Capítulo III - La sombra de Robespierre editar

I editar

A la hora fijada por el Sr. de Retondo, Muriel tomó el camino de la calle de San Opropio, ansioso de satisfacer su curiosidad. Llegó, y después de mirar el número de algunas casas, se paró ante una que mostraba ser antiquísima, de enorme y desigual fachada, y en tal estado de deterioro, que parecía mantenerse en pie por milagroso equilibrio. Las ventanas y puertas cerradas, la total carencia de vidrios y cortinas, indicaban que allí no podía vivir ningún ser humano. Acercose Muriel a la puerta, la empujó y entró, hallándose en ancho zaguán, que daba a un patio, desierto y sucio, donde las maderas y las piedras hacinadas en desorden indicaban que alguna parte interior de la casa se había venido al suelo. Pasó el zaguán, cuyo piso era de puntiagudos y mal puestos guijarros, y entró en el patio, que recorrió con la vista buscando un ser viviente. No se sentía el más insignificante ruido. Dio algunas palmadas, pero nadie apareció; llamó de nuevo con más fuerza, y el eco de su palmoteo se perdió en aquel recinto solitario y misterioso. De repente, y cuando prestaba atención con más cuidado, esperando oír los pasos de alguna persona, sintió una voz que resonaba allá dentro en punto muy recóndito de la casa; voz lejana, pero muy fuerte, que decía: «¡Danton, Danton; pérfido Danton!». Muriel, a pesar de no ser supersticioso, no pudo prescindir de cierto temor, y permaneció un momento absorto. La voz continuó al poco rato y más lejana, diciendo: «¡Danton, Danton!», y el eco de estas palabras se perdía como si la persona que las pronunciaba estuviera cada vez más lejos.

Llamó otra vez, y entonces sintió el rechinar del gozne de una puerta. Alguien venía. Miró al ángulo del patio, por donde parecía haberse sentido aquel rumor, y vio aparecer, saltando y cacareando, nada menos que a una gallina. Muriel estuvo a punto de reír al ver quién salía a recibirle. Al fin había visto algo vivo en tan desierta casa. Ya se dirigía hacia aquella puerta, cuando salió una vieja que, corriendo tras el travieso volátil, le dirigía toda clase de apóstrofes con muestras de gran enfado: «¡Anda bandolera, retozona, callejera, mala cabeza, loquilla!». Y al mismo tiempo la buena mujer describió con su tardo e inseguro andar los mismos círculos del rebelde animal, hasta que al fin éste, comprendiendo su deber, se entró a buen paso por la puerta; cerró la vieja, profiriendo al mismo tiempo nuevos denuestos sobre las tendencias de emancipación de la gallina, y por fin se dirigió a Muriel, preguntándole:

-¿A quién busca usted?

-Al Sr. de Rotondo.

-¿Al Sr. de Rotondo? -dijo la vieja, dudando qué respuesta debía dar-. El Sr. D. Buenaventura... no está.

-¿No está? -dijo Martín con asombro-. Me ha dicho que a las diez... ¿Volverá pronto?

-No lo sabemos. Pero puede usted esperar. Ahí está el tío Robispier.

-¿El tío Robispier? -preguntó Muriel con la mayor extrañeza al oír un nombre que le parecía corrupción del de Robespierre-. ¿Y quién es ese hombre?

-Así le llamamos, porque siempre está con ese nombre en la boca. Como está mal de la cabeza... -dijo la vieja llevándose a la sien su dedo índice.

-¿Loco?

-Sí. Parece que lo embrujaron allá, cuando estuvo. ¡Y qué hombre tan cabal era el Sr. D. José de la Zarza hace cuarenta años! Era un santo varón, muy devoto de la Virgen. Dicen que por un pecado que cometió, Dios le ha castigado cuajándole el cerebro. Puede usted subir. No hace daño. Si quiere usted esperar al Sr. D. Buenaventura...

Muriel se sorprendía cada vez más, y ya estaba tan vivamente picada su curiosidad, que resolvió subir, como le indicaba la vieja. La soledad y el vetusto aspecto de la casa, la anciana haraposa, que parecía una emanación del estiércol y los escombros acumulados en el patio; hasta la aparición de la gallina, único ser que intentaba alegrar con su juvenil cacareo aquel triste recinto, todo contribuía a aumentar el misterioso estupor que al oír la palabra Danton, resonando dentro como un eco infernal, había sentido,

-Suba usted -dijo la vieja-. El tío Robispier no hace daño. Hoy le toca escribir, y no se le puede hacer levantar los ojos de sus garabatos. Grita mucho y parece que se va a tragar a uno, pero no hace nada. ¡Pobre Sr. de la Zarza! Yo, que conocí a su mujer allá por los años... sí -añadió recordando-, fue cuando el Sr. D. Carlos III echó de España a los jesuitas. Doña Rosa tenía un hermano en el Colegio Imperial, y fue preciso esconderlo. Era amigo de mi difunto, que murió en la guerra del Rosellón...

