Capítulo X - Que trata de varios hechos de escasa importancia pero cuyo conocimiento es necesario editar

I editar

Dejemos a Martín devanándose los sesos para explicarse las causas del recibimiento que en aquella casa había tenido; ya suponía misteriosas intrigas, ya se figuraba que era objeto de burlas, y que lo mismo Susanita que su tío eran seres artificiosos y farsantes. Pero su propósito era seguir la comedia o la broma si lo era, hasta esclarecerla del todo, y con la esperanza de sacar de la cárcel al pobre Leonardo. En la noche del siguiente día era cosa de ver la sala del Sr. D. Miguel, honrada con la presencia de los dignos y graves contertulios que de ordinario la frecuentaban. Ninguno había faltado, y pocas veces la reunión estuvo tan animada. De buena gana daríamos a conocer a nuestros lectores la interesante discusión que sostenía el señor presidente de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte con un Consejero de la Cámara de Penas, interviniendo un consejero de Castilla y el señor fiscal de la Rota. Como no es indispensable para el interés de esta verídica historia, sólo haremos un extracto de tan vivo y erudito diálogo, que no era sino repetición de los que sobre puntos análogos resonaban todas las noches bajo el artesonado de la ilustre casa.

Discurrían sobre la riqueza comparativa de las naciones de Europa, y un excesivo celo por las glorias patrias llevaba al señor presidente de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte a sostener que todos los países del mundo eran pobrísimos, excepto el nuestro, cuya prosperidad no tenía igual en antiguos ni modernos.

-¡Ah! -decía con aquella gravedad que es peculiar en todo el que conoce a fondo el asunto de que trata-. Inglaterra y Francia son países miserables. Todas las fortunas de la nobleza no igualan a la de uno de nuestros grandes. Luego el terreno es tan malo...

-Donde llega la feracidad del nuestro... -apuntó el señor fiscal de la Rota-. Hay en Extremadura tierras que dan tres cosechas. Eso es asombroso; no hay en todo el mundo nada que se le parezca.

-Pues no sé... -dijo el señor presidente de la Sala de Alcaldes-. Castilla sola da pan para toda Europa. Si no existieran nuestros graneros y nuestros carneros merinos, ¡qué sería del mundo!

-Es verdad que Castilla y Extremadura son países fértiles -dijo el señor presidente de la Cámara de Penas-, pero es el año que llueve, y como nuestros labradores no saben cultivar la tierra, resulta que no se coge sino muy poca cantidad en comparación de los habitantes y de la extensión del terreno. Yo sostengo que somos uno de los países más pobres, si no el más pobre de Europa.

La mirada de los otros dos personajes al oír tan gran despropósito, expresó la alta indignación de que estaban poseídos al oír cosa tan contraria a la general creencia y al entusiasmo patrio.

-¿Qué dice usted, Sr. D. Hipólito? ¿Pero habla usted en serio? ¿Está usted loco? ¡Cómo se conoce que no ha hecho usted profundos estudios sobre el particular!

-Porque los he hecho, aunque no profundos, digo lo que digo. Estamos muy equivocados, Sr. D. Blas; no tenemos más que vanidad. Todo eso que se habla de nuestra riqueza es una pura patraña. El día en que haya comunicaciones fáciles, y pueda todo el mundo ir y venir, y ver otros países, se desvanecerá este error.

-¿Y sostiene usted que Francia?... Por Dios, Sr. D. Hipólito -dijo el de la Cámara de Penas-, si sabremos lo que es Francia, un país donde no se encuentran tres pesetas, aunque se dé por ellas un ojo de la cara... Allí con las tres o cuatro chucherías que fabrican apenas pueden vivir; no es como aquí, donde la riqueza está en el suelo. Cuidado si hay millones en esta tierra. Pues digo, cuando el duque de Medina-Sidonia y el de Osuna tienen una renta de... qué sé yo... si espanta esa suma.

-En cambio, cuenten ustedes el número de los que se mueren de hambre.

