Capítulo VI - De lo que Muriel vio y oyó en Alcalá de Henares editar

I editar

Veamos lo que pasaba en la ilustre casa de Cerezuelo cuando Martín se presentó en ella, es decir, un mes después de la escapatoria del pobre Pablillo y a los cinco días de ocurrir en la Florida la escena que referimos en el capítulo IV. Susana se había marchado a Madrid cansada de la soporífera vida de Alcalá, por lo cual estaba inconsolable el conde, y muy contento, aunque en apariencia triste, el Sr. D. Lorenzo Segarra, que no gustaba de perder con la presencia de la señorita alguna de sus omnímodas funciones. El conde no cesaba de escribir a su hija un día y otro suplicándole fuese de nuevo a vivir con él; mas ésta creía cumplir con exceso los deberes filiales acompañando al pobre viejo algunos meses del año. ¿Cómo era posible que ella dejara sus estrados, sus tertulias, sus bailes, sus excursiones al Prado y a la Moncloa, el perpetuo triunfar de su existencia divertida y risueña por las soledades, de la antigua ciudad del Henares, donde no tenía otro motivo de ostentación que la misa de San Diego los domingos, y alguna que otra tertulia de confianza en la casa de tal prócer, reunión donde unos cuantos viejos iban a dormirse o a jugar un insulso mediator? Por estas consideraciones Susana no hacía caso de las epístolas paternales, y dejaba que el conde se aburriera de lo lindo en su palacio, viendo llegar con pavor y sobresalto aquel mañana de su muerte, que a fuerza de ser profetizado ya no podía estar lejos.

El anciano leía una tarde, como de costumbre, su Flos sanctorum y se extasiaba con los milagros de San José de Calasanz, cuando vio entrar azorado y con precipitación a D. Lorenzo Segarra, que le dijo:

-Señor, no sé si dar parte a usía de lo que ocurre.

-Pues qué, ¿qué hay? ¿Ha venido Susana? ¿Hay noticias de ella? -contestó con ansiedad Cerezuelo-. ¡Oh, Lorenzo, yo no puedo estar sin Susana, yo me muero de dolor cuando ella no está aquí!

-No, señor; no es nada de eso -dijo el mayordomo sin desarrugar el ceño.

-Nada me puede interesar. Déjame.

-¡Ah, señor: si usía supiera quién está ahí!

-¿Quién? Por vida de... ¿Quién está ahí?

-El hijo de Muriel, señor. ¡Ha visto usía mayor insolencia!

-¿Pablillo?

-No, señor, el otro, el mayor.

-¿Cuál? ¿Pues no había muerto? -dijo el amo con sorpresa.

-Así se creía; pero, o ha resucitado, o fue mentira que muriera. Ahí está y dice que no se marcha sin hablar con usía.

-¡Conmigo! -exclamó el conde con cierto terror.

-Sí, señor. Usía no recuerda la otra vez que estuvo en esta casa. Es la única ocasión en que le hemos visto, y por cierto que nos dio un mal rato.

-Y ¿qué busca? Si pide una limosna, dásela y que vaya con Dios.

-No quiere limosna; lo que quiere es hablar con usía para un asunto importante.

-¿Qué te parece? -preguntó perplejo Cerezuelo-. ¿Debo recibirle?

-Yo creo que usía debe ponerle de patitas en la calle. Con todo, como es tan bárbaro...

-Bien: le hablaremos; que entre. Si se obstina en que me ha de ver, todo sea por Dios. Tráele acá.

Fuese D. Lorenzo y al poco rato volvió con Muriel, que se inclinó con respeto ante el conde y permaneció en pie, esperando que se le mandara sentarse. Pero ni el conde ni su administrador le mandaron tal cosa.

-¿Qué es lo que usted me tiene que decir? -le preguntó Cerezuelo con altanería.

-Con dos objetos he venido -contestó gravemente y algo impresionado Martín-: a recoger a mi hermano y a suplicar a usted me pague los noventa mil reales que adelantó mi padre por las rentas de Ugíjar, y que no se lo pagaron ni antes ni después de ser preso.

