Capítulo II - El señor de Rotondo y el abate Paniagua editar

I editar

Tenía Muriel un amigo que era segundón de familia nobilísima. Desheredado por la ley, que acumulaba todas las riquezas y todas las glorias de una familia en un primogénito; sin más fortuna que su valor y su ingenio, había abandonado la casa paterna, olvidando completamente a su hermano. Como no había recibido instrucción alguna, Leonardo, que así se llamaba, no pudo aspirar a suplir con el valor intelectual la falta de recursos. Además se inclinaba por temperamento a la vida holgazana; y como su pobreza y su falta de posición lo libraban de las responsabilidades que la sociedad exige a los poderosos, entregose a la cómoda ocupación de no hacer nada. Pocos han realizado como él la evangélica máxima de no cuidarse del día de mañana. Su familia era extremeña, y él se había establecido en Sevilla, donde hacía versos, lidiaba toros, frecuentando todos los círculos en que había gente de buen humor.

La mayor parte de sus amigos eran estudiantes, si bien los libros no fueron nunca para él contagiosos; y en materia de doctrinas, aunque de ninguna entendía gran cosa, se deleitaba con las revolucionarias, como si en ellas encontrara un fondo de justicia que las preocupaciones de su época y de su clase no le impedían ver. Pero, por lo general, no se preocupaba mucho de sus filosofías. La algazara y las aventuras con caracteres de libertinaje eran las condiciones elementales de su vida, que era una vida de estudiante sin estudios. Reunido constantemente con jóvenes de la clase popular, Leonardo había olvidado que era noble, si bien alguna vez la vanidad innata se mostraba por un resquicio de su carácter, y entonces solía describir su escudo con una prolijidad que promovía grandes burlas entre sus compañeros.

Estrecha amistad le unía con Muriel, que le había perdonado el ser noble. Juntos vivieron en Sevilla bastante tiempo, y la suerte, que algo le tenía reservado, quiso que juntos viviesen después en Madrid; porque Leonardo, que con motivo de un lance desagradable había tenido que huir de Andalucía, se estableció, como él decía, en la Corte, y allí estaba cuando llegó Muriel, a quien alojó en su casa. Ésta, que era el segundo piso de un inválido edificio de la calle de Jesús y María, en que habitaban multitud de familias, ofrecía a los dos amigos las comodidades de un palacio, a pesar de la estrechez de su recinto. Vivían solos en compañía de dos personas, de quienes nos será lícito hablar un poco, aunque su papel en esta historia no sea de gran importancia. Era la primera una especie de ama de gobierno o patrona de huéspedes, que se hallaba en el ocaso de la edad y de la gloria, y vivía en una lamentación continua, recordando los venturosos días en que su esposo tocaba el violín e improvisaba madrigales en las más frecuentadas tertulias de Madrid. Doña Visitación procuraba sofocar los dolores y soledades de su marchita viudez por medio de un continuado y estrecho trato con todos los santos y santas de la corte celestial, y la vida devota ofrecía ancho campo a su espíritu para distraerle de sus pertinaces melancolías. La otra persona que habitaba la casa era un criado a quien llamaban Alifonso, el cual desempeñaba las funciones de barbero y peluquero, hacía de comer cuando doña Visitación se extasiaba en la iglesia más de lo ordinario y tenía además habilidad no común para todos los recados, que exigieran astucia y agudeza de ingenio, revelando en esto la educación frailuna que había recibido. Ensanchábase además la vasta esfera de los conocimientos de Alifonso con su aptitud maravillosa para suplir la carencia absoluta de sastre, que era peculiar en la casa de un pobre como Leonardo. No se sabe dónde adquirió el mancebo tan extraordinaria destreza; pero es lo cierto que componía las casacas de su amo y hacía como nuevas las más viejas y raídas, prodigio en que la tijera y la química obraban de común acuerdo. Una particularidad digna de ser notada es que doña Visitación y Alifonso se aborrecían de muerte: antipatía mortal, profunda, eterna, les dividía. Eran irreconciliables como la noche y el día. La vieja había llegado a creer que el travieso doméstico era el demonio disfrazado de aquella forma para su tormento, opinión que consultó varias veces con su confesor sin obtener respuesta categórica, por no ser fuerte este venerable en el tratado de re daemoniorum. Detenidas y eruditas investigaciones hechas después que subió al cielo doña Visitación han dado a conocer que la causa de aquella antipatía había sido el siguiente suceso. La vieja se fue muy temprano a la iglesia en cierto día de gran ceremonia, dejando en la cocina una gran cazuela donde se guisaba corpulento jamón que le habían regalado unos extremeños. Alifonso lo sacó con mucho donaire, y puso en su lugar el violín del difunto y nunca olvidado esposo de doña Visitación, reliquia que la viuda conservaba con respeto religioso y fanático, cual si fuera parte integrante de la persona que con tanta gloria lo usó en vida.

