El audaz/VIII
Capítulo VIII - Lo que cuenta Alifonso y lo que aconseja Ulises
editarI
editarLa escena que hemos referido es de todo punto necesaria para comprender la impresión que produjeron en Muriel al volver de Alcalá las estupendas novedades ocurridas en la casa durante su ausencia de tres días. Llegó por la noche, y al entrar por la calle de Jesús y María siente detrás un pertinaz ceceo; vuelve la cara y ve en la esquina un hombre muy envuelto en su capa, que con la mano le hace señas de acercarse. Se dirige a él y reconoce a Alifonso, a pesar de la consternación y palidez que desfiguraba el semblante del pobre barbero.
-¿Qué hay? -preguntó comprendiendo que algo grave había pasado.
-No suba usted, señor, no suba usted -dijo con trémula voz el mozo.
-¿Pues qué ocurre?
-Pueden echarle mano. ¡Oh!, no sé cómo pude escapar.
-¿Y Leonardo?
-Hace dos días que se lo han llevado.
-¿Adónde?
-A la Inquisición.
-¡A la Inquisición! ¿Qué has dicho? -exclamó Muriel, creyendo que había oído mal.
-Lo que usted oye. A la Inquisición, al Santo Oficio en su mesma mesmedad.
-¿Qué estás diciendo? Tú estás loco.
-¡Ay, señor, por desgracia estoy despierto! Pero alejémonos de aquí, y le contaré a usted todo.
-Pero si esto parece una burla o... Vamos, Alifonso, ¿es esto alguna broma de Leonardo? Tú eres muy travieso.
El barbero se había llevado la mano a los ojos en ademán de limpiarse algunas lágrimas, y Muriel ya no dudó que la cosa era seria. Alejáronse de allí y fueron a sentarse en el escalón de una de las puertas del cercano convento de la Merced.
-Pues Sr. D. Martín -dijo Alifonso- esto es tremendo. Las carnes me tiemblan todavía. Pero yo juro que he de retorcerle el pescuezo a doña Visitación, que es más tonta que una marmota. No sé cómo no me comí a los alguaciles que fueron allí a prender a mi amo.
-Bien, deja ahora aparte las heroicidades que no has hecho y cuenta bien y con orden -dijo con la mayor impaciencia Martín.
-Pues señor, el martes, que en martes no puede pasar nada bueno, estaba yo poniéndole un botón a la casaca de mi amo; ya le había limpiado las hebillas y tenía enhebrada con la seda la aguja para cogerle a la media ciertas ortografías, cuando llaman a la puerta; miro por el ventanillo y veo unas caras... Aquello me olió mal; pero el amo me mandó que abriera, y abrí. Ello es que eran seis, si mal no recuerdo, y dos de ellos traían unas cruces verdes, y todos vestían de negro, de tal modo que me espanté y no supe contestar a sus preguntas. Yo no sé qué respondí; ellos dijeron que yo era un mentiroso, y a la verdad, así fue, pues no me sacaron el nombre de mi amo, por más que el uno de ellos me clavó unos ojazos que me querían comer. Entráronse de rondón todos en la casa, y era cosa de ver cómo andaba la vecindad por la escalera atisbando lo que pasaba, y exclamando las mujeres y los chicos: «La Inquisición, la Inquisición en casa de D. Leonardo». Doña Visitación cayó como un saco, y yo, lo confieso, me puse a temblar como si ya sintiera en las espaldas las disciplinas del verdugo. Mi amo no se acobardó, y faltó poco para que la emprendiera a porrazos con toda aquella patulea. Ya usted ve: así de pronto... con el coraje... Hubiera hecho mal; porque aquellos son ministros de Dios. Yo soy buen cristiano, Sr. D. Martín; pero ¿a qué vienen esas cosas de la Inquisición? Es mucho cuento el tal Santo Oficio: que si son herejes, que si no son herejes. ¡Y por eso azotan a la gente!... Y dicen que antes los asaban como si fueran conejos. ¿Verdad, señor, que si no sueltan pronto a mi amo es preciso andar a bofetones con esa gente?... porque yo tengo un genio...
