Capítulo XX - Del fin que tuvo la prisión de Susana

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Dejamos a Susana en el momento en que cayó sin sentido aterrada por la aparición y las palabras del loco. Cuando recobró el conocimiento, aquel terrible espantajo de la hopalanda negra y del rostro desencajado y cadavérico ya no estaba allí, si bien su voz se oía lejana, cual si riñera con alguien en el lugar más apartado de la casa. Susana se dirigió, o más bien se arrastró hacia el lóbrego cuarto de que había salido, y pudo a tientas hallar su jergón, donde se arrojó con desaliento. La luna había desaparecido y una obscuridad intensísima envolvía la alegría, no permitiendo ver objeto alguno, a excepción de la descarnada y alta columnata que daba la vuelta al cuadrilátero del patio.

La joven esperaba con ansiedad la aurora, creyendo que le traería la explicación del enigma de su rapto, y el conocimiento cierto del sitio en que estaba y de la gente en cuya compañía iba a vivir en lo sucesivo. Se engolfaba su pensamiento en conjeturas sin fin, tratando de hallar la oculta lógica de aquel suceso, y la figura de Martín pasaba sin cesar ante sus ojos, como el nombre daba vueltas en su cerebro. Alrededor de esta figura y de este nombre giraban todas las ideas y todas las imágenes que turbaron el espíritu y los sentidos de la noble dama en tan angustiosa noche. A veces creía que aquello había sido la estratagema de un amor arrebatado, o la venganza de un desaire, o el desahogo de un violento despecho. A veces pensaba que era simplemente víctima de una cuadrilla de ladrones, y que se la había secuestrado con el único objeto de exigir a su familia crecida suma por su rescate.

Con los primeros resplandores del alba comenzó a despuntar la esperanza en el pecho de Susana. Contaba las horas en su imaginación, porque no sentía sonido de reloj alguno, como si en la soledad y abandono de aquella casa ni aun debiera marcarse la marcha del tiempo. El día avanzaba. De pronto, y cuando hacía un rato que había amanecido, sintió que se abría una puerta, ruido de pasos indicó que alguien entraba, y después creyó sentir la voz de Muriel. Detuvo su aliento para escuchar mejor, y, efectivamente, era él; hablaba con otro, cuya voz Susana no conocía; pero la conversación no duró mucho tiempo, y los dos se alejaron.

Un poco más tarde sintió el cacareo de una gallina y una voz de vieja que parecía venir del patio. Después, alguien subía la escalera, atravesaba el corredor y llegaba a la puerta. Era la tía Socorro, viuda del ilustre mártir del Rosellón. Susana se alegró al ver delante de sí un ser humano a quien interrogar sobre su situación. Creyó encontrar en aquella mujer la sensibilidad propia del sexo, y se incorporó en su jergón para hablarle. La vieja le traía de comer en un plato de barro, que puso sobre la silla, juntamente con un pan y un cántaro de agua.

-¿En dónde estoy? ¿Para qué me han traído aquí? ¿Quién vive en esta casa? -preguntó con angustia Susana.

La vieja, que por un contraste notable se llamaba la tía Socorro, volvió la espalda sin contestar una palabra; salió, cerró la puerta con llave, y se marchó. Al oír Susana el áspero chirrido de la mohosa llave, cuando la vieja la sacó para guardársela en el bolsillo, se sublevaron en su espíritu el orgullo y la cólera, abatidos por la sorpresa del primer momento. Al verse encerrada en aquel escondrijo, prorrumpió en gritos de dolor, exclamando: ¡Socorro, socorro! La vieja, que se oyó llamar por su nombre, volvió y aplicando su boca al ojo de la llave, dijo:

-¿Para qué me llamáis, madamita? Mejor cuenta os tendría dejarme en paz. Vaya, después que le he puesto ahí un almuerzo como el de una reina.

-¡Infames! ¡Bandidos! -exclamó Susana.

-¡Ah!, si no cerráis el pico, creo no faltará quien le ponga un punto en la boca. Vamos, silencio, y no me vuelva a llamar.

Susana tuvo miedo y calló; pero fue para derramar copioso llanto de rabia, que le escaldaba las mejillas. Arrojada sobre el jergón, movía sus brazos con convulsiones espantosas, ya golpeándose la frente, ya crispando los dedos entre los rizos de sus cabellos en desorden, ya clavando las uñas en sus propios brazos hasta acardenalárselos sin piedad.