Cuando la santa mujer volvió de su rezo, cuando entró en la cocina, cuando se acercó a la cazuela, cuando asió el mango del violín creyendo era el hueso del jamón (pues era corta de vista), cuando destapó, vio y tocó, cerciorándose de tamaña profanación, su furor llegó al grado de violencia de la tragedia griega; sus nervios se alteraron y cayó con un síncope de que no había ejemplo en su borrascosa vida. Aquella noche, en su agitado y calenturiento sueño, vio la irritada sombra de su esposo, tocando en el malhadado instrumento, que lanzaba lúgubres quejidos, y a su lado a Alifonso con rabo y cuernos, teniendo en su mano el jamón, que apoyaba en el hombro para remedar, tocando con un asador, los movimientos del airado fantástico músico. Desde entonces, a la supersticiosa mente de doña Visitación se adhirió con invencible fuerza la idea de que Alifonso no era otra cosa que el demonio mismo vestido de carne humana para su tormento.

Éstas son las dos personas que compartían las pobrezas de Leonardo, el cual, con su escasísima renta, que cobraba tarde y mal, sostenía la casa y daba habitación y alimento a su desdichado amigo.


II editar

Leonardo consagraba su vida y su tiempo a lo que entonces se designaba con una palabra un poco malsonante hoy, pero que emplearemos por necesidad, a cortejar. No indica precisamente esta voz corrompidas costumbres ni licencioso libertinaje. Más general, expresa la ocupación, en cierto modo insulsa, de los que aman por pasatiempo y por una especial necesidad de espíritu en que la pasión tiene muy poca parte. Leonardo, pues, cortejaba, siguiendo la corriente poderosa de la juventud de su tiempo, que no conocía ocupaciones de otra especie, que no tenía libros en que estudiar, ni cátedras o tribunas donde discutir. El último tercio del siglo XVIII y los primeros años del presente fueron la época de las caricaturas. La de D. Juan no había de faltar en aquella sociedad, que Goya y D. Ramón de la Cruz retrataron fielmente y con mano maestra.

Leonardo, pobre, caído desde la altura de su noble origen a la miseria de su humilde existencia, se ocupaba en enamorar escofieteras y tal cual petimetra de la clase media, perdida a prima noche en los laberintos de Maravillas o Lavapiés. Pero la indigencia no podía desmentir su alta prosapia, y ésta se manifestaba en un presuntuoso deseo de llevar su derecho de conquista a una sociedad más distinguida. En tan atrevida aspiración, deparole el Cielo o el infierno una misteriosa y recatada beldad en cierta novena de San Antonio, a que asistía con hipócrita fervor; y aquí comenzó al par que una serie de amorosas glorias y platónicos deleites, la serie de sus grandes apuros económicos.

Era en extremo curioso entonces ver el afán con que Alifonso componía la casaca de su amo, dándole un corte que, si bien la dejó algo rabicorta, la asimilaba a las que en aquellos días eran de moda entre los currutacos. Al mismo tiempo cogía los puritos a las medias y galonaba la chupa; robaba con mucha gracia a sus compañeros de profesión algunas esencias con que perfumar los pañuelos de Leonardo, condición indispensable para ser caballero entonces, y, por último, planchaba y pulía el arrugado sombrero, haciéndole pasar por joven, sobre todo si la noche se encargaba de ocultar sus tornasoladas tintas y tapar otras muchas inveteradas fealdades. Con este atavío, el galanteador salía a la calle hecho un marqués, sobre todo de noche, pudiendo así retardar lo más posible el desengaño de la dama, y ocultar la desnudez efectiva de quien no tenía más tesoros que los de su fácil afecto.

Cuando Muriel llegó, Alifonso hubo de hacer un nuevo alarde de su fecundo genio, pues los vestidos del joven filósofo no eran los más a propósito para presentarse delante de una persona como D. Buenaventura Rotondo y Valdecabras. Sujetose a prolongado tormento la única casaca que poseía; empleáronse las prodigiosas lejías que habían rejuvenecido las chupas de Leonardo, y el sombrero gimió bajo las planchas del hábil confeccionador, por lo cual, y mientras duraron tan complicadas operaciones, tuvo Martín que guardar un encierro de cuatro días, viéndose imposibilitado de visitar a la persona a quien había sido recomendado.

Ésta, sin embargo, quiso anticiparse, tal vez deseosa de conocerle, y una mañana, cuando menos se la esperaba, se presentó en la casa de la calle de Jesús y María en busca de Muriel. Era el Sr. de Rotondo persona de mediana edad, amable, pero con cierto agrado empalagoso, que más parecía obra de un detenido estudio que espontánea cualidad de su carácter. Vestía con extremada pulcritud, y en su andar, como en sus miradas, había siempre expresión de recelo. Cauteloso o asustado siempre, no se atrevía a dar un paso sin mirar antes donde ponía el pie. Su vista al entrar en un sitio recorría las paredes, escudriñaba las puertas, parecía querer penetrar en el interior de lo más reservado y oculto, y al sentarse, sus manos tanteaban el asiento, como si temiera ser víctima de alguna burla o asechanza. Pero en ninguna ocasión se ponía en ejercicio su desconfianza observadora tan activamente como mientras conversaba con alguien. El Sr. de Rotondo no perdía sílaba, ni modulación, ni gesto, ni ligera contracción facial, nada. Su atención era provocativa, y por su parte él hablaba despacio, como no queriendo decir palabra alguna que no fuera precedida de una seria meditación. En general, ni su presencia, a pesar de ser persona siempre acicalada y compuesta, ni su conversación, a pesar de ser hombre culto y con cierto gracejo, despertaban ningún sentimiento afectuoso. No se podía mirar sin recelo a quien era el recelo mismo. Al presentarse ante Muriel, hízole varias cortesías con muy artificiosa finura, y después de pasear su mirada por cuantos objetos había en la habitación, tomó una silla, y asegurándose con cuidado de su solidez, se sentó en ella, entablando con el joven la siguiente conversación.