-¿Y le prendieron? -preguntó Martín, poco atento a las consideraciones de Alifonso sobre el Santo Tribunal.
-¿Que si le prendieron? Aunque hubieran sido dos. Pues digo: iban también por usted. Puede dar gracias a Dios por haberle ocurrido ir a Alcalá; que si está en Madrid me lo cogen y de patitas me lo zampan en la cárcel.
-¿Y él no hizo resistencia?
-¡Quiá! Al principio, como que quiso... pues; pero eran muchos los otros y no tuvo más remedio. Le bajaron, le metieron en un coche, y agur. Esto me lo han contado, porque yo, señor, en cuanto vi las cruces verdes, eché a correr y por el desván me salí a los tejados, donde estuve un día y una noche haciendo el gato; y cuando la tocinera de la guardilla se asomaba, tenía necesidad de agazaparme y dar algún maullido para que no me conocieran. En toda la noche tuvo el alma en mi almario, y no sé lo que hubiera sido de mí si el del tinte, que vive en la guardilla de la izquierda, no me hubiera dado asilo.
-¿Y se lo llevaron? -preguntó otra vez Martín, que en su asombro necesitaba nuevas afirmaciones para creer que aquello no era sueño.
-No allí lo dejaron de muestra -contestó con sorna el barbero-; se lo llevaron. La vecindad está toda escandalizada, y ya creo que se han gastado tres azumbres de agua bendita en santiguar la casa. Todos andan como moco de pavo, muy devotos y rezones, y esta noche creo que van a hacer un sahumerio de romero bendito y raspaduras de cuerno para limpiar la casa de maleficio.
-¿Y él no decía nada?
-Si he de decir la verdad, yo no lo sé, porque me escurrí, como he contado. Pero según unos, al salir dijo mil blasfemias y cosas malas contra Dios y la Virgen; yo no lo creo, porque el señor es buen cristiano. Según otro, dijo: «Si Martín estuviera aquí...», como dando a entender... pues. ¡Fuerte cosa ha sido ésta, señor, y cuando considero que mi amo está en un calabozo, comiéndose los codos de hambre!... Pero ¡ah!, ¡la tía Visitación! ¡Que no la vea yo con coroza por esas calles! Con sus devociones y aquellos singultos que le dan, tiene peores entrañas que una hiena. Contarele a usted lo que ha pasado hoy.
-¿Tú no has vuelto a la casa?
-¿Qué había de volver? ¡Pues bonito está el negocio para meterse allí! Hasta que esto no se aclare no me ven el pelo. De esa gente de las cruces verdes hay que estar a cien leguas. Pues contaré a usted. Hoy han ido esos cafres a tomar declaraciones y a enterarse... pues... Lo primero que les dijo la perra de doña Visitación fue que era yo el demonio mismo o tenía tratos con él. Riéronse los inquisidores, según me contó la del tinte, que estaba allí; pero la maldita vieja insistió en ello, asegurando que yo andaba siempre manejando lejías y brebajes. Eche usted cuenta... que yo tenía mil potingues de elixires y drogas, y que una vez había convertido un jamón en violín. ¡Ha visto usted qué tía estropajosa! Dijo también que los tres estábamos toda la noche dando aullidos y cantando cosas malas. De usted no asegura ninguna cosa mala, ni de mi amo tampoco, a no ser aquello de las griterías; pero de mí no quedó peste que no dijo la maldita vieja. Mas llamaron a declarar a las escofieteras: ya usted sabe que el amo tenía mucha broma con el marido de la casada, y que si hubo, que si no hubo aquello de... déjelo usted estar; lo cierto es que las dos no nos podían ver ni pintados, sobre todo la Teresita, aquella de los ojuelos negros. Dijeron que nosotros éramos gente perdida, que teníamos alborotada la vecindad con nuestras maldades y que usted había traído un barco cargado de libros diabólicos y perversos que estaba vendiendo de ocultis. Dijeron también que el Jueves Santo por la noche yo había estado bailando y que mi amo tenía un licor infernal para adormecer a las muchachas. Pero ¿a qué es cansarnos? ¡Fueron tales las iniquidades que aquellas pelandruscas inventaron! ¡Ah!, también se les ocurrió... las colgaría por el pescuezo en los dos balcones de la casa... afirmaron que algunas noches sentían en nuestra habitación lamentos de niño y que se horrorizaban todas... ¿Ve usted qué farsa?, y aseguraron que mi amo robaba chicos y les sacaba la sangre para hacer sus brebajes.
