Capítulo I - Curioso diálogo entre un fraile y un ateo en el año de 1804

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El padre Jerónimo de Matamala, uno de los frailes más discretos del convento de franciscanos de Ocaña, hombre de genio festivo y arregladas costumbres, dejó la esculpida y lustrosa silla del coro en el momento en que se acababa el rezo de la tarde, y muy de prisa se dirigió a la portería, donde le aguardaba una persona, que había mostrado grandes deseos de verlo y hablarle.

Poco antes un lego, que desempeñaba en aquella casa oficios nada espirituales, había trabado una viva contienda con el visitante. Empeñábase éste en ver al padre Matamala, contrariando las prescripciones litúrgicas que a aquella hora exigían su presencia en el coro; se esforzaba el lego en probar que tal pretensión era contraria a la letra y espíritu de los sagrados cánones, y oponía la inquebrantable fórmula del terrible non possumos a las súplicas del forastero, el cual, fatigado y con muestras de gran desaliento, se apoyaba en el marco de la puerta. Hablaba con descompuestos ademanes y alterada voz; contestábale el otro con rudeza, orgulloso de ejercer autoridad aunque no pasara de la entrada; y el diálogo iba ya a tomar proporciones de altercado, tal vez la cuestión estaba próxima a descender de las altas regiones de la discusión para expresarse en hechos, cuando apareció fray Jerónimo de Matamala, y abriendo los brazos en presencia del desconocido, exclamó con muestras de alborozo:

-¡Martín, querido Martín, tú por aquí! ¿Cuándo has llegado?... ¿De dónde vienes?

Contestole con frases afectuosas el viajero, y ambos entraron. Al avanzar por el claustro pudo el lego notar que hablaban con mucho calor; que el visitante no había dejado de ser displicente; que continuaba con el mismo aspecto de hastío y desdén, y que el padre Matamala se mostraba en extremo cariñoso y solícito con él.

El forastero (conviene darle a conocer antes que refiramos, textualmente, como es nuestro propósito, el acalorado diálogo que ambos personajes sostuvieron en la huerta del convento) era un joven llamado Martín Martínez Muriel; y no será aventurado asegurar que intervendrá con frecuencia en la mayor parte de los hechos de esta puntual historia. Había nacido en un pueblo de la áspera y fragosa sierra que se extiende en el centro de la Península, y de la cual, con las corrientes de los ríos y las ramificaciones de las montañas, parece emanar y difundirse por todo el suelo el genio de las dos Castillas. A la edad en que lo conocemos (no podemos afirmar que hubiera llegado a los treinta años; pero, a juzgar por su fisonomía, no necesitaba largas jornadas para llegar a ellos), había tenido una vida tan borrascosa, eran tantas y tan prodigiosas sus aventuras, que refiriéndolas llenaríamos este volumen. Algunas, sin embargo, hemos de sacar del olvido en que yacen a causa de los desdenes de la Historia.

Hijo de un hombre cuya vida fue serie no interrumpida de desventuras, aquel joven las compartió todas por una excesiva severidad del destino de su familia. Fueron sus primeros años agitados y tristes, porque de la casa habían huido las alegrías mucho tiempo antes; y siendo niño tuvo que hacer esfuerzos de hombre y de héroe para sobrellevar la vida. Semejante escuela no podía menos de robustecer su voluntad para lo sucesivo, dándole una iniciativa de que carecen los que no conocen las enseñanzas de la contrariedad. Adquirió un valor moral que rara vez nace y crece en el teatro de la dicha, y al mismo tiempo todos sus actos, lo mismo que su lenguaje y modales, adquirieron un sello de seriedad algo torva, favoreciendo en él el ejercicio de una cualidad innata de su espíritu, que en los desahogos íntimos de su ambición sintetizaba esta palabra: mandar.

Muriel había nacido para mandar, para dirigir, para legislar, y como el Destino no puso en su mano las riendas de un Estado, ni la disciplina de un ejército, ni la soberanía de un pueblo, ofreció su vida toda una contradicción misteriosa, aunque no muy rara vez en esta edad. Los enigmas indescifrables que a veces presentan a nuestra observación ciertos caracteres que hallamos en la jornada de la existencia, proceden de una contradicción horrorosa entre la aptitud y la vida. No se explican de otro modo algunas catástrofes individuales anatematizadas por el Derecho y la Religión, y ante las cuales, absortos y conmovidos, no nos atrevemos a dar nuestro fallo. Luchando con el tiempo y las circunstancias, los caracteres se ven en singularísimos trances que los trastornan profundamente.

Volvamos a su vida. Su padre, hijo de labradores, no había podido nunca substraerse a los golpes de una suerte adversa. Había heredado una escasa fortuna territorial; pero ni sacó de ella gran provecho ni pudo enajenarla, por estar afecta a un señorío. Era hombre emprendedor, se sentía con facultades no comunes para el comercio, y al fin, dominado por la idea de su engrandecimiento pecuniario, idea en que la avaricia tenía parte muy pequeña, abandonó el suelo nativo, traspasando sus inmuebles a otro colono, y se marchó a Andalucía. Allí casó con la hija de un comerciante en situación nada próspera; entró en el comercio con fe; pero sus primeros pasos en una carrera en que el éxito parece depender de misteriosa y voluble deidad, fueron fatales. Regresó a Castilla, administró las fincas de un caballero segoviano que le pagó cruelmente, y esto, lejos de sacarlo de apuros, aumentó el catálogo de sus desgracias; porque su probidad se puso en duda, y hubo proceso, del cual salió con honor, aunque dejando sus ahorros en las garras de los leguleyos.

