Capítulo XXI - La nobleza y el pueblo

editar

-¡Oh, es usted! -dijo la joven al verle entrar-. Ya me consideraba muerta. No sé cómo he resistido a tantos horrores.

-¿Quién ha estado aquí? -preguntó Muriel.

-¿Quién? -contestó temblando todavía, y aún llena de terror, Susana-. Un hombre que decía tener el encargo de matarme. Me ha salvado ese que vive en la casa y parece loco.

-¿Y qué señas traía?

-¡Ah, horribles! Es uno de los que me trajeron aquí con usted -repuso la dama recobrando un poco de serenidad-. Y ahora me dirá usted de una vez si estoy en una guarida de bandoleros. Si piensan pedir ustedes alguna cantidad por mi rescate, se les dará, porque nosotros somos muy ricos.

-No nos hemos apoderado de usted por esa razón.

-Entonces intentan matarme para vengarse de mi familia -dijo la joven con alguna entereza.

-Tampoco. No ha sido ese mi objeto. Si fuese lícita la venganza, los agravios que yo he recibido de la familia de usted no quedarían compensados con dos días de prisión...

-¡Dos días! -dijo Susana con alegría-. ¿Luego me va usted a poner en libertad?

-Sí.

-¿Y no me dice usted la razón de este crimen horroroso?

-¡Crimen horroroso! No encuentran otras palabras para calificar nuestros hechos después que nos impulsan a ellos -contestó Martín con amargura-. Bien; yo acepto la calificación, porque mi conciencia pierde cada día uno de sus escrúpulos; yo acepto el nombre de criminal. ¡Pero a cuántos pudiera acusar con más motivo, a cuántos que no tienen un puñal en la mano y brillan en la sociedad obsequiados y atendidos!

-Usted, por lo que veo -dijo Susana-, ha querido cometer una venganza.

-Ahora comprendo -prosiguió Martín, sin hacerlo caso-, ahora comprendo esos crímenes inauditos que nos parecen injustificados. En el fondo de todos los grandes delitos existe una lógica misteriosa y tremenda que los enlaza a otros crímenes, quizá mayores y más imperdonables. Yo no pretendo justificarme; tal vez hubiera ido más lejos, perdiendo todo sentimiento humano y adquiriendo una crueldad que estoy muy lejos de tener. Dios me ha detenido en ese camino. Yo no pretendo disculparme; pero no sé por qué me parece que no es mía la responsabilidad de lo que he hecho. Una fuerza ciega me ha arrastrado; se ha turbado mi razón, he sentido vivos deseos de destruir; comprendo ese afán de hacer daño experimentado por los hombres en días terribles, que no se pueden recordar sin espanto.

-Usted no podrá disculpar esta infamia.

-Ni lo pretendo tampoco. Si lo intentara, usted no me comprendería; usted no comprenderá nunca que un pobre joven de honradez acrisolada y que no ha cometido el más insignificante delito, no debe estar encerrado en un calabozo, con la amenaza constante de perder la vida de inanición o cediendo al quebranto de horrorosos tormentos, inventados por hombres semejantes a las fieras. Usted no comprenderá que no había motivo alguno para que yo fuera igualmente privado de mi libertad por el capricho de cualquier persona, y arrojado a los mismos calabozos para perecer de rabia; porque yo moriría allí de rabia. Usted no se acuerda más que de sí misma, ni ve más injusticias que las cometidas con usted. ¡Infeliz; ha estado dos días privada de las comodidades de su casa, de la conversación de sus amigos! Ya me figuro la consternación del buen doctor y de su tío al ver arrebatada de su casa a una persona querida. ¡Infelices; vivir expuestos a disgustos de esta clase, cuando toda la Humanidad es tan feliz dominada por ellos, y cuando no hay desgraciados que padezcan; cuando no hay injusticias ni dolores en esta sociedad que han hecho a su gusto en la mejor de las naciones posibles!

La amarga ironía de estas palabras impuso a Susana cierto respeto y tardó un rato en contestar. Poco a poco iba recobrando la plenitud de las cualidades de su carácter, turbadas y obscurecidas por el sacudimiento moral que había experimentado. Por último, dijo:

-Desde que me conoció usted, no tuvo otro intento que humillarme; usted no ha creído satisfecho su deseo sino cometiendo una acción como ésta, que quiere disculpar con los agravios que antes había recibido.