III editar

-Mi amigo -dijo Rotondo- el reverendo fray Jerónimo de Matamala me habla largamente de usted en su última carta. Aquí estoy para servir a usted en lo que pueda.

-Yo lo agradezco -contestó Martín-, tanto más cuanto que otra vez estuve en Madrid con pretensiones parecidas y no hallé ninguna persona que se interesara por mí.

-¡Oh, no hay que esperar nada de esa gente! -dijo Rotondo bajando la voz y como si temiera ser oído-. Aquí hay una falta muy grande de amor al prójimo. Y lo que usted pretende, ¿qué es?

-Que el conde de Cerezuelo me pague cierta cantidad que a mi padre debía desde antes de la prisión de éste. El proceso no afecta en nada a esta deuda, motivada por haber anticipado mi padre...

-Ya, ya... -dijo D. Buenaventura, demostrando que la historia del desdichado D. Pablo no le era desconocida.

-No creo que esto se me niegue ahora. Yo he de ir a Alcalá muy pronto en busca de mi hermano, a quien quiero apartar de esa maldita familia, y espero conseguir...

-Cerezuelo está enfermo y dominado por la melancolía. La separación de su hija, más aficionada a la vida bulliciosa de la Corte que a las soledades de Alcalá, le contraría mucho. Si usted pudiera lograr la protección y la recomendación de su hija...

-Me han dicho que es el ser más orgulloso y despótico que ha nacido.

-Es más que eso: es cruel. Fáltale la delicada sensibilidad propia de su sexo, y su trato desagrada a cuantas personas no se ocupan en galantearla, aspirando a domar por el amor aquel carácter inflexible y refractario a todas las ternuras.

-Entonces no creo que pueda favorecerme.

-Hay que esperar poco de la gente noble -dijo don Buenaventura, prestando atención a la voz de Alifonso, que reñía con doña Visitación en el cuarto inmediato-. La gente noble, insubstancial y frívola para todo lo que es el servicio y mejora del reino, no lo es para oprimir al pobre.

-¡Oh, está bien dicho; es muy exacto! -exclamó el joven, que no esperaba declaración semejante en el amigo íntimo del padre Matamala.

-Los privilegios se han de acabar aquí, como se acabaron en Francia, y, o mucho me engaño, o ese día no está lejos.

Muriel se admiró de encontrar tan revolucionario a quien se había figurado como un señor muy beato, enemigo, como la mayor parte, de las cosas extranjeras.

-Debe usted dirigirse al mismo Cerezuelo -continuó el visitante-, pues aunque influyen en su ánimo los clérigos y frailes de que está llena siempre su casa...

-¡Clérigos y frailes! -exclamó Martín, más asombrado cada vez del poco respeto que su nuevo amigo mostraba hacia las instituciones venerandas.

-Sí -añadió el otro mirando en derredor con cierta zozobra, como si fuera muy grave lo que pensaba decir-. Sí, la carcoma de la sociedad. ¡Oh, cuándo será el día...! Ya sé yo que usted es filósofo; que usted ha desechado ciertas preocupaciones.

-Yo me hallo en una situación muy especial -repuso Martín-; tengo motivos muy positivos para aborrecer ciertas cosas.

-Usted será, por lo tanto, hombre de acción -dijo D. Buenaventura, dirigiendo toda la atención de su mirada hacia el rostro del joven, con ansia de leer allí sus deseos y propósitos.

-¡Hombre de acción! ¿Pues qué...? -exclamó Muriel como si hubiera escuchado una revelación-. ¿Será posible aquí otra cosa que la humillante paciencia y una deshonrosa conformidad con nuestro destino?

-¡Oh! ¡Quién sabe! Tal vez. La sociedad está muy agitada... Ya usted ve cómo está el mundo -dijo Rotondo-. Sin embargo, conviene esperar... Ese amado Príncipe inspira mucha esperanza.

Mientras pronunciaba estas últimas palabras, dichas al parecer con el único objeto de sostener la conversación por pura cortesía, D. Buenaventura mostraba en su actitud y en sus miradas la mayor zozobra. Dirigía la vista a la puerta con visible inquietud, alterándose en cuanto sonaba el menor ruido. Un repentino y estrepitoso repique de la campanilla de la puerta le produjo fuerte excitación, y se levantó agitado y nervioso, exclamando con ira:

-¡Esto es insoportable! Me han de perseguir en todas partes. No puedo dar un paso sin que me siga un espía.