Muriel no pudo reprimir una exclamación de horror al oír el relato de las soeces declaraciones de aquella vecindad implacable, enemiga de los pobres vecinos del piso segundo. Estaba absorto ante la novedad de aquel triste suceso que se presentaba con tan graves y alarmantes caracteres, y aún no había en su espíritu la serenidad suficiente para juzgarlo y determinar lo que allí había de monstruoso o ridículo. La Inquisición ha sido siempre una mezcla de lo más horrendo y lo más grotesco, como producto de la perversidad y de la ignorancia.
-¿Y no registraron las habitaciones? -preguntó.
-¡Pues no!, la puerta estaba sellada con cera verde; abriéronla y no dejaron cosa alguna en su sitio. Uno hojeaba todos los libros de usted, y después de sacar un apunte de lo que eran, cargaron con ellos, sin dejar una hoja. También se llevaron el pedazo de aquella estampa de la Virgen del Sagrario que usted quiso quemar, porque era un mamarracho muy feo, y no gustaba de ver representada a Nuestra Señora con semejante carátula. Sobre esto me han dicho que hicieron muchos aspavientos los clerizontes. De los papeles no dejaron uno, incluso las cartas de... ¡Pobre señorita Engracia, cómo se quedará cuando sepa tales horrores!... Cuando se echaron a la cara el título de aquella obra que usted leía... ¿Cómo era?... Sí... escrita por un tal Chasclás o Blaschás...
-Por el barón de Holbach.
-Eso es, eso; pues uno de ellos lo escupió. Y cuando abrieron otro libro y vieron en la hoja... todo esto me lo ha contado la tintorera, que estaba allí, y no se acordaba de los nombres... Era aquel libro en que yo leía por las noches, cuando estaban fuera... era una cosa así como don Lamberto.
-Sí, d'Alembert.
-Ese mismo. Pero el que los puso furiosos, tanto que uno de ellos dijo unos latinos y hasta dudó el cogerlo en las manos como si le mordiera, fue aquel que a mí me gustaba tanto: aquel que tiene una estampa de un rey a quien le cortan la cabeza con una gran cuchilla que sube y baja...
-En fin -dijo Muriel-, se lo llevaron todo.
-Todo... no dejaron ni tanto así de papel. Se llevaron las cartas, los papeles de la renta del amo y aquel legajo que mandaron de su pueblo... Todo, todo, menos la ropa, que tiraron por el suelo después de haber registrado los bolsillos. Doña Visitación la ha guardado toda esta tarde, y yo voy a ver si se la entrega a la del tinte para que nos la dé.
-¿Por qué no vas tú por ella?
-Cepos quedos -contestó Alifonso-. Me parece que estoy viendo todavía las cruces verdes, y además yo desconfío de aquella vieja, que es capaz, si me ve entrar, de ponerse a dar gritos en el balcón, diciendo: «¡Ya pareció, ya pareció!». Estemos en paz con nuestro pellejo; que más vale pasear por las calles, aunque con miedo, que pudrirse en un calabozo de la Inquisición. Además, yo espero de este modo servir a mi amo... pues entre los dos... Ya hoy he dado algunos pasos.
-¿Qué has hecho?
-Pues en cuanto supe lo del reconocimiento me eché fuera, y envuelto en mi capa me fui a casa del abate don Lino Paniagua a contarle lo que pasaba. Pues vea usted, ya me dio alguna esperanza, y me consoló bastante, porque, ¡ay!, ayer tenía el corazón como un puño.
-¿Y qué te dijo ese D. Lino? -preguntó Martín con mucha curiosidad.
-Que cuando usted llegara fuese a verlo, para decirle él lo que tenía que hacer.
-Pues iré esta noche misma, si es preciso.