-Yo no he tenido el intento de humillarla a usted, y mucho menos cuando usted se ha humillado hasta mí, sin que yo me tomara el trabajo de hacerlo.

-¿Cómo? ¿Yo?...

-Sí; ¿usted no sabe lo que dicen todas las personas que frecuentan su casa? Pues dicen, llenos de admiración, que usted ha tenido el capricho de amarme ciegamente. Y los muy imbéciles no cesan de hacer mil aspavientos sobre el hecho, asegurando que esa pasión es la mayor deshonra que puede caer sobre una familia.

-¡Y dicen que yo!... -exclamó Susana ruborizándose, lo cual no era en ella frecuente.

-Sí; bien lo sabe usted. Yo por mi parte he juzgado eso de diversa manera. Pasajeros arrebatos de sensibilidad, que lo mismo conducen a un amor imaginario que a un rencor caprichoso, no son otra cosa que coquetería, para entretenimiento de los socios del estrado y de la tertulia. ¿No es esto cierto?

Susana iba a decir instintivamente sí, pero se contuvo, y creyó poder dar una contestación conveniente con estas palabras:

-Usted, si bien se mira, más debiera sentir hacia mí agradecimiento que ese vivo rencor, que yo no he merecido de nadie.

-No siento ya rencor -dijo Martín sentándose junto a ella-; he sentido, sí, despecho en algunas ocasiones. De los agravios que recibí de otras personas de la familia, no era usted responsable, y si me lastimó en mi dignidad la primera y última vez que nos vimos, no fue esa la causa de lo hecho últimamente. Yo me apoderé de usted con el único objeto de conseguir por un medio violento e inmoral la libertad de mi pobre amigo. En mi extravío no atendí a la gravedad del hecho. Usted personalmente no me inspiraba entonces sino una absoluta indiferencia.

Susana se sintió herida con estas palabras. Hubiera preferido que el motivo de su secuestro fuera un sentimiento personal hacia ella, aunque este sentimiento se llamara odio o venganza. El no ser más que un instrumento para fines extraños sublevó en ella su orgullo.

-De modo que no he sido sino un instrumento de sus crímenes -dijo con el tono y la mirada que eran en ella habituales en los grandes momentos de despotismo.

-Sí; ha sido usted un instrumento; mas no para cometer un delito, sino para evitarlo.

-¿Y se ha evitado ese crimen? ¿Está libre Leonardo?

-No; pero ya no me importa. Yo espero entrar en su cárcel y sacarlo sin auxilio de nadie.

-¿Usted? -preguntó ella con incredulidad.

-Sí; yo mismo. Lo he de hacer, o he de morir intentándolo -repuso Martín con la mayor entereza.

-¿Qué poder tiene usted para eso?

-Para eso y para mucho más tal vez espero obtenerlo. Estoy resuelto a arrostrar la muerte, a intentar lo más atrevido, a dar un golpe con cierta arma que la casualidad ha puesto en mis manos.

-¡Ah! Ya comprendo -dijo Susana-. Usted se ha dejado seducir por esa gente que ahora mete tanto ruido; per los fernandistas, y como dicen que va a haber trastornos se aprovechará de ellos para hacer alguna atrocidad.

-No me han seducido los fernandistas. Todos los que conozco son, o ambiciosos vulgares, o malvados hipócritas; pero aunque comprendo estos vicios, yo me alegro de la turbación que preparan; sí, me alegro con toda mi alma, y en medio de ella, ayudado o solo, espero intentar lo que siempre ha sido para mi un sueño o una vaga esperanza. Yo siento en mí un afán de actividad, un impulso que me lleva a acometer algo, a expresar con hechos lo que pienso y lo que deseo. No hay tormento mayor que el que yo padezco; solo, sin sentir junto a mí una voz que hable lo que yo hablo; privado de todos, absolutamente de todos los medios para realizar lo que llevo aquí en esta cabeza, no hallando ninguno de esos amigos del pensamiento con quienes se entabla relación más íntima que con los del corazón; aislado, resistiendo la influencia de hombres infames o engañosos; viviendo pasivamente y como sujeto a una fatalidad ciega, sin poder vivir con mi propia vida; convertido en juguete de ajenas pasiones, me consumo en un eterno e inútil esfuerzo. Parece que me encuentro en un desierto, y soy como el esclavo, que nada puede hacer por cuenta propia. Mi carácter, consistente y osado, forcejea como los locos cargados de cadenas, y de nada me vale mi resolución; no puedo hacer otra cosa más que hablar; hablar sin descanso, denunciando la miseria que nos rodea. Quisiera herir con mi lengua, ya que no tiene la virtud de convencer. Yo no puedo vivir así mucho tiempo; yo necesito hechos para que mi vida no sea un continuo monólogo de desesperación. Me muero, me aniquilo en esta pueril ocupación de arrojar mis ideas a la frente de los que me escuchan, asombrados de mi atrevimiento. ¡Pensar, pensar siempre en el mayor de los tormentos!