Muriel, sorprendido de aquel inesperado arrebato, procuró serenar a su nuevo amigo.

-Cálmese usted -le dijo-. Mientras esté en nuestra casa, no podrá hacérsele daño alguno.

-¡Ay de ellos si se atreven a tocarme! Su único objeto es seguirme a dondequiera que voy, enterarse de mis acciones, ver con quién hablo y con quién me trato. ¡Oh! ¡Pero me tienen miedo!

Martín era todo confusiones en presencia de aquel hombre exasperado e inquieto, que hablaba con tanto calor y se creía rodeado de espías y satélites. Entretanto, un individuo extraño entraba en la casa, y preguntando no sé por quién, procuraba enterarse, en animado diálogo con Alifonso, de los nombres, edad y oficio de las personas allí residentes. No tuvo el astuto barbero la precaución o la malicia de callar, y dijo el nombre de su amo, con lo cual, satisfecho, se marchó el curioso, dejando a D. Buenaventura, que todo lo oía desde la sala, en el colmo de la rabia.

-¿Siempre lo mismo! -exclamó cuando el ruido de los pasos del espía se perdió en lo más bajo de la escalera-. Ya saben que estoy aquí, ya le conocen a usted. ¡Oh! ¡Ni un momento de libertad! Sr. D. Martín, yo necesito hablar con usted; es preciso que hablemos largo, largo, largo.

Y al decir esto estrechaba la mano del joven, revelando en sus ojos profundas intenciones, con tal ademán de misterio y en tono tan grave, que la fogosa imaginación de Muriel no aceptó la espera, y preguntó con viveza:

-¿De qué?

-Ya lo sabrá usted -añadió Rotondo algo aplacado de su furor-. Es preciso que nos veamos en otro sitio; en mi casa, en cierta casa... Mañana a las diez, en la calle de San Opropio, número 6... ¿Nos veremos? ¿Irá usted?

-Sí; sin falta. A las diez.

-Pues adiós.

Despidiose afectuosamente el señor de Rotondo y se marchó, dejando al pobre Martín más confuso que cuando le decía: «¿Usted será hombre de acción?». En verdad, el joven más sentía gozo que pena al verse repentinamente ligado a una persona que se quejaba de tan obstinadas persecuciones. Hostigábale en sumo grado la curiosidad por saber cuál sería el grave asunto que iba a confiarle al día siguiente aquel hombre singular, que en su corta visita había revelado un mundo de ideas y acciones a la ardiente fantasía del buen volteriano. Aquel hombre conspiraba. ¿Cuáles eran sus planes? ¿Por qué le perseguían? ¿De qué grande idea, de qué gigantesca empresa quería hacerlo partícipe? Estas cuestiones, que en tropel se ofrecían al entendimiento de Martín, obteniendo de él mismo mil respuestas diversas, no podían menos de impulsar su ánimo hacia aquel hombre desconocido. Todo lo peligroso atraía a Muriel. Todo aquello que fuese extraordinario, aventurero, lo fascinaba. En el fondo de su naturaleza existía latente y comprimida una actividad poderosísima que necesitaba espaciarse y aplicarse, buscando con afán la vida exterior como el modo más propio de aquel inquieto y siempre ávido espíritu. En él había desde mucho tiempo antes un ardiente y secreto deseo de probar la fuerza de su pensamiento en el yunque de la vida práctica: entreveía hechos colosales, pero vagos, de que él era principal y vigoroso motor; mas nunca había llegado a hacerse cargo de los medios que pudiera emplear para dejar de ser ideólogo. Así es que, cuando las circunstancias le ofrecían probabilidades, aunque fueran remotas y muy problemáticas, de llegar a aquella realidad tan deseada, su inquietud no tenía límites: se avivaba la perenne excitación de su cerebro, y se complacía en dar proporciones enormes al hecho vagamente concebido y ardorosamente esperado. Por eso la -34- promesa grave y misteriosa de aquel hombre no bien conocido aún, picó vivamente su curiosidad despertando en él el vivo interés de lo maravilloso. ¿Quién sería? ¿Conspirar, preparar alguna explosión revolucionaria, que transformara la sociedad y echara al suelo el caduco edificio del derecho divino? ¿Sería una simple cuestión personal de Rotondo? ¿Qué parte tenían en aquel asunto las audaces ideas que él, filósofo indisciplinado, consideraba como su único tesoro? La curiosidad le punzaba, como un apremiante escozor del espíritu. Pero en su temperamento, esperar era la peor de las torturas, y su imaginación se anticipó a satisfacer aquella curiosidad forjando mil desvaríos.

