustedes saben. De cien muchachos que van juntos a la escuela, hay siquiera diez que entran al mismo tiempo en la Universidad; otros diez que se dispersan por la tierra a correr las aventuras de la suerte; veinte que ahorcaron los libros para meterse, como Fray Gerundio, a predicadores, es decir, a todo aquello para lo cual no sirven; cincuenta que van dejando, uno tras otro, este pícaro destierro; y, finalmente, otros diez que se quedan, en la época crítica de decidirse, como estorninos atolondrados, mirando cómo se dispersa el resto de la banda. De estos diez era Gedeón, y de los mismos, otros tres contemporáneos suyos, ociosos como él, egoístas como él y solterones aún más que él, pues todos le excedían en edad, y particularmente en aversión al matrimonio.
Como contemporáneos, como egoístas y como solterones, los cuatro eran amigos... Entendámonos: paseaban juntos, murmuraban juntos, y juntos estaban siempre en rebelión contra la sociedad entera. Por lo demás, ninguno de ellos hiciera por la vida de los restantes el sacrificio de un cuarto de hora de su reposo. Paseando en ala, como acostumbraban, no se toleraban mutuamente el casual pisotón, ni el choque un tanto violento. Por todo gruñían y a cada instante alborotaban el paseo. Ninguno de los cuatro sabía el modo de vivir de los otros tres; lo único que no ignoraban todos era el pie de que cojeaba cada uno de los demás, porque esto aun en la calle se veía: era el carácter.
Uno era avaro, y el matiz más sobresaliente de los muchos que tenía su odio al matrimonio, se compartía entre lo caro que costaba y el riesgo de llegar a tener herederos forzosos.
Acaso hubiera aceptado la esposa como sirvienta fiel y desinteresada en todo género de faenas; pero la quería joven y de buena estampa, con lo cual no estaba garantizado contra el riesgo que temía. De las aseguradas de él por edad, no había que hablarle. De todas maneras, no podía avenirse con el derecho de la mujer a la mitad de los bienes gananciales. El caudal era suyo, y lo suyo lo quería para hacer de ello lo que le diera la gana.
Otro era pulcro, reglamentado y económico. No toleraba en su habitación un mueble fuera de su sitio, ni una hilacha en el suelo, ni una mancha en su vestido; la ventilación era su tema y el cepillo su manía. Apuraba la ropa hasta desecharla por trasparente, pero jamás por sucia. Se sentaba ocupando la menor cantidad posible de silla; y para escribir, así sentado, aún encogía las piernas y los dedos de la mano; metía los renglones de su piojosa letra hasta amontonarlos, y todavía cercenaba media pata a cada m y los puntos a las ii. Comía, paseaba y dormía a horas inalterables e inalteradas. No concebía de otro modo la existencia; y como, en su concepto, el matrimonio era el desorden, el despilfarro, el desaseo y una caverna de aires impuros, detestaba el matrimonio con un rencor inconcebible en su aspecto acicalado y hasta risueño... Verdad es que su sonrisa no lo era; más bien lo parecía por la especial disposición de su boca, muy semejante a la de las culebras.
El tercero era celoso, como una bestia en sus períodos álgidos; y porque la humanidad no le mimaba como él creía necesitarlo para sus regodeos brutales, detestaba a la humanidad entera. Bajo siete cerrojos y amarrada a una estaca, y él a su lado con otra en la mano, sospechara de la fidelidad de su mujer, si capaz hubiera sido de atreverse a elegir una, o el cielo se lo hubiera permitido.
Ya se deja comprender que estas cualidades enumeradas eran el sello distintivo de sus respectivos poseedores, pero nada más: en el fondo del carácter los tres parecían formados en un mismo troquel. Cada uno de ellos creía odiar al matrimonio por distinto lado; pero estas fases de sus odios no pasaban de ser otras tantas manías, o productos diversos y raquíticos de un mismo suelo árido y estéril.
Los tres carecían de familia o habían prescindido de ella; los tres ignoraban lo que era el trabajo y la ocupación seria; los tres eran ricos, y cada uno de ellos vivía solo; quién como huésped, quién en casa propia.
