Capítulo IX - El león domado editar

I editar

Susana no había podido, a pesar de su carácter dominador y absorbente, trocar las antiguas, venerandas e invariables prácticas de la casa en que vivía, que era la de su tío D. Miguel de Cárdenas y Ossorio. Conspiró la joven mucho tiempo para hacer variar las horas de comer y las del Rosario, lo mismo que para destruir ciertas preocupaciones y rancias costumbres que, según ella decía, quitaban todo su brillo a los saraos. Consistían estas antiguallas en no dar al uso de las bujías la importancia que merecía, prefiriendo los viejos hachones de cera y resistiéndose a trocar las lámparas históricas por los modernos y recién propagados quinqués. También había hecho esfuerzos para poner en la sala algunas cornucopias que cubrieran las vergonzantes fealdades de unos tapices que habían presenciado el paso de diez generaciones, y asimismo quiso substituir el clave imperfecto y discordante que sus antepasados adquirieron en tiempo de Juan Bautista Lulli, cuando menos por un forte-piano, admirable en las labores de la caja, encantador en sus sonidos, joya instrumental y artística digna de las manos y del espíritu de Beethoven. En esto triunfó Susana, mas no en relegar la guitarra a completo olvido, como pretendía, llevada de su amor a la etiqueta. La guitarra siguió animando con sus rasgueos picantes y su dulce somnolencia las tertulias de la casa, donde se bostezaba de lo lindo, a causa de no poderse dar entrada franca a elementos de distracción.

Los dueños tenían en esto un rigor extremo, y el estrado de tan veneranda mansión no se abría sino a personas incurablemente serias, a damas de la estofa cancilleresca de doña Antonia de Gibraleón y a señores procedentes del Consejo y Cámara de Castilla, de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, de la Contaduría de Penas de Cámara, del Consejo de Ordenes o de las Indias, de la Rota o de cualquiera de aquellos panteones administrativos que hacían las delicias del siglo XVIII. Por las noches, al ver entrar con solemne y acompasado andar aquellas estiradas figuras, cuyos semblantes parecían más graves sombreados por las alas de pichón de sus disformes pelucas, un observador de nuestra época hubiera creído asistir al desfile del Estado en el antiguo régimen. La conversación correspondía a los personajes, y aunque las damas, a excepción de la Diplomática, se aburrían bastante, ellos pasaban tan entretenidos las largas horas de la tertulia, que, al llegar las diez, hora de romper filas, exclamaban a una voz: «¡Qué temprano!», si bien la costumbre era más poderosa que nada, y envolviéndose en sus capas salían, precedidos del paje y la linterna, en dirección a sus casas.

No se permitía más desahogo literario que alguna lucubración pastoril de Pepita Sanahuja, considerada como verdadero portento de precocidad y de ingenio. De entremeses ni representaciones no había que hablar, porque tal cosa no era consentida en tan augustos recintos, y sólo alguna canción, acompañada al clave o a la guitarra, podía tolerarse, con previa censura y después de ser amonestado el Orfeo para hacerlo en voz baja y con muy recatados ademanes. En el ramo de refrescos la sobriedad era tal como correspondía a estómagos que por su edad no debían ser cargados con excesivo material, y, por tanto, el bolsillo del Sr. Enríquez de Cárdenas no sufría grandes expoliaciones con esta partida del presupuesto señoril. No se escatimaba el chocolate ni los azucarillos, pero si se quería pasar de ahí, si se le antojaba a cualquier estómago el recreo de alguna magra o de algún pastel substancioso, los Enríquez de Cárdenas no tenían nada de Lúculos y cerraban las despensas con cien llaves. Verdad es que los tertulianos eran tan sobrios como los amos de la casa, y ninguno se hubiera permitido desordenados apetitos.

Uno de los principales y más asiduos sostenedores de la tertulia era el doctor Albarado y Gibraleón, hermano de la señora, persona de ilimitada bondad, y tan discreto y sensible a la vez, que su cargo de inquisidor general era en él un horroroso contrasentido. Su amor por Susana, a quien había mimado desde niña con la flaqueza y cariño paternal de un abuelo, era delirio. Persona grave y de austeras costumbres, el doctor tenía, especialmente con su idolatrada Susanilla, todas las expansiones de la más franca y generosa confianza. Cuanto la joven decía, él lo encontraba bien; sus rasgos de soberbia le encantaban, y en su presencia era preciso tenerla contenta so pena de incurrir en el desagrado del señor Inquisidor general. Ella, por su parte, si con alguien era condescendiente y suave, era con el abuelo, como le llamaba de ordinario, y en la tertulia las gracias de uno, las mimosas respuestas de la otra, eran lo único que por lo general desentonaban la soporífera armonía de la conversación.