IV editar

Aquel mismo día Alifonso y doña Visitación, poco después de salir la visita, eran víctimas del mal humor del enamorado Leonardo, el cual, irritado porque no había visto en la misa de doce de la Trinidad a la persona por quien tan puntualmente y con tanta contrición asistía al oficio divino, creía, como suelo acontecer en los amantes incorregibles, que todos los seres vivientes tenían la culpa de aquella contrariedad inaudita. En vano el festivo barbero se esmeraba en barnizar los zapatos de su amo con una solicitud demasiado servil; en vano obedecía sus ordenes con cristiana paciencia. Leonardo no cesaba de reñirle profiriendo ternos de varios calibres, que erizaban el cabello de doña Visitación, dándole materia para que por tres días seguidos se estuviera lamentando de vivir con aquellos herejes. El amartelado joven no tenía consuelo, y dominado por el pesimismo que se apodera de los amantes cuando experimentan un ligero revés, sea de entrevista, sea de carta, lo que menos se figuraba era que doña Engracia (pues tenía este nombre) se había muerto; que había sido envenenada, o gemía en las cárceles de la Inquisición, puesta allí por la bárbara mano del intolerante sacerdote que tanto influía en el ánimo de su madre. No es de este momento el informar al lector de quién era doña Engracia, ni quién su madre, tipo arqueológico que el siglo decimoctavo, por una singular complacencia, había prestado al decimonono, ni quién el amigo espiritual y consejero áulico de esta veneranda señora. Por ahora baste decir que Leonardo hubiera llegado al último grado de la desesperación, si un ángel tutelar, un nuncio de felicidad no se presentara a deshora en la casa, quitándole de pronto sus melancolías y haciéndolo el más dichoso mortal de la tierra.

Nuestros lectores no conocen a D. Lino Paniagua, uno de los abates más ociosos y al mismo tiempo más útiles del reinado del Sr. D. Carlos IV. Si le conocieran, ya podían asegurar que sólo en su trato hallarían suficientes documentos históricos para juzgar la sociedad matritense, de aquellos días. No es difícil hacerse cargo de lo que era aquel hombre incomparable, que no desapareció de la tierra hasta el año 1833, en que con el alma de Fernando VII se fue para siempre de España el absolutismo con muchas de sus cosas inherentes; no es difícil, repetimos, hacerse cargo de la poderosa entidad social que convenimos en designar con el nombre del abate Paniagua. Algo existe hoy entre nosotros que nos le recuerda. La publicidad propia de la época en que vivimos ha hecho de la prensa un órgano eficaz que satisface a multitud de pequeñas necesidades sociales. Hay en la prensa una parte llamada gacetilla, donde las luchas de la política no logran penetrar; parte destinada a que todas las clases de la sociedad escriban su palabra y graben sus impresiones, como esos voluminosos libros en blanco, colocados en sitios de peregrinación para que todo viajero, alegre o triste, jovial o aburrido, deje una señal de su paso. La vida social tiene un álbum gigantesco e inacabable en la gacetilla. ¿Quién habrá entre nosotros que no haya puesto en él un renglón, una frase, un garabato? El que da un baile, el que ha perdido un perro, el que se casa, el que nace, el que se muere, el que escribe un libro, el que lo lee, el que va a viajar, el que vuelve, todos están allí. Ningún individuo, a no ser un hipocondríaco, refractario a la luz de su época, como lo es el búho a la del sol, escapa a la investigación insaciable de la gacetilla; y aun ese mismo hipocondríaco escribirá en ella el párrafo más siniestro, si ansioso de la soledad de la tumba, tiene un día un mal pensamiento y se suicida. Lo que pasa con las personas ocurre también con los hechos. La función que más boga alcanza en los teatros, el sermón que más ha gustado en la última novena, la calle que se proyecta construir, el cuento que con más éxito circula de boca en boca, las nieves que han caído en tal o cual punto, las telas que están en moda, el atroz incendio ocurrido en alguna ciudad de los Estados Unidos, la pendencia que ensangrentó las heroicas calles de las Vistillas, la grandiosa insurrección de las cigarreras, la marcialidad de los regimientos que desfilaron en la última parada, todos los accidentes de la vida colectiva se expresan allí, formando día tras día como un registro universal, en que los movimientos, las palpitaciones, los gestos, aun los más insignificantes de la sociedad, quedan anotados con la exactitud de la calcografía o del daguerrotipo. Pues bien; en la época en que venimos refiriéndonos no existían estos órganos impresos de la vida común, que mantienen perpetua relación entre todos y cada uno. Había, sin embargo, ciertas entidades, pertenecientes a la especie humana, que hacían el papel de aquellos conductos de que hemos hablado, y eran providenciales precursores de la gacetilla moderna, del mismo modo que los correos peatones han precedido al telégrafo eléctrico. La legislación eclesiástica se había apresurado a llenar el vacío que en la sociedad existía, suministrándole aquellos diligentes órganos; había creado una clase parásita con objeto de consumir el exceso de la cuantiosa renta del clero, y como no le dio ocupación secular ni canónica, esta clase se consagró a menesteres no siempre dignos, como traer y llevar recados, dirigir las modas, enseñar música y cantarla en las tertulias, componer versos ridículos, disponer el ceremonial de un bautizo, de una boda, de un entierro: buscar amas de cría y bordar en cañamazo, cuando las circunstancias lo exigían. Dentro del tipo general del abate había una variedad considerable, pues mientras algunos eran hombres licenciosos y corrompidos, que se valían de su traje, convencionalmente respetable, para penetrar con ambigüedad en los estrados, como dice D. Ramón de la Cruz, otros eran unos pobres diablos, inofensivos a la moral pública, si es que ésta no se vulneraba con la protección de secretos e inocentes amores, que a veces traían grandes cismas a las familias.