No era Gedeón, seguramente, el peor de los cuatro; pues, a lo menos, sentía ciertos deseos, aunque mal entendidos, de explorar otras regiones para variar de clima, señal de que el insano en que habitaba no le satisfacía; era en sus vicios algún tanto artista, y bastante pródigo de su caudal. Con otra educación, acaso hubiera sido hombre de provecho. Los resabios de sus amigos procedían de la madera misma, que se torcía, como se tuerce el roble, porque es roble, aun con la polilla de los tiempos.
Tales eran los jueces a cuyos dictámenes y consejos sometió Gedeón el atisbo de escrúpulo que le quedó, de resultas de sus cavilaciones matrimoniales al entregarse por última vez a ellas.
Olvidábaseme decir que en el pueblo se llamaba a estos cuatro solterones, Anás, Caifás, Herodes y Pilatos, aplicándose los nombres al avaro, al celoso, al pulcro y a Gedeón, respectivamente, y no sé por qué.
- IV - El juicio
editarSereno era, y hasta chancero y zumbón; pero no sin tartamudear más de tres veces, ni sin hacer por cada palabra una salvedad, llegó Gedeón a exponer su tesis al asombrado y adusto tribunal. Verdad es que no pueden escribirse ni pintarse los carraspeos, las interjecciones y los gestos con que, a manera de ortografía, iban los jueces puntualizando los períodos del exponente. Ya no eran caras; era vinagre y rescoldo aquello que le miraba cuando acabó de hablar en estos o semejantes términos:
-Tal es el caso, caballeros; y para ponerle a su verdadera luz, acudo a vuestro autorizadísimo dictamen. Necesito que hablemos una vez en serio de eso que se llama matrimonio, con el piadoso fin de ver hasta qué punto le es lícito a un hombre... como nosotros, el pensamiento de casarse. Suponed, pues, ilustres jurados, que habiendo hallado una mujer rica, hermosa, con todas las seducciones imaginables, y educada a mi gusto, me caso mañana con ella...
Aquí fue la explosión de asco, de ira y de horror, todo junto; aquí fue el ponerse aquellas caras como dicen que se pone la del demonio cuando la rocían con una hisopada de agua bendita.
-Supongamos -recalcó el exponente, después de abrir un paréntesis de silencio para que pasara lo más recio de la tempestad-; supongamos, repito, que aprovechando todas esas ventajas, me caso mañana yo: ¿qué me sucederá?
-¡Tu ruina!
-¡Tu muerte!
-¡Tu ignominia!
-Eso no es responder -dijo Gedeón, replicando de una sola vez a las tres feroces respuestas de sus amigos-. Quiero detalles; quiero que discurramos un poco sobre esa prosa y esas cadenas matrimoniales; sobre todo ese conjunto de miserias que, según fama, son inherentes a la vida conyugal. Y esto entendido, vuelvo a preguntaros: ¿qué me sucederá si me caso?
-¿Y qué demonios quieres que te respondamos a una pregunta tan vaga y tan compleja? -contestó el pulcro, rasgando mucho la boca para enseñar todos los dientes.
-Lo que sepáis.
-¡Lo que sepamos! ¿Pues no lo sabes tú como nosotros? ¿No lo sabe todo el mundo de corrido? ¿Hay tema que haya sido más resobado ni más discutido? Pero aunque lo ignorases, ¿cómo narrarte en tan breve tiempo lo que no cabe en libros ni en la memoria humana?
-Si te concretaras a un punto determinado... -añadió el celoso.
-Concretaos vosotros; dividid, por ejemplo, en períodos la epopeya, e id diciéndome, no todo lo que hay, sino lo que más abunda en cada uno de ellos: yo deduciré el resto.
-Y vendremos a repetir lo que, en fuerza de haberse repetido tanto, pasa en el mundo por catálogo de vulgaridades.