-Según me dijo, a usted le será fácil conseguir que echen tierra al asunto, porque, aunque esos de la Inquisición son gente de malas entrañas, parece que uno del Consejo Supremo es primo de la hermana de la mujer del cuñado o no sé qué de ese señor conde de Cerezo, a quien usted conoce.
-¡Yo!... De Cerezuelo, querrás decir. ¡Pues es buena recomendación la mía para esa gente! -dijo con ironía Martín-. El tal D. Lino no sabe lo que dice.
-En fin, él lo enterará a usted. ¡Pobre señorito D. Leonardo; verse encerrado en una prisión sin haber hecho mal a nadie! Vamos, cuando lo pienso me dan ganas de becerrear como un chiquillo.
-Esta noche misma iré a casa de ese Sr. Paniagua a ver qué me dice -indicó Martín levantándose con resolución.
-Mejor es, porque ¿qué se pierde con tomar la cosa con tiempo? Pero mucho cuidado, que si me le echan mano...
Ambos personajes avanzaron juntos a lo largo de la Merced, y hasta la esquina de la calle del Burro, donde vivía el abate, no se separaron. Muriel estaba muy abatido, y Alifonso, por la desgracia, no había dejado de ser charlatán. El primero ya no tenía fuerza para hacer frente a las desventuras, y su desprecio a los acontecimientos se trocaba lentamente en un pavor casi supersticioso que se acrecentaba a cada nuevo golpe que recibía. Empezaba a creer en una lección providencial, en un castigo tal como nunca su conciencia de filósofo esperó recibirlo, y en su espíritu había por lo menos una tregua con la Divinidad. Estaba confundido, anonadado. No sabía si seguir despreciando a su época, u odiarla con más fuerza; y la sociedad empezaba a parecerle demasiado fuerte para que fuera posible luchar con ella. La corrupción era invencible, porque era a la vez fanática, y parecía más fácil destruir aquella generación que convencerla. Con estos pensamientos, dominado a la vez por la tristeza y el recelo, el corazón desgarrado y el alma escéptica, entró en casa del abate.
II
editarGrande fue la sorpresa de Martín al ver el extraño traje con que le recibió D. Lino Paniagua, el cual, delante de su espejo, mientras un peluquero se ocupaba en dar las últimas pinceladas en su adobado rostro, ofrecía la más extravagante figura. Una gran peluca a lo Luis XIV le cubría la cabeza, arrojando sobre sus hombros exuberante porción de enmarañados rizos, de tan descomunales proporciones, que el rostro del pobre abate aparecía reducido a la mitad de su natural tamaño; un peto escamoso semejante al que ponen los escultores en el cuerpo de San Miguel ceñía el suyo, y de la cintura pendía la espada corta y un escudo de cartón dorado con caprichosos signos zodiacales. Calzaba una especie de coturno con hebillas, y la pierna se cubría con media de punto imitando muy imperfectamente la desnudez. De la cara nada hay que decir, pues desaparecía tras una corteza de bermellón y dos enormes rayas negras que hacían el papel de cejas en aquella máscara grotesca. Cuando el protector de los amantes vio entrar a Martín, soltó el papel en que leía unos retumbantes endecasílabos y dio rienda suelta a la risa, diciendo:
-¡Ah!, Sr. D. Martín Martínez de Muriel, mi querido amigo: no se maraville usted de verme en este traje! Estoy desconocido, ¿no es verdad?
-Ciertamente, ¿pero estamos en Carnaval?
-¡Oh!, no señor -contestó el abate riendo con más fuerza-; pero me veo en un compromiso. He tenido que encargarme del papel de Ulises en la tragedia de Ifigenia, que se representa esta noche en casa del marqués de Castro-Limón, porque el Sr. de Berlanga, que había de desempeñarlo, ha caído anteayer con unas tercianas, y... no he tenido más remedio. Me ha sido preciso aprender el papel en dos días. ¿Qué le parece a usted el traje?
-Está usted hecho un payaso -contestó Martín.
-¿Un payaso, Sr. D. Martín? -dijo Paniagua riendo sin la menor señal de agravio-; es verdad, pero ¿qué quiere usted? Me han obligado. Yo no puedo decir que no. ¿Cómo iba a dejar de representarse la tragedia? Pero ahora caigo en que usted debe venir a... Alifonso me ha contado todo. ¡Pobre Leonardo! ¡Qué desgracia, qué mala suerte!