Hemos creído necesario dar esta breve noticia de la vida interior de la casa antes de referir los singulares e imprevistos acontecimientos que van a resultar de la entrevista de Muriel con Susanita, determinación que tomó el joven al fin, después de meditarlo mucho, y calurosamente incitado a ello por D. Buenaventura Rotondo.


II editar

-No podía usted haber ideado cosa mejor -le decía éste al siguiente día, cuando el joven se levantó, después de un breve y agitado sueño-. Es el mejor camino. Si por la intercesión de Susanita no consigue usted nada, ese amigo de usted se pudrirá en su calabozo sin que nadie le ampare. Yo conozco mucho a esa familia, y el Inquisidor es tan amigo mío, que no pienso tenerlo más íntimo en ninguna parte.

-¿Pues por qué no le habla usted? -dijo Martín-. Yo le quedaré eternamente agradecido.

-¡Ah! No es fácil ablandar al doctor D. Tomás de Albarado. Sólo una persona tiene el privilegio de excitar la indulgencia del inquisidor hasta el punto de obligarle a arrancar a un reo de las garras del Santo Oficio. Háblele usted mismo a ella... nada más que a ella.

-Pero ya ve usted las razones que tengo -dijo Muriel, que ya había contado a su interlocutor lo que saben nuestros lectores.

-Eso no importa, amigo mío. Es preciso doblegarse, transigir, y mucho más cuando está de por medio la libertad de un amiguito.

-¿Pero no comprende usted que esa mujer ni siquiera se dignará recibirme? Me hará apalear por los lacayos desde que ponga los pies en su casa. ¿No recuerda usted lo que acabo de contarle... la escena de la Florida?

-¡Qué tontería! Si usted la humilló entonces, es necesario abatirse, llegar, pedirle perdón...

-¡Yo, perdón! -contestó Martín con energía-. Eso de ninguna manera. Lo más que puedo hacer es exponerle mi petición de un modo respetuoso, y nada más.

-Es usted lo más raro...¡Pero qué orgullo... qué...! Es preciso, amigo mío, aceptar las cosas como las encontramos. Usted no es ningún potentado; usted no puede hacer nada por sí solo en el mundo; usted tiene que humillarse buscando el arrimo de los poderosos. Yo no me explico semejante orgullo ni aun tratándose de quien quiere remover la sociedad. Pues digo, hasta en eso no se digna usted descender de las alturas, y cree que cuantos aspiran a fines parecidos no saben lo que hacen.

Sea que Muriel encontrara algo de justo en esta reprensión; sea que le infundiera más bien desprecio que asentimiento, lo cierto es que no contestó a ella, y permaneció con los ojos fijos en el suelo, meditando, sin duda, aquel grave caso.

-No tiene usted nada que pensar -continuó D. Buenaventura, cuyo empeño en decidir a Muriel era tan oficioso, que llamó la atención de éste-. No tiene que pensar más en ello, sino resolverse, e ir. Yo le aseguro a usted -añadió en tono de profunda convicción- que será bien recibido. No tema usted nada.

-¡Bien recibido! Eso no puede ser. Creo que de ninguno harán menos caso que de mí en tal asunto. Esa gente me detesta; a ella, sobre todo, debo inspirarle una repugnancia inaudita.

-La mujer es voluble y tornadiza. Hoy ama lo que ayer aborrecía, y mañana desprecia lo que le ha gustado hoy.

-No crea usted, a mí me importa poco ser despreciado o no por esa gente. Lo que no quiero es humillarme, cuando en el fondo de mi corazón les considero tan indignos y pequeños, a pesar de su posición social. Mi mayor gloria es confundirlos con una palabra, avergonzarlos y deprimirlos. Después de lo que ha pasado, prosternarme ante la grandeza que yo me he complacido en pisotear, me parece la mayor desgracia que pudiera ocurrirme. ¡Si me parece que de este modo les perdono todas sus crueldades! ¡Oh! Mi padre muerto, mi hermanito errante y abandonado por los caminos, son recuerdos que equivaldrán para mí a un remordimiento constante si doy este paso.

-¡Preocupaciones ridículas! Si usted no lo hace, el recuerdo de su amigo D. Leonardo será un remordimiento peor, porque vive, si estar en manos de la Inquisición es vivir, y usted puede librarle de una muerte deshonrosa.