-No es eso, por amor de Dios, Sr. D. Hipólito; ¿si querrá usted negar la luz del sol? ¡Comparar a nuestra España con esos países donde no se cogen más que algunas fanegas de trigo y pocas, poquísimas arrobas de vino! Vaya usted a Jerez, Sr. D. Hipólito, como fui yo el año pasado, y verá lo que es riqueza. Si aquello es quedarse uno estupefacto; aquello no es vino, es un mar; todo el orbe se embriagaría con lo que hay allí.

Júzguese hasta qué punto llegaría la alta ciencia y el amor patrio de tan esclarecidos señores, discurriendo sobre este tema. Sabemos por conducto de buen origen que la cuestión llegó a hacerse personal, descendiendo de la región de las apreciaciones estadísticas y económicas; que el señor fiscal de la Rota fue poco a poco perdiendo la apacible calma de su carácter, y llegó a decir al señor presidente de la Cámara de Penas cosas que éste jamás oyó ni aun en boca de un enemigo.


II editar

Don Tomás de Albarado y Gibraleón, a quien llamamos el doctor, por serio, y muy eminente, en Cánones y Teología, era un hombre cuya simple presencia predisponía en su favor. De edad avanzada, bastante obeso y siempre risueño, el inquisidor tenía siempre su palabra agradable para todo el mundo, y aunque no conocía más idioma que el español, podía decirse que hablaba todas las lenguas por la facilidad con que sabía encontrar la fórmula propia para expresarse con el sabio y el ignorante, con el calmoso y el vehemente. Su época, que tenía faltas de lógica horrorosa, había puesto en sus manos la más terrible institución de los tiempos antiguos, y alguien decía, más bien en son de vituperio que de alabanza, que el arma terrible del Santo Tribunal era en sus manos cuchillo roñoso y mellado, que más servía de fútil espantajo que de severo castigo. Si en la Inquisición había entonces algo bueno, era aquel consejero de la Suprema, persona cuya bondad resaltaba más a causa de su fúnebre oficio. Pero es lo raro que él creía a pies juntillas en las excelencias del Santo Tribunal, y era cosa en extremo curiosa oírle referir sus ventajas en el orden social y los prodigios que operaba en la conciencia de los pueblos; creía que el día último de la Inquisición sería desastroso para la causa humana, y, sin embargo, esta aprensión pavorosa, hija de rutinaria enseñanza, no hizo nacer en él ni la crueldad ni la aspereza glacial del inquisidor antiguo. Es que su corazón valía bastante más que su cabeza, y el buen doctor era de los que, extraviados por falsas ideas, pasaban la vida tratando de convencerse a sí mismo de que la Inquisición podía ser cosa buena sin dejar de ser cruel.

En su tiempo la Inquisición había perdido la horrible majestad de anteriores siglos; ya la costumbre, si no la ley, había suprimido las ejecuciones en grande escala, dejando sólo en toda su fuerza las condenas de levi, ad cautelam y otras en que por delito de herejía, de filosofismo, de jansenismo o de francmasonería se encarcelaba a la gente, proponiendo alguna tanda de azotea. Diríase que la Inquisición se espantaba de su propia obra y se corregía, asombrada de que las leyes civiles la toleraran. El doctor Albarado se congratulaba de este adelanto propio del tiempo, y, a veces, a solas con su conciencia, decía que a haber nacido en época más lejana no fuera inquisidor por todo el oro del mundo. Su grande amistad con D. Ramón José de Arce, arzobispo de Zaragoza, y entonces Inquisidor general, le daba gran influencia en el Consejo de la Suprema, de que formaba parte, y aun en los Tribunales de los reinos.

En el largo período en que dicho reverendo Sr. Arce desempeñó el generalato del Santo Oficio, fueron muy contadas las sentencias, según afirma la Historia, asombrada de tanta parsimonia en el quemar y de tamaña sobriedad en el vapuleo. Desde 1792 hasta 1814 la Inquisición sólo quemó a un reo, y eso en efigie, y azotó públicamente a veinte.