Después de una breve pausa en que el conde consultó con la mirada a su mayordomo, delante de él sentado, respondió:

-Pablillo se fugó; era un rapaz de muy malas inclinaciones, y tan ingrato, que abandonó esta casa a pesar de que se le trataba a cuerpo de rey. Ni sabemos dónde para ni lo hemos averiguado, porque a la verdad el chico no es para buscado. En cuanto a lo segundo, yo no sé cómo viene usted a pedirme esa cantidad, cuando su padre debía haberme entregado a mí sumas cien veces mayores, por las pérdidas que tuve en su administración, y no quiero hablar de la causa que tuvimos que formarle por...

-Por... por... No creo que usted pueda decir fijamente por qué -dijo Muriel-. Pero, en fin, no hablemos de eso; yo no vengo a acusar a nadie.

-Y aunque viniera a eso -dijo en tono de reprensión Segarra-, no habíamos nosotros de permitírselo.

Muriel ni siquiera miró al que le había interrumpido, y continuó:

-Yo no vengo a acusar. Mi padre no aborreció jamás a sus perseguidores, y yo, aunque no perdono tan fácilmente como él, creo respetar su memoria no hablando del asunto de su causa.

-Hace usted bien; lo mejor que puede hacer usted es callar -dijo D. Lorenzo, interrumpiéndole de nuevo.

-Por lo tanto -prosiguió Martín sin mirarle-, yo dejo a un lado los motivos de su prisión y vengo a mi objeto. La deuda cuyo pago solicito está reconocida por una carta que escribió usted a mi padre hace cuatro años, y en la cual le da las gracias por su anticipo. Es anterior al proceso: entonces no tenía usted motivo alguno de queja; ¿qué razón hay para no pagarla?

-¿Oyes, Lorenzo? -preguntó el conde a su mayordomo.

-Oigo, señor, y me admiro de que usía tenga paciencia para oír tales cosas.

-¡Ah, señor conde! -dijo Martín con gravedad-; en un tiempo mi padre era muy querido de usted, que elogiaba su probidad y su desinterés. Nadie hubiera creído entonces la crueldad que más tarde había de emplearse en él, ni mucho menos que después de muerto se le negaría esta miserable cantidad, necesaria para pagar las pequeñas deudas que contrajo en su última desgracia.

-Pero hombre de Dios -repuso el conde, alterándose mucho-, ¿y las inmensas sumas que yo debí percibir de mis rentas de Granada, y que han desaparecido, dando ocasión a la sospecha de la criminalidad de D. Pablo, y, por lo tanto, de su prisión? ¿No es esto, Lorenzo?

-Hasta ahora, que yo sepa, la causa de su prisión fue la supuesta falsificación de un documento -contestó Martín.

-¡Ve usted! Ya va saliendo el enredo, y eso que se había usted propuesto no tocar ese asunto. Además de lo que usted ha dicho, hay también desfalcos y substracciones que espantan por lo... ¿No es verdad, Lorenzo?

A todas las preguntas de su amo, anunciando la abdicación que éste había hecho de su voluntad y hasta de su opinión, contestaba el mayordomo haciendo indicaciones afirmativas y gestos de impaciencia.

-Señor -dijo Martín con un esfuerzo de humildad- yo no contradiré a usted en eso, aunque mucho podría decirle sobre tales desfalcos y substracciones. Paso por todo; bajo la frente ante las injurias y pregunto a usía si cree justo, con la mano puesta sobre su corazón, negar el pago de una deuda como esa, enteramente extraña al proceso; a un proceso, entiéndase bien esto, que no ha sido sentenciado.

-Vamos, me ha de marcar usted hoy -dijo el conde con mal humor-. Yo no estoy para disputas. Ya me parece que he tenido bastante consideración con usted recibiéndole y oyéndole. ¿Qué te parece, Lorenzo?

