Capítulo VII - El consejero espiritual de doña Bernarda editar

I editar

Ha llegado el momento de que el lector se encare con la original y espantable efigie del padre Corchón, consejero áulico de doña Bernarda, autor de los catorce tomos sobre el Señor San José, y de otras muchas obras que vieran en buen hora la luz pública, si el esclarecido inquisidor tuviera posibles para ello. El reverendo había logrado apoderarse de tal modo del ánimo de su sencilla e indocta amiga, que ésta no daba una puntada en la calceta sin previa consulta, ni echaba tres migas al gato sin resolución anticipada del padre Corchón. Todos los días entre tres y cuatro entraba el eminente teólogo en la casa, donde había adquirido gran confianza; tomaba el chocolate; se hablaba de cosas espirituales y mundanas, enredándolas unas con otras para formar el compuesto de misticismo y chismografía que es común en la gente mojigata. Pasaban revista a las funciones de la semana y a los asuntos de todas las familias conocidas, las cuales solían dejarse un jirón de su honra en las garras de doña Bernarda. Todos los murmullos de la vecindad pasaban al depósito de erudición social que el padre, como buen inquisidor, tenía en su cabeza, y todo esto al suave compás de las citas teológicas y de la devota elocuencia de uno y otro personaje.

Aquel día un acontecimiento extraordinario, inaudito, había perturbado la casa, poniendo en condiciones excepcionales el temperamento de doña Bernarda, y, por tanto, su coloquio con el padre Corchón se salió de la común medida y forma de los demás días. Cuando el grande hombre entró, Engracia estaba encerrada en su cuarto, no menos desconsolada que rabiosa, y su llanto no conseguía ablandar el duro corazón de su madre, que iba y venía de la cocina a la sala, y de la sala a la cocina como una loca. No bien el alto cuerpo del reverendo proyectó su siniestra sombra a lo largo del pasillo, la señora exclamó con ansia:

-¡Ah! Sr. D. Pedro Regalado; no veía la hora de que llegara usted. ¡Qué angustia! Si lo que a mí me pasa no lo cuenta mujer nacida. ¡Santo Dios, ampárame!

-¿Pero que le pasa a usted, señora doña Bernarda? -exclamó el padre sentándose en el canapé y estirando sus largas piernas-. ¿Qué ocurre? ¿Ha repetido el ataquillo? ¡Ah! Sí usted quisiera tomar el caldo de culebras que le he recomendado...

-No es nada de eso, Sr. D. Pedro Regalado -dijo con desesperación la vieja-. No digo yo mi salud, sino mi vida diera por quitarme de encima esta deshonra.

-¡Deshonra! -exclamó el padre con asombro-, deshonra ha dicho usted, señora. Pues eso sí que es cosa grave.

-Sí, señor -añadió su amiga con una especie de lloriqueo-. ¡Deshonra! ¿Quién me lo había de decir?... ¡La que ha sido siempre la misma honradez, hija de padres honrados, como no los ha habido desde que el mundo es mundo, verse en este bochorno! ¡Ay, Sr. D. Pedro, consuéleme usted!

-Pero señora doña Bernarda, empiece usted por contarme el cómo, cuándo y de qué manera de ese bochorno para ver de ponerle remedio. ¿Qué ha sido eso?

-¿Qué ha de ser? ¡Engracia!...

-¡Ah!... -clamó el padre con repentino asombro y abriendo su boca, que tardó un buen rato en tomar su ordinaria posición.

-Sí, asústese usted, porque es cosa que da horror. Bien dijo usted que esa niña desventurada nos iba a dar un mal rato.

-En verdad confieso que me he quedado estupefacto, señora.

-¡Qué ingratitud, Sr. D. Pedro, yo que no tenía otro fin que hacerle el gusto en todo!

-Sin embargo, siempre le dije a usted que su hija tenía demasiada libertad. Es preciso atar corto a la juventud, doña Bernarda. Usted es demasiado bondadosa, demasiado tolerante -afirmó el padre abriendo de nuevo toda su boca.