Susanita nunca había pedido al abuelo favores que se relacionaran con aquel alto Tribunal, pues ni ocasión tuvo para ello, ni hablaba nunca de semejante cosa. Mucho asombro causó al buen doctor la extemporánea petición que ella le hizo al día siguiente de la escena referida en el anterior capítulo, y mostraba tal empeño, tan vivo deseo de verlo cumplido, que el abuelo no pudo menos de decirle:

-¿Pero tú estás loca? ¿Tú sabes lo que estás diciendo? ¡Qué yo ponga en libertad a un preso de la Inquisición! ¿Crees tú que ese Tribunal es cosa de juego?...

-Pues si usted quiere hacerlo puede muy bien -contestó con enojo la dama-. Es porque no quiere.

-Pero hija, tú has perdido el juicio. En primer lugar, todo lo que allí pasa es secreto, y hasta esta conversación que tenemos aquí hablando de ese reo es contraria a las leyes del Santo Oficio.

Pero el buen teólogo era en extremo débil, sobre todo cuando se trataba de hacer bien, y Susana, que en su rara penetración lo conocía, había aprendido a sacar partido de su buen corazón. Enfadada y adusta estuvo después del diálogo anterior, y no contestó palabra a las muchas que le dirigió el hermano de su tía preguntándole varias cosas.

Al día siguiente entró el abuelo en la casa a la hora de costumbre y fue en busca de ella, sonriendo al verla y complaciéndose de antemano en la sorpresa que iba a darle, como cuando llevamos una golosina a un niño y retardamos el momento de dársela. La golosina que llevaba el doctor era una esperanza de que la pretensión de Susana sería atendida.

-Por darte gusto -dijo-, me atrevo a romper el secreto, Susanilla. Voy a darte algunas noticias de ese desgraciado. No te diré nada de las declaraciones ni del proceso porque eso nos está prohibido, ni de los cargos que resultan contra él, ni de la sentencia que es probable se le imponga.

-Pues me deja usted enterada. No me dice nada, y...

-Pero escucha. Sí te diré, y esto puede revelarse, que el Tribunal de Toledo le ha reclamado, por creer que a él compete juzgarlo. Has de saber que ha habido agravios a la Virgen del Sagrario, y además aparecen papeles que ligan este crimen con los de una Sociedad de francmasones que tiene asiento en aquella ciudad y se había descubierto también estos días.

-¿Y qué ventajas saca el infeliz de ser juzgado en Toledo, en vez de serlo en Madrid?

-Muchas, porque el Tribunal de Toledo es más benigno, y hace mucho tiempo que allí no sentencian más causas, que las de levi. Todos los inquisidores son hombres muy blandos y sensibles, por lo cual el Consejo les ha solido tachar de poco celosos.

-Usted no me quiere complacer y ahora se disculpa con los de Toledo -dijo Susana poco satisfecha del éxito de su pretensión.

-Pero hija, ¿qué quieres que yo haga? Yo no puedo dar pago alguno; yo no puedo influir de ningún modo en el ánimo de los inquisidores, y menos en los de Toledo, de los cuales no conozco más que a uno.

-No sé más sino que si usted quisiera, al momento lo arreglaría a mi gusto -dijo con mucha terquedad Susana.

-Pero mujer, ¿qué más quisiera yo? No seas díscola y considera...

-No considero nada, no vuelvo a pedirle a usted el más ligero favor.

-Pues hija, está de Dios que no has de entrar en razón.

Susanita comprendió que tenía que luchar con una institución y no con una persona, y se abanicó con mucha fuerza creyendo que bastaban sus artificios de coquetería para torcer los procedimientos del secular y pavoroso Tribunal. No eran del todo impotentes, porque una de las cosas que más cautivaban el complaciente ánimo del abuelo era el encantador enojo de la hermosa tirana. Por aquella vez no se atrevió ni a ceder ni a arrancar la esperanza de un próximo triunfo. Calló y esperó. Por eso en la noche a que nos referimos al comienzo del capítulo, se le veía apartado, contra su costumbre, de la adorada y adorable nietecilla, y a ésta, muy tiesa y severa, nada complaciente con el buen doctor y tan ceñuda como un niño a quien se ha negado un juguete. No lejos de ella estaba doña Antonia de Gibraleón, la diplomática a quien ya conocemos, que era prima de Albarado, y doña Juana, no menos entendida que su parienta en asuntos de Estado, aunque más reservada.