-Muy bien dicho -contestó el intendente-. Este joven no sabemos qué se habrá figurado. Reclamar el pago de una cantidad insignificante, cuando su administración quedó en descubierto por más de un millón. ¡Quién sabe dónde está ese dinero!

-Eso, eso. ¡Quién sabe dónde está ese dinero! -repitió el conde entusiasmado con el razonar de su celoso subalterno-. No extrañe usted que le llame a declarar la cancillería, porque es de suponer que usted estuviera enterado de los proyectos de su padre.

-Eso, eso, muy bien. Ándese usted con cuidado -añadió D. Lorenzo, admirado de ver tan elocuente al conde.

-¿También me quieren procesar a mí? -dijo Muriel con ironía-. Yo no soy tan bueno como mi padre; yo, inocente como él, no me dejaría conducir a una cárcel con tas manos atadas, a la manera de los ladrones y de los asesinos.

-Esto no se puede sufrir -exclamó D. Lorenzo-. ¿No ve usía, señor, cómo nos amenaza?

-Contéstale tú, Segarra, que yo me he acalorado y estoy fatal del ahogo -dijo Cerezuelo.

-Yo no he venido a hablar con el Sr. Segarra -dijo Martín-, sino con el señor conde. Al Sr. Segarra no le tengo nada que decir, ni sé por qué se toma la libertad de interrumpirme.

-¿Oye usía, señor? -preguntó el mayordomo a su amo, que rojo y convulso a causa de la tos, no podía contestarle.

-Usted es una persona a quien yo no deseaba encontrar aquí -prosiguió Martín con dignidad-. Al mismo tiempo, no sé cómo usted tiene valor para mirarme. ¿Es de tal naturaleza el Sr. Segarra, que al verme no trae a la memoria algún recuerdo que le atormente? Si es así, es preciso confesar que es usted peor de lo que yo me había figurado.

-¿Oye usía, señor, qué insolencia? -preguntó el intendente a su amo, que contestó sí con la cabeza.

-Al verme -continuó Martín-, ¿no recuerda usted que me conoció de niño, cuando mi padre le protegía y le daba tan grandes pruebas de amistad? ¡Cómo podía figurarse el pobre viejo que aquel amigo sería más tarde autor de su perdición y deshonra, valiéndose para esto y para extraviar el ánimo de su amo de las más bajas calumnias! No dude el señor conde que tiene una gran alhaja en su casa.

-Pero señor, ¿usía ha oído bien? -preguntó de nuevo D. Lorenzo a su amo, que después de la excitación del diálogo estaba profundamente abatido.

-Yo creía -añadió Martín- que usted, por ser don Lorenzo Segarra, no dejaría de ser un hombre, y al verme tendría el decoro de sonrojarse; o por lo menos callar, ya que ha tenido el valor de insultar la memoria de mi padre poniéndoseme delante.

-¡Señor conde, señor conde!... -exclamó el aludido, volviéndose hacia su amo en ademán suplicante-. ¿Mando buscar al alcalde de Alcalá para que castigue a este hombre?

Pero el conde, sacudido por otro violento ataque de tos, se contraía y ahogaba en su sillón sin poder articular palabra.

-¿Y usted será tan imbécil -continuó Martín, más agitado cada vez-, usted será tan imbécil que no me tenga miedo? Cree usted que sólo Dios castiga a los perversos. No; no viva usted tranquilo, D. Lorenzo. Hará usted mal, habiendo cometido tantos crímenes. Envidie usted al que murió en la cárcel de Granada; no duerma usted, tiemble al menor rumor, y no crea que tan sólo merece desprecio como los reptiles asquerosos.

Segarra estaba aterrado; sentíase moralmente débil en presencia de Muriel, y mirando con sus espantados ojos ya al joven, ya al conde, pedía a éste el concurso de su benevolencia para confundir al insolente. Por fin, el conde pudo hablar, y con voz entrecortada, dijo:

-Yo creí que usted respetaría al señor como a mí mismo. Bien me dijo él que no debía recibirle. Márchese usted de aquí inmediatamente. Yo no tengo que pagarle a usted deuda ninguna. Bastantes desazones me dio su señor padre, y demasiado prudente soy cuando no mando a mis criados que le arrojen de aquí...