Martín, decidido a esperar a Rotondo, y curioso al mismo tiempo por ver al misterioso personaje de quien la viuda del ilustre mártir del Rosellón le hablaba, subió precedido por ésta. Los peldaños de la escalera, cediendo al peso de los pies, crujían y chillaban en discordante sinfonía; los restos de un artesonado, que se caía pieza a pieza, mostraban que aquella mansión había sido suntuosa allá por los tiempos en que el Sr. D. Felipe V vino a España, y alguna vieja, descolorida e informe pintura, conservada aún en la pared, demostraba que las artes no eran extrañas a los que allí vivieron. Muriel atravesó un largo pasillo donde el mal olor de las húmedas y olvidadas habitaciones producía gran molestia, y al fin llegaron. La vieja se paró ante una puerta, y permitiéndose una sonrisa, en que se unían groseramente la burla y la conmiseración, señaló adentro, indicando al joven que entrara. Detúvose Martín, miró al interior, y vio en el centro de espaciosa sala a un viejo que, sentado junto a una mesa y violentamente encorvado, escribía, expresando gran exaltación. El cuarto no podía estar más en armonía con el personaje: espesa capa de polvo cubría el suelo y los objetos, y todo allí era confusión y desorden. Disformes y mutilados muebles se veían colocados en un testero; mugrientas ropas cubrían un jergón puesto sobre tablas, y algunas armas rotas y mohosas yacían en un rincón en compañía de un arpa vieja y de unos vasos de tosco barro. Muchos papeles y legajos cubrían parte del suelo, lo mismo que la mesa, cargada también con el peso de varios libros y de un tintero en que mojaba su pluma con frenética actividad el extraño habitador, de aquel tugurio.

Martín le observó antes de entrar: era un hombre de aspecto decrépito, flaco y apergaminado. Cubríase con una especie de sotana verdinegra y raída, que parecía ser su único traje, formando sobre sus carnes como una segunda piel, y en toda su persona revelaba un abandono que sólo en locos rematados pudiera ser permitido. Con mano trémula escribía sin cesar, mojando la pluma a cada instante, y siempre con el rostro tan inclinado sobre el papel, que la nariz y la péñola parecían trabajar de acuerdo en aquel borrajear infatigable. Murmuraba alguna vez voces ininteligibles, siempre sin interrumpirse, y al concluir una hoja del cuaderno en que escribía, la volvía sin cuidarse de secarla, y continuaba en su trabajo con precipitación febril. Ya hacía un momento que Martín le contemplaba, cuando volvió el rostro hacia la puerta, y exclamó con alegría:

-Mi querido Saint-Just. Al fin vienes. Entra, entra.

Quedose más absorto Muriel al oírse llamar de aquella manera; mas la voz y ademanes del pobre hombre no le infundieron temor, y entró.


II editar

-No puedo descansar ni un momento -dijo el loco, escribiendo de nuevo con la misma velocidad y ahínco-; este informe ha de estar concluido dentro de dos horas. No hay más remedio; es preciso que se acabe el Terror, y el Terror no se acaba sino sacrificando de una vez a todos los malos ciudadanos. Quedan todavía muchos en el seno mismo de las Comisiones. Todos irán a la guillotina.

Acercose Muriel y notó que aquel hombre trazaba sobre el papel rasgos y garabatos que en nada se parecían a los signos de la escritura. No escribía, pintaba una especie de rúbrica interminable.

-¿Y qué es lo que escribe usted? -preguntó Martín.

-¡Oh! ¡El informe! Robespierre lo lee mañana en la Convención. Vendrá pronto por él. ¡Y aún lo estoy empezando! ¿No vas esta noche a los jacobinos?

-Sí, pienso ir -dijo Muriel, buscando un tema de conversación con el loco-. ¿Y tú, irás?

-¿Pues no he de ir? -contestó el viejo, apartando la vista del papel-. Es preciso proponer de una vez al pueblo que confiera el poder supremo al gran Robespierre. ¡Pero hay aún tantos miserables! ¡Infame Tallien, infame Collot de Herbois, miserable, Barrère!

-Vamos, ya ha escrito usted bastante -dijo Muriel, queriendo obligarle a entrar en conversación-. Descanse usted.

-¡Oh!, no, estoy empezando -contestó el pobre Zarza-, y he de concluir dentro de dos horas. Si viene Robespierre y no está concluido... Es preciso organizar la República, organizarla tomando por base la justicia, que emana del Ser Supremo.

-Sí, eso es cosa urgente -dijo el joven.

-Una vez proclamado el Ser Supremo, es preciso buscar en él el origen de la justicia. Robespierre, Robespierre: si hubiera semidioses, tú serías uno de ellos. Tú serás el árbitro de la República. Los malvados que te estorban el paso serán aplastados. Aún la guillotina no ha cercenado todas las cabezas de víbora que impiden el triunfo completo de la verdad. Fue preciso sacrificar a la familia real, y se sacrificó; fue preciso sacrificar a los girondinos, y los veintidós malvados fueron al cadalso. Aún no bastaba; fue preciso acabar con todos los vendidos a la emigración, a los realistas, a todos los malos patriotas, sobornados por los vendeanos, y se creó el Tribunal revolucionario. Aún no era suficiente; fue preciso extirpar a los dantonistas, hombres venales y corrompidos que deshonraban la República, y todos, llevando a la cabeza al pérfido Danton, presumido hasta la hora del suplicio, marcharon a la guillotina. Aún no bastaba; fue preciso inmolar a cuantos parecieran cómplices del complot extranjero, y el proceso de Cecilia Renault dio ocasión para derribar muchas cabezas. Aún no basta; faltan algunos traidores por inmolar. Ánimo: un esfuerzo más, y Francia quedará libre de pícaros. Quedan pocos. Audacia hasta el fin, Robespierre, y serás el cerebro de la República.