-Más vale que diga usted: ¡Qué iniquidad, qué infamia!
-Sí, pero diré a usted, hay leyes sagradas. ¡Qué se ha de hacer!... Está establecido. Pero ¿qué me dice usted de la peluca? ¿Le parece, por ventura, demasiado grande? ¿Y la espada? ¿No cree usted que un poco más corta sería mejor? Me parece que llevo a la cintura el montante de Diego García de Paredes.
-¿No tenía usted antecedente alguno de esta abominable prisión de Leonardo? -preguntó Muriel sin cuidarse de la peluca ni de la espada del abate.
-No, ¿cómo iba yo a saber los secretos del Santo Oficio? Para mejor servicio de la santa fe católica y de la religión, aquel Tribunal obra siempre con el mayor sigilo. A veces ni los mismos parientes del reo saben su prisión hasta el día del suplicio, sistema admirable a que debe la Inquisición su eficacia.
Martín escuchó en silencio y más meditabundo que irritado la apología de la Inquisición hecha por boca de aquel mamarracho, caricatura física y moral ante la cual se experimentaba un sentimiento que no se sabía el era la compasión o el desprecio.
-Creo -continuó D. Lino-, que no sería difícil conseguir que ese asunto se acabara pronto, siendo condenado D. Leonardo a una pena muy ligera, como azotes, por ejemplo... En el día la Inquisición no es rigurosa. Se los darían en el patio mismo de la cárcel.
-¡Oh! -contestó irritado Martín-, en cualquier parte que sea, eso sería una infamia sin igual. Leonardo es inocente.
-Ya lo sé... ¿quién lo sabe mejor que yo? Pero ¿qué quiero usted? Tal vez pueda conseguirse que sea relajado.
-¿Y qué es eso?
-Que pase al brazo secular porque el delito no sea de los que competen al Santo Oficio. Entonces, a fuerza de empeño, se puede conseguir que se sobresea y lo despachen pronto; así como dentro de dos años o dos y medio.
-¡Dos años; eso es espantoso! Y siendo inocente... ¡Oh, D. Lino!, creo que los que se contentan con maldecir a estos tiempos son despreciables y cobardes. ¿No merecería las bendiciones de los hombres el que tuviera fuerza y valor suficiente para estremecer desde sus cimientos el Estado y la Corona, y toda esta balumba de ignorancia y corrupción?
-Diga usted -preguntó el abate sin comprender aquellas palabras, que le parecieron una jerigonza-, diga usted, ¿no le parece que esta pantorrilla izquierda tiene poco algodón? Ya se ve, con la prisa... Y de aquí allá creo ha de ajárseme completamente el vestido, aunque ha venido a buscarme la berlina de la casa. He tenido que vestirme en la mía, porque allá no tengo confianza... Como es uno así, persona de cierta edad, y aquellas niñas son tan burlonas... ¡Ay!, esta espada se me traba en las piernas y estoy expuesto a dar un costalazo en lo mejor de la tragedia... Pero veo, Sr. D. Martín, que está usted preocupado con el caso de Leonardo y no atiende a lo que le digo. ¿Sabe usted a quién debe dirigirse? ¿Recuerda usted aquella dama con quien usted habló en la Florida, con quien bailó de lo lindo, paseando después por las alamedas?
-Susanita Cerezuelo
-Justamente; y acá para entre los dos, me pareció que no le miraba a usted con malos ojos, aunque es en extremo insensible y hasta ahora no se le ha conocido pasión ninguna. Puesto que estuvieron ustedes tan amigos aquel día, vaya usted a su casa, háblele...
-Pero qué, ¿esa señora es también inquisidora? -preguntó Martín.