-¡Ah! -dijo doña Bernarda, recordando algo que tenía olvidado-. Con estas angustias que paso, me había olvidado del chocolate. Figúrese usted cómo estará mi cabeza, cuando lo principal...

-Ciertamente, esas cosas...

Mientras la solícita dueña va en busca del chocolate, el lector se queda a solas con el padre Corchón y no podrá menos de fijar su vista observadora en tan insigne personaje, lumbrera de la Santa Inquisición. Era D. Pedro Regalado un hombre de gigantesca estatura, moreno, como de cuarenta y cinco años, algo cargado de espaldas; de cara larga, con fuertísima, espesa y mal afeitada barba obscura que le sombreaba los carrillos; de boca cavernosa, afeada por la más desagradable dentadura, grandes y negros ojos bajo pobladísimas cejas, y unas poderosas manos que pedían a toda prisa un azadón. Vestía con notable desaliño, y aunque no era poeta podía aplicársele el balnea vitat de Horacio, pues la transpiración, abundante de sus saludables y siempre activos poros no sólo daba a su cara un perenne barniz, sino que había puesto señales indelebles en su collarín invariable, comunicando a toda su persona, y especialmente a la sotana, sin duda por el roce de las palmas de las manos, un lustro no suficiente a disimular lo raído y verdinegro de la tela. Añádase a esto el hábito de gastar tabaco en polvo, y la periódica exhibición de sus grandes pañuelos de cuadros rojos y negros, y se tendrá idea de la ordinaria y pringosa estampa de D. Pedro Regalado Corchón.

Nada diremos de su inteligencia, porque ésta la irá mostrando él mismo en el diálogo siguiente:

-Pues cuénteme usted, señora, cómo ha sido eso -dijo tomando de manos de su amiga el perfumado soconusco.

-Es preciso empezar de atrás, porque lo que hoy he descubierto... ¡sí, todavía estoy horrorizada!... lo que hoy he descubierto no se comprende sin saber... Es el caso que anteayer fuimos de merienda a la Florida. ¡Ah!, bien recuerdo que usted, aunque no me dijo nada, no puso buena cara al saber que íbamos de fiesta.

-Precisamente era día de San Miguel, en que Patillas anda suelto -contestó el padre tragándose el primer sorbo de chocolate, después de soplarlo.

-¡Ay!, no fui yo con gusto, porque me daba la corazonada de que algún castigo me había de dar el Señor. Pues bien: fuimos, y al poco rato de estar allí viene el abate don Lino con dos caballeritos... ¡qué par! Pero a mí... desde que les vi, dije: «Estos son cosa buena». Figúrese usted, Sr. D. Pedro Regalado, cómo me quedaría cuando oigo que uno de ellos empieza a soltar unas herejías por aquella boca... ¡Santo Cristo de Burgos! Yo no puedo repetir los horrores que oí aquel día. No sé qué dije yo de Napoleón, cuando el tal hombre, que juraría tiene el mismo enemigo en el cuerpo, vomitó tantas atrocidades... habló de los frailes y los puso de vuelta y media; y después de la santísima religión, y de qué sé yo... Pero cuando me horripilé fue cuando dijo que usted era un hombre bestial.

-¿Me conoce, me conoce? -dijo más orgulloso que indignado el padre Corchón.

-¿Pues yo lo sé? Ellos parecían así como ingleses.

-Es que habrán leído algunas de mis obras traducidas a esa lengua.

-Pero ¿las ha puesto usted en letras de molde?

-No, mas las he prestado manuscritas a algún amigo, que puede haber sacado alguna copia para mandarla a Inglaterra o a Londres.

-No sé; lo cierto es que dijo que era usted un hombre bestial. Esto no puede ser sino la envidia.

-Figúrese usted: esos protestantes hablan mal de nosotros y nos injurian porque no saben contestar a nuestros argumentos. ¿Y hablan el español?

