El arte del secuestro
El arte del secuestro
Próspero se sintió morir. La opresión del lazo le asfixiaba; el choque de su cuerpo arrastrado contra los troncones de los árboles caídos y contra las desigualdades del terreno le eran muy dolorosos. Conservó, sin embargo, toda la serenidad compatible con el caso.
Apenas llegó Próspero en el viaje brutal a que se le había sometido a las obscuridades de la arboleda, paró la acción de los fuertes brazos que tiraban del cordel. Entonces se vio rodeado de indios. No obstante la falta de luz, conoció enseguida el niño a Presto Culcufura. Este dijo a los hombres que estaban a su servicio:
-Desatadle, a caballo y en marcha, rápidamente.
Luego, dirigiéndose Presto a Próspero, añadió:
-Te lo había advertido. Si hubieses aceptado mis servicios, y sin haberme dado sino una parte pequeña del caudal que buscas, te hallarías en posesión de la herencia misteriosa. Lo rechazaste... Mira las consecuencias.
Próspero no quiso contestar, aunque le sobraban alientos, porque ya se había dado cuenta exacta de lo que ocurría y del propósito de los secuestradores.
Dos indios forzudos levantaron del suelo a Próspero, obligáronle a montar en un caballo, atáronle las piernas con una correa por debajo del vientre de la bestia. Presto exclamó:
-Sería inútil que intentaras escaparte, niñaco... Puedes estar tranquilo. Conservaremos tu vida, vivirás en calma, hasta que te convenzas que sin nosotros no hay salvación por ti. Todos los indios se han revuelto contra la Gobernación de Formosa. Están decididos a acabar con los impuestos que nos arruinan y con los atropellos de que son víctimas... Conviene a tu salud y a nuestro interés que te dejes conducir tranquilamente a donde vamos, lugar a que nunca podrán llegar los que quieran rescatarte... Los que te conducen son gentes de mi confianza. No te maltratarán.
Solo entonces habló Próspero, diciendo:
-¿Y mis hermanos?... ¿Qué será de ellos?
-Tus hermanos -dijo Presto- sabrán que no corres peligro de muerte. A menos de que hagan alguna locura. Ten confianza en nosotros... Yo me contentaba con un veinticinco por ciento del dinero de Roque Lanceote. Ahora lo quiero todo... Y será mío... ¿No ha de serlo?... Yo me quedo aquí, porque soy el jefe de la revuelta, y he de estar donde conviene. Y el hombre del rostro equino, dio la orden final:
-¡Marchad al galope!