-Pues bien; puesto que no hay otro remedio, iré. Me humillaré, le pediré perdón. ¡Oh! Es terrible -añadió con cierta expresión de sentimiento-. Si me concede lo que pido, tendré que... tendré que agradecerle...

-Es usted atroz -contestó riendo el Sr. D. Buenaventura-. Le espanta la idea de tener que renunciar a sus rencores, ¡de tal modo se han infiltrado en su naturaleza!

-Voy, no hay más remedio. Lo único que temo es que mi impetuosidad no me impida ser todo lo humilde que conviene delante de esa tiranuela.

Ya no cambió de propósito. La situación de Leonardo exigía aquella humillación, y era preciso pasar por ella. Preocupábale a Muriel la insistencia de Rotondo en decidirle, y mucho más las reticencias y frases con que mostró tener seguridad de que el joven sería bien recibido. Don Buenaventura tenía conocimiento con aquella familia, ¿en qué consistía que le impulsaba hacia ella con tanto empeño? Muriel, que no carecía de astucia, comprendió que no era Rotondo de los que dan paso alguno en la vida sin un fin meditado. «¿Pero a qué pensar en esto? -decía Martín-; ¡lo mejor es esperar a que los acontecimientos lo expliquen!».

Salió de la calle de San Opropio y fue a la casa del abate, a quien encontró en la cama muy dolorido y cabizbajo. El infeliz había sufrido una violenta caída en el escenario de la casa de Castro-Limón, a consecuencia de habérsele trabado en las piernas el temido acero del prudente Ulises en los momentos en que entraba a toda prisa para decir a Agamenón:

«Calma tu furia, valeroso Atrida».

Al caer, un grueso alambre del casco de cartón que puesto llevaba se le clavó en la frente, produciéndole una lesión entre rasguño y herida, de la cual le manó mucha sangre toda la noche. Las risas de los espectadores fueron tales, que hubo necesidad de suspender la representación, la cual siguió más tarde sin Ulises, con gran descontento de los improvisados cómicos.

-Tengo que darle a usted una buena noticia -dijo con quejumbroso acento D. Lino al ver entrar a Martín.

-¿Qué?

-Empezaremos por el principio. Hay noches funestas, amigo mío, y la pasada lo fue para mí en grado extremo. ¡Qué bochorno! Yo sabía tan bien mi papel... Y no estaba mal vestido, ¿no es verdad, D. Martín? Pero aquella maldita espada... ya recordará usted que se lo dije.

-¿Pero qué buena noticia es esa que usted me iba a dar? -preguntó Muriel impaciente.

-¡Pues es nada! Anoche estaba Susanita en casa de Castro-Limón, y le dije que le iba usted a pedir un favor.

-¿Y qué dijo?

-Lo que yo me figuraba.

-¿Me recibirá?

-¡Toma! ¿Pues no ha de recibirle? Se mostró muy sorprendida al principio y no me contestó palabra. Esto fue antes de sucederme el percance. ¡Ah, qué vergüenza! ¡Caer en medio de la escena como un costal! ¡Si viera usted cómo se reía aquella gente! Yo que entraba tan entusiasmado en compañía de Epiphile diciendo... No me quiero acordar.

-¿Conque no contestó? -preguntó el joven sin cuidarse de la caída de Ulises.

-No; tanto que pensé que aquello la habría disgustado; pero verá usted lo que pasó después... Yo me fui al escenario... Aquellos malditos borceguíes tienen unos tacones tan altos que no sé cómo me tenía de pie.

-¿Qué fue lo que pasó después? -dijo Martín contrariado por las prolijas consideraciones que hacía Paniagua sobre su porrazo.

-Las damas que allí había me curaron la herida de la cabeza, mas no la contusión de la pierna, que es algo más grave. Ellas, las muy tunantas, se reían a costa de mi sangre y de mi vergüenza; pero ¡qué bien me cuidaron! Figúrese usted, Sr. D. Martín, un perchazo dado de improviso, sin que hallara a mano cosa alguna en que agarrarme... Susto mayor...

-¿Pero no me saca usted de dudas?

-Sí; pues es el caso que yo, viendo que no me había contestado, no le hablé más del asunto. Luego con mi caída, maldito lo que me acordaba de usted y del pobre D. Leonardo. Pero al salir siento que me tiran del faldellín de mi vestido. Vuelvo la cara y veo a Susanita, que me dice muy vivamente: «Diga usted a ese joven que estoy pronta a recibirle, y que él se servirá enterarme de lo que pretende...». Pues ni fue más, ni fue menos.