-No me puedo olvidar del charco del pobre D. Lino -decía aquélla riendo-. ¡Cómo cayó el infeliz! ¡Y no necesitaba el pobrecillo romperse las piernas para hacernos reír, porque la verdad es que era su figura en extremo extravagante!

-Yo en mi vida he visto tragedia más sin gracia; todos lo hicieron bastante mal -dijo doña Juana-, ¡y luego ver entrar en escena aquel mamarracho!

-El abate no desempeña bien papel alguno, sino cuando Pepita Sanahuja le hace representar el de becerro o carnero en sus farsas pastoriles -dijo doña Antonia-. La verdad es que es un hombre excelente. ¡Si viera usted qué arte tiene para escoger melones!

-Es una alhaja, como no sea para representar tragedias. No tiene igual para toda clase de recados. Anteayer me compró unos jamones que no había más que pedir. Para hoy le tengo encargado que se entere de alguna doncella hacendosa y formal que me hace falta... Pero ¿qué haces ahí, Susana? -añadió reparando en la expresión sombría y meditabunda de la hija de Cerezuelo-, acércate; ¿por qué estás tan ensimismada?

Pero la antojadiza dama no hizo caso y continuó dándose aire con tal ademán de reconcentración, que parecía ocuparse en resolver algún intrincado problema.

El marqués de las pastillas andaba rodando por allí bastante aburrido a consecuencia de una sucinta relación que hiciera el señor fiscal del Consejo de Ordenes de los siete partos de su difunta esposa, y se acercó a Susana buscando más entretenida conversación.

-¿Sabes que me llama la atención -dijo- no ver aquí a doña Bernarda con su hija? Casi nunca faltan.

-Se les mandará un recado si quiere usted saber lo que les pasa -respondió la joven con muy avinagrado gesto.

-Esta noche estás hecha un puerco espín -dijo el marqués sin incomodarse-. Vamos, una pastilla de tamarindo -añadió, presentando su caja.

Susana las rechazó con tan vivo ademán, que el tesoro antiespasmódico refrigerante se esparció por el suelo. Todos volvieron los ojos hacia el lugar de la catástrofe y contemplaron a la irritada diosa.

-Esta noche tiene Susana la calentura -dijo el doctor-. Hay que esperar a que le pase.

-Pues hija -dijo el marqués en voz baja y sentándose junto a ella-, si estás enojada porque me he negado a ir contigo al baile de la Pintosilla, no vayamos a reñir por eso; iremos.

-¡Ah! ¿Usted creyó que desistía yo de ir al baile de Maravillas? -contestó con peor humor Susana-. Si usted no quisiera ir conmigo, de seguro no faltaría quien me acompañara.

-Lo supongo -contestó el de las pastillas-; pero ya que haces el disparate de ir a semejantes sitios, irás conmigo; tu gusto de mezclarte con la gente del pueblo en esa clase de jaleos es muy extravagante, por más que la mayor parte de las damas de la Corte lo tengan igualmente; pero si no te curas de tan rara afición, Susana, yo iré contigo. No conviene penetrar sin mucha y buena escolta allí donde está la flor y espejo de la manolería.

-Si a usted le molesta -contestó con el mismo mal talante la hija de Cerezuelo-, ya he dicho que no faltará quien me acompañe.

-¡Vamos, tú estás esta noche con el geniecillo! Hay que, tener cuidado con la florecita -dijo el marqués elevando al cielo (es decir, al techo) sus macilentos ojos, en que se conocían los estragos de una vida licenciosa y relajada.

Digamos de paso, y por lo que esto pueda influir en los futuros sucesos de esta puntualísima historia, que en el fondo del pensamiento de este gastado marqués había una escondida y como pudorosa aspiración de amor que no se reveló nunca, sin duda por la conciencia de su inferioridad física y moral respecto a Susana.