Deseoso nuevamente de probar fortuna en el comercio, volvió a Andalucía, dejando a su familia en Castilla: se embarcó para América y volvió a los tres años con muy escasas ganancias. Seis años de una prosperidad trabajosa, en que los reveses fueron pocos y ligeros, dieron algún desahogo a la familia Muriel, que vivía ya sin ilusiones. Pero de pronto un suceso doloroso vino a perturbarla de nuevo: la esposa, carácter firmísimo y tierno que había logrado aplacar el funesto ardor aventurero de Muriel, murió joven aún, dejando dos hijos de muy diferente edad: el uno nacido en los primeros años de matrimonio, y el otro en el último, poco antes de que la noble alma de la que le dio el ser saliera de este mundo. Desde entonces las desdichas no conocieron obstáculo ni dique: desbordáronse sobre la familia, produciendo, como primer triste resultado, la separación voluntaria del padre y el hijo más viejo. Pusiéronle pleito los parientes de la difunta, y aunque no vieron resuelta la cuestión, ni creemos que se haya resuelto todavía, perdieron cuanto tenían, siendo preciso que cada cual se buscase la vida como Dios mejor le diera a entender.

Fue D. Pablo a Granada, donde a fuerza de recomendaciones logró administrar las grandes fincas del conde de Cerezuelo, y encargarse al mismo tiempo de activar un pleito que este noble señor tenía en la Cancillería de aquella ciudad. Pero los pleitos marchaban entonces con más embarazo que ahora y se embrollaban con más facilidad. No fue lo peor la dilación ni el embrollo, sino que unos amigos oficiosos de Cerezuelo, administradores a quienes Muriel había substituido, se dieron tal arte, que hicieron aparecer a éste como falsificador de un documento, acusándole además de haber desfigurado otro en extremo favorable a los derechos de su protector. Muriel fue exonerado de sus poderes administrativos y encerrado en la cárcel; este nuevo proceso tenía todo el horror de lo criminal sin carecer de las complicaciones dilatorias de la justicia civil. Era una muerte lenta, una inquisición, que no mataba, pero que deshonraba con calma, con método, digámoslo así, día por día; escribiendo una infamia en cada hoja de un protocolo interminable; añadiendo en cada hora una sospecha, una declaración capciosa, un testimonio falso al catálogo de vergüenzas arrojadas sobre la frente del hombre justo; quitándole una a una todas las simpatías, todos los afectos, desde la amistad más decidida hasta la compasión más desdeñosa, dejándole al fin en espantosa soledad física y moral, sin más mundo que la cárcel para el cuerpo y su conciencia para el espíritu. La suerte de aquel hombre íntegro, que no tenía más defecto que carecer de sentido práctico y ser inclinado a dejarse arrastrar por la imaginación, había empleado en su daño todos los sinsabores de la vida. No lo faltaba más que la deshonra, y ésta fue el triste epílogo de sus desventuras.


En esta vida de contratiempos y luchas creció el desdichado Martín, que fue triste en su niñez y grave antes de ser hombre. Su padre, que había descubierto en él facultades intelectuales dignas de ser cultivadas, le destinó a las letras y al foro, no inclinándole a la carrera eclesiástica porque desde la infancia había mostrado gran repulsión a los hábitos. Más le gustaba la milicia; pero no era posible, por la falta de recursos y su origen plebeyo, hacerle entrar en el camino de las glorias militares. Dejole su padre en Sevilla, y allí algunas travesuras cometidas le atrasaron en sus estudios. Pero lo que más contribuyó a extraviarle, decidiendo al mismo tiempo su carácter definitivo o influyendo hondamente en el resto de su vida, fueron las amistades que contrajo en aquella ciudad.

En los primeros años del siglo presente, lo mismo que en los últimos del anterior, se habían extendido, aunque circunscritas a muy estrecha esfera, las ideas volterianas. La revolución filosófica, tarda y perezosa en apoderarse de la masa general del pueblo, hizo estragos en los tres principales centros de educación, Madrid, Sevilla y Salamanca, y es seguro que las escuelas literarias de estos dos últimos puntos, escuelas de pura imitación, no fueron ajenas a este movimiento. Pero donde más y mejor prendió el fuego del volterianismo fue en Andalucía, cuya raza, impresionable y fogosa, es inclinada a la rebeldía, así política como intelectual, y se deja conmover fácilmente por las ideas innovadoras. La tradición y la historia guardan el recuerdo de caracteres viriles, alucinados por diabólico espíritu de protesta, tales como Gallardo, Marchena y Blanco White, hijos los tres de Andalucía y primeros héroes y víctimas de nuestras discordias religioso-políticas.

Por mucho rencor que la posteridad guarde al Gobierno de Godoy, no puede menos de conceder que fue tolerante en materias de libertad intelectual, y que siempre le hallaron poco dispuesto a secundar las bárbaras aspiraciones de la teocracia. Entonces era fácil procurarse los libros más contrarios a nuestro antiguo genio castizo; y los que entendían alguna lengua extranjera, podían satisfacer fácilmente su curiosidad sin temor de que el Santo Oficio les molestara ni de que el brazo secular les persiguiera. Cundió el volterianismo y la democracia platónica de Rousseau. Como la exageración acompaña siempre fatalmente a todo movimiento revolucionario, no faltaron en esta corriente invasora las doctrinas del más bestial y ridículo ateísmo, de aquel dios llamado Ibrascha, a quien tributó culto D. José Marchena en la Conserjería de París en 1793.

La raza holgazana de los abates encontró en esto un motivo de entretenimiento; y el cultivo de la poesía pastoril y amatoria, pagana, fría y no repudiada por nadie, no dejó de contribuir a la realización de aquel contrabando de ideas. Toda irrupción literaria lleva en sí el germen de una irrupción filosófica.