Al concluir esta desordenada serie de imprecaciones que pronunciaba con creciente agitación, el infeliz dejó de escribir, arrojó la pluma lejos de sí, y se levantó, comenzando a dar paseos de un ángulo a otro del cuarto con mucha prisa y zozobra. Muriel estaba algo impresionado por el violento lenguaje de aquel hombre. Al oírle evocar con tanta energía, y dominado por una especie de fiebre, los principales acontecimientos de la Revolución francesa, su asombro tenía algo de terror, sin que lo atenuara el considerar que de las palabras de un demente no debía hacerse gran caso. Fijando la vista en el desgraciado anciano, pensó en la serie de desventuras que sin duda le trajeron a tan miserable estado y en la triste historia que irremediablemente había precedido a su enajenación. Pensó preguntarle algunos antecedentes de su vida, mas se contuvo por temor de apartarle de aquella interesante locura que le hacía expresarse con tanto calor, refiriéndose a sucesos propios para excitar la más reposada fantasía. Resuelto a hacerle hablar más en el mismo sentido, Muriel le dijo:

-¡Más sangre, todavía más sangre! ¿Crees que aún no hemos derramado bastante?

-¿Bastante? -dijo el loco, parándose ante Martín-. No; hace falta más, más. Cuando Mr. Veto pereció en la guillotina, se creyó que bastaba; pero no, el mal tiene hondas raíces, Saint-Just, y es preciso extirparlo por completo.

-¿Te acuerdas de Mr. Veto? -preguntó Muriel, deseoso de que refiriese aquel caso.

-¡Que si me acuerdo! Yo entré con el pueblo en las Tullerías el 20 de junio. ¡Qué bien lo habíamos preparado! El infame Capeto insistía en poner el veto a la ley sobre el clero: el pueblo quiere elevar una petición al trono rogándole que retirara aquel maldecido veto. Este era el motivo aparente de aquella memorable jornada; pero la causa real era que el pueblo quería pisar las alfombras de palacio, pasearse como único dueño y señor por los salones de las Tullerías, y ver cara a cara al descendiente de cien reyes, trémulo y humillado. El pueblo quería poner su mano sobre el hombro del hijo de San Luis en señal de que no hay poder, por orgulloso y fuerte que sea, que no ceda ante la majestad de la nación. No puedo darte idea, querido Saint-Just, del aspecto de aquella muchedumbre que desfilaba por París ocupando todas las calles desde el Marais hasta los Fuldenses. Hombres, mujeres, niños, todos animados del mismo encono contra Mr. Veto y la Austriaca desfilaban con algazara, llevando en sus manos armas, trofeos, banderas, palancas, asadores, garrotes, andrajos enarbolados a manera de estandarte; todo lo que cada uno encontró más a mano y podía llevar con más desembarazo. Un tarjetón llevado en alto por un carbonero de la calle de San Dionisio, decía: «La sanción o la muerte». En una bandera que enarbolaba una mujer, se leía: «¡Tiembla, tirano: tu hora ha llegado!». Yo pude improvisar un cartel, en que escribí: «¡Mueran Veto y su mujer!». Otros llevaban en lo alto de un palo vestidos desgarrados e infames harapos con que se quería simbolizar la venganza de la miseria popular, enseñoreada ya del mundo y más poderosa que los reyes. Detrás de Lambertina de Mericourt, que arengaba con su ronca voz al gentío, gritando: «¡Vivan los descamisados!», iba Santerre, que había llevado sus guardias nacionales a fraternizar con nosotros. El marqués de Saint Huruge, patriota exaltado, me daba el brazo, y detrás de mí iban Henriot y Lesouski. Marat gritaba ebrio de furor, y Camilo Desmoulins reía como ríen los locos, con una carcajada que infunde espanto. Un hombre llevaba en una pica un corazón de buey con un letrero que decía: «Corazón de aristócrata», y las gotas que de este horrible despojo manaban nos caían en el rostro a los más cercanos, de tal modo que parecía que alguien nos escupía sangre desde el cielo.

Aquel entusiasmo en que se mezclaba a un furor frenético una alegría delirante, nos hacía horribles: causábanos terror nuestra propia voz y cada uno se espantaba de los demás. Ninguno era dueño de sí mismo; todos habían abdicado su persona ante la colectividad y cada cual dejó de ser un individuo para no ser más que muchedumbre. Palpitante, furiosa, ronca, ebria, llega ésta a la sala del Picadero, donde estaba la Asamblea, y se empeña en desfilar ante ella. Se oponen los constitucionales; pero los girondinos y jacobinos quieren que entremos. La discusión fue larga, y al fin entramos. ¡Qué espectáculo! Más de treinta mil desfilamos ante los diputados aterrados o absortos, y ante el gentío de las tribunas que nos aplaudía con frenesí. Nuestros andrajos y nuestra miseria se pasearon ante la majestad de la representación nacional como poco después ante la majestad del rey. Blandíanse allí dentro los sables y se agitaban las picas y banderolas con una amenaza, indicando a los diputados del pueblo que éste podía quitarles el Poder y despojarles de todo prestigio, como aquéllos habían hecho con la dignidad real. El corazón de buey que destilaba sangre, y la horca portátil de que pendía la efigie de María Antonieta, hicieron estremecer de horror a todos los hombres allí reunidos; nuestros gritos ensordecían el recinto: chillaban los chicos, vociferaban las mujeres y todos añadíamos un rugido o una imprecación a aquel infernal concierto.