-Como un oro, ya lo creo; y decían ser españoles que venían de todas las Cortes de Europa, de París y la Meca, y qué sé yo...

-Pues entonces traerán la peste de la Filosofía -dijo con ira, pero con serenidad el padre-. Si no tuviéramos un Gobierno tan descuidado para la religión como el de ese Sr. Godoy, ya veríamos dónde iban a parar sus filosofantes. Pero, en fin, aunque atado de pies y manos, el Santo Oficio hace todo lo que puede.

-Pues todavía falta lo peor -continuó doña Bernarda dando un suspiro-. Mientras aquel herejote excomulgado decía tales patochadas, el otro estaba cotorreando con Engracia; pero con tanta intimidad, que a mí un sudor se me iba y otro se me venía mirándoles. Luego, Pluma estaba tan alicaído que parecía una calandria, y no le decía una palabra a Engracia, dejando al otro charlar con mi hija, como si toda la vida se hubieran conocido. Yo estaba sobre ascuas, y tenía en todo el cuerpo una hormiguilla...

-¿Y no se ocultaron ni se perdieron entre los árboles? -preguntó con sumo interés Corchón, que en todos los casos amorosos buscaba siempre lo peor.

-Aguarde usted, no señor; aunque se retiraron yo no les perdí de vista. Bailaron juntos y se pasearon por las alamedas, apartados de los demás, pero... a la vista.

-Respiro -dijo el clérigo tranquilizándose.

-Aquella noche casi me como a Engracia en la reprimenda que le eché, y tal fue mi furia que no pude rezar mis oraciones de costumbre, por lo que espero ser absuelta en gracia de las penas que padezco.

El eclesiástico hizo con los ojos una mística señal que indicaba la transmisión del perdón divino.

-Yo me figuraba que allí había gato encerrado -continuó la señora-. ¡Figúrese usted cómo me quedaría esta mañana al adquirir la certeza de que aquel hombre era un novio que tiene Engracia desde hace algún tiempo, y que le escribe cartitas y le ve en las iglesias!

-¡Señora! -bramó Corchón con el mayor asombro.

-De modo que toda nuestra previsión y cautela en esta deshonra ha venido a parar.

-Sin embargo -añadió el clérigo-, cuando las personas son tan bondadosas como usted y tan tolerantes... Doña Engracita tenía demasiada libertad.

-¡Demasiada libertad! -dijo doña Bernarda-. Es que no hay cerrojos que valgan cuando hay inclinaciones... ¡Ah! -añadió vertiendo una lágrima-. ¡Si el que pudre levantara la cabeza y viera esta deshonra!... ¡Pobre esposo mío! ¡Oh!, yo no puedo resistir esta agonía! Padre Corchón, consuéleme usted.

-¿Y cómo ha averiguado usted esos horrores?

-Por una carta que le he descubierto esta mañana a la niña. Ella se quedó como muerta. ¡Ah, cuando leí el tal papel no sé qué me dio!

-A ver, a ver esa carta.

Doña Bernarda puso en manos de su confesor y consejero el fatal documento, que a la letra leyó, haciendo caso omiso de las fórmulas amorosas.

«Ya me figuraba yo que esa acémila del padre Corchón (¡acémila!, ¡ha visto usted mayor irreverencia!) -repitió el clérigo interrumpiendo la lectura- es la causa de todas nuestras penas. Es terrible pensar que un clérigo soez, ignorante y glotón... (¡glotón yo -dijo-, que ayuno los siete reviernes!) se haya introducido en tu casa para embaucar a tu buena madre y martirizarte con sus mojigaterías. Pero no te dé cuidado, que yo pondré remedio a todo (no te dé cuidado a ti -dijo doña Bernarda-, tú sí que las vas a pagar todas juntas) si tú me ayudas y te resuelves a dejar tu apocamiento y timidez. A ese clerigón hambriento y necio es preciso espantarle de la casa, para lo cual yo y mi amigo vamos a inventar cualquier estratagema que te hará reír de lo lindo».

