Un lazo


Pronto estuvieron en pie Generoso y Basilio. El agente de la Gobernación tardó un poco en levantarse; no pasaron diez minutos sin que Felipe del Estero se hallara junto a Otaduy. Habló con su jefe rápidamente:

-¿Es que la indiada se revuelve?

-Es -repuso Otaduy- que vamos a jugarnos la vida otra vez.

-Lo primero que importa -dijo Felipe del Estero- es ver la gente que nos acompaña.

-Ya me imagino yo; sin verlos, lo que habrán hecho -contestó Otaduy-. Pero anda, anda a ver.

Pronto volvió del Estero, diciendo:

-Todos se han ido... Y se han llevado los caballos, y los bagajes...

-¿Y el baqueano? -interrogó Otaduy.

-Ni que decir tiene... El baqueano se fue con los otros.

Próspero intervino, con emocionada curiosidad:

-De modo que nos han traicionado.

-Nos han traicionado -afirmó el pamplonés-. Con esta gente no hay seguridad nunca... Ya os lo dije.

Aún tenía esperanza Próspero de que la alarma careciese de fundamento. Acaso los indios servidores se habían retirado buscando lugar más propicio al descanso. Y en cuanto al sonar del cuerno, fuera tal vez, o rugido de bestia, o llamada de pastores... Él no sabía que en los parajes en que ellos se encontraban, no había pastoreo posible. Sólo las fieras, sólo los animales selváticos vivían allí. Aventurose a exponer esta esperanza. Otaduy replicó:

-No quiero engañarte, niño mío. El ronquido de la cuerna que hemos oído, es el de los indios que se levantan. Autor de ese levantamiento será el canalla de Presto Culcufura. Es que él está de acuerdo con la indiada. El que ha buscado el modo de unir el ansia de libertad de los indios sometidos a la «Reducción» y el negocio que él persigue, que es el de robaros el caudal de vuestro tío Roque Lanceote.

Transcurrió media hora, sin que en la tétrica lontananza se escuchase ruido alguno. Iba cobrando confianza Próspero, y al oído, se lo manifestaba a Otaduy. Éste contestaba:

-No, no... Sé cómo se las agencian estos canallas. La sonada del cuerno ha sido para reunirlos. Ahora están preparándose, organizándose... No nos descuidemos. Un minuto de confianza sería la muerte de todos nosotros... Se trata de un complot que nos ha acompañado desde que salimos de Resistencia. ¡Ya le decía yo al señor agente consular que el baqueano Buraic era un traidor desde que naciera...! Si yo me lo encontrase frente a frente, pagaría con su sangre la infamia!

Y entonces hubo una nota, entre cómica tierna de heroísmo.

El menor de los de Cerdera, que tenía en su mano el pistolón que le entregaron, dijo:

-Yo haré lo que pueda. Que, aunque soy pequeño, soy el hijo de Dióscoro...

Otaduy puso su mano sobre la cabeza del muchacho y contestó:

-Sé que lo harías. Guarda tu empuje para el momento. En esto sonó otro toque de cuerno, muy distante.

Otaduy exclamó:

-Es que van a rodearnos.

Y apenas pronunció estas palabras, cuando salió del boscaje cercano una cuerda lanzada maravillosamente, que aprisionó el cuerpo de Próspero. Manos recias, formidables, tiraron de esa cuerda. Y el hijo mayor de Dióscoro fue arrebatado hacia la obscuridad cercana, donde se reanudaban las tenebrosidades del bosque. Próspero gritó, quiso defenderse. Era inútil. El lazo siniestro le oprimía y le arrastraba.

Otaduy, Felipe del Estero, Generoso y Basilio corrieron detrás del muchacho, pero no lograron impedir su desaparición.

Fue caso extraordinario, digno de detallarse. Había sido arrojado el lazo corredizo de modo que sujetara el cuerpo y los brazos de Próspero. Una vez esclavizado el mocito, la atracción fue rapidísima. Arrastrando el cuerpo de Próspero sobre las hierbas, desapareció en la sombra. Sonó entonces otro toque de cuerna, muy cercano, y de entre los impenetrables secretos del boscaje, surgieron gritos, que más parecían de fieras que de hombres.