Grande asombro causó esto a Martín, y se inclinaba a creer que D. Lino no era hombre del todo veraz, o que con la sangre salida de la cabeza se le había debilitado el cerebro hasta el punto de hacerle entender las cosas al revés. Ya empezaba la curiosidad a estimularle demasiado, y así, sin pensarlo más, y resuelto al fin a consumar su temida y necesaria humillación, se dirigió a casa de D. Miguel de Cárdenas y Ossorio.


III editar

Por más que Muriel, después de aquellos sucesos, asegurara que la presencia de Susanita no le había producido efecto alguno en aquel memorable día, nos permitiremos dudarlo. Era hombre veraz ciertamente, pero su apasionado y vehemente carácter le hacía equivocarse con frecuencia, y más que nada en lo referente a él mismo. Las preocupaciones y los inveterados resentimientos le cegaban hasta el punto de no ver lo que pasaba en su corazón. No es posible, por tanto, que Susana dejara de producirle fuerte impresión algo más que de sorpresa, porque los artificios de tocador, la hábil colocación de los adornos y el lujo y belleza de las prendas de vestir daban tan vivo realce a su natural hermosura, que sólo la gazmoñería o la falta de todo sentido artístico podían permanecer insensibles en su presencia. Tenía el privilegio, concedido sólo a rarísimos ejemplares del sexo femenino, de hacer elegante y airoso cuanto se ponía, a diferencia de las que reciben cierto encanto más ficticio que real de una flor, de una cinta o de un encaje. Cuanto en su cabeza o en su cuerpo servía de adorno estaba bien. «¡Qué bonito lazo, qué bonito pitibú!», decían sus amigas contemplándola, y las muy tontas no comprendían que aquello era bonito porque ella lo llevaba. Los privilegiados organismos, en cuya imaginación tienen su origen las caprichosas modas que tan por lo serio toma la desocupada Humanidad, suelen arrojar a los talleres mil formas extravagantes, ya en sombreros, ya en trajes, que no por ser adoptadas dejan de parecer perfectamente absurdas. Muchas que imitaron a Susanita salieron a la calle hechas unos mamarrachos, ¡y ella estaba tan bien con aquello mismo que afeaba a las otras! Nada que estuviera en su cuerpo podía ser ridículo.

Aquel día deslumbraba. Su traje era una hábil transacción entre la usanza española, algo en decadencia ya en las clases altas, y la moda francesa, que bajo la influencia del Imperio quería, como Bonaparte, afectar las formas de la estatuaria antigua. Goya nos ha dejado inimitables muestras de esta combinación, que permitía a ciertas ilustres damas tener la esbelta gravedad de las diosas sin perder la arrogante desenvoltura de las majas. Si en aquella época las señoras de alta jerarquía hubieran ya inventado los amagos de jaqueca para dar a sus personas una expresión de elegante malestar, de interesante abandono, para espiritualizarse con las voluptuosidades del dolor, Susanita hubiera tenido síntomas y vislumbres de jaqueca en aquel día. Fuera que su genio precoz se adelantara a su época en la adopción de este hermoso mal, fuera que se sintiese atacada de los vapores, que eran el recurso de su tiempo, lo cierto es que ella tenía cierto decaimiento perezoso, como si sus nervios, fatigados después de larga excitación, juguetearan por todo el cuerpo produciéndole en su incesante cosquilleo a la vez dolor y placer.

A su lado estaban gravemente sentados el Sr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas y su digna esposa doña Juana de Albarado; el primero, con la cabeza inclinada y en ademán meditabundo, como de costumbre; la segunda, tan arrogante y cuellierguida como siempre, y respirando con tal aire de insolencia, que parecía no querer dejar aire para los demás. Martín entró guiado por un paje, y después de saludarles con el mayor respeto a larga distancia, se sentó, obedeciendo a una señal que, no acompañada de palabra alguna, le hizo el Sr. D. Miguel. Los tres personajes lo miraron como se mira a una cosa rara, y aguardaron a que él rompiera la palabra.

-Ya creo que sabe usted a lo que vengo -dijo Martín, dirigiéndose a Susana, esforzándose en tomar el tono más conveniente-. Un amigo mío le ha informado a usted del favor que tengo la honra de pedirle...

Susanita no expresó en su semblante ni sorpresa, ni alegría, ni pesadumbre, ni nada. Sin hacer el menor gesto, y hasta casi sin mover los labios, dijo:

-Sí.