No escaparon del estrago algunos clérigos de audaz imaginación, mal comprimida por el sacramento, a los que se unió tal cual regular; pero estos casos no eran frecuentes, sobre todo en los últimos. Por lo común, aunque algunas ideas vagas cundieron por toda la sociedad, la idea revolucionaria no salió de círculos muy reducidos, y acaso a esta concentración debió la enorme violencia con que se manifestaba en determinados individuos. Tal vez por no haberse difundido, haciendo de este modo imposible la controversia, pudo el ateísmo hacer tantos estragos en algunas nobles inteligencias. El espíritu de protesta, que al principio fue puramente religioso, pasó después a ser social. En esta protesta no cabía la transacción. Sus negociaciones eran categóricas y rotundas. En dos puntos concentraba todo su odio: en la nobleza y en el clero.

La imaginación arrebatada del joven Muriel fue una tierra fecundísima en que las nuevas ideas germinaron con asombroso desarrollo. El espíritu revolucionario, explosión de la conciencia humana, se mostró en él rudo, implacable, radical, sin la depuración que después han traído el estudio y el mejor conocimiento del hombre. La abolición de privilegios, la negación del derecho divino, la soberanía nacional, los derechos del hombre. He aquí los grandes problemas planteados en aquellos días. El que conozca la sociedad de entonces disculpará la exageración. Fuerza es que se la disculpemos a Muriel, que al acoger aquellas ideas experimentó el único goce de su espíritu. Su nacimiento, su vida, sus desgracias, ¿no eran otras tantas circunstancias atenuantes? La felicidad en las naciones, como en los pueblos, nunca es innovadora.

Profesaba a la nobleza un odio vivísimo; pero no pasó de ser un resentimiento platónico, digámoslo así, un rencor puramente ideal, aprendido en los libros y no en la vida. El tiempo y las circunstancias pudieran haberlo atenuado o destruido. Pero no: el tiempo y las circunstancias confirmaron y aumentaron aquel odio. Entretanto abandonó sus estudios escolásticos, sin que por eso dejara de entregarse noche y día a la lectura de sus queridos libros. Devoraba cuantos describieran y comentaran la revolución francesa. Las grandezas asombrosas y los inmensos horrores de aquella época producían en su ánimo estupefacción semejante a la que produciría el presenciar las primeras conmociones de la sociedad humana en los más remotos tiempos, tales como Babel o el Diluvio, tragedias espantosas. Compartían su espíritu el entusiasmo y el asombro; en su mente el hecho horrible se sublimaba al contacto de la noble idea: perdíase en una contemplación sin fin, durante la cual se le representaban en la fantasía los caracteres y los hechos de la pavorosa catástrofe; y cuando concluían sus éxtasis, era para dar lugar a una inquietud extraordinaria. Iba y venía reconcentrado y solo; algunos le tenían por demente, y él se juzgaba viviendo en un desierto. Muriel no se parecía en nada a la sociedad de su tiempo, pues hasta los pocos que como él pensaban eran de muy diferente manera. En él estaba como en depósito la idea que más tarde había de expresarse en hechos. Mientras no llegara este momento, aquel joven era una excentricidad y una rareza. Si el tiempo no hubiera venido a darle razón, habría pasado siempre por un loco, y, en tal caso, escribir su vida sería locura mayor que la suya. Pero el tiempo ha justificado su carácter, y la personificación de aquellas ideas que tan pocos profesaban entonces, es una tarea que el arte no debe desdeñar.


En tal situación de espíritu se hallaba Muriel cuando supo que su padre estaba preso en Granada, en compañía de su hermanito, chicuelo de nueve años. Ambos sin fortuna, sin hogar, solos, abandonados, perseguidos, aquel anciano y aquel niño inocente no tenían más asilo que la cárcel, abierta para ellos por la maldad y la envidia. No es de este lugar referir los padecimientos de los seres infelices, de tan diversa edad, y condenados a repartirse el breve espacio de un calabozo; el uno con los ojos constantemente fijos en el suelo, el otro con la vista clavada en la reja, al través de cuyos hierros se veía un pedazo de cielo; el primero buscando un hoyo en que reposar, el segundo constantemente atraído por el espacio, por la vida.

Muriel vivía pobremente en Sevilla; se alimentaba de milagro, no bastando sus tareas de escribiente en casa de cierto curial para sacarle de miseria, mucho más porque era tan pródigo como pobre, y antes abría la mano para dar que para recibir sus mezquinas ganancias. Con el comer corría parejas el vestir, y su vida era una serie de apreturas, cuyo fin no distinguía en el porvenir. Cuando supo lo que ocurría en Granada, cuando supo que su padre y hermano se morían en una prisión a causa de un proceso en que la envidia y codicia de sus enemigos habían desempeñado el principal papel, la primera determinación que tomó en su violento arrebato de cólera fue dirigirse inmediatamente a Madrid, con intención de mover cuantos resortes estuvieran a su alcance para sacar a su padre de la cárcel. Él tenía amistad muy íntima con un clérigo sevillano, poeta incurable de aquella escuela, bastante contaminado por las nuevas ideas, persona de amenas costumbres, y que inspiraba respeto a cuantos lo trataban. Como era voz pública que se carteaba con varios personajes de la Corte, pidiole Muriel su protección, la cual no le negó el canónigo. Además recogió cuantas cartas pudo de otros individuos, y se fue a Madrid, esperando que le ayudara también en sus propósitos un religioso de Ocaña, pariente de su madre, y al que había conocido en el poco tiempo que residió en la Corte, mientras su padre estaba en América. De este fraile se contaba que tenía gran amistad con graves y encopetados señores.