«¡A las Tullerías, a las Tullerías!», dicen mil voces, y corremos allá. En vano se quiere oponer la fuerza de algunos gendarmes y granaderos al impulso incontrastable del pueblo. Derribamos las puertas del Carrousel, penetramos en el patio, algunos artilleros quieren oponérsenos, pero los dispersamos arrebatándoles un cañón, que subimos después en brazos al piso principal del palacio. Forzamos la puerta real, ocupamos el gran pórtico y nos precipitamos por las escaleras gritando: «¡Mr. Veto, Mr. Veto! ¿Dónde está Mr. Veto?». Recorrimos las salas y galerías. La multitud no podía expresar lo que sentía al ver reproducidas en los espejos del palacio de los reyes de Francia sus hambrientas caras, los jirones de sus vestidos, sus desnudos miembros fortalecidos por el trabajo, al oír repetido en la concavidad de las suntuosas salas el eco de su ruda e imponente voz, que entonaba en discordante algarabía el himno informe de sus agravios satisfechos, de su secular injuria vengada. La plebe estaba más orgullosa y enfatuada que nunca en aquellos momentos Sólo una débil puerta la separaba de Luis XVI, del rey ungido, que, rodeado de su familia, temblaba como la hoja del árbol, creyendo que el menor movimiento de aquel gran monstruo que se le había entrado por las puertas lo aniquilaría con su mujer y sus hijos. La plebe entraba en palacio no como esclava, sino como señora; no iba a pedir, sino a mandar. Mr. Veto sería pronto en sus manos lo que es un juguete en las de un niño. La plebe se reía anticipadamente de la broma, y aquella algazara jovial, resonando bajo los ricos artesonados construidos con el oro de cien generaciones de despotismo, parecía la expresión de venganza de los siglos, la gran carcajada de la Historia, que así se burla de los más orgullosos poderes.

La pica que yo llevaba fue la primera que golpeó la puerta que nos separaba del rey. La puerta cedió, y entramos. Mr. Veto se ofreció a nuestra vista pálido y humillado: le devorábamos con nuestras miradas, centenares de sables amenazaban su cabeza, y los muchos emblemas irrisorios o amenazadores que llevábamos, lo mismo que el corazón de buey, se presentaron a sus atónitos ojos como la expresión concreta de nuestro resentimiento. «¿Dónde está la Austriaca? ¡Abajo el Veto! ¡Queremos el campamento en las cercanías de París!», exclamaban algunos. Un ciudadano se adelanta hacia el rey y le ofrece su gorro frigio. El rey se lo pone. Otro ciudadano se acerca con un vaso y una botella y dice: «Si amáis al pueblo, bebed a su salud»; y el rey bebió esforzándose en sonreír. Esto, que parecía un sarcasmo, era en la plebe la sincera idea de la igualdad. Quería no elevarse hasta el rey, sino hacerle bajar hasta ella. No se contentaba con la concordia entre el trono y el pueblo, sino que aspiraba a la familiaridad.

La muchedumbre hubiera podido inmolar a Capeto con toda su familia en aquel momento; pero si alguno tuvo intenciones en este sentido, la mayoría de los manifestantes las sofocó: algunos se enternecieron, advirtiendo la debilidad del contrario. ¡Ah! Los papeles se habían trocado. El hombre cuya voluntad disponía a su antojo de veinticinco millones de seres, temblaba sobrecogido y aterrado ante unos cuantos individuos del pueblo. ¡Qué momento aquél! Todas las angustias, toda la ignominia, toda la miseria de tantos siglos estaban vengados. El pueblo no podía haberse mostrado más digno, dada su condición y su estado. Respetó la persona del rey, y si expresó su deseo en formas rudas y violentas, es porque no se le había enseñado a hablar de otra manera. Los sentimentales dirán que aquello fue una profanación salvaje; se llenarán de horror y cerrarán los ojos con repugnancia y asco al recordar los innobles vestidos de la muchedumbre, su falta de pulcritud y de cultura, el desenfado de las mujeres, las embriagadas voces, los aullidos, los pisotones, la hediondez, la espuma de los labios, el fulgor de los ojos, la insolente apostura de aquella gente desenfrenada. Los sentimentales clamarán al Cielo, y dirán: «¡Plebe soez, canalla, gentuza, mal nacida!». ¡Ah, malvados, pérfidos aristócratas, verdugos del pueblo! No sólo queréis atar nuestros brazos para que no os hieran, sino que intentáis también tapar nuestra boca para que no os maldigamos. Habéis considerado al pueblo durante siglos enteros como traílla de esclavos; os habéis enriquecido a sus expensas, guardándoles menos consideración que la que os merecen vuestros perros de caza y vuestros halcones. ¡Miserables aristócratas! Habéis formado una casta privilegiada, rodeada de inmunidades, de garantías, de riquezas, y queréis perpetuarla, vinculando en ella todo el poder de las naciones. La inteligencia, el valor, la sensibilidad que en los demás hombres pudiera existir, ha de quedar relegada al olvido; calidades y virtudes perdidas en el océano de la miseria general, como las perlas en la profundidad de los mares. No hay más vida que la vuestra. ¡Ah! ¡Viles aristócratas! La guillotina funcionando noche y día no bastará a vengar al mundo de vuestros atropellos. Robespierre, aún quedan muchos. Mata, mata sin cesar.