-Pues ese catálogo es, precisamente, lo que yo vengo buscando. Diréisme que en la memoria debo tenerle; pero recordad los expuestos motivos de mi consulta, y comprenderéis por qué necesito que ese resumen pintoresco de vulgaridades aceptadas como razones serias contra
- «esa grotesca fusión
- que se llama matrimonio»
sea hecho por vosotros y no por mí; por qué, no debiendo fiarme de la memoria ni de la luz con que habría de guiarla para buscar los hechos vitandos, es indispensable que me los expongáis vosotros, en forma, como quien dice, de ramillete, para que pueda yo olerlos todos de un solo aliento, y probar en la intensidad de su veneno el vigor de mi naturaleza y los bríos de mi necesidad. Y con el laudable fin de evitar divagaciones metafísicas y retorceduras de conceptos, vuelvo a presentaros en crudo mi pregunta, que ya lleva marcado el prosaico son de la respuesta: «¿Qué me sucederá si me caso mañana?».
-¡Y dale con el tema! ¿Quieres, con mil demonios, saber lo que te sucederá, por ejemplo, en los primeros días? -dijo echando chispas el acicalado que, según parece, llevaba la voz cantante en aquel estrafalario desconcierto.
-Muchos cantos va a tener la epopeya, a lo que veo -exclamó, sonriendo, Gedeón.
-¿Por qué lo dices?
-Por la pequeñez de las partes en que la divides, si he de juzgar por la muestra de «los primeros días».
-Pues esos días son un período completo, y aun colmado... Los demás ya serán más largos, para desgracia del marido.
-Vaya, pues, por «los primeros días», y sepamos, por fin, qué me sucederá en ellos.
-Nada que no sea envidiable: sorpresas encantadoras, dulzuras, mimos, arrebatos sublimes... ¡lo más voluptuoso y embriagador que puedas imaginarte!
-Y ¿cuánto dura? -preguntó Gedeón relamiéndose.
-Cuarenta y ocho horas -respondió secamente el interpelado.
-Me parece mucho -gruñeron los otros dos jueces.
-¿No me concedéis siquiera una semana?
-Vaya la semana -dijo el atildado-, pues días más o menos, poco suponen en la eternidad del martirio subsiguiente. Durante esa semana, no existen los suegros ni los cuñados; tu nueva familia es un coro de ángeles que no cesa de cantar tus alabanzas. No hay hombre como tú, ni más amable, ni más ingenioso, ni más bello, ni más digno de ser adorado; y esto, que te lo dice tu mujer a solas entre explosiones de amor, te lo repiten en la casa hasta el gato y el perro, adivinando tus deseos y hartándote de preferencias y de mimos. Como no has de vivir con tus suegros eternamente, en estos primeros días empezarás a tratar, si no de separarte, de cuando te separes; y ten por seguro que por diferencias sobre calle, o piso, o colores de las tapicerías, ha de asomar la oreja la primera nubecilla en el arrebolado horizonte de tu felicidad.
-Eso suponiendo -añadió el usurero- que en los pormenores de la dote no haya habido serios altercados.
-O que la recién casada -expuso el celoso-, no deje, en la vecindad que abandona, su primer amor.
-Todo es posible -continuó el pulcro-; pero hemos de prescindir de lo eventual y contingente, que no tiene medida, para fijarnos sólo en lo rigorosamente lógico; en lo necesario, en lo infalible. Con esto nos sobra para ganar el pleito. Y prosigo. He supuesto que pasabas la primera semana con la familia de tu mujer, por elegir un motivo, entre los cien mil que existen, para el primer desacuerdo. De todas maneras, en tu casa o en la ajena, al acabarse esos días, las intimidades matrimoniales han llegado a su grado máximo, y comienzan a caer en desuso ciertas contemplaciones de pura galantería, hasta allí guardadas entre los cónyuges. Nada más natural entonces que la elección de un criado, o la compra de un mueble, o la distribución de las horas del día, u otra pequeñez cualquiera, produzca en tu mujer un serio enojo y en ti un disgusto. Los de esta índole son los que traen a las casas las intervenciones extranjeras, aunque con ramo de oliva; pues la esposa, poco acostumbrada todavía a sufrir contrariedades, necesita murmurar con alguien de las rarezas de su marido, y murmura con su madre, si la tiene, y si no, con sus amigas. Oirás de éstas o de aquélla tal cual disertación sobre el tema de la tolerancia que deben tener los caballeros con las señoras; verás que en estos conflictos internacionales jamás se te da a ti la razón; te llevarán los demonios cuando consideres que cosas tan fútiles y remediables en casa, son ya del dominio público, y en centuplicado tamaño, por la insensatez de tu mujer; que están tu reposo y la paz de tu casa a merced de la menor divergencia de pareceres entre vosotros dos, y sobre todo, cuando veas que tu esposa se va mostrando tan dispuesta a desechar los tuyos más sensatos, como a aceptar los ajenos más absurdos.