-Un amigo mío, que no ha cometido delito alguno, ni aun la falta más ligera, ha sido preso por el Santo Oficio. Solo, sin familia, sin amigos poderosos, el infeliz está expuesto a perecer deshonrado en un calabozo, si alguien no se apiada de él y logra ablandar a sus perseguidores. Esto es una cosa que subleva, y nadie puede permanecer impasible ante maldad semejante...

Muriel se detuvo, comprendiendo que se había excedido un poco; y efectivamente, cierto gesto casi imperceptible de D. Miguel así lo manifestaba.

-A todos los que han servido en casa hemos favorecido cuanto nos ha sido posible -contestó Susana, sin dejar su gravedad-. Yo haré por ese joven lo que pueda, atendiendo a que tiene empeño en ello una persona que nos ha servido, aunque mal.

Muriel iba a contestar; pero hizo un esfuerzo y calló, bajando la vista como en señal de asentimiento.

-¿Este señor ha servido en tu casa? -preguntó doña Juana con cierto desdén.

-Él no, pero su padre sí; usted habrá oído hablar de D. Pablo Muriel, el que administraba los estados de Andalucía.

-¡Ah! -exclamó la vieja-, aquel de quien decían... ¡qué horror!

-Tía, no hable usted de ese asunto delante de este caballero, que es su hijo.

Martín hizo otro esfuerzo y calló.

-Pero nosotros -continuó la joven-, perdonamos todas las ofensas, y...

-Sí -dijo Martín interrumpiéndola y en tono de amarga, aunque muy fina ironía-. Ustedes perdonan todas las ofensas.

-Y procuramos siempre que las personas que nos han servido no puedan nunca quejarse de nosotros.

-Así es; por eso todos colman de bendiciones lo mismo esta casa que la de mi señor cuñado el conde -dijo doña Juana, que no podía estar mucho tiempo sin meter su cucharada.

-Por tanto -continuó Susana-, a pesar de los agravios recibidos, yo haré lo posible por lograr lo que usted desea, puesto que nos lo pide con tanta humildad. ¿No es eso?

-Sí, señora -dijo Martín, empezando a sentirse débil.

-Si no fuera así, si usted se acercase a nosotros con arrogancia -continuó la dama-, seríamos más severos. Pero ya se ve. Los que por mucho tiempo han estado al arrimo de una casa no es fácil pierdan el afecto a sus amos, y aunque cometan faltas que merezcan reprobación, aquéllos siempre son indulgentes. Nosotros hemos sido indulgentes con ustedes, ¿no es cierto?

Martín, con gran asombro de doña Juana, no contestó nada y se notaba que hacía grandes esfuerzos para seguir callando. Susana le tenía como cogido en una trampa y le azotaba con crueldad inaudita. Lo peor era que él, a pesar de la impetuosidad de su carácter, sentía el látigo y no se atrevía a proferir una queja. La gravedad de los dos personajes, la entereza y majestuosa soberbia de la dama, hasta su misma hermosura, influyeron en el repentino encogimiento de su ánimo, más bien fascinado que vencido.

-Grandes favores han recibido ustedes de nosotros -continuó Susana-, favores no siempre agradecidos como debieran ser; pero puesto que usted conserva algún cariño hacia la casa... yo haré lo posible porque su amigo sea puesto en libertad.

-Usted hará todo lo posible para que mi amigo sea puesto en libertad... -dijo Muriel, repitiendo esta favorable promesa para disculparse a sí mismo de la tolerancia que había tenido con las anteriores frases de Susanita.

-Sí, lo haré -repuso ésta.

-Pero di, Susana -preguntó repentinamente y como asaltada de un penoso recuerdo-, ¿es este el caballero que dijo tantos despropósitos el otro día en la Florida? ¿Este es el de que tú nos hablaste?

Tan intempestiva pregunta parecía como que iba a despertar a Martín del letargoso estupor en que Susanita le tenía sumergido. Iba a recobrar la plenitud de las particulares calidades de su carácter, cuando la dama dio un giro muy distinto a la cuestión, diciendo con mal humor:

-No, tía, éste no es. Siempre ha de entender usted las cosas al revés.

Callose doña Juana, y su augusto esposo, que no decía una palabra, clavó los ojos en su bella sobrina con tal expresión de asombro, que no hubiera pasado inadvertido ante Muriel, si éste no estuviera muy atento a otra cosa que a la apergaminada y rugosa cara del Sr. D. Miguel de Cárdenas y Ossorio.