El cuarto era pequeño, y la puerta, que era, aunque viejísima, muy sólida, tenía en su parte superior un gran hueco por donde entraba el aire y la luz. Susana observó rápidamente todo esto, porque la idea de escaparse cruzó por su mente en medio del vértigo de su rabia, como cruza el fulgor del relámpago el ámbito renegrido de la atmósfera cargada de tempestades. Pero no era posible huir. Aun suponiendo que saliera del cuarto, ¿cómo salir de la casa?

Una sobreexcitación cerebral muy violenta, acompañada de fuerte irritabilidad nerviosa, no puede durar mucho tiempo, porque rompería la máquina humana, incapaz de resistir la excesiva actividad de sus propios resortes. Pasando el tiempo, Susana se calmó; se extendieron sus brazos, reposó su cuerpo dolorido como si acabara de sufrir una ruda caída, y su aliento se apaciguó cansado de su misma sofocación. Al entrar en este período de reposo, Susana sintió un hambre vivísima; miró a su lado y vio la comida; pero apartó la vista con asco de aquel plato lleno de abundante bazofia, y únicamente tomó el pan. Pero apenas lo hubo probado, lo arrojó lejos de sí; el hambre que sentía era ilusoria. Creyó entonces tener sed; aplicó el vaso a sus labios, mas lo apartó en seguida. Tampoco deseaba beber.

Fue poco a poco cayendo en un lento y perezoso sopor, resultado de la gran vigilia que había experimentado su cuerpo; pero no reposó su espíritu en el seno blando y profundo del sueño; se aletargaba tan sólo, sintiendo todos los trastornos dolorosos del delirio, sin perder la terrible pena de la realidad. Dormitaba con ese sueño más parecido a la locura que a la dulce muerte; estado de aberración en que presenciamos el desfilar disparatado de todo lo imposible en el mundo de la idea y de la imagen.


Así estuvo largo rato sin apreciar el tiempo que transcurría, hasta que al fin su excitación se fue calmando y durmió, aunque brevemente. Al despertar notó ruido de voces en el patio; pero no reconoció la voz de Martín. Se alejaron y todo volvió a quedar en silencio. Esto la hizo pensar que su prisión iba a durar indefinidamente, y que habían resuelto abandonarla, con lo cual su aflicción fue indescriptible, y empezó a llorar, sin la violenta desesperación de antes, pero con más dolor real y mayor tribulación en el alma.

Pasaron las horas con lenta monotonía, sin que ningún accidente alterara la tristeza de aquella mansión encantada, y llegó la noche. Sintiose entumecida y con deseos de andar, y se levantó para dar algunas vueltas por el cuarto; pero bien pronto se sintió débil y hubo de tenderse otra vez. El cuarto estaba enteramente obscuro, y la alucinada fantasía de la infeliz prisionera, débil por el insomnio y el ayuno, se complacía en revestir aquella densa obscuridad con los jirones resplandecientes de una fantástica y confusa visión de colores. El hastío, la pena y la obscuridad desarrollan en nuestro sentido óptico la facultad de poblar de rayas, círculos y fajas de luminosas tintas el espacio en que lloramos y nos aburrimos.

Aletargada aquella noche, como lo había estado por la mañana, se creyó transportada a otro recinto. Las paredes de aquel tugurio se extendían y separaban formando un ancho salón; algún genio invisible colgaba de estas paredes soberbios tapices, con hermosísimas flores, pájaros y ninfas. Grandes cornucopias sostenían multitud de luces, reflejadas hasta lo infinito por hermosas lunas. Jarrones de plata sostenían espléndidos ramilletes, y el suelo, abrigado por blanda alfombra de mil colores, apagaba el ruido de las pisadas. Las pisadas, ¿de quién? Allí entraba uno, el más hermoso y el más amado de los hombres; uno cuya vista tan sólo imponía respeto; era grave y tenía en sus modales como en sus ademanes la majestad del que vive acostumbrado a mandar y a ser obedecido. En su vestido, lo mismo que en su rostro, todo revelaba la superioridad, y era tan noble de aspecto como correspondía a la elevación y firmeza de su carácter, hecho a la dominación y templado al rigor de las luchas sociales. El corazón creía reposar de un largo e inútil ejercicio amándole, y la vista descansaba en él como hallando el término de mil investigaciones ansiosas en busca de aquel mismo objeto. Aquel hombre era el único que existía digno de ella. Pero en la preocupación de sus graves asuntos, en su afán continuo por imponer su voluntad y dirigir la sociedad humana, apenas era accesible a lo que él llamaba las frivolidades del amor. Sin embargo de esto, era indispensable amarle. Si él hubiera puesto los ojos en otra, habría sido preciso morir de pena, dando por terminada la jornada de este mundo... Todos le rodeaban considerándose felices con merecer de él una mirada; los más expertos se sometían a sus dictámenes; los más ancianos le consultaban todos; los jóvenes pugnaban por parecerse a él remotamente, y los niños decían a sus madres que querían ser lo que él era.