El demente calló obligado por la fatiga que le debilitaba y enronquecía su voz. Muriel lo escuchaba con aterrados ojos. Creía tener delante al genio decrépito de la Revolución francesa expiando con una espantosa enfermedad del juicio sus grandes crímenes; genio a la vez elocuente y extraviado, sublime por las ideas y abominable por los hechos.


III editar

-Algunos -continuó La Zarza- entraron en el cuarto inmediato donde estaba la Austriaca. Yo no sé lo que allí pasó; pero, según me dijeron, hubo mujeres que se enternecieron ante la reina y otras que la insultaron. También el Capetillo hubo de ponerse el gorro frigio. ¡Qué irrisión del Destino! En otra ocasión, su madre hubiera creído que sólo el aliento de un hijo del pueblo haría daño al ilustre niño, y en aquella ocasión el desdichado se sofocaba entre la multitud, recibiendo de sus pulmones el aire plebeyo de la miseria en que vivimos. «Ya hemos destronado a Luis XVI», dije yo a Legendre, el carnicero, cuando bajábamos la escalera de las Tullerías. «Sí -contestó él-, le hemos puesto la caña en las manos y el Inri en la frente». -«¡Qué pequeña es la majestad mirada de cerca -decía Camilo-; es como las decoraciones de los teatros! Desde fuera, ¡cuán hermosas! Nosotros hemos entrado hoy entre bastidores, y nos hemos complacido en dar de puntapiés a los figurones de cartón que antes nos parecían magníficas estatuas».

Concluida la demostración, la muchedumbre se desbandó, no sin aclamar antes a Petión, al rey Petión, a quien llevamos en hombros un buen trecho. ¡Oh, qué días aquellos! Después han pasado muchas cosas, y algunos, no pocos, de los héroes de aquel acontecimiento, han perecido después por haber hecho traición al pueblo. Éste es inexorable. Sus largos sufrimientos lo disculpan del sistema de no perdonar. Aquel mismo Petión fue proscrito un año después. Los más eminentes de entre los girondinos, los héroes del 10 de agosto, subieron al cadalso. ¡Traidores! Yo recuerdo bien el día en que esto sucedió.

-Cuéntalo, cuéntalo -dijo vivamente Muriel, a quien impresionaba la relación del infeliz demente.

-No -contestó-. ¿Crees que puede perderse el tiempo en conversaciones? Tú eres un holgazán, Saint-Just; tú no tienes más que lengua. Te pasas el día charlando, cuando la República está en peligro. Es preciso salir de esta situación. El informe de Robespierre que estoy escribiendo ha de poner término al Terror por el exceso del mismo. Todos los malos ciudadanos perecerán bien pronto. Es preciso escribir ese informe. Robespierre viene; ya siento sus pasos. Escucha.

Al decir esto, el infeliz prestaba atención señalando al exterior, donde no se sentía ruido alguno. Por el contrario, el silencio era grande, y unido a la obscuridad que allí reinaba, hacía más imponente la escena. Muriel no pudo menos de sentir cierto calofrío al ver que el loco, inmutado el rostro, se volvía hacia uno de los ángulos de la sala, como si hubiese allí alguna persona a quien miraba con atención.

-¡Ah, Robespierre! -exclamó el loco señalando hacia el sitio donde su enferma fantasía veía la imagen del célebre convencional-. Robespierre, el día ha llegado; no lo dejes pasar. No tiembles; coge con mano fuerte el Poder que está en las uñas de una Asamblea envilecida. ¿Estás airado, hombre divino?... ¿Qué tienes? Maximiliano, Maximiliano, valor. Es preciso un esfuerzo más; la guillotina espera las últimas víctimas.

Muriel observaba aquello con espanto, y los informes objetos que en el cuarto había, la escasa luz, la impresión causada en su ánimo por el anterior relato, parecían contribuir a hacerle partícipe de la alucinación del desdichado La Zarza. Éste continuaba hablando con el espacio y se paraba a intervalos escuchando, como si le contestara el supuesto fantasma.

-¡Hombre divino! -continuaba el viejo-. El pueblo te adora. No temas a esos infames de las Comisiones. Tú triunfarás. No lo crees, y me señalas tu cuello manchado de sangre. No, tú no irás a la guillotina. Si vas, yo te acompaño; morir contigo es asegurar la inmortalidad. Los jacobinos son tuyos. Aquella tribuna es tu trono. El pueblo correrá a defenderte. Preséntate en la Convención con tu informe, y ¡ay del que se atreva a ser tu enemigo!