-Aquel de quien hablé a usted era otro, y por cierto que no he visto nada más desvergonzado -exclamó Susana con repentino y artificioso reír-. ¡Qué procacidad! Es que hay hombres tan despreciables que no sé cómo se les tolera en contacto con personas de etiqueta y delicadeza. Aquel era un hombre que en seguida revelaba la bajeza de su condición. Las almas rastreras y mezquinas no nacen nunca en altas regiones.

-Pues si es como tú me contaste -dijo doña Juana- aquel hombre debiera estar a la sombra.

-¡Ya lo creo! -contestó la de Cerezuelo mirando a Martín-. No he oído nada igual. ¡Qué modo de insultar a la religión, a la nobleza, a los reyes, a lo que hay de más sagrado y venerable en el mundo! Verdad es que de personas tan soeces y viles, ¿qué se puede esperar?... ¡Ah, cómo habló aquel hombre! Todos nos quedamos asombrados y confundidos. Eso tiene el haber permitido a D. Lino que nos presentara a dos desconocidos. No sabe uno con quién se junta.

-Pues yo... sin duda, estaba preocupada -dijo doña Juana-; había entendido que este caballero era el que estuvo el otro día en la Florida. Por eso te reprendí cuando me dijiste que le ibas a recibir.

-Usted todo lo equivoca -repitió con mal humor Susana-. ¿Le parece a usted bien que yo podía recibir?...

-¿Y ese hombre -preguntó Martín con perfecta calma aparente-, estuvo con usted en la Florida en alguna fiesta de campo?

-Sí -contestó Susana también muy serena-, y alternábamos con él creyendo que era persona...

-¡Qué atrocidad! -exclamó Martín.

-Figúrese usted -dijo doña Juana-, que a lo mejor empezó a soltar mil herejías por aquella boca, y qué sé yo... ¿no dijiste, Susana, que hasta llegó a insultar?... ¡Gentuza! Perdone, usted, caballero, que por un momento y equivocadamente supusiera...

-Es mucho atrevimiento -dijo Martín mirando fijamente a Susana-. Hay gentes tan audaces y desvergonzadas, que debieran perecer para mayor desahogo de la gente delicada y fina. ¡Y ustedes no conocieron que estaban en compañía de un farsante hasta que no echó sapos y culebras por aquella boca! ¡Qué bochornosa coincidencia! Y tal vez bailaría con alguna, con usted misma, sin que usted supiera...

Susana no tuvo otro remedio que aguantar esta saeta, porque de contestar a la encubierta y delicada insolencia de Martín, hubiera tenido que dejar a un lado el papel que estaba representando. Calló e hizo uno de esos gestos que ni afirman ni niegan, y que nos sirven para contestar de un modo ambiguo a toda pregunta importuna que nos coge desprevenidos.

-Pues puede usted ir seguro de que haremos todo lo que podamos en favor de su amiguito -dijo doña Juana, indicando a Muriel con esta fórmula que la visita había llegado al límite marcado por las prácticas sociales y que debía retirarse.

-Sin embargo -dijo Susana, que sin duda quería vengarse de lo del baile-, no puede decirse que sea seguro, porque no sé yo si el abuelo querrá...

-Yo tengo entendido -dijo el joven- que no sabe negar cosa alguna que usted le pida.

-Según lo que sea. La falta de su amiguito puede ser de tal naturaleza...

-Él no ha cometido falta ninguna, señora; como otros muchos, ha caído inocente en las garras de la justicia.

-De todos modos -añadió Susana complaciéndose en jugar con los sentimientos de Martín-, no puede haber seguridad. Aquí se hará cuanto se pueda... Veremos, vuelva usted.

Al decir vuelva usted, la hija del conde de Cerezuelo miró al techo como si quisiera poner la expresión de sus ojos a salvo de la curiosidad de su tío. Éste no cesaba de mirarla atento a sus movimientos como a sus palabras y no tomaba parte alguna en el diálogo si no era para asentir, moviendo la cabeza a todas las sandeces que su esposa doña Juana profería.

-Bien, señora -dijo Martín- yo volveré. Espero que no olvidará usted mi pretensión y confío en sus buenos sentimientos. Ya tenía yo noticia de su condición suave y caritativa; ya me habían enterado de la verdad y ternura de su corazón; me considerará feliz si ahora, con esta impertinente demanda mía, le proporciono ocasión de mostrar una vez más tan hermosas cualidades.