Como desaparecen las imágenes de un juego de óptica recreativa al extinguirse la luz que las produce, así huyó aquella fantasmagoría. Martín recobró ante la imaginación de la joven su aspecto habitual, y se representó con su humilde traje, brusco, áspero, con su torva seriedad y su vivo y atrevido lenguaje. El carácter era el mismo; pero, ¡ay!, cuán distinto aparecía con la ruda corteza de un hombre del pueblo, enemigo a muerte de la gente noble, aspirando a destruir los esplendores viciosos de la antigua sociedad.

Rodeábanle personajes de mala facha, dispuestos a satisfacer del modo más vil sus rencorosos instintos contra la grandeza; se agitaba él con inquietud afanosa, como quien jamás encuentra lo que busca, ni llega al punto adonde va; el temple viril de su alma se exageraba en vivísimas cóleras y en excentricidades sin cuento. Era el mismo hombre, pero en tal situación, que parecía imposible... imposible descender hasta él.

Todas estas sombras fueron huyendo para volver después y alejarse de nuevo, hasta que al fin la dejaron sola con la realidad invariable e insensible al soborno de la imaginación.

Al día siguiente se repitió la misma escena con la tía Socorro, que lo dejó lo que ella llamaba almuerzo para una reina, y se fue, cerrando la puerta. Pasó toda la mañana en una inquietud indescriptible, corriendo de un rincón a otro del cuarto, tendiéndose para volver a levantarse, hasta que sintió ruido de voces en el patio. Picole la curiosidad, puso la silla junto a la puerta, se subió en ella, y, asomándose por el gran agujero que en lo alto había, pudo ver perfectamente quienes eran los que hablaban. Eran Martín y D. Buenaventura, según indicamos anteriormente.

Ella notó que Martín se expresaba con acaloramiento y energía, y que el otro como que intentaba convencerle, Martín miraba con frecuencia hacia el sitio donde ella estaba, y el otro también fijaba allí la vista con sonrisa burlona. El joven se levantó de la gran piedra sillar donde los dos estaban sentados, y dio algunos pasos como para subir; pero luego retrocedió, variando de pensamiento. Entretanto, ella ponía toda su atención en el semblante de aquella persona desconocida, a quien recordaba haber visto en alguna parte.

Salió después Martín; pero ella quedó en su observatorio, y vio que entraron otros dos, en cuyas fachas creyó reconocer a los que la arrebataron en casa de la Pintosilla. Entraron todos en algunas habitaciones bajas y volvieron a salir. Por último, el que parecía ser principal salió también llevando algunos papeles y dos o tres cajitas pequeñas. Aquel hombre miró otra vez a la puerta del encierro de la joven con tal expresión de malignidad, que ésta no pudo menos de estremecerse. Salieron todos llevando varios objetos, y después se fue también la vieja con un gran lío de ropa a la cabeza y dos gallinas atadas por las patas, que cacareaban despidiéndose de su antigua morada. Aquella salida de todos los habitantes de la casa llenó de profundísima tristeza el corazón de la cautiva; le parecía que todos los que se iban la habían acompañado alguna vez; creyose en aquel momento más sola que antes. La Zarza únicamente no se había ido, y el arrastrar de sus pantuflas se oía en los corredores inmediatos. Se quedaba sola en la cama con aquel espectro, objeto de su mayor espanto. Cuando sintió que los fugitivos cerraban desde la calle las puertas, bajó de la silla como quien baja el último peldaño de un panteón. «¡Estoy enterrada en vida! -dijo procurando fijar el pensamiento en Dios y aplacar los rencores que bullían en su pecho-. Este cuarto es mi sepulcro».


Esta idea la sumergió en profunda meditación. Su alma sabía acometer cara a cara, digámoslo así, las situaciones tremendas y decisivas. Si su condición femenina la arrastraba a la desesperación ruidosa e inconsolable, como el llanto de los niños, también tenía momentos de viril entereza, propia de los espíritus valerosos. Arrojose en su jergón, y quieta, y con los ojos cerrados, quiso morir en aquel momento. Su padre, su tío, doña Juana, Segarra, Pablillo, Pluma, sus amigos, allegados y conocidos, todos pasaron en fúnebre procesión ante los ojos de su fantasía. Se esforzó en pensar en Dios; pero su pensamiento no llegó hasta allá, quedándose algo más cercano.