Alzaba tanto la voz y se agitaba tanto en su diálogo con la sombra, que Muriel ya se sentía mortificado con aquel espectáculo. Solo en tan vasto y solitario edificio, cuyos únicos habitantes parecían ser una gallina, una vieja y un furioso; en aquella habitación sombría, ocupado por el recuerdo vivo de una época histórica interesante y terrible a la vez; oyendo las desentonadas voces de un hombre que hablaba con la Historia, con la muerte, con lo desconocido. Martín no pudo resistir a un sentimiento supersticioso. Su imaginación creyó ver surgiendo de la ennegrecida pared del fondo la imagen de un hombre con desencajados ojos, ancha frente, puntiaguda nariz y labios rasgados y finos, que avanzaba lentamente sin que sus pasos se sintieran; mirándole con terrible expresión y señalando su propio cuello, del cual salía un chorro de sangre que inundaba la habitación. Muriel se levantó cubriéndose el rostro con las manos y salió de allí. No había dado dos pasos por el corredor, inundado de luz, cuando ya reía de su supersticioso miedo. La gallina cacareaba en el patio, y la vieja la reprendía por su desenvoltura.

Un rato estuvo apoyado en el antepecho del corredor, entregado a sus meditaciones. Desde allí oía los gritos del insensato, cuya manía más le causaba asombro que risa. Trataba de explicarse el origen de tan rara demencia, y al mismo tiempo quería representarse de nuevo las escenas que acababa de oír contar, cuando de pronto siente una mano sobre su espalda. Estremécese todo; se vuelve rápidamente, y ve una cara animada por dos ojos muy vivos, de nariz pequeña y puntiaguda, frente espaciosa y labios muy delgados, que se rasgaban en una singular sonrisa, la misma cara que creyó ver poco antes en el fondo obscuro de la habitación. Dio un grito de espanto, pero ¡ay!, ¡qué tontería!, era el Sr. de Rotondo.

Esta serie de impresiones fue rápida como un relámpago. Sentir el peso de la mano en el hombro, volverse, dar un grito de espanto al ver aquella cara y después reconocer a D. Buenaventura, fue obra de un segundo. ¡Cuántas veces nos ocurre que al primer golpe de vista no reconocemos la fisonomía que más acostumbrados estamos a ver! Estos errores son instantáneos, y cuando la aparición nos coge de improviso, que es cuando generalmente ocurre el fenómeno, nos preguntamos: «¿Quién es éste?». Y es nuestro amigo más conocido, tal vez es la persona en quien vamos pensando en aquel momento.


IV editar

Muriel había visto a Rotondo tan sólo una vez; pero recordaba bien su fisonomía. No sabemos si había relacionado ésta con la imagen de Robespierre, que conocía en estampa. Quizás.

-Le he asustado a usted -dijo sonriendo-. Ya sé que ha estado usted entretenido con las locuras del pobre Zarza.


-Me ha impresionado, no puedo negarlo -dijo Martín-. Yo no había visto locos así. Me ha contado varias cosas con una elocuencia, con un calor...

-¡Oh!, sí: dentro de su manía es inimitable. No disparata sino cuando escribe el informe. Hace diez años lo está empezando. El infeliz me gasta algunas arrobas de papel y algunas azumbres de tinta al año. Ya habrá usted visto cómo emborrona un cuaderno sin escribir nada. Habla a todas horas con Robespierre, como usted ha oído, y así pasa la vida.

-¿Y este hombre, quién es?

-Su historia sería larga de contar. Es un desgraciado; yo le tengo ahí recogido por lástima; porque fui amigo de su familia hace muchos años. Si yo lo abandonara serviría de diversión a los chicos por esas calles.

-¿Pero él ha presenciado los sucesos que refiere? -dijo Martín.

-Ya lo creo: todos. Fue a Francia con Cabarrús. Este pobre Zarza tenía talento y mucha imaginación. Aquí fue siempre muy filósofo, y hasta llegó a escribir algunas obras. En Francia abandonó a Cabarrús. Aquellos acontecimientos le excitaron en extremo, y pocos tomaron parte con más calor que él en las sediciones y motines de tan afamada época. Fue primero gran amigo de Barbaraux y después de Robespierre, a quien sirvió mientras el uno tuvo razón y el otro vida. Furibundo jacobino, fue comprendido en las últimas proscripciones del Terror, y encerrado en la Abadía mucho tiempo, esperaba la muerte todos los días. La larga prisión, el pavor que le infundía la guillotina, la humedad del calabozo, le hicieron contraer una penosa dolencia. Cuando después de sano lo pusieron en libertad, estaba loco. Unos españoles le trajeron acá y en esta casa vive hace diez años.

-Es particular -dijo Muriel, preocupado con la historia del desdichado Zarza.

-Pero dejemos eso, y vamos a hablar de nuestras cosas -dijo Rotondo llevando al joven a una habitación algo decente, que abrió con llave-. Siéntese usted y hablemos. Fray Jerónimo de Matamala me decía que era usted un hombre de bríos y de ideas muy arraigadas. ¿Desea usted hacer fortuna?