Fue Muriel a la capital, y allí sus tormentos no son para referidos. En ninguna parte le hacían caso. Iba y venía de palacio en palacio, de casa en casa, sufriendo desaires las pocas veces que se le recibía. La pobreza que su persona revelaba, la estrechez en que vivía, obligándole a acompañarse de personas bien poco cultas, contribuyeron al descalabro de su pretensión, que era considerada como una locura sin ejemplo. Había sido recomendado a un petimetre famoso, que era el dios de las ruidosas tertulias de Pepita Tudó; y este joven, ser ridículo y despreciable, hizo objeto de burlas al pobre, pretendiente, obligándole a pasar mil sonrojos. Traía además carta para el prior de la Merced, el cual no dejó de mostrarse algo propicio; pero como un día Muriel, en el curso de una familiar conversación, dejase escapar algunas apreciaciones poco ortodoxas y de un marcado olor revolucionario, amoscose el padre, retirole su protección, y, más que en servirle, empleó su valimiento en contrariarle. El conde de Cerezuelo no lo quiso recibir, porque cedía a las influencias de sus satélites, empeñados en la completa perdición y deshonra del antiguo administrador. También había llevado epístola para un grave, estirado y almidonado alcalde de Casa y Corte; más éste se mostraba muy afable y no hacía nada. ¿Cómo prestar oídos a la exigencia de un joven pobre, obscuro, advenedizo y misántropo en un asunto en que estaba interesada una poderosa familia? Comprendió al cabo Muriel que la lucha era imposible. Recorrió todas las oficinas y covachuelas, tocó todos los registros de nuestra complicadísima administración. Nada era posible lograr. El Estado en masa estaba en contra suya. Coger una montaña y echársela a cuestas hubiera sido más fácil que salir adelante en aquella empresa. Su desesperación no conoció límites cuando llegó a entender que empleando la venalidad conseguiría su deseo. Viendo de cerca la maquinaria mohosa y podrida de nuestra administración judicial y civil, conoció que desde el Príncipe de la Paz hasta el último rábula resolvían todas las cuestiones a gusto del interesado y mediante una cantidad proporcional. La corrupción era general y crónica. Comprábanse los destinos y la justicia era objeto de granjería. Él, a ser rico, hubiera comprado a España entera. En aquellos días su rencor era tan profundo, que sin escrúpulo de conciencia se hubiera vendido a Napoleón, a los ingleses, al demonio. Hubiera visto con júbilo desplomarse todo aquel alcázar de corrupción, sepultando entre sus ruinas a Carlos IV, a María Luisa, a Godoy, a Escoiquiz, a Fernando, a los frailes, a la nobleza, al clero, a la magistratura. Ya en una esfera puramente ideal había pronunciado sentencias contra todo esto. Pero al ver de cerca las cosas, conociendo la ignorancia y frivolidad de la alta clase, la degradación de los regulares, en quienes no resplandecía ya ni un destello del antiguo misticismo, la infame corruptela que gangrenaba el cuerpo político, su saña se enconó, y de aquel espíritu lleno de tribulaciones se apoderó al fin por completo lo que era a la vez un sentimiento y una idea: la revolución.

Tal era la situación de Muriel, cuando un acontecimiento inesperado vino a poner fin a su lucha, llenándole a la vez de tristeza. Su padre murió en la cárcel de Granada. Sintió con esto el joven, al par de la pena, una especie de alivio. Parecía que su agitada inteligencia necesitaba descanso, y aquella muerte que arrancaba de la tierra el alma del varón justo para llevarla a su verdadero sitio, le parecía más bien un beneficio que un agravio. Dios había tomado a su cargo el asunto y lo había resuelto. Muriel, que no estaba seguro de creer en Dios, pensó mucho en esto.

Marchó entonces a Andalucía con intento de recoger a su hermano, y aquí nos hallamos con un incidente imprevisto, que no es fácil podamos explicar ahora. Su hermano no estaba allí. Investigando sobre los sucesos de esta historia, hemos averiguado que, conociendo el anciano que su fin estaba próximo, quiso escribir a su hijo, de quien en la prisión había recibido varias cartas. Dijéronle que su hijo había muerto, y no sabemos si se pensó engañarle o si efectivamente las personas que tal dijeron creían que Martín había desaparecido del mundo. Si fue lo primero, ignoramos los móviles; mas tal vez en el curso de esta narración se esclarezca un asunto que originó en el moribundo la determinación que vamos a referir. Lo que está fuera de duda es que éste, viendo que aquel niño iba a quedar sin amparo en el mundo, ideó, llevado de su buen corazón, un plan que juzgaba el más razonable en aquellos momentos. Creyó que no debía pedir protección sino al que aparecía como autor de su desventura, al propio conde de Cerezuelo. Fija esta idea en su mente, y considerando que, después de haberle causado tanto daño, el conde no podía guardar rencor a aquella criatura, resolvió enviárselo. Contaba con herir la cuerda de la conmiseración en su antiguo protector, que no podía llevar su saña más allá de la tumba. Además, el conde no era inhumano; las personas a cuyas sugestiones había cedido, no se opondrían a que amparara al hijo de la víctima, niño infeliz, que era el mejor testimonio de las crueldades cometidas con su padre. Muriel contaba hasta con los remordimientos de sus enemigos para esperar aquel resultado, y al mismo tiempo recordaba que el ilustre prócer tenía una hija, de cuya sensibilidad el pobre preso había formado muy alto concepto.

Estas consideraciones le afirmaron en su propósito, y dominado por una idea que tiene explicación en su inmensa bondad, escribió al conde una carta, de la cual hemos oído referir algunos párrafos, sin que nunca hayamos podido haberla a mano. En esta carta patética, en que se reflejaba la turbación de espíritu del buen hombre, estaba escrita su única disposición testamentaria. Murió al día siguiente de escribirla, y una persona, más compasiva con él entonces que lo fue en vida, se apoderó del muchacho y lo envió a Alcalá, donde habitualmente residía el conde.