-No, alma de Dios; pero lo es el hermano de la esposa de su tío, D. Miguel Enríquez de Cárdenas, en cuya casa vive. El Sr. D. Tomás de Albarado y Gibraleón es consejero del Supremo de la Inquisición, persona bondadosísima y siempre inclinada a perdonar; es tal su influjo entre los jueces del Santo Oficio y con el inquisidor general, que puede decirse que él hace lo que quiere en cuanto concierne a aquel Santo Tribunal; con esto y con decirle a usted que ama entrañablemente a Susanita y que la mima hasta el punto de otorgarla cuanto ésta le pide, comprenderá usted si hago bien en aconsejarle que dé este paso para conseguir su fin.
-Pero yo no puedo pedir nada a esa familia; yo no puedo entrar en esa casa. Sería para mí la mayor de las humillaciones, y creo que ni aun la consideración de las desventuras de Leonardo me daría fuerzas para doblegarme ante semejante mujer.
-¿Qué dice usted, hombre? ¿Usted está loco? -dijo con asombro el abate, apartándose los rizos que sin cesar le caían sobre el rostro-, ¿Humillación, pedir un favor de esa naturaleza a la más celebrada hermosura de la Corte? ¡Pues digo, que charlaron ustedes poco aquel día! Usted es incomprensible, Sr. D. Martín.
Éste no quiso explicarle a D. Lino las razones en que se fundaba, y guardó silencio.
-Pues le aseguro a usted -prosiguió el abate- que estoy en lo firme al creer que conseguiremos por ese medio ver en libertad al pobre D. Leonardo. Vaya -añadió con malignidad-, se viene usted haciendo la mosquita muerta. ¿Si seré yo alguna marmota para no comprender que Susanita le mira a usted con buenos ojos? Vaya usted allá, y después veremos si tengo razón. Es una familia amabilísima, y en cuanto al doctor Albarado no conozco hombre más excelente. ¡Y cómo quiere a Susanita! Va allá todas las noches; yo también voy y solemos echar un tresillo. Mañana mismo diré a la madamita su pretensión de usted.
-¡Ah, no -dijo Martín-, no puede ser, yo no puedo ir allá!
-¡Hombre, no lo entiendo! Usted no sabe el efecto que ha producido, Sr. D. Martín, o si lo sabe lo disimula. No sea usted raro, vaya usted. Si no, hay que resignarse a ver a Leonardo condenado... quién sabe a qué.
-No, de ninguna manera. Esa familia y yo no podemos decirnos una palabra -aseguró Martín con resolución.
-¡Pero yo estoy confuso! ¡Pues poquito se dijeron ustedes en la Florida! Lo que le aconsejo a usted es un medio decisivo. Yo por mi parte haré cuanto pueda. Mándeme usted, iremos juntos a todas partes, le llevaré recados. Mañana no, pero pasado estoy a su disposición. Mañana me es imposible por tener que asistir al funeral del comandante Priego, y también he de ocuparme de buscarle doncella a la condesa de Cintruénigo, que me ha hecho hoy ese encargo, y el de contratarle una media docena de pavos buenos. Además mañana tengo que poner en limpio el entremés de Trigueros, que ha de estar listo para el sábado... Pasado, pasado estoy a la orden de usted.
-Yo no puedo, no puedo ir a esa casa -dijo otra vez Martín, preocupado siempre con la misma idea.
-¡Pues no ha de ir usted! Yo mismo le llevo, yo mismo. Si usted conociera al doctor Albarado...
-Yo me retiro -dijo Martín repentinamente-, necesito meditar eso; sí, es preciso pensarlo, pensarlo mucho.
-Al fin irá usted. Si no lo hiciera, sería preciso declararle loco rematado... ¡Ah, Sr. D. Martín! -añadió echándose mano a la cintura-, hágame usted el favor de apretarme esta hebilla. ¡Diablo de espada! Y luego con este pelucón, que no parece sino que llevo tres zaleas en la cabeza...
Apretó Muriel la hebilla con tal fuerza, que el talle del abate quedó reducido a su más mínima expresión, y aunque en realidad le molestaba sentirse tan fatigado, se olvidó de la mortificación al ver reproducida en el espejo su sutil y esbelta cintura. Gruesas gotas de sudor, producto de la sofocación causada por la peluca, despintaban su rostro; pero él llevaba con paciencia todas estas agonías, regocijándose de antemano con el éxito de su trágica representación. Muriel no creyó conveniente distraerle por más tiempo, y se marchó dejando al improvisado Ulises completamente dispuesto ya para entrar en escena.