Pasó, pues, el período breve del éxtasis amoroso, y estás de patitas en el primero del martirio. Comparando lo que eres con lo que fuiste poco antes, y temiendo avanzar en el horrible e interminable sendero en que te hallas colocado, haces heroicos esfuerzos en favor de la paz doméstica; te acusas aun de faltas que no has cometido; disculpas todos los resabios de tu mujer, y corriges hasta los más inofensivos de tu carácter. Todavía, y mediante este sistema, disfrutas, de vez en cuando, los breves momentos de placer que dan de sí las reconciliaciones vehementes; y quizá insistiendo en el procedimiento adoptado, y sin más mujeres en el mundo que la tuya, llegarás al fin de la carrera, no sin cruz, pero sin espina. Mas, en esto, asoman los primeros barruntos de sucesión; y a los tiquis-miquis de todos los días tienes que añadir las impertinencias propias del estado.
El olor del tabaco la ofende, y no puedes fumar delante de ella; si por no dejar de verla fumas lejos de su presencia, cuando te acercas huele que has fumado, y te rechaza; por evitar este inconveniente dejas de fumar; pero has salido a la calle, has ido al café, has estado, en fin, donde se fuma, y tu ropa huele a tabaco, razón por la cual tampoco puedes aproximarte a su gabinete. Te resignas a no salir de casa por no ahumarte; pero si usas esencias, le repugnan, y si no las usas, hueles a hombre: tampoco entras así.
Entre tanto, la casa está patas arriba, y tu autoridad como la casa, porque la señora come a horas intempestivas las cosas más extravagantes, y tiene ascos, y náuseas, y todo lo escupe. -Cuando concluye este período, que es muy largo, empieza otro mucho más divertido: el período de la pesadez, del bamboleo, del malestar, del paseo nocturno entre calles, colgada de tu brazo; del abultamiento de los labios y de las manchas de la cara; de los pies hinchados; el prólogo, en fin, de la nueva y más tremenda etapa, durante la cual no dormirás sueño tranquilo, ni comerás cosa en sazón, ni te pondrás camisa bien planchada; pues todo lo que es orden, paz y sosiego, lo extermina, lo barre la gran catástrofe: con sus preparativos, antes, y hasta mucho después, con su cortejo de horrores y hediondeces. Antes, el atillo, y la cuna, y los tanteos y probaduras de nodriza, y la novena a San Ramón, y los falsos síntomas siempre a media noche, o a otras horas tan intempestivas. Después, los jipidos, y la casa a oscuras y en silencio, y el aire corrompido, y el andar en ella todos de puntillas, y el comadrón, y la nodriza, y los pañales, y los recados a la puerta, y la obligación de contestarlos, y la colineta para el cura, y los padrinos, y la comitiva del bautizo, y tú presidiéndola, y los chicos de la calle cantando el ¡pelón!... y hasta el consonante, que es harto más grave, pues no faltará quien te le aplique, aunque la copla se refiera al padrino; y luego las enhorabuenas, y el refresco... ¡y el demonio desencadenado en tu casa! -Después, la cuarentena, y los retortijones de barriga en la criatura, y los vagidos consiguientes, y el cólico de la pasiega, y el riesgo de buscar otra, y las cuentas a puñados, y el dinero tras ellas a carretadas... Por último, el restablecimiento...
-Y, por fin -interrumpió Gedeón, respirando con ansia-, volvemos a aquellos ocho días...