El abate Paniagua era de estos últimos. Su extraordinaria aptitud para los recados de importancia, su memoria vastísima, en la cual guardaba como en rico archivo todos los santos, festividades, ya fijas, ya movibles, todas las ferias, plenilunios, solsticios y equinoccios, hacían que fuese de gran utilidad a las familias. Tenía anotados en el registro de su cabeza el precio de los comestibles, el nombre de los predicadores que subían al púlpito en todas las iglesias de Madrid, los días de vigilia, el número de cintas que se ponían a las escofietas, la cantidad de purgas que tomara tal o cual señora para curar su inveterada dolencia, los días o meses que a otra le faltaban para llegar al ansiado instante de su alumbramiento, y otras muchas curiosísimas cosas, que le daban el valor de un verdadero tesoro. Era Almanaque y Guía, y su complacencia no conocía límites; servía con desinterés por satisfacer una irresistible necesidad de su naturaleza, que le inclinaba a aquel oficio de saberlo y contarlo todo. Así es que no había casa en la Corte donde D. Lino no tuviera entrada; pues por un privilegio reservado sólo a los abates, tenía estrecho lazo con todas las clases. La aristocracia le abría sus salones, la clase media sus estrados y el pueblo le daba agasajo en sus miserables zahúrdas. Ningún elemento social podía renunciar a la útil amistad de aquel hombre enciclopédico que al entrar en el hogar doméstico llevaba todo el mundo exterior, el mundo de la calle en su cerebro. Él, por su parte, siempre fue hombre sin ambición: consumía su renta sin aspirar nunca a acrecentarla, y parecía feliz desempeñando el papel que su época le había encargado. Era hombre tímido, y en los círculos que frecuentaba era tratado con agasajo, pero sin verdadero afecto. Cierta benevolencia un poco humillante, algo parecida a la que inspiraban algunos bufones, le bastaba. Jamás aspiró a ser objeto de un grande amor ni de un profundo respeto, pues él mismo conocía que la índole de sus funciones no era la más propia para ocupar un puesto digno, ni aun en aquella sociedad frívola que rastreaba por el suelo sin grandes ideas ni altas aspiraciones. Su bondad extremada y floja voluntad hacían cada día menos respetable su papel social; pues enternecido con las angustias de los amantes, no podía menos de favorecerles en sus correspondencias, y se complacía en apresurar el deseado momento del matrimonio. Por eso tenía cierto orgullo en ser la paloma a cuyo cuello ataran los novios sus patéticas esquelas. En cuanto una pasión estallaba en el recinto de recatado y escrupuloso hogar, el pobre corazón herido y preso no tenía más comunicación con el exterior que D. Lino Paniagua, diligente vehículo que llevaba al través de las prosaicas calles de la capital las palpitaciones ardorosas, las delicadas ternuras, los suspiros, las languideces, las esperanzas, los sueños y desesperaciones del amor. Hacía esto el abate con tanto más agrado y desinterés cuanto que nunca fue amado, y la pasión dormía en su pecho callada y solitaria, tal vez porque su timidez y su mala figura le habían impuesto silencio y obligado a la quietud en los grandes dramas de la vida. En el fondo de la frivolidad o insubstancial ligereza de Paniagua, había una tristeza crónica que no era ajena a aquella entrañable simpatía que le inspiraban todos los amantes; simpatía cuya causa podría encontrarse en que una aspiración vaga de su vida juvenil no encontró nunca ocasión de manifestarse, ni objeto a quien dirigirse, como no fuese en un culto platónico y secreto sin ningún accidente exterior. Por eso el pobre abate, ya en edad madura, y apartado personalmente de todo lance amoroso, por la ridiculez de su persona y el indeleble sello de prosaísmo que había en sus funciones, se contentaba con amar a todos los que amaban. Padre cariñoso de todos los novios, participaba de sus alegrías y de sus penas, les daba consejos y procuraba llevarles por el camino del matrimonio, porque era enemigo de las uniones ilícitas y gustaba de que sus protegidos fuesen castos, lo mismo que el billete garabateado por la pasión, que él llevaba de una casa a otra, guardándolo en el pecho, como si su corazón solitario se complaciera en ser tocado por aquel cariño escrito.


V editar

Conocida esta persona y su importancia, se comprenderá la alegría del desesperado Leonardo al verla entrar y al leer en su rostro la felicidad que le traía.

-¡Querido D. Lino, incomparable abate! -exclamó abrazándole con afecto-. Siempre viene usted a tiempo. En este momento pensaba salir para ir a su casa.

-¿Sí? No me hubiera usted encontrado -contestó el abate, sentándose con señales de fatiga-. Estoy fuera desde el amanecer. ¡Cuánta ocupación Sr. D. Leonardo; esto no es vivir! No sé cómo me las componga para poder evacuar tanto negocio importante como a mi cargo tengo. Esta mañana fui a buscar una nodriza por encargo de la señora de Valdecabras, que se ha visto obligada a despedir a la que tenía, por haber encanijado al niño. Al fin encontré una, recién venida de la montaña; me han asegurado que tiene buena leche; y en efecto...