-Pero, señora -dijo D. Pedro suspendiendo la lectura-, esto es espantoso. Estamos sobre un volcán: las furias del infierno se han desatado sobre esta casa. ¿Qué estratagema es ésa contra mí?

-¡Ah!, yo estoy tan sobrecogida de espanto que no sé qué pensar. ¿Qué tramarán contra nosotros? ¿Si nos irán a pegar fuego a la casa, si nos envenenarán el chocolate?

El padre Corchón miró con aterrados ojos, el cangilón vacío, y se puso la mano en el estómago.

-¡Oh! -prosiguió la señora-, esto merece un castigo tal que no lo cuenten esos pelandingues. Siga usted.

-Sigamos: «Si no te decides a abandonar la casa, como te he dicho (¡qué horror!) es preciso hacer un escarmiento con ese animal. (¡Pero esto no tiene nombre! Llamarme animal a mí, que soy...) No creas que es sólo en tu casa donde pasan tales cosas. Esos hombres tienen dominadas a muchas familias por medio de la superstición, y yo espero llegue un día en que se haga un ejemplar con todos ellos, acabando de una vez con tan mala gente...».

-¿No se horripila usted? -gritó la madre de Engracia-. Pero esos hombres son ladrones y asesinos, de esos que andan por los caminos.

-No, señora; no son más que filósofos -contestó Corchón-. Ya les conozco; estas ideas contra el santo clero... Pero ya sé yo el medio de arreglarlos. Sigo leyendo: «Mi amigo, el que estuvo conmigo en la Florida, se atreve a todo, y si te decides a salir de tu casa, lo haremos de modo que nadie pueda contrariarnos. Esta noche voy a San Ginés, donde puedes darme la contestación; haz que doña Bernarda se ponga en la capilla de los Dolores, y ponte tú debajo del cuadro de las Ánimas, que esta noche no debe de estar encendido... (Ha visto usted qué irreverencia, ¡en la iglesia!, ¡en la santa iglesia!) Adiós, y piensa en tu Leonardo. -P. D. Si el asno del padre Corchón se va a Toledo, házmelo saber tocando, al entrar, con el abanico en el cepillo para la limosna de la santa Fábrica».

Concluida la lectura, los dos personajes de esta interesante escena callaron, mirándose un buen rato, para comunicarse mutuamente su estupor y su cólera. Al fin el varón rompió el silencio de este modo:

-De veras que esto pasa de maldad: en veinte años de confesonario no he visto depravación igual. Aquí tiene usted el resultado de dar libertad a las jóvenes.

-Pero Sr. D. Pedro, si no iba más que a la iglesia, y eso conmigo.

-¡En la santa iglesia! ¡En la santa iglesia semejantes escenas! Sabe Dios lo que habrán hecho allí. ¿Usted no ha observado nada?

-¿Qué había de observar, si ella se estaba como una marmota mirando al altar mayor?

-¡Ah! es que él se ponía debajo del púlpito. ¡Y yo cuando predicaba le tenía tan cerca, debajo! ¡El demonio a los pies de San Miguel!

-¿Y qué hacemos, Sr. D. Pedro? Esto merece que se dé parte a la justicia.

-Mejor es a la Inquisición, porque aquí hay un caso de herejía. Y si no, verá usted como se descubre que esos hombres se ocupan en propagar las malas doctrinas, como no hagan alguna brujería para embaucar a las jóvenes sencillas. Le digo a usted que éste es un ejemplo de lo más grave que se me ha presentado. Es preciso hacer averiguaciones mañana mismo. Yo me encargo de eso, y se les denunciará al Santo Oficio. ¡Oh! Si este Gobierno del Príncipe de la Paz fuera más solícito por la religión, vería usted qué pronto iban esos caballeros filosofantes adonde deben estar. Pero no se puede hacer gran cosa, y lo que pueda ser se hará. Lo malo es que yo me tengo que ir a Toledo, que si no...