Grande fue la sorpresa de Martín cuando al llegar a Granada supo lo que había pasado. No podía explicarse la determinación de su padre, ni conocía los móviles que pudieron inclinarle a obrar de aquel modo. En su confusión, quiso volver inmediatamente a Castilla, pero se lo impidió una grave y repentina enfermedad, contraída a causa de la hondísima alteración de su ánimo y de la considerable fatiga de su cuerpo.

Exánime y trastornado, estuvo cuarenta días en un hospital, y hasta la misma caridad cuidaba con algún desvío aquel cuerpo calenturiento y moribundo, en el cual se creía que no podía habitar sino un alma extraviada. En sus delirios creyó ver cercana la muerte; y ésta, en realidad, no andaba lejos. La idea de aquel Dios que se había complacido en olvidar iluminó su inteligencia en momentos de amargura. Aspiraba al descanso eterno, y la idea de la justicia de ultratumba era la única luz que iluminaba aquella conciencia turbada por la negación. Su fe, sacudida por el análisis, se fortaleció en lo relativo a la creencia en un Dios justo y bueno, porque en su noble espíritu no cabía el materialismo soez que hace del hombre una máquina más perfecta que las que hacen los ingenieros. Restableció todo lo divino y todo lo eterno; y el ídolo, caído a impulso de la filosofía, volvió a ocupar en el cielo vacante su trono inmortal. El ateo se complacía en deslumbrar sus ojos con la luz que esparcía por los mundos aquel altísimo ser. No lo negaba: pero su creencia era vaga y obscura, sin que en ella hubiera nada de la entidad personal de que había oído hablar a los teólogos. Su fe en este punto no era otra cosa que el último refinamiento de la duda. En creer lo que creía, con el único objeto de buscar consuelo en la justicia de ultratumba, había algo de egoísmo. Más que fe, aquello era esperanza.

Por lo demás, ni el dolor ni la proximidad de la muerte atenuaron en él el odio a la sociedad de su tiempo y a sus instituciones fundamentales. Convaleciente, débil y dominado por tenaz hipocondría, se ocupaba en imaginar vastos planes de destrucción. Sentíase crecer: inmensos ejércitos le obedecían. Temblaba la sociedad convulsa y herida bajo sus pies. Invocaba no sé qué fuerzas desconocidas y ocultas en el seno de la sociedad misma, y traía a la memoria la combustión horrible que, inflamando al pueblo francés, revolvió y depuró sus elementos. Ante la majestad de la idea de depuración, no le mortificaba ver los maderos de un patíbulo en que purgase sus faltas la Humanidad extraviada y corrompida.

Restablecido al fin por completo, no pensó más que en trasladarse a la Corte. Una fuerza secreta le impulsaba hacia allá. La miseria que había observado en su viaje anterior no le desanimaba. Creía, sin saber por qué, en la existencia de un incógnito problema por resolver; había en él cierta propensión a dejar de ser ideólogo, a obrar en cualquier sentido, a hacer algo que sacara al exterior aquella balumba de ardientes deseos que, comprimidos y encerrados, le producían malestar horrible. Ésta fue la causa principal de su determinación, si bien existían otras de índole puramente externas, tales como recoger a su hermano y exigir a Cerezuelo el pago de cierta cantidad que su padre nunca pudo hacer efectiva, a pesar de ser enteramente ajena al motivo de la prisión.

Púsose en marcha, y no quiso dejar de visitar a su paso por Ocaña al padre Jerónimo de Matamala, el único que le había servido antes con algún interés, aunque sin fruto. Llegó al convento, y después del ligero altercado que hemos referido, entró y habló ligeramente con su amigo, diciendo uno y otro lo que fielmente vamos a reproducir.


Hallábanse en la huerta del convento, sentados en un banco de piedra. Caía la tarde, y los últimos rayos del sol hacían proyectar oblicuamente la sombra de los grandes chopos, trazando largas y paralelas fajas en el suelo. Era la huerta un inmenso rectángulo formado por elevados muros, sin más comunicaciones con el exterior que una enorme portalada, por la cual, en el momento a que nos referimos, entraban dos asnos cargados con la colecta y conducidos por un buen lego que, sin compasión, y profiriendo tal cual terno, los arreaba. Enorme y frondosísimo olmo extendía su follaje obscuro muy cerca de la tapia y dando sombra a una noria, cuyo rumor, producido al perezoso girar de una paciente mula, era un arrullo que convidaba a la somnolencia. La vista y el oído reposaban dulcemente ante el efecto a la vez óptico y acústico de los círculos sin fin descritos por el humilde animal y de la periódica y regular caída del agua, arrojada a compás por los canjilones. Cavaba con mucho denuedo un padre en uno de los cuadros, de cuyos apelmazados terruños surgían las hojas exuberantes, retorcidas, verdeazuladas de las coles que allí se desarrollaban con frondosidad que tenía algo de voluptuosa. No se oía más que el ruido de la noria, el golpe de la azada, el canto de algún labriego que por el camino cercano pasaba, y los precipitados pasos de alguna res ansiosa de llegar al hogar. El viento era tan tenue que apenas movía los últimos y más endebles penachos de los chopos, plantados en uno de los lados del rectángulo. Ni una nube empañaba el cielo. No hacía ni frío ni calor. La uniformidad, la calma, la monotonía convidaban a fijar la mente en un solo pensamiento.

Tal vez por eso no parecía muy deseoso de hablar el joven, y dirigía la vista al suelo como abstraído. Pero el fraile, que era sumamente decidor, pugnaba por avivar la conversación siempre que su amigo la dejaba languidecer.