Muriel estaba excitado, conmovido, y parecía que todo aquello que dijo le molestaba como molesta un cargo de conciencia, y que se desahogaba a la primera ocasión. Susana le oyó con cierto respeto supersticioso, como se oye una revelación; no perdió ni una sílaba y dio un gran suspiro. En aquellos instantes Martín se elevó a sus ojos cual nunca se había elevado.


-Yo pugno sin cesar por salir de esta situación -continuó el joven filósofo-. Por eso se me ve adoptar resoluciones raras; por eso imagino... no sé qué... y si no encontrara dentro de poco un medio más propio para salir de esta situación dolorosa... yo no sé lo que haría. Así, comprenderá usted acciones que atribuye a malos instintos o a venganzas ruines que no caben en mi carácter. Yo no puedo seguir más tiempo condenando con el pensamiento a las miserias que veo; yo necesito destruir algo.

-Yo siempre lo juzgué a usted temible -dijo Susana sintiéndose débil, pequeña y muy humillada ante la enérgica voluntad de su interlocutor-, pero nunca me ha parecido tan violento. Comprendo que infunda miedo y que todos le señalen como un peligro. ¡Cuántos males no puede causar quien dice que necesita destruir! ¡Infelices los que caemos bajo ese anatema!

-No es que yo deseo el mal de los demás -dijo Martín vivamente enojado de que no se le entendiera bien-; es que es preciso, es indispensable un trastorno tan grande, que no sea posible evitar grandes desventuras... Yo me inspiro, en el bien, una sed inextinguible y furiosa del bien de mi patria es lo que enardece mi espíritu.

Cada vez se elevaba más a los ojos de Susana, que, amante de lo que saliera de los límites de la vulgaridad, no podía menos de presenciar con asombro y hasta con entusiasmo los ardorosos arranques de aquel carácter, en perpetua propensión a buscar altos fines. Ella no había visto nunca un hombre así; no conocía ni aun de oídas, ni por la lectura, un hombre semejante; y aquí viene como de molde explicar algunas particularidades anteriores a esta escena, y que le sirven de luminoso antecedente.

La primera vez que Susana oyó y vio a Martín en la Florida, las palabras y el aspecto de éste hicieron honda impresión en su alma. El carácter de Susana era a propósito para que en ella encontrara eco la insolente elocuencia del joven revolucionario, al condenar la sociedad de su tiempo. En el fondo del pensamiento de la dama existía también, aunque algo atenuada por la educación, una protesta contra lo que estaba viendo a su lado desde que tenía uso de razón. De clara inteligencia, de temperamento apasionado, de espíritu también osado y viril, ningún ser existía más propio para recibir los sentimientos y las ideas de Martín, y fecundarlas, dándoles nueva vida y desarrollo. Ella era a propósito para que entre ambos se estableciera una simpatía vivísima. Pero había asimismo en su carácter una cualidad que contrapesaba esta asimilación con el carácter del joven; había en ella el orgullo, que a veces lo absorbía todo; orgullo de raza, indomable, como si reuniera en su cabeza la altivez de todos sus antepasados. Este sentimiento la impulsaba a apartar la vista con horror de aquel hombre sin posición y sin fortuna, que había tenido el atrevimiento de agradarle, y experimentó ante él tantas y tan varias sensaciones, que ni ella ni nosotros podremos expresarlas mientras no se invente una palabra que a la vez signifique el amor y el desprecio.