En estas palabras, la sutil ironía del acento escapó a la obtusa penetración de doña Juana; mas no pasó inadvertida para Susana, que se puso muy seria y saludó con la cabeza a Martín, el cual ya se había levantado y se inclinaba ante los tres personajes con una profunda y algo afectada reverencia.

Salió el joven de la sala asombrado y confuso de tan rara entrevista; mas no quiso el Cielo que se marchara sin recibir en aquella casa nuevas y más singulares impresiones, y éstas se las deparó el Sr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas. Iba Martín cercano a la escalera, cuando sintió pasos algo quedos y un ceceo no muy claro. Volviose y vio a dicho señor, que parado junto a una puerta, con la mano puesta en la llave, le hacía señas de acercarse. Hízolo así y ambos entraron en un despacho, donde D. Miguel, en extremo obsequioso y con una oficiosidad galante que Martín hasta entonces no había visto en él, le mandó sentarse sin cumplimiento alguno. Sentose Martín, el señor cerró la puerta y vino a ponerse a su lado.


IV editar

Aquél era día de sorpresas. La benevolencia relativa con que le habían recibido; la nueva y desconocida fase del carácter de Susana, a quien en la Florida no había conocido sino de un modo muy incompleto; el misterio de su repentina protección, que podía ser obra de refinada astucia, tal vez de una burla, y quién sabe si de otra inexplicable cosa, y, por último, la improvisada cortesía de aquel hombre, que simulaba tener que hablarle de un grave asunto (¿cuál?), todos estos hechos imprevistos eran suficientes a confundir al más sereno, y Muriel era hombre que se impresionaba pronto y siempre fuertemente, por lo cual sus creencias, sus sentimientos y hasta su carácter sufrían grandes oscilaciones.

-Perdone usted que le detenga -dijo D. Miguel-, pero no quiero que se vaya usted de mi casa sin que hablemos un poco. Aquí estamos solos.

-Usted dirá.

-Ya tengo noticias de usted -añadió el viejo con artificiosa sonrisa-. Todas las personas de talento me son simpáticas. Pero ve usted la taimada de mi sobrina... ¿Pues no negó que fuese usted el que el otro día estuvo en la Florida?

-Sí... sí...

-Ella quiso evitarle a usted un sonrojo. ¡Qué tontería! Como estaba mi esposa delante, y ésta tiene ciertas ideas... Por mi parte... a mí no me asustan esas cosas. Mi sobrina ha estado en extremo cariñosa con usted. Yo estaba asombrado. Pero dígame usted, Sr. D. Martín, ¿cómo van sus cosas? Porque yo sé que usted tiene proyectos; usted, que se eleva a tanta altura sobre el común de las gentes, aspira a ver realizadas sus ideas, sus grandes ideas, sí. A mí me gusta el arrojo de los jóvenes que quieren ver transformada esta sociedad... y eso es indudable, Sr. D. Martín, esta sociedad ha de volverse patas arriba.

Martín no sabía qué contestar a tan apremiantes razones. La sorpresa primero, y cierta desconfianza después, le impidieron ser tan expansivo como su interlocutor. ¿De dónde le conocía aquel hombre? ¿Cuál era el secreto do aquella repentina y calurosa simpatía que le mostraba? Indudablemente allí había algo.

-En fin, Sr. D. Martín -continuó D. Miguel-, yo tendré mucho gusto en hablar con usted de este y otros asuntos. Usted no será muy explícito conmigo, porque no me conoce; pero ya nos veremos. Venga usted a mi casa cuando guste, pues yo me honro recibiendo en ella a personas de tanto mérito... mérito desconocido y obscuro que es preciso sacar a luz. Usted es digno del aprecio de las gentes. ¡Cuántas injusticias se ven en el mundo! ¿No es verdad, Sr. D. Martín? Venga usted por aquí. Olvide usted los resentimientos que pueda guardar a mi señor hermano; él es raro; yo sé que en el asunto de D. Pablo ha habido muchas intrigas... En fin, eso paso...

-Y ha habido también injusticias -dijo Martín.

-Susana no participa de ninguna prevención contra ustedes. ¡Si viera usted qué empeñada está en sacar en bien a ese señor, su amigo, que está preso en el Santo Oficio!

-Será muy grande mi agradecimiento -dijo Martín, que no se dejaba seducir por la inesperada verbosidad del Sr. Enríquez de Cárdenas.

-¿Pero no me dice usted nada de sus proyectos? -volvió a decir éste, cada vez más empeñado en entablar un diálogo político.

-Yo no tengo proyecto alguno -contestó el joven, deseoso de apagar el ardor de D. Miguel.