-Pues si quieres que te diga la verdad con franqueza, querido Martín -dijo-, yo creo que haces mal en ir ahora a Madrid. Vuélvete a tu Sevilla, donde mal que bien puedes vivir. Pero en la Corte... tú no eres abogado, tú no eres médico, tú no eres militar, tú no eres fraile, tú no eres clérigo, tú no eres petimetre, tú ni siquiera eres abate... Y a propósito: ¿por qué no solicitas un beneficio simple y te ordenas de menores, y te buscas una renta sobre cualquier diócesis? Ésta de Toledo no las tiene malas.

-¡Yo solicitar! -exclamó Muriel con expresión de desprecio-. Solicitar es comprar, es corromper al Estado entero, desde el alcalde de Casa y Corte y el corregidor perpetuo con juro de heredad, hasta el pinche de las cocinas del Rey y el limpiabotas de Godoy. Yo no solicito, porque soy pobre.

-Déjate de burlas, hijo, que es buena idea la que te he indicado sobre el cómo y cuándo de hacerte abate. Ese cargo no te estorba: es la carrera de los que no hacen nada; quedas libre para dedicarte a tus estudios, para leer los diarios y escribir en ellos si te acomoda. Pero, ¡ah!, Martincillo, si tu quisieras seguir mis consejos... si tú entraras en nuestra santa Orden. Hazte fraile y verás. Rétirate del mundo, donde no hallarás más que penas. ¿Te parece que aún no has tenido bastantes?

-Si yo me propusiera burlarme de la sociedad, de seguro haría lo que usted me dice -contestó Muriel sin mirar al padre-. A veces he tenido tentaciones de buscar la soledad y el retiro; pero ahora lo que deseo es presenciar los hechos del mundo y tomar parte en ellos. La soledad me mata.

-¡Pues si vieras qué buena en la soledad! -dijo el padre con expresión contemplativa -. No es necesario que renuncies por eso completamente al mundo. Por el contrario -añadió, dando a sus palabras cierto tono de positivismo-; desde aquí, y sin ser molestado por nadie, puedes influir en él y hasta ser poderoso. Desengáñate, hijo. La felicidad en la tierra está en estas santas casas. Tranquilidad y bienestar, ¿qué más puedes desear?

-Falta saber, padre, si eso durará mucho -replicó Muriel, que trazaba cuidadosamente algunas rayas en la tierra, con la punta de su bastón, observando con gran cuidado lo que hacía, como si aquello fuera un dibujo admirable-. Yo preveo el día en que todos ustedes salgan por ahí a buscarse la vida como voy yo ahora.

-¡Jesús y el seráfico! -exclamó el fraile-. Yo creí que con la edad se te curarían esas herejías. Nosotros que somos el amparo y el sostén del hombre; nosotros que le enseñamos a vivir y a ser bueno... Esas ideas que han venido de fuera nos van a dar que hacer... Pero, ¡ay!, Martincillo: eso no sienta bien en un joven como tú, de corazón y de ingenio. Pase que los que quieren encubrir sus criminales intentos con palabras filosóficas... Sobre todo, hijo mío, ya que tienes esas ideas, no las publiques. Cállate y aprende a vivir en el mundo... ¿No ves que así el mundo te despreciará y serás perseguido?

-Yo no puedo disimular -dijo Muriel borrando rápidamente todas las rayas que había trazado-. Expreso lo que siento, y no puedo renunciar a este placer, por ser el único que tengo.

-Mal camino, hijo. Yo sé -dijo el buen religioso bajando la voz-, yo sé que si nos metemos a averiguar ciertas cosas, encontraremos sapos y culebras; pero yo tengo experiencia y opino que el mundo debe dejarse como está. Sigue mi consejo. Deja esas ideas. Mira que son peligrosas, y algún día podrás ser perseguido y con razón. Ahora con el Gobierno de ese vil favorito, la religión santísima está bien defendida; pero deja que suba al trono nuestro muy deseado príncipe Fernando, y verás adonde van a parar los filósofos.

-Si no viene todo al suelo mientras reine el deseado Príncipe -exclamó con cierta expresión profética el joven-. Será más tarde o más temprano, pero que se viene al suelo es indudable.

-¿Qué? -dijo vivamente el padre, creyendo que la tapia no estaba segura.

-Ustedes, los privilegios, los mayorazgos, los diezmos, el Rey, Godoy y todo este modo de gobernar que hay ahora. Esto es tan indudable, que es preciso estar ciego para no verlo.

-Ríete de eso: lo que tiene por base la santa religión y este amor que hay aquí a los reyes... Aquí han hablado de Constituciones y cosas como las que hay en esos pueblos de allá... Pero eso no cuaja en esta tierra de la lealtad. Somos demasiado buenos para eso.

Es de advertir que fray Jerónimo de Matamala era hombre de instrucción y claro talento, y había sido de los que primero dieron oído a las nuevas ideas. Educado en Salamanca, fue uno de los más afamados poetas de aquella insulsa escuela, donde se le conocía con el pastoril nombre de Liseno. Como fray Diego González y el padre Fernández, no se desdeñaba de cultivar la poesía amatoria, fingiéndose pastor y creando un tipo de mujer a quien dirigía sus versos. Esto era costumbre y nadie se escandalizaba por ello. Pero a fines de siglo las ideas de indisciplina filosófica y política cundieron por las aulas salmantinas. Fray de Matamala, que fue de los primeros en quienes hizo efecto la invasión, se contuvo más por cálculo que por fe: guardábase muy bien de mostrar lo que había aprendido, matando en flor en su entendimiento la naciente protesta. Sabía muy bien lo que eran los derechos del hombre, y conocía todos los argumentos del ateísmo; conocía a Rousseau y aun algo más; pero afectaba una ignorancia absoluta de tan peligrosas materias. Esto parecía pasar por hipocresía; pero nosotros creemos que aquello no era sino miedo. Quería engañarse a sí mismo, quería olvidar lo que había aprendido, y le parecía que olvidándolas, aquellas ideas dejarían de existir. Cerraba los ojos ante el abismo, esperando de este modo, si no evitarlo, vivir tranquilo hasta que llegara la catástrofe.