-Eso, eso es... muy bien dicho -dijo la víbora de don Lorenzo reanimándose.

-No sé cómo hemos tenido paciencia para escucharlo -continuó Cerezuelo-. ¡Qué manera tan singular de pedirme que le proteja! Viniendo de otra manera, yo le hubiera dado una limosna... Pero yo no puedo hablar; Lorenzo, contéstale tú.

-Señor -dijo Martín-, mi irritación ha sido con este miserable, autor de todas las desdichas de que hemos sido víctimas. Él ha forjado mil calumnias, ha fingido cartas, ha comprado testigos falsos, hizo creer a mi padre que yo había muerto, ha sobornado a los jueces, ha supuesto descubiertos que no existen, ha tejido una red espantosa en que usted, usted ha sido cogido el primero.

-¡Señor, señor! ¡Es preciso prender aquí mismo a este malvado! Voy en busca de la justicia -exclamó Segarra, levantándose con la mayor agitación.

-Aguarda -dijo Cerezuelo-. Salga usted de aquí. Échale, Lorenzo, échale.

-Sí, me voy -contestó Martín, con la imponente serenidad del verdadero encono-. Yo creí que jamás volvería a entrar en casa de los poderosos. He sido un necio al esperar justicia de quien nos ha oprimido y deshonrado. Vosotros sois capaces de prenderme, de perseguirme, de darme una muerte lenta y cruel en una cárcel, teniendo por verdugos a los infames curiales que corrompéis y compráis. Si yo no me creyera obligado a buscar al pobre niño que habéis desamparado, me entregaría a vosotros, fieras implacables. Es lo mejor que podría hacer quien no tiene fuerza para arrojaros de una sociedad que estáis envileciendo.

-¡Échale, Lorenzo, échale! -exclamó el conde, en un nuevo estremecimiento de tos convulsiva.

-Salga usted... Llamaré a los criados -dijo D. Lorenzo, haciendo prodigios de valor y desahogando su furor, contenido hasta entonces por la cobardía.

Temía el infeliz mayordomo (que en su persona como en su carácter tenía los caracteres de la zorra) que Muriel expresase en hechos su cólera vengativa; pero el joven, dirigiendo a uno y otro miradas de desprecio, les volvió la espalda y salió sin precipitación. Nadie le detuvo al recorrer los pasillos y el patio, porque a las regiones de la servidumbre no llegaron las desentonadas voces de los contendientes. El mayordomo no pudo seguir tras él porque la violenta tos del conde degeneró en un repentino ataque, y el pobre señor quedó tan sofocado como si invencible obstáculo impidiera en su garganta toda función respiratoria.


II editar

Martín se alejaba ya de la casa, cuando vio que por el ancho portal de la huerta salía un viejo, caballero en una mula y llevando otra del diestro. Acercose a él y le preguntó:

-¿Es usted de la casa?

-Sí señor, de la casa soy, para lo que guste mandar -contestó el tío Genillo-, y aunque no lo fuera no importaba gran cosa, porque va para treinta años que estoy en ella y maldito lo que he medrado.

-¿Conoció usted a un niño que enviaron aquí hará dos meses?... -preguntó Martín con mucho interés.

-Toma, Pablillo; ¿pues no le había de conocer? -contestó el tío Genillo, moderando el paso de sus mulas-. ¡Y poco listo que era el rapaz, en gracia de Dios!

-Se marchó de la casa. ¿No sabe usted dónde se le podría encontrar? -preguntó Martín-. ¿No sabe dónde ha ido? ¿Nadie le ha visto?