-¿Va usted al fin a Toledo?

-El Supremo Consejo así lo ha decidido.

-¡Qué desdicha! Y nos quedamos solas... Mi hermana, que vive allá, me escribe todos los días diciéndome vaya a verla, y lo que es ahora no he de faltar. Veremos cómo salgo del asunto este. ¿Sabe usted que estoy por establecerme en Toledo?

-¡Feliz idea!

-Yo no puedo vivir sin sus consejos, Sr. D. Pedro. Creo que la falta de su santa compañía me había de abrir la sepultura.

-Pero vamos a ver -dijo Corchón, que era poco sensible a la galantería-, ¿qué se hace? Es preciso tomar una determinación. Esta casa está amenazada, señora doña Bernarda; ¿no tiembla usted?

-¿Pues no he de temblar, si tengo un hormigueo en todo el cuerpo?... Se me ha puesto la cabeza lo mismo que un farol, y los vapores me andan de aquí para allí. ¡Qué día! Yo no quise esperar a que usted viniese, y encargué a Pluma que tomara algunos informes de esos hombrejos. Veremos lo que dice; ¡el pobre D. Narciso tiene una amargura! Y crea usted que es hombre de armas tomar y de un genio como un cocodrilo. Si coge a uno de esos dos salteadores de caminos lo abre en canal... Pero en nombrando al ruin de Roma... Aquí está Narcisito.

En efecto, era Pluma el que entraba, y traía un semblante tan desconcertado, que fácil era adivinar la impresión que el descubrimiento de la malhadada carta le había causado. Como de ordinario era todo afectación, aquel suceso que hablaba directamente a la Naturaleza produjo en él un gran trastorno, y el petimetre dejó de serlo en aquel nefasto día.


II editar

-¿Qué hay? ¿Qué ha sabido usted? -preguntó con ansiedad la dama.

-No me había equivocado -contestó el petimetre-; ese D. Leonardo es el mismo que yo había visto en la calle de Jesús y María en casa de las escofieteras.

-¿Y no ha pedido usted informes? -preguntó Corchón.

-¡Ya lo creo; y me han contado horrores! Si son unos bandidos, Sr. D. Pedro.

-¿No lo dije?... ¿Y son ingleses?

-¡Quiá! Son españoles y nunca han estado en el extranjero, al menos uno. Todo aquello de las Cortes de Europa es una farsa. ¡Cómo han engañado al pobre D. Lino!

-¿Y en qué se ocupan?

-En mil cosas raras y que nadie comprende. Tienen un criado que practica artes de brujería, según ha contado el ama de la casa. En fin, toda la vecindad está escandalizada, y tratan de mudarse algunos que allí viven. Todas las noches, Sr. D. Pedro, es tal el jaleo y la bulla dentro de la casa, que no se puede parar allí; y lo más escandaloso y horrible es que las noches de Jueves y Viernes Santo armaron tal gresca, que aquello parecía un infierno. El compañero de Leonardo, que es el que recientemente ha venido, dicen que se burla de los santos misterios de la religión con tal desvergüenza que parece increíble, y que la casa está atestada de libros malos e indecentes, llenos de estampas obscenas.

-¡Qué descubrimiento, qué hallazgo! -exclamó Corchón con el entusiasmo de un químico que encuentra una combinación nueva-. No hay mal que por bien no venga, doña Bernarda, y vea usted cómo el triste suceso nos proporciona la ocasión de hacer un gran servicio a la santa Iglesia descubriendo y castigando a esos pícaros. Siga usted, querido D. Narciso.

-Son tantas las atrocidades que me han contado...

-¡Alabado sea el santo nombre de...! -exclamó santiguándose doña Bernarda-. ¡Cuidado con los tales hombres! ¡Y han entrado en la iglesia!... ¡Y mi hija ha sido cortejada por...! ¡Estoy horrorizada! ¡Si el que pudre levantara la cabeza y viera esto!...