-¡Quiá! -dijo el otro con el gesto y el tono que usarían las víboras, si las víboras hablaran del matrimonio-; aquellos días se fueron para no volver. El primer cuidado de tu esposa al salir de su habitación, es residenciarte por el tiempo en que ella no ha mandado en jefe. Nada se ha hecho a su gusto; el refresco fue mezquino; se quedaron sin dulces esta amiga y el otro pariente; el ruido constante que tú no supiste impedir, no la dejó descansar a su gusto una sola vez; están los suelos mal barridos y los muebles echados a perder; eres un Juan Lanas, y además roñoso y desatento. Por supuesto que tú no has intervenido en nada de lo censurado; desde el momento supremo se apoderó de las llaves y del mando la amiga, o la vecina de más confianza, si no hay por medio una madre o una hermana; pero esto no impide que el responsable de todo lo malo, inventado o cierto, se te haga a ti. Habrá hocico también, y acaso moquiteo, porque no se te vio el pelo cuando ella más gritaba durante el apuro gordo; y si se te vio, porque no te alegras, como debes, al contemplarte reproducido; has estado hasta soez con las visitas, o has pecado de expresivo con algunas que ella sabe; y luego, porque su mamá, o su modista, o su doncella... o el Peñón de Gibraltar; pues hasta lo más extraño es un motivo serio para darte guerra. Cuando ésta se acaba por cansancio, comienza la criatura a tomar fisonomía y a entretener a su madre con gorgoritos, sin dejar por eso de alborotar la casa con sus lloros. Ahora porque se ríe, después porque tose, luego porque no mama, y más tarde porque vuelve la leche, allí no se habla más que del muñeco, ni en otra cosa se piensa, así te entre un torozón y te pongas a la muerte...
-Bueno; pero... después...
-Después, volvemos a los ascos del principio, y a los síntomas de marras, y a todas las enumeradas peripecias... Y pasan otra vez, y vuelven de nuevo, y tornan a repetirse, salpimentadas, por supuesto, con un sinnúmero de impertinencias y de contrariedades nuevas, hijas legítimas del cúmulo de necesidades que se van creando en tu casa con cada vástago, y de los resabios que va adquiriendo tu mujer en cada alumbramiento.
-¿Pues no dice la fama que nunca está un hogar más alegre que cuando está lleno de chiquillos?
-¡Oh, es encantador uno de esos cuadros de familia! Aquí una silla rota; allá media vajilla en polvo; el tintero encima de la cama, y las almohadas debajo de la mesa; las botas en la sombrerera, y el sombrero en la cocina; en el ropero la zaga de un coche y la cabeza de Carlo Magno, y medio tambor, y un pedazo de corneta; en el cajón de la basura, la estampa que más aprecias cubierta de lamparones y de garabatos; y los papeles importantes de tu cartera hechos una pelota, y la máquina del reló de tu mujer en la escalera del desván. Te sientas a la mesa, y empieza lo conmovedor. Antoñito no quiere la sopa si tú no se la das; Pablito, mientras cebas a su hermano, te mete un tenedor por los ojos; Adelita quiere cerezas, y está corriendo el mes de enero; Elisina, después de haber comido las natillas con los dedos, hunde las manos en los bolsillos de tu chaleco blanco; y todos cuatro rompen a llorar poco después, formando el coro más armonioso que hayas oído, sobre el cual se destaca la voz de tu mujer, poniéndote como hoja de perejil, so pretexto de que no sabes hacerte querer ni respetar de tus hijos; tu mujer, que andará ya de meses mayores; de modo, que cuando el último retoño va domesticándose, y se larga la nodriza y se le añade al montón de sus predecesores, viene el nuevo con los consabidos trastornos y las enumeradas desazones.
-Pero, hombre, ¿cuándo concluye... eso?