Desde aquel día esta idea no la dejó libre un momento. Cada vez le infundía mayor admiración, y cada vez se avergonzaba más de la flaqueza de su inclinación. A solas con su pensamiento, la dama se complacía a veces en deponer convencionalmente su orgullo, dejándole a un lado, como dejan los cómicos entre bastidores la púrpura y la corona con que han hecho el papel de reyes; y entonces construía una sociedad a su manera, con una igualdad a su antojo, sin las diferencias crueles que separan eternamente a lo que por la Naturaleza debiera estar unido. Estuvo muchos días dominada por tan contrarios sentimientos. La superioridad moral que desde el principio notó en Muriel se ofrecía constantemente a su pensamiento confundiéndola y fascinándola. Ella amaba todo lo maravilloso, todo lo grande, todo lo que estuviera reñido con lo vulgar, y a pesar de una aparente frivolidad, hija del roce y de la educación, en el fondo de su alma sentía profundo desdén hacia los petimetres afeminados de su pequeña corte.

Pero no podía descender; era preciso elevarle a él hasta ella, y he aquí cuál fue su idea dominante hasta el día del secuestro, que la turbó por completo. Determinó poner en práctica cuantos medios estuvieran a su alcance para elevarle. ¿Cómo? Introduciéndole en su casa, haciéndole aficionar a la vida de etiqueta, obligándole a que dirigiera sus aspiraciones a conseguir un título, honores, riquezas. Los accidentes de la entrevista la noche de la cita indican bien claro las ideas de uno y otro, y el ningún éxito de la primer tentativa. Todos los esfuerzos se estrellaban contra la firmeza de Martín, incapaz de doblegarse ante ninguna especie de coquetería.

En la escena que ahora referimos, Susanita experimentaba impresiones muy singulares. Su fascinación aumentaba a cada palabra; cada vez le veía más grande, creciendo siempre a su lado y dejándola allá abajo rodeada de su pueril y afeminada corte de petimetres ridículos y viejos verdes. Y sin saber por qué, tal vez por el transitorio estado de indigencia a que se hallaba reducida, el orgullo se adormía en su pecho, dejándola libre para amar a su antojo. Parecía que el estar en aquel sitio, el agravio que había sufrido de aquel mismo hombre, eran una severa lección que aceptaba resignada.

Aquella noche, pues, no sintió ninguna de las repentinas exaltaciones de su orgullo, semejantes a crispaduras de nervios, tan violentas como imprevistas. Estaba amansada, como vulgarmente podría decirse, sin duda porque había comprendido la imposibilidad absoluta de imponerse a aquel hombre, subyugándole a su deseo. No era posible transformarle para que la sociedad le permitiera poner los ojos en una dama de alta clase. Ya no había remedio; era preciso aceptarle tal como era, encarnación viva de los resentimientos populares contra los privilegios hereditarios y la nobleza.

-Pero usted va a perecer en esa lucha -dijo Susana-. Serán más fuertes que usted y se defenderán. Ahora mismo, si mi familia descubre donde estoy y vienen y le hallan aquí, ya puede considerarse vencido para siempre.

-Es verdad; yo camino desde hoy por una senda rodeada de profundos abismos; pero tantos y tantos peligros no me quitarán la idea de intentar lo que intento.

-Quién sabe -dijo Susana, como quien siente una inspiración repentina-, Tal vez no sea un sueño; tal vez esté destinado que todo eso a que usted aspira sea realidad algún día. Yo no se por qué tengo el presentimiento de que estamos amenazados de un gran trastorno. Yo, como mujer, no entiendo de ciertas cosas; pero me parece... Yo creo que el mundo debiera ser de otro modo. ¡Oh!, si fuera cierto que algo ha de pasar, yo no dejaría de presenciar con gusto su elevación al puesto en que le corresponde estar. Tengo un presentimiento vago de que esto que digo ha de suceder. Y no es de ahora esta idea mía, es de hace mucho tiempo. Si viera usted cuántas horas de aburrimiento y de tristeza he pasado viendo desfilar por delante de mí la turba de galanes ridículos, de abates despreciables, de clérigos vanos y soberbios, de señorones ignorantes, y me he preguntado: «¿Pero no hay más hombres que éstos en el mundo?». Yo decía: «En otra parte debe de haber algo que yo no conozco; todo no puede ser así, y si es, sin duda es preciso que alguno venga y lo trastorne todo». Esto ha sido siempre en mí una confusa idea, semejante a lo que se recuerda de los sueños muy obscuros y lejanos. Creo que nunca he hablado de esto con nadie.