Vino la noche, la segunda noche de su encierro, y ella continuaba absorta en la consideración de su siniestro fin, cuando sintió que abrían la puerta de la calle. Su corazón latió de esperanza, y se incorporó en el lecho prestando atención. Una persona entró en la casa. «No puede ser otro que Martín», dijo ella. La persona subía. Uno a uno contó Susana los escalones como se cuentan las campanadas de un reloj que nos anuncia algo que esperamos con afán. El hombre se acercaba, llegó por fin a la puerta, la abrió con llave que trata, y se presentó en el dintel. No era Martín. Era uno de aquellos que vio en casa de la Pintosilla y después en el patio hablando con el desconocido. Susana se quedó mirándole suspensa y sin aliento, dudando si alegrarse de aquella aparición o temerla más.

Sotillo, pues no era otro, permaneció un rato en la puerta procurando enterarse bien de lo que dentro del cuarto había. En una mano traía una linterna, y escondía la otra en su pecho, como quien va a sacar alguna cosa. Era un hombre flaco, amarillo y escuálido, vestido de andrajos y con una torva y recelosa mirada que completaba en él la estampa de la miseria sublevada y turbulenta.

Recorrió con el rayo de luz de su linterna todo el recinto de la habitación, hasta que iluminó el rostro aterrado de la pobre Susana, que yacía en su jergón más muerta que viva esperando ver en qué pararía aquello. Entonces dio algunos pasos hacia dentro, y cerró la puerta. Siguió mirándola atentamente, y dijo en voz alta:

-¡Qué guapa es!

Después se observó en su cara ese mohín que hacemos al desechar una idea importuna y se adelantó con paso resuelto hacia la dama. Esta dio un espantoso grito y se refugió en el rincón del cuarto.

-¡Ah! -exclamó despavorida-, vas a matarme. ¡Socorro!...

-No grites... diablo de muchacha -dijo Sotillo-. La verdad es que no me atrevo... Ven acá, ven.

Parecía como que dudaba y más de una vez retrocedió. Él mismo quería animarse y la estúpida sonrisa con que aparentaba burlarse de su cobardía, daba más terror a la prisionera que el puñal que tenía en la mano.

-Pero yo... ¿qué he hecho? -dijo Susana, siempre temblando, pero más bien en tono de súplica que de protesta-. ¿Por qué quieren matarme?

-¿Por qué? -contestó Sotillo pasando el dedo por la hoja de su arma-. Eso pregúnteselo usted a... Por algo será.

-¿Martín me quiere matar? ¿Martín?

-¡Ah!, no... no; es... Pero el demonche de la mujer, yo que vengo aquí para eso, y no me atrevo...

-¡Ah! ¿Viene usted para eso? -dijo Susana entreviendo un débil rayo de esperanza-. No me mate usted; yo le daré lo que quiera, yo le haré rico. Yo soy muy rica.

-Sí, pero... ¡Oh!, ¡qué guapa es! -repitió Sotillo-; ¿usted no sospechaba?...

-No; yo creía que me iban a poner en libertad -dijo Susana con voz entrecortada.

-No; eso no puede ser. Yo he venido aquí para despachar, y... es preciso.

-¡Por Dios! ¡Por la Virgen... yo le haré a usted rico, yo... yo que tengo parientes poderosos; le descubrirán a usted, y entonces!...

-Tonta, a mí no me descubre nadie... Pero ven acá... ¿Cómo siendo tan guapa te tienen aquí? Oye: yo he venido aquí a matarte.

-¿Martín... Martín me quiere matar?

-No; es preciso despachar antes que él venga. Oye: yo he venido a eso; pero... ¡Caramba, qué guapa eres!

Al decir esto alargó la mano y tocó la barba de la joven, acompañando el gesto de un áspero chasquido de la lengua. Susana se retiró hacia atrás con tanto horror como si sintiera en su cara la fría punta del puñal.

-No te asustes... ¡bah!, en vez de agradecerme que no te haya despachado... Pues yo he venido a esto, pero me has desarmado, chica; yo soy así. Vamos a tratar aquí los dos.

Diciendo esto guardó el puñal y se sentó en la silla, acercándose más a Susana, que no pudo menos de volver la cabeza cuando llegó hasta ella el aguardentoso aliento del asesino.

-Yo he venido a matarte, prenda -dijo-, pero no te mato si tú... Pero ¿a qué vuelves la cara? -añadió bruscamente, tomándole una oreja-. Mirame bien... ya no te mato... vamos, pierde el miedo.