-¿Pero no me dice usted nada de...? -preguntó Leonardo con la mayor impaciencia.

-Ya hablaremos -dijo el abate, que no quería poner a la orden del día el peligroso asunto objeto de su visita, mientras estuviera allí Muriel, persona a quien no conocía-. Ya hablaremos. ¡Pero qué cansado estoy! He andado cinco horas sin parar. Tuve también que ir a comprar veinte varas de cinta para doña Pepita y a hablar con el pintor que ha de hacer el telón para el teatro del marqués de Castro-Limón. Van a representar la Ifigenia. ¡Qué trajes, qué lujo! Hoy he ido también a encargar la peluca que debe sacar Agamemnón, y las hebillas que ha de ponerse Ulises en los zapatos... porque esta es gente de gusto. Estará de lo más lucido que en la Corte se haya visto. Luego he tenido que ir a hablar con el prior de Porta-Coeli a ver si quiere prestar los tapices de aquella iglesia para una función que hacen las Hermanas del Amor Hermoso en los italianos; y después fui a ver si los arrieros de Extremadura habían traído la galga que ha encargado el señor fiscal de la Rota. Unos amigos de la calle de Mesón de Paredes me entretuvieron, haciéndome beber algunas copas, porque tienen bautizo; y después marché a casa de la escofietera de doña Bárbara Moreno para decirle el corte que debe darle al tocado que lo está haciendo para el día de la boda de su hermana. ¡Ay!, no tengo piernas; me rindo. Y después de tanto mareo no he podido asistir al entierro del señor oficial mayor de Palacio, persona a quien no conocí, pero que me recomendaron después de muerto. Tampoco he podido asistir a la función del Sacramento, donde predicaba un amigo mío... y qué sé yo. Si no me multiplico no voy a poder vivir.

-¿Y no ha estado usted en casa de...? -dijo Leonardo sin poder contener su ansiedad.

El abate miró a Martín con recelo, demostrando que los graves secretos de que era emisario no podían comunicarse en presencia de un desconocido.

-Éste -dijo Leonardo señalando a Muriel- es un amigo mío muy querido. Nos conocemos desde la niñez. Le confío todos mis secretos, y él a mí todos los suyos.

-¡Ah! -exclamó Paniagua saludando a Martín con la sonrisa en los labios-, entonces... Pues daré a usted, señor D. Leonardo, una buena noticia.

-¿Buena noticia? -dijo D. Leonardo-. ¿Es que ha reventado doña Bernarda o ha reñido con el padre Corchón?

-¡Oh, no! -contestó D. Lino riendo y poniendo la mano en el hombro de su joven amigo-. Mi señora doña Bernarda no tiene novedad, aunque las muelas le molestaron anoche, para lo cual le he llevado hoy raíces de malvavisco. En cuanto al padre Corchón nunca ha estado mejor que ahora, según me acaba de decir, pues con los pediluvios se le ha quitado la ronquera, y volverá a lucir su hermosa voz en el púlpito de San Ginés.

-¡Que no le vea estallar como un cohete! -dijo Leonardo-. Pero a ver la buena noticia.

-Pues madama -prosiguió el abate con malicia-, va el domingo a la Florida con algunas amigas y amigos, a pasar un día, a comer bajo los árboles, a saltar y brincar al modo de la poesía pastoril. Quiere que vaya usted.

-¿Yo... en presencia de doña Bernarda, que irá también? -dijo Leonardo.

-Ella no le conoce a usted. Yo le presento... y a propósito: yendo también su amigo, puede arreglarse mejor la cosa. Yo les presento como que son dos forasteros, que vienen de visitar las cortes de Europa, y al llegar a Madrid me han sido recomendados para enseñarles las cosas de esta villa y darles a conocer en los estrados.

-¡Qué buena idea! ¿Vas, Martín? -preguntó Leonardo volviéndose hacia su amigo o interrogándole más con sus alegres ojos que con la palabra.

-Vamos. Aunque no fuera sino por hacer más fácil la presentación.

-Va mucha gente; damiselas y petimetres. Les aseguro a ustedes que se divertirán de lo lindo -dijo Paniagua.

-¡Oh! ¡Si no fuera doña Bernarda! ¡Si tropezara dislocándose un pie o se le subieran los vapores al cerebro de modo que no se tuviera en pie en una semana...!

-Entonces no iría su hija. ¡Pobre madamita! ¡Siempre tan triste...! -repuso el abate.

-¡Oh! D. Lino -exclamó el enamorado joven-. ¡Cuándo...!

-Ya conozco sus nobles sentimientos, Sr. D. Leonardo. Merecedor como ninguno es usted de tamaña dicha. Pero qué remedio... Esperar, esperar. Ya llegará el día. Y como ella es tan buena, tan guapa, tan sensible... Ayer me contaba las penas que pasó con su difunto esposo, y no pudo menos de llorar. ¡Pobrecita! Es que el guardia de Corps era hombre cruel, Sr. D. Leonardo. ¿Ella no le ha contado a usted de cuando la encerraba, teniéndola dos o tres días sin probar bocado? Es cosa que parte el corazón.