-Cuando concluyan las gracias y los atractivos de tu mujer; cuando no le queden ojos para mirarte, ni labios para sonreírte, ni dientes para devorarte; cuando no sea más que un catálogo de achaques, envuelto en un retal de pergamino; cuando esté a tu cargo la fatiga de cuidarle, y a las doce de la noche te pida desde su cama el antiespasmódico para el histérico, o el algodón para los oídos, o los parches para las sienes; o se despierte a las tres de la mañana para que le des las friegas en la espalda, o le pongas las franelas en los riñones; cuando tus hijos crezcan y necesiten el látigo y el colegio, y el uno resulte estúpido, y el otro holgazán, y el tercero un perdido, y la cuarta una tontuela, y te roben y te esquilmen el sastre, y el zapatero, y la modista, y el maestro de música, y el vecino de enfrente, y la vecina de al lado... Y así vas tirando y haciéndote viejo, y notando poco a poco que estorbas en todas partes a tus hijos y a tu mujer, y que tu mujer y tus hijos comienzan a preguntarte cuánto tienes, y a hablarte mucho de cuando tú faltes... ¡a desear que te mueras, hombre, ya que no pueden heredarte en vida!
-¡Pero eso es feroz!
-Pues eso es, amigo, como si dijéramos, lo más llano del camino: los inconvenientes de un matrimonio hecho a pedir del deseo y con el dinero de sobra; ¡imagínate, si puedes, lo que será el matrimonio en peores condiciones; sin las rentas necesarias para cubrir las indispensables exigencias del estado!
-¡Ni el infierno es comparable con ello! -exclamó aquí el avaro-. El escaso caudal se evapora al calor de tantas obligaciones; se va, se va, se va... y se extingue al fin, como la última oscilación de una luz que ha devorado su mecha; y un día, al despertar la familia, quiere comer y no tiene qué, ni con qué comprarlo; pídelo prestado, entre congojas de vergüenza, y se lo dan; pero como no lo devuelve, otro día se lo niegan, por lo cual vende una alhaja, y después los muebles, y por último la camisa. Entre tantas angustias y privaciones, las pocas virtudes se avinagran, el pudor se corrompe, los respetos se atropellan; y aquel sentimiento, que antes se llamaba amor entre los cónyuges, no impide ya que el látigo zumbe en la casa, y alboroten el barrio los gemidos, porque es cosa harto sabida que cuando el hambre entra por la puerta, sale el amor por la ventana. Después, la horrible consideración que se hará el marido, entre paliza y moquiteo, de que tenía un caudal con el que, soltero, pudo haber vivido hecho un patriarca, y que cediendo a una falsa vocación de su naturaleza, le partió con una mujer que le llenó de hijos en pago de su generosidad, hijos que fueron otros tantos lobos que ayudaron a su madre a comer en pocos días hasta la piel del incauto borrego; que vio éste desaparecer su propia hacienda sin haberse procurado a cuenta de ella un miserable regodeo, porque toda la necesitaba, y mucho más que hubiera, para tapar aquellas bocas insaciables; para sacrificarlo en aras de esa ridícula debilidad que se llama familia; la misma que, si no lo hubiera comido ayer, lo heredaría mañana, o lo empleara la mujer, viuda, como cebo para coger otro marido con quien lo gastara escarneciendo la memoria del primero; vivo éste, para que el más bribón de sus hijos lo jugara en tres montones a una sota, o la madre se lo fuera regalando a su vecino, si le convenía para amante...
-¡Esa es la fija! -gritó entonces el celoso-. Pero tú supones viuda, cuando cae, a la mujer de Gedeón. Yo quiero, y debo, suponerle vivo al ocurrir esa caída, y no acosado el matrimonio por el hambre del segundo ejemplo, sino nadando en la abundancia del primero, porque la mujer peca de vicio, casi siempre, y en las demás ocasiones... porque es mujer... ¡Y en qué condiciones cae la esposa, dioses inmortales! Por de pronto, apenas hay ejemplo de un amante que no valga mucho menos que el marido. -Esto prueba lo que empequeñece y desprestigia al hombre, a los ojos de su mujer, el oficio de casado. -El marido paga, el marido provee, el marido atesta el ropero y abarrota el tocador y colma el bolsillo... pues para el marido las chancletas, la bata sucia, la papalina y el pelo desgreñado; para el amante los perfumes, las batistas, los voluptuosos rizos, la turgente seda, la ceñida bota, la estirada media; para el dueño, toda la prosa, todos los desdenes, todas las frialdades; para el ladrón, todos los encantos de la coquetería y todo el fuego de una pasión tan vehemente como infame. Al marido, a quien se despluma a cada instante, se le tiene por avaro, por incivil y por grosero; el amante, que acaso vive a expensas de las larguezas del marido a quien deshonra, es, en concepto de la esposa, el generoso, el caballero... ¿No es esto infame? ¿No es inicuo? ¿Y no es todavía más inicuo y más infame emplear el propio dinero en adquirir una ignominia semejante? Pues comprar esta ignominia es casarse, Gedeón. Porque todas, todas son iguales... menos las que no sirven para el oficio, por haberles negado sus favores la naturaleza, con ninguna de las cuales has de casarte, pues eres mozo de buen gusto. No tengo más que decirte.