-Nunca he sentido ambición de lucro -dijo Muriel-. Lo que me ha preocupado noche y día es un deseo muy grande de influir para que este país se transforme por completo y cambie parte de su antigua organización por otra más en armonía con la edad en que vivimos.

-Eso es lo que yo deseo -contestó Rotondo-. Pero usted será de esos que quieren hacer las cosas a sangre y fuego. ¿Eh?

-No sé; creo que es difícil antes de hacer las revoluciones decir cómo se han de hacer. Los medios se vienen a las manos cuando se está con ellas sobre la masa.

-Bien dicho. ¿Pero usted no cree que la astucia es mejor que la fuerza?

-La astucia no sirve de nada cuando es preciso destruir -dijo Martín-. Si usted quisiera echar al suelo esta casa, ¿emplearía la astucia?

-Ciertamente que no -contestó riendo D. Buenaventura-. Pero quiero decir... Aquí hay enemigos terribles... los frailes, los aristócratas. ¿No le parece a usted que atacando de frente tales enemigos hay peligro de ser derrotado? ¿La insurrección, cree usted que por ese camino...?

-No sé -dijo Martín-; si en el orden natural de las cosas está que España se transforme por ese medio, así pasará. Si no...

-Supongamos -dijo Rotondo- que hay aquí un partido que desea esa transformación; supongamos que ese partido es numeroso; ¿no sería el mejor camino aspirar a apoderarse de las riendas del Estado, y después...?

-¡Qué ilusión! Aquí no se apoderan de las riendas del Estado sino los guardias de Corps, que han agradado a alguna elevada persona. Con el absolutismo no hay salvación posible. Es preciso que todo el edificio venga a tierra, y no por medio de la astucia, sino por medio de la fuerza.

-Veo que es usted un hombre atrevido -dijo Rotondo con complacencia, sin duda, porque Muriel era como él lo quería-. Vamos a ver: ¿cómo arreglaría usted este asunto?

-No aspiraría a que mis ideas principiaran por apoderarse del mando. Las haría cundir por el pueblo para que éste obligase al rey a aceptar una Constitución, y si el rey se oponía... La Zarza le diría a usted lo que era conveniente hacer.

-Pues es usted un hombre decidido, y por lo mismo creo que está usted llamado a figurar... Hay aquí muchos hombres de corazón que están dispuestos a... -dijo Rotondo deteniéndose, como si temiera ser demasiado explícito-, dispuestos a hacer esa transformación que todos deseamos.

Muriel comprendió ya que aquel hombre conspiraba. El objeto y el fin político es lo que aún no conocía.

-Ya usted debe comprender -continuó D. Buenaventura- que el primer obstáculo que ha de echarse a tierra es ese miserable e insolente favorito que nos deshonra y nos arruina. Usted debe saber que hay un Príncipe de grandes esperanzas, que merece el respeto y la admiración de todo el reino. Carlos no puede seguir en el trono. Es preciso hacerle abdicar, y que se vaya con su mujer y su Manuel a otra parte. Es preciso acelerar el reinado del Príncipe.

Y se detuvo un momento leyendo en el rostro de Muriel el efecto que aquellas declaraciones le habían causado. El joven, que estaba silencioso y meditabundo, habló al fin, después de hacer esperar un breve rato a su interlocutor, y dijo:

-Bien; se trata de elevar al trono a Fernando. ¿Cree usted que con eso ganaremos algo? Todo quedará lo mismo. La cuestión es distinta. Esta gente no aprende nunca. Lo mismo Fernando que Carlos se opondrán a desprenderse de una parte de su poder. El absolutismo no abdica nunca. Hay que hacerle abdicar.

-Bien; pero poco a poco. Pongamos a Fernando en el trono, y después...

-Después quedará todo como está ahora.

-¿Quién sabe? El Príncipe es despabilado...

-¿Pero usted -dijo vivamente Muriel- está empeñado en algún complot? No puede ser menos. Las persecuciones de que me habló ayer, esto que ahora ha dicho...

-Diré a usted, amigo -indicó Rotondo cuando se hubo repuesto de la sorpresa que tan franca pregunta le produjo-. Yo deseo, como ninguno, el bien de mi patria. Yo no tengo ambición; soy medianamente rico. ¿En qué mejor cosa pudiera ocuparme que en procurar la caída del infame Godoy?

-¿Pero quién se ocupa seriamente en eso con plan fijo y ordenado? Porque yo creí que la animosidad que contra él existe no pasaría de la impopularidad para llegar a la insurrección.

-Sí llegará -dijo Rotondo-, llegará; por eso buscamos gente decidida; jóvenes que se asocien a tan grande idea.

-¿Luego hay conjuración? ¿Pero es simplemente para quitar al que nos gobierna y poner a otro, quizá peor? ¿No hay en eso ninguna idea política, ningún plan de reforma?

-Eso después se verá -dijo D. Buenaventura contrariado de encontrar a Muriel menos complaciente de lo que creyó al principio-. Por ahora...

-Yo creo que de ese modo no adelantamos un paso.

-¿No se asociaría usted al pensamiento? ¿No comprende usted que cuantos aspiren a reformas políticas deben empezar por quitar de en medio la corrupción, la venalidad, la insolencia, la ignorancia, que están personificadas en ese ruin favorito?