-Sí, ya sé -dijo Leonardo, a quien importunaba el recuerdo de los sufrimientos de la discreta y sensible Engracia en vida de su esposo-. ¿Y a qué hora es el viaje a la Florida?

-Por la mañana. Yo vendré por ustedes. Va Pepita la del corregidor, doña Salomé Parreño, la de Cerezuelo y otras. ¡Qué ocasión, amigo D. Leonardo!; doña Bernarda se dormirá sobre la hierba apenas coma un bocado.

-Si despertara en el valle de Josafat.

Pocas explicaciones serán necesarias para enterar por completo al lector de los amores de Leonardo. Pasaremos por alto los sucesos del período incipiente, con los primeros pasos de aquella aventura, cuyo fin estamos muy lejos de conocer todavía. Engracia, a quien el abate llamaba frecuentemente madama, siguiendo la costumbre de la época, era viuda de un guardia de Corps, que no la pudo martirizar más que siete meses, después de los cuales se marchó a mejor vida, dejando a su mujer en la gloria, si bien más tarde cayó en el temido infierno de la casa de su madre doña Bernarda, que se constituyó en celosa guardiana. La muchacha, por demás sensible, hacía cuanto en su mano estaba para romper la clausura en que vivía; pero los lazos a la vez domésticos y religiosos en que estaba aprisionada, únicamente podían desatarse por la astucia o romperse por el valor, y de ambas cualidades carecía la pobre viudita. Ella misma no podía explicarse cómo habían nacido aquellos peligrosos amores; pero es indudable que la propia cautela y atroz intolerancia de doña Bernarda fueron causa de la aventura, que no era más que el ansia de libertad expresada en la relación afectuosa con alguien de fuera, con alguien de la calle. Tal vez había poco o ningún amor por parte de ella en las primeras comunicaciones epistolares y visuales; pero la costumbre es poderosa en esta como en otras muchas cosas, y al fin Engracia profesó al ilustre mendigo verdadero cariño. La dificultad de las comunicaciones, las contrariedades que entre uno y otro surgían a cada paso, avivaron el incendio, y la pobre viuda se encontró doblemente presa. Incapaz por su débil carácter de tomar una solución, esperaba en silencio a que la Providencia resolviera aquel problema, y se contentaba con frecuentar lo más posible los novenarios y demás fiestas religiosas, donde le era posible el culto profano de un santo semoviente, que iba tras ella a todas las iglesias y oía todas las misas en que embebía su espíritu, ansiosa de dejar este mundo, la buena de doña Bernarda. Respecto del padre Corchón, teólogo eminente que dirigía el ánimo de aquella insigne mujer no sólo en las cuestiones religiosas, sino en las domésticas, nada diremos hasta que la imagen de hombre tan grande aparezca, llenándolo todo con su estatura física y moral en el escenario de esta historia.

El abate Paniagua aún tenía una misión que cumplir. Metió la mano en su pecho, sacó un billete, y sonriendo (y aun diremos con cierto rubor) lo entregó a Leonardo. En el billete, además de muchas ternezas y honestas confianzas, hacía madama la misma invitación que de palabra había expresado ya al incomparable D. Lino. No copiamos la carta, porque habíamos de hacerlo con fidelidad, y las muchas faltas de ortografía de que estaba plagado aquel patético escrito, rebajarían el ideal tipo de la joven e interesante viuda. Las mujeres más novelescas suelen despoetizarse con su pluma, y aquélla no estaba libre de la común flaqueza gramatical propia de su sexo. Dejemos la carta relegada a profundo olvido y conservemos a su bella autora resplandeciendo en la altura del idealismo, muy por encima de la vulgaridad de sus garabatos.

Cumplido el objeto de la visita, se levantó Paniagua para marcharse. Entonces pudo Muriel observar mejor la pobre facha del corredor de asuntos amorosos. Era D. Lino pequeño y débil como un sietemesino; y no se concebía cómo aquellas piernecitas tan cortas y endebles podían trasladarlo de un punto a otro de Madrid con tanta actividad, para traer y llevar los infinitos recados que a su cargo tenía. Esta mezquindad de piernas y su voz atiplada y aguda como la de un niño eran los rasgos característicos del ser físico, como la debilidad y la complacencia lo eran del ser moral. Su cabeza era de configuración rara, y la bóveda del cerebro era semejante al polo ártico de un medallón: allí residía en perenne actividad el órgano de la protección a los amantes. De modales flexibles, de gran movilidad en la cintura y pescuezo, el cuerpo de Paniagua había nacido para doblegarse, lo mismo que su espíritu existía para complacer. No inspiraba aversión, ni afecto, y el respeto propio de su traje semieclesiástico se combinaba con el desprecio inherente a su frívolo oficio para producir un resultado de indiferencia, que era lo que realmente inspiraba a todo el mundo.