Ya al llegar a este momento de la soporífera tertulia, en el otro extremo del estrado se había debatido hasta lo último el tema de la riqueza de las naciones.

Nadie tenía pedida la palabra, y el señor fiscal de la Rota inclinaba la cabeza en señal de sueño, mientras el señor consejero de la Sala de Alcaldes, etc., se ponía la palma de la mano ante la boca, que se desquiciaba en un bostezo. El señor consejero del de Órdenes miraba al secretario del de Indias como se miran dos esfinges puestas a un lado y otro de un pórtico egipcio. El hermano del señor corregidor perpetuo con juro de heredad de la Villa y Corte de Madrid, hacía notar con cierta timidez a otro de aquellos personajes que una de las alas de pichón de su hermosa peluca se había chafado al recostar la cabeza sobre el respaldo del sillón, y el señor fiscal de la Rota interrumpía el general y grave silencio sorbiendo sus grandes dedadas de rapé. Doña Juana y doña Antonia hablaban por lo bajo en un rincón, y según informes de excelente origen, ésta se ocupaba en explicar a la primera por qué la Paz de Basilea había sido menos deshonrosa que el Tratado de San Ildefonso, pues es fama que doña Juana consideraba ambos actos diplomáticos como igualmente impremeditados e inconvenientes. La reunión había entrado en ese período de somnolencia en que las voces se van extinguiendo, apagándose el fuego de las miradas, calmándose la viveza de los ademanes, y en que toda la tertulia aparece aburrida de sí misma, ya próxima a disolverse si una exclamación, una agudeza o una tontería de desproporcionado calibre no lo dan nueva vida.

Ninguna de estas cosas interrumpió la paz de aquel panteón de nuestras instituciones políticas y administrativas; pero sí fue turbada por un hecho que casi podemos llamar acontecimiento. Susana, que estaba muda y ensimismada en un extremo del salón, se levanta vivamente, atraviesa con mucho denuedo por entro los consejeros, secretarios y demás glorias nacionales, avanza sin mirarlos, con ademán de resolución y desdén, marcando estos dos sentimientos con el insolente ruido de los tacones de sus zapatos, y sale cerrando la puerta con tal estruendo, que muchos se estremecen cual figuras de cartón a quien hasta las pisadas de los niños hacen oscilar en sus endebles pedestales. Para comprender la sensación que en el ilustre concurso produjo esta extemporánea, irreverente e inusitada salida, basta traer a la memoria la etiqueta de entonces, en cuyos códigos draconianos se imponían fórmulas de que hoy apenas resta alguna práctica consuetudinaria en el austero hogar de antigua familia castellana no domada por el siglo XIX. Aquella muda impertinencia de la soberbia dama fue un insulto a todo el grave senado; no se tenía noticia de otro igual en casa de tanta etiqueta, ni jamás Susanita, aunque voluntariosa y díscola, había arrojado tanta ignominia sobre aquellas imponentes pelucas. El señor consejero de la Sala de Penas vio en el ademán de la petimetra una expresión de desprecio. Los tíos estaban avergonzados; el doctor dijo entre dientes, perdonándole su mala crianza: «¡Infeliz, está enojada conmigo!». El marqués creyó sentir los taconazos sobre la carne fofa de su corazón; el fiscal de la Rota quería ver en ella un ademán de burla, y el consejero de indias un gesto de dolor. Los pareceres eran distintos, aunque todos se lo callaron. Alguien creyó ver en sus labios la modulación insonora de palabras coléricas; pero un buen observador que imparcialmente contemplara la escena, hubiera comprendido que el brusco movimiento y la partida resuelta de la joven no expresaban otra cosa que una resolución repentina e inesperadamente tomada. Si esta resolución hubiera pasado de su cabeza a sus labios, la dama soberbia no hubiera dicho otra cosa que esto: «Ya sé lo que tengo que hacer».

No es posible que el lector, por más que se caliente los sesos en penetrar estas palabras, vea cumplido su justificado deseo, ni lo verá si no busca la satisfacción de sus dudas en los capítulos siguientes, entre los cuales el que viene a continuación no es de los que le dan menos luz sobre tan peregrino asunto.