-Le diré a usted: yo quise averiguarlo, y pregunté a varios conocidos que vinieron a la casa aquel día; nadie lo ha visto; sólo en la venta que está en el camino real como vamos a Meco, me dijeron que habían visto pasar un muchacho de las mismas señas, y que les había pedido agua; pero ni jota más supe. La verdad es que lo sentí, porque Pablillo se dejaba querer, y yo le tenía cierto aquel. Pero la perra de la tía Colasa y ese culebrón de D. Lorenzo le traían al retortero con un uniforme como de tropa que le pusieron... vamos al decir, una librea con botones de oro. Pues es el caso que, como iba diciendo, no pasaba día sin que le dieran dos o tres zurras en aquel cuerpecillo, como si fuera costal de paja, y el pobre, al fin, no quiso más palos y se fue a correrla por esos caminos.

-¿Y le trataban mal? -dijo Martín, volviendo el rostro para contemplar la casa, que ya estaba algo distante.

-¿Mal? Pues digo; todavía no se había perdido en la casa una barajita cualquiera, ya le estaban registrando para ver dónde la tenía, diciendo: «Este es de casta de ladrones». A bien que si usted conociera a D. Lorenzo Segarra no me había de preguntar cómo trataba a Pablillo. ¡Ah, mala landre se lo coma! Yo le conocí arreando estas mismas señoras mulas que llevo al abrevadero. ¡Y qué humos ha echado el tío Segarra! Si el amo no tuviera las seseras cuajadas, ya vería las artimañas de este hormiguilla. Como que según dicen, al amo le ciega los ojos, y allá a cencerros tapados hace él su negocio.

Muriel no contestaba ni con monosílabos a la charla abundante del tío Genillo, que tenía la cualidad de desahogarse con el primero que encontraba. Estaba Martín tan alterado por la entrevista anterior, era su cólera tan viva y tan profunda, que no podía atender a las desaliñadas razones del pobre labriego. Revolvía en su mente mil pensamientos; pasaba de la ira al dolor, del abatimiento a la furia, y sólo en rápidas miradas, en violentas contracciones de semblante, en gestos amenazadores, expresaba la honda tempestad de su alma, que casi estaba acostumbrada a no tener nunca bonanza.

-O yo me engaño mucho -dijo el tío Genillo-, o usted es hermano de Pablillo, e hijo del Sr. D. Pablo Muriel, que santa gloria haya.

-Sí, ese soy -contestó Martín sin mirar a su interlocutor.

-Pues como le iba diciendo a usted -prosiguió éste-, Pablillo era más bueno que el oro; sólo que a aquella caribe de la tía Colasa se la come la envidia, y pensaba que la señora iba a traer al muchacho en palmitas. ¡Aquí te quiero ver! Casi revienta cuando a Pablillo le pusieron la librea y andaba tan majo como un rey: que en Alcalá no se había visto otra cosa tan guapa. Pero la señorita no se cuidaba de su paje, y yo creo, acá para entre los dos, que no estaba de más... pues... vamos al decir, que hubiera puesto al chico en donde le enseñaran cosas de lecturas y escrituras; pero quiá... es mucha alma negra aquélla. La señorita tiene unas entrañas de cal y canto, y yo pienso que si viera a su padre asado en parrillas no había de decir ¡ay! No era así su madre la señora condesa, que en Dios está. Le digo a usted que la señorita, como no sea para ponerse rizos cuando viene ese zascandil del peluquero todas las semanas... ¿Creerá usted que en lo que la conozco jamás ha tenido un trapo que dar a los pobres niños de mi hermana la del molino? Ni en la vida se le ha caído de las manos ni esto, para decir, pongo por caso, vamos al decir: «Tío Genillo, tome esto, tome lo otro...». Pues... ni en los días del amo o de ella. En la casa ninguno de la servidumbre la puede ver ni en estampa... Pues no digo nada cuando manda... si parece que los demás no son gentes.

-¿Con que es orgullosa?... -dijo Muriel oyendo con algún interés la charla del tío Genillo, referente a una persona que dos días antes había conocido.