-¡Oh! -exclamó Martín con súbita alegría-. Por primera vez la oigo hablar a usted con el corazón, y ha dicho cosas que nunca me han producido igual impresión en boca de otros. En un momento se ha despojado usted de sus preocupaciones de raza y de educación para mostrarme lo que yo no había sospechado nunca que existiera.

-Sí -continuó la dama-. Por eso, al oírle a usted por primera vez, me pareció que recordaba algo. Al mismo tiempo me causó gran asombro y hasta cierto respeto el valor que se necesitaba para ser una excepción entre todos los demás, y decía yo: «Por fuerza ha de ser cierto lo que este hombre dice».

Martín oía con asombro las palabras de la petimetra, que revelaban sinceridad profunda, y no fue indiferente a la expresión de sus sentimientos, libres en aquel momento de las afectaciones de la coquetería y de los arrebatos del orgullo. Tenía él cierta vanidad en creerse autor de tal transformación, verificada al contacto de su palabra, y la animaba a proseguir expresándose con la misma verdad.

-Usted -le dijo- me ha comprendido al fin. ¡Cuánto vale para mí esa revelación! Una cosa extraño, y es que habiéndome juzgado entonces del modo que yo más deseo, se mostrara después tan díscola y soberbia conmigo.

-¡Ah! -respondió Susana, sintiendo otra vez la punzada de la dignidad herida-. Usted quiso humillarme de una manera cruel y descortés; usted se burlaba de mí después de haber bailado juntos. Yo me sentí tan ofendida, tan ultrajada, que en mi vida he tenido cólera mayor. Lo confieso; me avergoncé de haber encontrado admirable su modo de expresarse. ¡Con cuánto placer le despreciaba! Yo no podía consentir que usted me tratara como igual, y aquel día, después que usted desapareció, padecí de un modo horrible.

-Pues yo sentí cierta alegría feroz: en el primer instante juré venganza; pero después, ¡cómo me complacía recordar la escena!... Mi familia había recibido grandes ofensas de la de usted.

-Ya lo sé... -contestó Susana con amargura-. Y yo soy la destinada a expiarlas; yo, inocente de todo, y siempre inclinada a perdonarle a usted hasta lo más grave, que es esta reclusión.

-Es la única ofensa real que usted ha recibido de mí. En cambio, ¿de quién partió la idea de mi prisión?

-¡Ah! -exclamó Susana turbada-, no es mía sola la culpa. Cuando se me amenazó con eso, yo no tuve valor para oponerme, y dije al marqués que tendría gran placer en verle a usted castigado. Pero yo he tenido siempre una fe supersticiosa en la superioridad de usted, y creía, acá para mí, que triunfaría de todas las persecuciones de aquellos hombres por la grandeza de su destino. Yo me decía: «Es imposible que le prendan». Si hubiese sabido que estaba usted en la Inquisición y amenazado de muerte, mi trastorno hubiera sido tan grande que de fijo habría hecho una gran locura. Únicamente me hubiera conformado con su prisión si de ella salía igual a mí; igual a mí por el nacimiento y la posición.

-¿Usted me envió una caja con dinero?

-Sí; yo fui. En aquellos días estaba trastornada, y fui tan necia que le creí accesible a la seducción del oro. Me pareció que aquel obsequio serviría para hacerle entrar en el camino en que yo quería verle.

Cada vez iba Martín leyendo más claro en el corazón de la hija de Cerezuelo, que, aguijoneada por la pasión, se sublevaba contra las preocupaciones nativas y los resabios de educación.