-Cálmese usted, señora -dijo con creciente animación el clérigo-, que esto es más motivo de regocijo que de tristeza, después del aspecto que toma el asunto. ¡Descubrir tal guarida de perdición y herejía! Esto, señora, no se ve todos los días. Admiremos la infinita sabiduría del Señor, que permite alguna vez sucesos tristes para que pueda llevarse a efecto su divina justicia. Siga usted, señor de Pluma.

Corchón tenía el entusiasmo de su oficio, que era también su pasión. Como alegra la caza al cazador, así el buen inquisidor sentía inaudito alborozo ante la aparición de un grave caso de dogma.

-Pues me han dicho más -continuó Pluma regocijado por la idea de que su rival iba a tener pronto castigo-. Parece que el otro día quemaron una estampa de la Virgen del Sagrario, dando aullidos y bailando alrededor de la hoguera.

-¡Jesús mil veces! -exclamó doña Bernarda-. ¿Y no les cayó un rayo encima?

-Parece que no -continuó Pluma-. Pero lo peor es que todos los días van allá otros jóvenes a aprender esas doctrinas que enseñan.

-Cathedra pestilentiae -dijo Corchón en el colmo de su entusiasmo-. ¿Pero no se regocija usted, amiga mía, con este magnífico hallazgo?

-Sí -prosiguió D. Narciso-, van muchos allí, y ellos les dan lecciones de Filosofía y les enseñan las estampas de los libros obscenos que han traído de fuera; el más alto de los dos es el que dijo tantas atrocidades.

En honor de la verdad diremos, y para que no se forme mala idea de las luces ni de la buena fe de D. Narciso Pluma, que no era invención suya lo que contaba, pues tal como lo dijo lo oyó de boca de sus amigas las costureras. También la imparcialidad nos obliga a hacer constar que no estaba él muy seguro de que aquello fuese cierto; y si no mediara la pasión y el deseo de venganza, de fijo el petimetre se hubiera reído de tan grosera superstición. Tal vez, a saber el partido que iba a sacar Corchón de su relato, hubiera sido prudente, ocultando las supuestas herejías de los dos desgraciados amigos.

-Bien, bien, bien -murmuró el clérigo levantándose-; ya sé lo que se ha de hacer. Corro a participar este feliz suceso a mis compañeros, que se alegrarán bastante.

-¿Y nos deja usted así, tan pronto -dijo la afligida vieja-, cuando más necesitamos de sus consejos?

-Señora, con esta ocupación repentina que me ha caído encima, ¿le parece a usted que hay que hacer pocas diligencias para dar los primeros pasos y escribir los primeros autos?

-Dios le dé a usted acierto, Sr. D. Pedro Regalado, para castigar tantos crímenes. Lo que D. Narciso ha dicho me ha dejado horripilada. ¡Qué hombres! ¡Qué demonios! Si no los sacan en cueros vivos azotándolos por eras calles, no hay justicia.

-La verdad es que ha sido un descubrimiento -dijo el padre Corchón en actitud de retirarse.

-¿Y no se reza el Rosario? -preguntó doña Bernarda desconsolada al verlo partir.

-Por esta noche, no. Pero mañana rezaremos dos. Eso puede hacerse, sobre todo cuando hay asuntos así, tan... Adiós, adiós.

Fuese el padre Corchón, y quedaron solos el petimetre y la que días antes consideraba como su futura suegra.

Ambos personajes quedaron muy pensativos un buen rato, y después se miraron; pero la congoja no les permitía decir palabra.

Pluma dirigió al techo los ojos, exhalando un hondo suspiro; doña Bernarda derramó una lágrima y contempló en silencio el elegante corbatín, los rizos, las chorreras, las botas, los sellos del reloj, los anillos y los alfileres del que ya no podía ser su yerno.