-Es más soberbia que un emperador de la China. El amo, si no fuera que D. Lorenzo le tiene sorbidos los sesos... el amo es bueno, sólo que con sus melancolías no sirve para nada y el otro lo hace todo, y sabe Dios cómo van las cosas; que si el señor conde falta algún día, van a salir sapos y culebras de la administración.

-¿Conque no será posible averiguar dónde ha ido a parar mi hermano? -preguntó Martín más sereno y pensando sólo en la más real de las contrariedades que en aquel momento sufría.

-¡Ca! ¡Sabe Dios dónde estará ese chico! Como alguien no lo haya recogido... ¡Y era tan lindillo! Yo lo decía: «Ten paciencia, Pablo; más que tú aguantan otros y no se quejan, porque les pondrían en la calle, y entonces, ¡ay de mí! Yo arriba y abajo con estas mulas, sin salir de pobre en treinta años. ¿Y qué remedio?... De esto vivimos, que el abad de lo que canta yanta».

-Pues yo no quiero salir de Alcalá sin informarme bien. Puede ser que alguien lo haya recogido.

-Puede; que hay muchas almas caritativas en Alcalá, y no son todos como esta gente de la casa. Le digo a usted, señor mío, que partía el corazón ver al bueno de Pablillo llorando en el corral, perseguido por los chicos y asustado por la tía Colasa, que es un infierno vivo.

-Y diga usted, ese D. Lorenzo, ¿cómo ha llegado a dominar tan completamente a su amo? -dijo Muriel, sin duda porque quería apartar la imaginación de los tormentos de su hermanito.

-El diablo lo sabe. Esta gente grande dicen que se deja engañar más pronto que nosotros. El tal D. Lorenzo tiene mucha trastienda. Lo cierto es que él se ha hecho rico.

-¿Se ha hecho rico?

-Sí; ¿pues no? El amo tiene amagos y vislumbres de loco y pasa en claro las noches rezando y leyendo. La señorita no piensa más que en gastar y en ponerse el petibú y en ir a los saraos. Todo está en manos del tío Segarra, que tiene unas uñas... Se agarra... bien se agarra.

-El conde antes atendía mucho a sus cosas, y aun dicen que era avaro -indicó Martín.

-Sí; pero se ha vuelto del revés. Hoy, como no sea para lamentarse de la señorita, no da señales de vida.

-Pues qué, ¿le da disgustos su hija?

-Toma, pues no sabe usted lo mejor -contestó con maligna sonrisa el tío Genillo-. Cuando doña Susanita marcha para Madrid, el señor conde se pone que parece que se nos va a morir en un tris. Hasta llora como un chiquillo, y los chillidos se sienten en toda la casa.

-¿Y por qué es eso?

-Porque la quiero tanto, que no le gusta sino que esté siempre con él; mas ella es tan perra, que no se halla bien sino dando zancajos por la Corte con los petimetres y las damiselas. Y el pobre viejo se muere aquí de tristeza. Como no hay quien la sujete y es un basilisco la tal señorita...

-¿Y la ama mucho su padre?

-Por demás, hombre. Como que no tiene otra, y ella es así, tan maja y zalamera. Pues había usted de verla cuando están juntos. Según ella le mira, parece que no es su padre y que ha venido al mundo como la hierba. El conde, eso sí, se muere por ella, y pajaritas del aire que se le antojaran...

-¿Y dice usted que la señorita trataba mal a mi hermano?

-¡Por San Justo y Pastor! Como si fuera un animalillo. Pues si le puso un corbatín que parecía, que el pobrecito se iba a ahogar. Y cada vez que hacía mal una cosa le sacudían el polvo, diciéndole mil cosas, sobre si su padre había sido esto o lo otro. Y por fin de fiesta lo echaban al corral para que se pudriera. Vaya, que si no es por el tío Genillo, el pobrecito echa el alma de necesidad y no lo vuelve a contar.