Otaduy detuvo a los que intentaban lo imposible: la persecución en la negrura de la noche, entre enemigos numerosos.

-Lo primero es la serenidad -gritó con voz enérgica-. Una inmensa desgracia nos ha ocurrido. Felipe y yo nos jugamos nuestra carrera, porque la Gobernación de Formosa nos ha hecho responsable de la vida de los herederos de Roque Lanceote. Manifesté yo ante quien debía, que era peligroso que viniéramos sin un pelotón de soldados de caballería y de infantería. Desde hace poco la indiada se muestra propensa a la rebelión. Las gestiones captadoras del criminal Presto Culcufura, añadían nuevos riesgos que yo tuve en cuenta, pero el Gobierno no ha creído necesario, o no ha podido, dar a esta expedición las condiciones defensivas que la aconsejaba la prudencia.

Generoso y Basilio lloraban. Se habían abrazado en el terror de la situación. Próspero, que era, no sólo su hermano, sino su padre y su madre, había sido arrebatado, probablemente para siempre. Imaginábanle muerto. Generoso increpó a Otaduy:

-No habéis sabido defendernos, no os habéis portado como yo creía... ¡Mi hermano, mi hermano! ¡Devolvedme a mi hermano!

Otaduy contestó serenamente:

-Comprendo tu dolor. Disculpo las acusaciones que nos diriges. Cien vidas que yo tuviese daría ahora para que no hubieran conseguido su triunfo los miserables indios... Culpa tengo, por haber aceptado un empeño tan difícil. Y esa culpa está exenta de responsabilidad porque al Secretario de la Gobernación de Formosa le manifesté los peligros que íbamos a correr todos. Pero, cállate niño, cállate.... Si ahora avanzáramos por el bosque nos cazarían los indios como a vizcachas... Hay que esperar.

Intervino Felipe del Estero diciendo:

-Yo puedo aseguraros que el interés de Presto Culcufura es el de que Próspero quede en vida y no sufra daño. Lo que él desea es que Próspero le diga dónde están los tesoros de Roque Lanceote. No lo hará vuestro hermano, pero aunque quisiera hacerlo, obligado por el dolor, por el miedo o por el hambre, no tiene datos suficientes. Somos nosotros, Otaduy y yo, los que conservamos en depósito, en recónditos bolsillos, la indicación geográfica para la busca de las dos cajas de hierro. De modo que vuestro hermano Próspero sufrirá mucho pero no será asesinado. ¿De qué serviría el cadáver de Próspero a los que sólo desean la posesión del dinero?...

-Eso opino yo también -refrendó Otaduy-. Lo primero que necesitamos es serenidad. Si nos acorralaran los indios y desapareciésemos bajo sus tiros, o con nuevos enganches de lazos, que estarán preparando ahora, todo habría concluido. Lo primero que importa es apagar la hoguera para que no sirvamos de blanco a los criminales. Debemos trasladarnos lo antes posible hacia el oeste, a algún rincón del bosque que nos ofrezca garantías... Tú, Felipe, marcharás inmediatamente hacia la Reducción de Anapalpí. Tres leguas de mal camino habrás de recorrer. En cuanto llegues, usarás del telégrafo reclamando el auxilio de las autoridades. Que venga una compañía de soldados de a caballo y todos los guardianes rurales que estén inmediatos. Nosotros permaneceremos aquí a la defensiva.

Y añadió Otaduy:

-Y vosotros, niños: demostrad que sois valientes, no llorando más. Ciertamente que la ocasión es gravísima. Sed dignos de ella. Obedecedme en absoluto, y callad...

Otaduy se ajustó sus botas de potro, se ciñó a la cintura las dos pistolas de repetición que poseía, puso sobre su hombro derecho el rifle, provisto de cartuchos y partió, heroico, abnegado, magnifico en su resolución. Honor de las fuerzas policiacas argentinas, Felipe del Estero acometía entonces una empresa que debiera merecer las canciones del Romancero y aún los estruendos de la Epopeya.