Instalado en Ocaña, Matamala sostenía correspondencias muy activas con varios personajes de la Corte, por lo cual vivían sobre ascuas sus cofrades, sospechosos de que tomaba parte en alguna intriga política. Al buen franciscano no le faltaban entretanto mil recursos para desvanecer estas sospechas.

-Bien; dejemos este asunto -dijo, afectando una compunción que no sentaba mal a sus hábitos sacerdotales-. Yo te profeso un afecto entrañable; yo fui amigo de tu padre, que gloria haya... pero no renovaré tu sentimiento. Vamos al caso. Aunque no quieres seguir mis consejos, quiero servirte, y hoy mismo le voy a escribir a un señor de Madrid, amigo mío, para que te proporcione algún trabajo, y te ayude en eso que vas a pedirle al conde de Cerezuelo. Pero, hijo, sé bueno. Cree en Dios. No pierdas por lo menos el respeto exterior que se debe a sus ministros. Esto es lo importante. Sé respetuoso con los grandes señores, con los personajes de ilustre prosapia.

-Sí -contestó el joven con desdén-; cuando les veo entregados a todos los vicios, ignorantes, llenos de preocupaciones, holgazanes, indiferentes al bien de estos reinos y de la sociedad. Poseen todas las riquezas de que no es dueño el clero. Comarcas enteras se esquilman en sus manos y se acumulan de generación en generación, siempre en la cabeza de un primogénito inepto, que no sabe más que alborotar en los bailes de las majas, hacer versos ridículos en las academias o lidiar toros en compañía de gente soez. No encontraréis entre ellos personas de algún valer, con muy contadas excepciones. Los colonos se mueven de hambre sobre el terreno, los derechos señoriales hacen que sea ficticia toda propiedad que no sea la de grandes familias; y en cada generación aumenta el número de pobres, por los segundones que se van segregando del tronco de las familias nobiliarias para entrar en la gran familia de la miseria.

-¡Santo Dios y el seráfico patriarca! -exclamó el fraile, tapándose los oídos-. No hables más. ¡Qué pestilencial doctrina! ¡Oh, Martincillo!, es preciso que te enmiendes. Tú no tienes instinto de conservación. ¡Yo que deseo verte hecho un hombre de pro; yo que voy a inclinarte a que busques apoyo en la nobleza!...

-¡Apoyo en la nobleza! -contestó Muriel con vehemencia-. La detesto de muerte. La aborrecía antes de saber lo que era. Conocida, nada puede dar idea de mi odio. La aborrezco más que a los frailes.

-¡Jesús, por los sacrosantos clavos! No blasfemes.

-¡Blasfemar! ¿Y por qué? -continuó con creciente agitación-. Decir que todos ustedes son holgazanes, glotones, sibaritas, dueños de la mitad del territorio, disolutos, hipócritas: ¿decir esto es blasfemar? ¿Quién ofende a Dios: ustedes que son como son, o yo que lo digo?

Muriel se expresó con alguna violencia, y había alzado un tanto la voz. El religioso se escandalizó; encendiose su rostro, mirando azorado a un lado y a otro, temeroso de que alguno de los padres que paseaban por la huerta hubiera oído las infernales palabras de aquel réprobo.

-Ustedes han de desaparecer; irán arrastrados por una tempestad, que trastornará otras muchas cosas. Los privilegios tienen que venir a tierra. Temblarán los nobles en sus palacios y los frailes en sus claustros. Los primeros tendrán que repartir su fortuna por igual entre sus hijos, creando así una clase poderosa, intermedia entre la grandeza y el pueblo, que será la que más influya en la nación; y ustedes se verán reducidos a la cristiana pobreza con que fueron instituidos, pasando sus inmensas riquezas a ser patrimonio de la nación.

-¡Nuestros bienes! ¡Tú estás loco! -exclamó atortolado el padre, como quien escucha una gran novedad, un despropósito inconcebible, lo más disparatado que pudiera imaginarse.

-Dios os ha mandado ser pobres, y vosotros os habéis hecho ricos.

-Nosotros tenemos lo que nos han dado. ¿Pero tú sabes lo que has dicho? ¿La conciencia no te arguye de ser tan irrespetuoso con las cosas de Dios?

-Es que yo no creo en Dios, padre -dijo Muriel con una seguridad que hizo temblar a fray Jerónimo, el cual miró a un lado y otro, agitado y confuso, temiendo otra vez que hubiera oído la blasfemia alguno de los frailes que allí cerca distraía el ocio con la lectura de algún piadoso libro.

-¡Jesús, qué horror! ¡Vade retro, Satanás! -exclamó, cerrando los ojos y pronunciando entre dientes una oración.

-Es decir -continuó el joven-, yo creo en mi Dios, en un Dios a mi manera. Yo no creo en un Dios vengativo y suspicaz que ustedes han hecho a imagen y semejanza del hombre.

-Querido Muriel -dijo Matamala, reponiéndose del susto y abriendo los ojos-, estás comprendido en los anatemas de la santa Iglesia. Si yo fuera débil, ahora mismo te arrojaría de esta santa casa, que estás profanando con tu presencia. Pero yo espero traerte al buen camino. Tú serás bueno. San Agustín era como tú. Oirás la voz del Señor, y te convertirás. Tú amarás todo lo que ahora detestas; amarás a los nobles, protectores de las industrias y ejemplo de buenas costumbres; amarás a los reyes, imágenes de Dios en la tierra, que administran la justicia y se desvelan por el bienestar de sus leales vasallos; amarás a los frailes, pobres, humildes criaturas, que enseñan la buena doctrina, combaten los errores y consuelan a los afligidos.