-Ya lo oyes, Gedeón -añadió el atildado célibe, rasgando su boca hasta los oídos, como si tras el gesto se dispusiera a dar el salto alevoso sobre su amigo para hincar en él el diente emponzoñado-; todos, aunque por diferente senda, hemos venido a parar al mismo punto: al presidio del matrimonio, en el cual lo menos que se pierde es la libertad del soltero; esa que nos permite vivir como el ave en el espacio, como el pez en el agua; tener por patria el mundo entero, y por soberano la voluntad; contemplar, en fin, el de la vida, con ojos serenos, sin que nos amarguen aquellos instantes supremos las lágrimas de los que dejamos si nos necesitan en el mundo, o el regocijo de los que nos heredan; esos tiernísimos pedazos de nuestro corazón, llamados hijos.
-¡Adelante!
-Y ¿para qué?
-¿No tenéis, víboras, más veneno que echar por esas bocas?
-¿Pues no hemos de tener? -respondió el pulcro-: a toneladas te lo diéramos si fuera necesario, y aún no se concluyera; pero nos has pedido muestras de ello, y muestras te hemos dado, y en forma de ramillete, como deseabas. Ahora, huele y revienta.
-Oliéndole estoy, rato hace.
-Y ¿a qué huele?
-¡A demonios corrompidos!
-Entonces ¿a qué vino la consulta?
-Ya os lo dije: a que me confirmáseis en mis creencias, algún tanto insubordinadas estos días por la loca de la casa, llamada imaginación. Sí, amigos míos y denodados solterones, soy de los vuestros, creo cuanto creéis y detesto cuanto detestáis; el matrimonio es un presidio para el hombre; un presidio completo, pues que le esclaviza y le infama. Niego la paz del hogar, niego el amor, y sobre todo, la necesidad de los hijos: el uno y las otras no son más que ficciones de la fantasía, cuando no cebos de los maridos para seducir incautos. El hombre, abrumado constantemente por las cargas de la familia, pierde hasta la libertad de ser honrado y el derecho de ser feliz; cuando menos, la ineludible prosa del matrimonio le corrompe, le enerva, le desnaturaliza, le empequeñece. Para cuanto concibe y cuanto emprende fuera del miserable recinto de su hogar, son trabas que le amarran y cortan el vuelo a sus más levantados pensamientos, los hijos y la esposa, que no le quieren más que en cuanto le necesitan. El hombre, pues, para cumplir su verdadero destino, para dar a su cuerpo el regalo que necesita y a su alma la elevación que anhela, tiene que desprenderse de los mezquinos, pero opresores lazos de la familia; ser libre, libre como el pájaro y el viento; y pues, como dice el adagio, El buey suelto bien se lame, suelto quiero morir como he vivido, ya que vuestras sabias advertencias, coincidiendo exactamente con mis doctrinas, me han demostrado que es imposible hallar dentro del matrimonio el voluptuoso edén con que alguna vez soñó mi acalorada fantasía...
Oídas estas palabras, los tres jurados solterones se encogieron de hombros, cual si tuvieran por locura hasta haber puesto el caso en tela de juicio: dioles Gedeón unas palmaditas en la espalda, y se dispersaron los cuatro, tan satisfechos y campantes, como si realmente hubieran tratado la cuestión en serio, y el mundo no fuera otra cosa que un vasto ejido para revolcarse y hozar en él a sus anchas los cerdos de las consabidas piaras.