Martín estaba cada vez más abatido. Parecía que el violento arrebato de cólera de aquel día, que no olvidó nunca, lo había dejado insensible, y al oír contar las infamias de que su inocente hermano había sido víctima, inclinaba la frente como si tuviera la certidumbre de una fatal sentencia, escrita en lo alto contra su familia, y ante la cual no era posible más que una conformidad estoica, que él, a fuerza de contrariedades, comenzaba a tener. Algunos de los pensamientos que cruzaron en tropel por su mente serán conocidos tal vez en el transcurso de esta historia. Entonces el abatimiento y la desesperación, la sed de venganza y el recuerdo de su padre agitaban y sacudían su alma, no dejándole tomar determinación alguna.

La conversación del tío Genillo, que un momento inspiró curiosidad por los pormenores que le daba de aquella execrada familia, concluyó por aburrirle desde que comprendió la imposibilidad de adquirir por tal conducto noticias de su hermano. Así es que cuando menos lo esperaba el pobre arriero, y cuando más enfrascado estaba en su prolija charlatanería, Muriel se despidió de él, dejándole con la boca abierta y la palabra en ella, pesaroso de no poder desahogar toda su inquina contra el tío Segarra.

Pasó de nuevo Martín, ya anocheciendo, por la casa de Cerezuelo, y no es decible el horror que le inspiró la pesada y triste mole del edificio, solo en medio de la llanura, proyectando su sombra sobre el suelo; silencioso y obscuro como una tumba, sin la más débil luz en sus ventanas, sin el más insignificante ruido en los patios, a no ser el lejano ladrido del perro de la huerta, demasiado celoso de las riquezas de su amo, para ver un ladrón en las fugitivas penumbras de la noche. Pasó el pobre joven sin detenerse, deseoso de alejarse de aquellos muros que parecían pesarle sobre los hombros, y entró en la ciudad, dirigiéndose a la posada, donde no le fue posible reposar ni estar tranquilo. Toda aquella noche no dejó de articular palabras atropelladas e incoherentes, contestando sin duda a D. Lorenzo y al conde, cuyas voces oía sin cesar, y cuyos semblantes no se borraban de su vista. La enérgica virilidad de su carácter determinó en su espíritu un movimiento activo de odio contra aquella gente. Despreciarlos le parecía algo semejante a disculparles. La resignación hubiera sido bajeza. Habían sido tan infames con su padre, tan descorteses con él, tan crueles con su hermano, que la imaginación se complacía en suponerles padeciendo tormentos iguales a los que habían causado. El alma más generosa y santa no se ha eximido en ocasiones iguales de esas venganzas imaginarias que adulan nuestra naturaleza, repitiendo en lo íntimo de nuestro cerebro los lamentos y quejas de los que aborrecemos. Los espíritus rebeldes e indisciplinados no saben sofocar en su pecho el anhelo de venganza; Muriel, a causa de sus raras especulaciones filosófico-políticas, justificaba aquella venganza hasta el punto de creer que respondería a un alto fin social, y era de los que pensaban que una mala pasión puede ser sublimada por el consorcio con una grande idea.

Al día siguiente se ocupó sin descanso en hacer averiguaciones sobre el paradero del errante Pablillo. Visitó los hospicios, los conventos, y especialmente los de mendicantes, porque esperaba que algún lego de los que recorren los caminos con la colecta podía haber encontrado a su hermano. Empleó en estas indagaciones dos días más: contó al alcalde el caso; dirigiose a algunos pastores que habían llegado la noche antes; habló con los panaderos de Meco; fue a este pueblo y preguntó a todos los vecinos uno a uno; recorrió las ventas del camino; volvió a Alcalá, exploró a cuantos trajineros, mozos de mulas y arrieros había en la ciudad, hasta que al fin, viendo que no adquiría la menor noticia ni el más insignificante dato, desesperado y aturdido se volvió a Madrid y a la casa de Leonardo, donde se encontró con una estupenda y tristísima nueva, que el lector no puede conocer en toda su gravedad e importancia sin ver antes los hechos consignados en el capítulo siguiente.