Salió Martín de aquella casa en un estado de agitación indescriptible, conforme a la repulsión y lucha de estas dos proposiciones que se disputaban el dominio de su espíritu.¿Se humillaría ante la familia de Cerezuelo, solicitando un beneficio de la orgullosa e insolente Susana? ¿Dejaría a Leonardo en poder da los sectarios del Santo Oficio, cuando tal vez podría salvarle con un sacrificio de su amor propio? El trastorno que en su ánimo produjo esta duda espantosa no es para referido. Según él pensaba entonces, no podía ser obra de casual encadenamiento de sucesos los que recientemente ocurrieron; había una lógica tan horrible en ellos, que era preciso creer en la acción deliberada de una vengativa Providencia, constante en el empeño de abatirle más, cuando él más quería sublimarse. Los agravios recibidos de la familia Cerezuelo; el diálogo con Susana, en que había querido humillarla; la pérdida de su hermano, desamparado por la misma casa; sus provocaciones y arrogancias ante el viejo conde; la prisión de su único amigo, y la última fatal coincidencia de que había de arrastrarse a los pies de aquella misma familia maldecida y despreciada para poder salvar a Leonardo, parecían hechos dependientes de un verdadero plan, que algún dedo inescrutable había trazado en el libro de aquella vida turbada por las creencias y por la pasión. Su orgullo debía abatirse; sus ojos, que arrostraban con expresión provocativa la vista de una sociedad tan despreciada, debían cerrarse humildemente, buscando en la lobreguez la única paz posible; debía ser humilde ante los poderosos, aceptar el yugo y gemir en el silencio de su conciencia, sin proferir una queja eterna ni vanagloriarse con la intención de destruir un mundo en que no se veían más que defectos.
En este angustioso estado de espíritu vagó por las calles, sin saber qué camino tomaba ni cuidarse del sitio aún desconocido en que había de pasar la noche. Su pensamiento se elevaba a Dios, fuente de justicia, procurando desprenderse de sus odios y preocupaciones para ver si espiritualizado en la comunicación con lo Alto, adquiría la certidumbre de que era un loco extraviado por la lectura de libros malos o el trato de hombres perversos. Pero ni esta certidumbre ni ninguna otra puso paz en su ánimo, y siguió dudando el continuar enorgullecido de la superioridad moral que sentía en sí respecto de su época, o si abdicar la mejor parte de su carácter poniéndose al nivel de las gentes que en torno suyo veía sin cesar. Por fin, después de dar mil vueltas, el cansancio físico se sobrepuso en él a la fatiga mental, y se ocupó en buscar un sitio donde pasar la noche puesto que no debía ir a su casa. La única persona que podría darle un asilo era el Sr. de Rotondo, y allá se dirigió, no sin repugnancia, pues no había simpatizado con aquel personaje. Éste le recibió con los brazos abiertos, diciéndole estas palabras, que preocuparon al joven toda la noche:
-¡Ah!, Sr. D. Martín, ya sabía yo que había de venir a parar a esta casa.
Lo que los dos se dijeron después, y lo que hizo Martín al siguiente día, lo sabrá el lector en los siguientes capítulos. Martín se acostó en un mal cuarto, donde había arreglado la vieja intendente de aquel vetusto y triste edificio un abominable camastrón. No le fue posible pegar los ojos hasta el amanecer, y su martirio fue grande no sólo porque la excitación mental le impedía dormir, sino porque contribuyeron a aumentar su doloroso y febril insomnio los desaforados gritos del pobre La Zarza, que en la habitación contigua exclamaba sin cesar: «¡Robespierre, Robespierre, no haya piedad!... ¡Todos a la guillotina!... ¡Aún faltan muchos: valor! ¡Pérfidos aristócratas, infames vendeanos, enemigos de la civilización: preparad vuestras cabezas!... ¡Temblad, tiranos, vuestra hora ha llegado!... ¡Robespierre, Robespierre: la infamia de tantos siglos no se lava sino con sangre!».