-Yo -continuó ella- recibo el castigo de faltas que no he cometido. Usted triunfará; tengo la seguridad de que será favorecido por la Providencia... no sé por qué lo creo así, pero tengo una seguridad firmísima. Me parece que no ha de poder ser de otra manera, y que las cosas del mundo lo exigen así de un modo ineludible; usted crecerá a cada paso que dé por ese camino y se embriagará con sus triunfos, viendose elevado sobre todos los demás. Yo, en cambio, he concluido para siempre. Dada mi posición y mi nombre, este acontecimiento es como una muerte. Robada en un baile de Lavapiés, todos creerán que he cedido a la seducción de un libertino; y al hablar de esto, todos supondrán en mí una deshonra que no existe. Seré despreciada, aun por los míos, y siempre llevaré sobre mí una afrenta que nadie puede borrar.

-Si no lleva usted mancha en la conciencia, ¿qué importa el juicio de personas frívolas, incapaces de sentir ni aun de soñar lo que usted siente?

-Sí, mi conciencia está tranquila; pero yo tengo al mundo un apego que no sabré nunca vencer; yo voy a vivir ahora una vida de desesperación, azotada públicamente por el desprecio de todos, y se me destinará a un convento, donde me moriré de lo mismo que usted se moriría en la Inquisición: de rabia.

-Pues bien -dijo Martín con una idea súbita, que por unos segundos vaciló en sus labios sin acertar a expresarse-; pues bien; no me abandone usted, no vuelva usted con su familia.

Susana oyó aquella proposición con menos espanto del que Muriel suponía, y le miró con atención como si no estuviera segura de que hablaba con completa seriedad.

-¿Que no vuelva?... -dijo, experimentando una gran confusión de ideas y queriendo buscar el verdadero sentido de aquella terrible propuesta.

-¿Aún creo usted que no somos iguales? -preguntó Martín, planteando resueltamente el problema de la igualdad-. ¿No valgo yo por lo menos como otro cualquiera de esos que diariamente le rodean a usted?

Susana no contestó y seguía mirándole.

-Pero usted no se atreve -añadió Muriel-. Usted no se halla con fuerzas para luchar contra ciertas cosas y personas. Teme más la ignorancia y las preocupaciones de los demás que los propios dolores. ¡En qué situación hemos venido a encontrarnos después de haber estado en pugna tanto tiempo! Usted me ha descubierto en su alma tesoros que yo no conocía; pero usted se halla atada a esta sociedad por lazos indisolubles. No ha tenido, como yo, el valor de romperlos, y gemirá en perpetua esclavitud, aborreciendo su cadena, como todos los esclavos. Yo le ofrezco a usted otros lazos. Se me presenta la ocasión de hacer una prueba decisiva, y no la dejaré pasar. Oigame usted y decida.

La joven estaba pendiente de las palabras de Muriel, como si fuera el confesor que había de absolverla de infinitas culpas.


-Oyéndola a usted esta noche -prosiguió-, he creído percibir un eco de mi propia voz en la suya. ¡Qué dulce es encontrar quien sepa entender nuestro lenguaje! Acabe usted de mostrarme un gran corazón y un gran carácter.

-¿Cómo?

-No separándose ya de mí. Usted no se atreve. Eso sería un heroísmo de que usted no es capaz. Desde esta noche ya no es ni puede ser usted para mí lo que antes era. La miraré siempre con respeto, y todos los agravios están perdonados. Pero haciendo lo que digo, renunciando por mí a sus preocupaciones, uniendo su suerte a mi suerte, usted me confundiría, lo confieso; yo me encontraría pequeño, y entonces... ¡sí, verdaderamente humillado! Aborrecido o despreciado de todos, mi vida encontraría en esa unión un reposo y un estímulo para seguir adelante en mi jornada. Creo que no tendría bastante vida para agradecerlo y celebrarlo, pues si en otra cosa no, en esto habría conseguido una gran victoria. Me parece que con sólo ese ejemplo, al paso que aseguraba mi felicidad y me ligaba con los lazos más dulces, me parece, digo, que destruía la obra de cien siglos. Baje usted, puesto que ni la sociedad ni mis ideas pueden permitir que yo suba. Usted, que conoce de qué manera aborrezco, puede comprender de qué modo sé amar.

Muriel se había expresado con profunda emoción, y Susana, moralmente hundida al peso de aquella proposición, se abatía más a cada frase. Callada estuvo largo rato, con la vista fija en el suelo, hasta que al fin, súbitamente, y como si sintiera una inspiración, dijo muy agitada:

-Sí; lo haré... lo haré.