Susana, en su desesperación, quiso levantarse y refugiarse en el rincón opuesto, pero él la contuvo.

-No -dijo la dama, cerrando los ojos y cruzando los brazos sobre la cara-. No; prefiero mil veces la muerte.

Transcurrieron unos segundos, en que la joven esperó recibir la herida mortal; pero sólo sintió sobre su hombro la mano del asesino, pegajosa a causa del sudor, posada como una maza y caliente como una cataplasma. Aquel contacto le produjo tal horror y repugnancia, que saltó corriendo al rincón opuesto. Siguiola Sotillo con furor insensato; pero ella se escurrió junto a la pared y burló por algunos instantes su persecución, al mismo tiempo que gritaba con todas sus fuerzas: «¡Favor, socorro!...». El asesino, a pesar de su exaltación, comprendió que era preciso hacerla callar y concluir de una vez. Blandió su puñal, y ya iba a descargar el golpe, cuando se oyó una voz que decía: «¡Malvado, infame, detente!». En el mismo momento se abre la puerta y aparece una figura alta y descarnada, que contempla con extraviados ojos aquella escena.

Sotillo, que no había visto nunca a La Zarza, ni tenía noticia de que allí existiera semejante hombre, se sobrecogió de tal modo con su aparición súbita, que dejó caer el arma y se puso a temblar como un azogado. La Zarza se dirigió a él, y asiéndole por el cuello con su huesosa mano, le sacudió con tanta fuerza, que le obligó a arrodillarse. Al mismo tiempo dijo:

-¡Oh, infortunada princesa! Este malvado quiere acelerar vuestro fin, cuando sólo al pueblo por medio de los instrumentos de la ley corresponde daros la muerte. Y tú, traidor, que deshonras con el crimen la causa de la igualdad, ¿no sabes que mañana al rayar el día todos los presos de la Abadía y de la Fuerza han de ser llevados a la guillotina para que expíen las faltas de cien generaciones de despotismo? Ya te conozco, aunque ocultes el rostro. Tú eres Hebert, el cruel y repugnante Hebert, siempre sediento de sangre y de venganza. Tú deshonras la revolución con tus excesos. Que mueran, sí, pero no a manos de una horda de enemigos. La vigilancia de la Abadía me está confiada, y yo respondo de la vida de los presos, miserable. Yo los entregaré a la ley como ésta me los ha entregado, y ¡ay del que os toque en la punta del cabello, desdichada princesa! Vuestra cabeza ha de ser paseada mañana por las calles, y se le mostrará a la reina en las ventanas del Temple. Pero no temáis que antes de la hora fatal os veáis inmolada por la mano de torpes sicarios. Sotillo, que era supersticioso, se acobardó al principio; pero repuesto del susto al comprender que no era La Zarza ningún visitante de ultratumba, trató de levantarse. El loco tomó este movimiento por un esfuerzo de defensa, y cogiendo el puñal que en el suelo estaba caído, amenazó con él a Sotillo. Este se abalanzó para arrebatárselo; pero el loco le dirigió un golpe, que recibió el asesino en el brazo; al punto comprendió éste que la cosa no iba de broma, y retrocedió; pero La Zarza le acometió de nuevo, y entonces el otro, ya desarmado y viendo aquel espantajo que sobre él venía, emprendió la fuga por el corredor, y bajó, seguido del loco, que gritaba: «¡Infame y sanguinario Hebert, espera y te enseñaré cómo se castiga a los traidores!».

En aquel momento se sintió que abrían la puerta de la calle y entró Martín, el cual no vio a Sotillo, que debió de ocultarse en alguna habitación baja, si no estaba ya en la calle; el loco se detuvo para reconocer al joven, y cambiando repentinamente de tono y de expresión, arrojó el puñal, diciendo:

-¡Ah, eres tú, querido Robespierre, qué a tiempo vienes! Hebert, con una horda de salvajes, ha querido inmolar a los presos que tengo encargo de custodiar en la Fuerza y en la Abadía. ¡Siempre el mismo Hebert! ¡Bien dices tú que está deshonrando a los jacobinos y manchando con sangre la más alta idea!

-¡Bien, déjame ahora -le dijo Martín, para verse libre de su impertinente locura-, tengo que hacer; espérame allá.

-¿En los Jacobinos o en la Convención?

-Donde quieras -contestó, subiendo la escalera y dejando en el patio a La Zarza.

En seguida penetró en la prisión de Susana.