-Así parece -repuso el joven, los ojos fijos en el suelo y como abstraído-. Pero... ¿y si no se consigue nada? ¿No sería mejor desde luego...?

-Usted sueña con un cataclismo: pues lo habrá. Se puede unir el nombre de Fernando a una idea de reformas. Bien; si usted lo quiere así...

Don Buenaventura se apresuraba, a cambiar de rumbo. Era preciso fingir cierta conformidad con las ideas exageradas del ardiente joven.

-En nuestra bandera -añadió- cabe todo eso. Como usted ha dicho antes muy bien, una vez que se está con las manos sobre la masa es cuando se sabe qué medios se han de emplear.

-Bien -dijo Martín con expresión que demostró a don Buenaventura la dificultad de que ambos llegaran a avenirse-. Pero todo hombre que toma parte en una conjuración, debe saber cuál es el objeto de ésta. Si hay unas cuantas personas decididas que trabajan con objeto de derribar a Godoy y para hacer aceptar al nuevo rey una Constitución, yo soy de ésos. Si no, tan sólo sería instrumento de ambiciosas miras, contribuyendo a conmover el país, sin hacerle beneficio alguno.

-Sí; deben hacerse esas reformas -afirmó Rotondo ya bastante atolondrado-; pero antes... ¿no le entusiasma a usted la idea de ver por tierra al célebre Manuel?

Muriel no contestó; estaba profundamente pensativo. D. Buenaventura casi se sentía inclinado, a pesar de su natural reserva, a ser más explicito, confiándole pormenores de la conspiración; pero temía revelar secretos importantes a una persona que no se había mostrado desde el principio muy favorable a la idea. Le mortificaba que Martín no se hubiera entusiasmado con su pequeño plan revolucionario, porque los informes que el padre Matamala le había dado del joven, hacían esperar que fuera más dócil a las sugestiones de quien le ofrecía posición, fortuna y gloria. Creía que la imaginación del filósofo provinciano se excitaría con facilidad ante un porvenir de luchas y triunfos. Su desengaño fue grande al ver que picaba más alto. Rotondo, en medio de su despecho, conoció la superioridad, y experimentó, respecto a él, un sentimiento en que se mezclaba cierto respeto a la conmiseración. Al mismo tiempo sentía el haber comenzado a tratar con un hombre que rechazaba sus proposiciones; no podía menos de deplorar la impericia del padre Jerónimo, que le había mandado un filósofo, cuando no se le había pedido sino un charlatán. Quiso, sin embargo, hacer el último esfuerzo, y dijo:

-Estoy seguro de que le pesará no seguir mis consejos.

-Si usted me entera con más franqueza de ciertos pormenores; si usted me dice quiénes son las personas altas o bajas que se interesan en la misma causa; si usted me da noticia de las influencias extranjeras que pueden intervenir en semejante asunto, tal vez yo me comprometa.

-¡Oh! Me pide usted demasiado -replicó el otro en el colmo de la confusión, al ver que el que exploraba como instrumento quería ser motor.

Aquel orgullo irritó un poco al Sr. de Rotondo, que cada vez sentía crecer al humilde recomendando del padre Matamala. El brazo quería convertirse en cerebro. Lo que podía ser útil podía trocarse en un peligro. Era preciso batirse en retirada por haber dado un paso en falso.

-No puedo hacerle a usted ese gusto -continuó-. Lo que usted me pide es demasiado.

Parecía que era ya imposible la avenencia después de la pretensión de uno y de la negativa del otro. Arrepentíase Rotondo de su ligereza, y para no romper bruscamente sus frescas relaciones con el joven exaltado por temor de que su enemistad le perjudicara, le dio a entender que esperaba convencerle en una segunda conferencia.

-El no podernos arreglar hoy, no quiere decir que no lo intentemos otra vez -dijo con disimulada amabilidad-. Yo ando perseguido como usted sabe; no podré ir a su casa con frecuencia. Pero si usted quiere, aquí nos veremos. Esta casa no es mía; pero la tengo alquilada, y aquí me reúno con ciertos amigos para desorientar a mis perseguidores. Nadie me ve entrar ni salir. Estamos seguros. Si usted desease verme algún día... ¡Ah! Ya recuerdo que me necesita usted para que le recomiende al señor conde de Cerezuelo.

-Es verdad: hemos de vernos... -dijo Martín con frialdad.

-En la otra cuestión espero convencerle a usted -añadió D. Buenaventura levantándose, como para hacer ver a Martín que no había inconveniente en que se marchara.

-Lo veremos -murmuró Martín deseoso ya de salir de aquella casa.

Atravesaron el corredor en dirección de la escalera. Al pasar por delante de la puerta del cuarto donde se espaciaba en su magnífica y elocuente locura el desdichado La Zarza, el joven se detuvo a contemplar de nuevo aquel raro ejemplar de la insensatez humana. El loco había cesado de perorar con la sombra de Robespierre, y se ocupaba en redactar su inacabable informe con la misma diligencia que antes. Cuando advirtió la presencia de aquellos dos bultos que le interceptaban la luz, se volvió hacia ellos, y con terrible voz exclamó: «¡Todos, todos a la guillotina!».