-Si fuera como usted dice, padre, yo amaría todas esas cosas. Si los nobles no ofrecieran en su conducta el ejemplo de todos los vicios; si yo viera en ustedes hombres de caridad, enemigos de las riquezas, en vez de hombres ociosos, ignorantes y fanáticos; si viera en la Corte y en el Gobierno hombres dignos que no tuvieran por único propósito esquilmar a la nación en provecho propio, yo les amaría.


Como se ve, Muriel no perdonaba a ninguna de las instituciones de que habló las faltas de sus individuos. Era inexorable, como lo era la revolución entonces. Dominado por su idea, no conocía la transacción. Creía que era posible reformar destruyendo; no conocía la enormidad de las fuerzas del enemigo; ignoraba que lo que se intentaba aniquilar era inmensamente más poderoso que los razonamientos de dos o tres individuos; que aquello tenía la fuerza de los hechos, de un hecho colosal, consagrado por los siglos y aceptado por la nación entera. Además no comprendía que si la idea vence alguna vez a la fuerza, no es fácil que venza a los intereses. La transformación con que él soñaba era obra lenta y difícil. Sólo intentarla costó después mucha sangre.

Fray Jerónimo, que había vuelto a rezar, dijo al terminar su breve oración, y trazándose sobre el cuerpo la señal de la cruz:

-Yo rezaré por ti, pecador empedernido. Y entretanto voy a hacer por tu bien todo lo que está en la facultad de un pobre fraile.

-Yo, aunque pienso así, padre Matamala -dijo Muriel-, no soy ingrato; no aborrezco a las personas, salvo alguna que otra, a quien detesto con todo corazón.

-Bien -dijo el fraile, deseoso de que aquella conversación se acabara, aunque parecía dispuesto a perdonar a su amigo todas sus herejías-. Bien: yo escribiré esta noche misma a una persona de Madrid, a quien estimo. Verás cómo ese señor, que es poderoso y modesto, consigue para ti lo que deseas. Pero haz por ocultarle tus ideas, ¿entiendes? El te dirá lo que debes hacer; y si por su conducto no logras nada de Cerezuelo, da el asunto por concluido.

-¿No le conocía usted la otra vez?

-No. ¡Qué lástima! Si entonces hubiéramos tenido esa palanca...

-¿Y quién es? ¿Cómo se llama?

-Es persona, como te he dicho, modesta, pero de gran poder. Su nombre no suena como el de otras; pero a cencerros tapados... Te advierto que es enemigo de Godoy, y tal vez en eso consiste que pueda tanto. Ya, ya me agradecerás, Martincillo, esta recomendación que te hace amigo del Sr. D. Buenaventura Rotondo y Valdecabras.

-Ese nombre no me es desconocido -dijo Muriel recordando.

-Sí, le habrás oído nombrar -añadió Matamala temiendo que su amigo tuviera ya noticias de aquel personaje, y que estas noticias fueran malas-. Ya le escribiré explicándole lo que deseas. ¡Ah! Te advierto que es hombre rico. Pero oye una cosa: conviene que disimules tus opiniones, porque, aunque él no es gazmoño... esta enterado de todo eso... y nada de cuanto digas le cogerá de nuevo.

-¿Y ese señor es abogado, comerciante?...

-Eso es, se dedica al comercio; suele prestar dinero; y la verdad es que ha hecho fortuna.

-¿Y es gran amigo de usted?

-¡Ya lo creo! Nos escribimos con mucha frecuencia... Esto te lo digo acá para inter nos. Querido Martincillo, si la otra vez no pude hacer nada por ti, lo que es ahora... Yo iré también pronto a Madrid.

-Diga usted, ¿Cerezuelo sigue viviendo en Alcalá?

-Sí; allí se ha encerrado y no hay quien le saque de escondrijo. Su hija es la que vive en Madrid. Ya tendrás noticias de ella: una muchacha bastante orgullosa y desenvuelta. Cuando ese basilisco no influye en el ánimo de su padre, éste es un hombre razonable y humano... Pero no quiero detenerte más -concluyó el fraile levantándose-; ya es de noche. Vete, Martín. Se va a cerrar la puerta del convento.

Muriel se levantó también.

-¡Ah! Dame las señas de la casa en que vas a vivir -dijo el fraile.

-Voy a vivir con el pobre, aunque siempre feliz, Leonardo.

-¿Sigue tan calavera?

-Siempre lo mismo; pero siempre bueno.

-Espero veros pronto, tanto a ti como a él. Yo también tengo que hacer algo en la Corte -manifestó el fraile, abriendo, con ayuda del lego, la gran puerta del convento.

-Adiós, padre -dijo Muriel-. Hasta luego.

-Adiós, Martincillo -exclamó el religioso, abrazándole con afectada ternura-. Hasta luego.

Se despidieron. Muriel le dio nuevamente las gracias por la recomendación, hizo el religioso ardientes protestas de solicitud, y se separaron. El lego, reconciliado con el forastero después de la favorable acogida que a éste dispensó un fraile tan respetable como el padre Jerónimo Matamala, le hizo al verle salir una profunda reverencia.

Para que nuestros lectores comprendieran la importancia del diálogo que hemos referido y el valor que tiene en esta historia, sería preciso que conociesen la carta que fray Jerónimo Matamala escribió a la persona a quien iba recomendado su joven amigo. Por ahora no nos es posible dar a conocer ese documento, que revela cuáles eran las relaciones del sagaz franciscano con algunas personas de la Corte; mas en los siguientes capítulos, la oportuna aparición del Sr. D. Buenaventura Rotondo y Valdecabras podrá dar alguna luz sobre el particular.