-Sus aspiraciones, quiero decir... Yo, acá para los dos, pienso como usted acerca de ciertas cosas que hay que hacer aquí; sólo que yo no tengo talento ni puedo exponerlo con la elocuencia que usted, porque usted es elocuente, Sr. D. Martín.

-Sin duda le han informado a usted mal acerca de mis merecimientos; yo soy un hombre aficionado al estudio y sin otra calidad que un deseo muy vivo de ver realizados el bien y la justicia en todas partes.

-Bien, bien; eso mismo digo yo. Me parece que a usted le están reservados días de gloria en nuestra patria. El principal mérito de usted, según tengo entendido, consiste en su resolución para llevar adelante cualquiera atrevida empresa.

-No creo ser débil -contestó Martín-; pero ningún deber honroso me puede ser impuesto que yo no cumpla.

-Así es: constancia, tesón, firmeza. ¡Pero qué corrompida sociedad ésta, Sr. D. Martín! ¿No la detesta usted?

-Sí, la abomino; dichosos los que nazcan cuando esté purificada.

-Manos a la obra, amigo mío -dijo Enríquez con una decisión que en tal persona tenía mucho de cómica.

-¿Manos a qué? -preguntó Muriel.

-Pues es preciso reformar, a ello; yo veo en usted uno de aquellos caracteres firmes destinados a simbolizar un gran acontecimiento. Ánimo, pues.

A pesar de sentirse tan vivamente adulado, Martín no las tenía todas consigo; aquel extemporáneo entusiasmo de su nuevo amigo lo parecía en extremo falaz.

-Yo no pienso hacer otra cosa sino estar siempre en mi puesto y cumplir con mi deber -dijo.

-Pero cuando su puesto es delante, a la cabeza; cuando es usted llamado a dar la primera voz... En fin, nosotros hablaremos de estas cosas. Venga usted a mi casa, y... le recomiendo la reserva cuando estén delante otras personas... porque no conviene. Creo que ciertas cosas que ponga yo en su conocimiento le han de agradar.

-Me honrará mucho la confianza de usted -dijo Martín escrutando con escrupulosidad un tanto insolente la persona y fisonomía del hermano de Cerezuelo, como queriendo sondear su carácter o buscar en lo exterior algún dato con que explicarse lo que era aquel hombre.

-Aquí, Sr. D. Martín, vienen muchos personajes importantes de esta Corte. Yo quiero que usted los trate, pero cuidado; no conviene extralimitarse ni hablar así con demasiada desenvoltura. Yo, por mi parte, no tengo preocupaciones. Aunque he nacido en alta posición... ¡cuán distinto soy de mi hermano!...

-Yo acepto el ofrecimiento que usted me hace y vendré a su casa -dijo Martín levantándose.

-Espero que su pretensión será atendida por mi cuñado. Cosa que Susanilla le pida no puede ser negada.

-¡Cuánto agradeceré esa benevolencia! Por mi parte...

Ambos se dirigieron a la puerta; D. Miguel con cierta urbanidad oficiosa, y Martín no convencido de que aquellos galanteos fueran cosa espontánea.

No cesaba de examinar a su nuevo amigo, el cual era de estatura alta, muy flaco y flexible. Vestía con cierta afectación anticuada, lo cual contrastaba con sus ribetes y vislumbres de revolucionario, y tenía en su persona dos cosas que llamaban principalmente la atención, y eran la peluca, perfecta obra de arte capilar, y las manos, que eran por extremo blancas, suaves y primorosamente cuidadas, embellecidas por vistosos y muy ricos anillos. Dos dedos de una de estas manos resbaladizas y finas alargó al joven en el momento de la despedida, en la cual creyó el aristócrata que había hasta un acto de popularidad. No cesó de sonreír con complacencia mientras Martín estuvo al alcance de su vista; y cuando éste se hubo alejado, se metió de nuevo en su cuarto. En el mismo instante se abrió una pequeña puerta y apareció un hombre, a quien a conocemos. Era el Sr. D. Buenaventura Rotondo y Valdecabras.

-¿Qué le ha parecido a usted? -dijo acercándose con expresión de mucha curiosidad e interés.

-¡Oh!, excelente, soberbio, propio para el caso -replicó D. Miguel sentándose.

-Sí, pero es reservadillo... ya se lo dije a usted.

-Pues por eso me gusta más.

-¡Qué hallazgo, Sr. D. Miguel!

-¡Qué hallazgo, Sr. D. Buenaventura!