-¡Oh!, usted no se atreve. Necesita parecerse a mí aún más de lo que se parece. Su orgullo sofocará todo sentimiento, y preferirá la coquetería de los estrados y la ocupación de enloquecer a mil hombres torpes y corrompidos, a ser compañera y consuelo de un hijo del pueblo, fatigado por sueños insensatos y condenado a ser objeto de terror ante todas las gentes. Usted no se atreverá a bajar hasta mí.

-Sí; me atrevo, lo haré -contestó Susana con resolución.

Martín halló en su semblante, visto al resplandor de la luna, la expresión de la verdad, y se convenció de que en el ánimo de la joven, atribulada por espantosa lucha, habían triunfado la pasión y la naturaleza de la soberbia y de la educación. Aquel triunfo despertó en él un entusiasmo que en asuntos amorosos dormía oculto en su pecho como tesoro guardado para una alta ocasión. La interesante y extraordinaria hermosura de la joven, su nombre, su posición, su carácter, dieron proporciones a aquel triunfo alcanzado a la vez por el filósofo y por el hombre. Desde aquel instante la amó como se ama a los objetos hallados después de largas indagaciones, como se ama a los problemas resueltos, y con ese especial cariño que ponen los hombres de genio a los ideales hijos de su pensamiento. Vio entonces una nueva fase de su vida, y si hasta entonces la ternura ocupaba hueco muy pequeño en su corazón, desde entonces creyó que no le sería posible vivir sin aquello.

-Cuando lo digo, estoy segura de que lo haré. En un momento he meditado bastante sobre ese problema terrible, y no vacilo. Yo juro no unirme a hombre alguno y destinarme por mí misma y sin permiso de nadie al que yo he elegido. Si no lo hiciera, creo que me moriría de pena.

-Bien; yo la devolveré a usted a su familia, y más tarde...

-Más tarde, después, yo, por mi propia voluntad y libremente, lo dejaré todo, renunciaré a todo e iré en busca de lo único con que me quedo.

-¿Tendrá usted valor?

-Tendré momentos de duda; pero mi corazón se desborda demasiado y no lo podré contener. Iré.

-Yo parto a Toledo esta noche.

-Y yo iré también en esta misma semana.

-¿Lo jura usted?

-Lo juro. Iré.

-Alguna deidad existe que nos ha protegido esta noche y nos ha inspirado. Esperemos ese día que ha de venir, ese día en que yo la vea entrar a usted por las puertas de mi humilde morada.

Los dos jóvenes se abrazaron casta y noblemente, como esposos largo tiempo unidos que se separan por primera vez.

-Vamos -dijo Martín, sosteniéndola y encaminándose a la galería.

Pero apenas habían andado dos pasos cuando sonaron golpes tan fuertes en la puerta de la calle, que parecía que la echaban al suelo.

-¿Quién viene?... ¡A esta hora!

-¡Rompen la puerta! -dijo Susana muy asustada-. Se oyen voces de mucha gente.

-¡Ah!, sí -dijo Muriel prestando atención-; son muchos. No puede ser más que la justicia.

-¡Huya usted!... Han descubierto que estoy aquí y me vienen a salvar. ¡Huya usted!... Pero ¿por dónde?... si están ya en la calle.

-Yo puedo salir por otra puerta a los Pozos de Nieve.

-¡Ah, ya entran!... Escuche usted: es la voz del marqués... la voz del doctor... -dijo Susana-. ¡Huya usted! Yo estoy segura. Déjeme usted pronto.

En efecto, la voz de las personas citadas se sentía bien clara en el portal.

-¿No hay nadie en esta casa? -exclamaba el marqués, admirado de encontrar tan sola la que creía guarida de ladrones.

-¡Huya usted! -decía Susana a Martín-. Ya estoy segura.

-Sí, me voy. Son amigos. Adiós.

-Hasta luego -dijo la joven.

-Hasta luego -contestó Martín dirigiéndose al otro extremo de la galería con gran precipitación.

De allí bajó al patio interior, y, sin ser visto ni molestado por nadie, salió, mientras el doctor, el marqués y un sinnúmero de criados y alguaciles rodeaban a Susana con alborozo, muy asombrados de encontrarla viva.