El arado

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Antes de que el sol ardiente de Enero asome en el horizonte su faz de fuego, a las cuatro de la mañana, cuando todavía puede uno creer que dura la primavera, al sentirse rozar la cara por el fresco hálito del alba, los arados de don Giuseppe ya rajan la tierra virgen de la Pampa. A cierta distancia del rancho, en medio de los confusos rumores del despertar de la naturaleza, retumban gritos enérgicos, llamadas imperativas, nombres raros, como apodos de esclavos, incesantemente atropellados por un amo gritón y exigente.

Pero la voz es juvenil, los nombres son de benévola sonoridad, y los gritos, no parece que sean de enojo:

«¡Machete! ¡Zarco! ¡Pepito!» Detrás del arado, caminan, apurados, los hijos de don Giuseppe, la picana en la mano, tropezando entre los terrones, manejando como hombres vigorosos, muchachos que son, de doce y trece años, ocho bueyes, cada uno, y trazando, cada uno, su doble surco de cinco cuadras de largo, obligando a la tierra ignorante a pasar del pasto puna al trigo.

-«¡Remolón! ¡Azucena!» y mientras que, entre risas, por el nombre tan florido que ha dado el muchacho a un buey, vuela una bandada de mixtos locos, la picana tanto cae en Azucena como en Remolón. Es que hay que andar ligero: hay que aprovechar la madrugada, pues apenas salido el sol, se pone insufrible, y lo que por la mañana no se haga, menos se hará por la tarde.

-«¡Indio! ¡Palomo!», y en el pelaje blanco del Palomo, asoma una manchita colorada; mientras el Indio se encoje y pega un tirón, como si quisiera llevarse todo por delante, para remediar quizás, en lo que pueda, la torpeza secular de los gobiernos tacaños, que con mezquinar, en su criminal avaricia, la tierra al agricultor, han demorado tanto la conquista del desierto y el progreso del país; ¡necios! ¡como si valiese algo la tierra sin el arado, la herramienta sin el obrero!

- «¡Casero!» grita el muchacho, y cimbra la pica.

Casero, sí, será el labrador, dueño del retacito de suelo patrio que cultiva con sus manos y que con su sudor riega. El pastor vive solo, errante, con su rebaño; recorre la llanura; dispara del peligro; no le puede hacer frente; el labrador, lo mismo que el árbol que plantó, echa raíces y queda firme; el cultivo de la tierra agrupa a los hombres, y resisten, formando, para defender lo que es suyo, la muralla de pechos humanos, ¡que sólo hace invencible a la patria!

-«¡Chingolo! ¡Porteño!» y llueven los puntazos. La tierra es dura; opone al arado vencedor la resistencia de las mil raíces enmarañadas en su seno, desde las edades remotas en que ha podido germinar en ella la semilla llevada por el viento o traída por el pájaro. Resiste -y los mismos chingolos, santafecinos, cordobeses o porteños, si no fuera más que por ella, nunca habrían sabido lo que es un granó de trigo. Pero tiene que ceder al arado.

-«¡Ginebra! ¡Gaucho! ¡Haragán!» gritan los muchachos, picaneando; y da la casualidad que justamente, en este momento, pasan frente a la casa, en cuyo umbral, sentado descansadamente, un gaucho andariego, sin trabajo y sin ganas de hallarlo, está por echarse un trago al buche; y, medio sorprendido, endereza el porrón y mira, frunciendo las cejas, a don Giuseppe, su huésped, que sonriente, y sin dejar la herramienta que está afilando, le dice.

-«¿Qué le parece, amigo, esos bueyes?»

-¡Lindos!, contesta el gaucho, y empina largamente el frasco, murmurando no se sabe bien que fórmula de... agradecimiento.

Ya pasaron los dos arados, con su larga fila de diez y seis bueyes, dejando abierto al calor del sol naciente el ancho surco que humea; y se va achicando, a lo lejos, el grupo compacto, donde relampaguea, a ratos, el acero gastado de las rejas.

Apenas ya se oyen los gritos a los bueyes:

«¡Mestizo! ¡Guapo! ¡Bandera!» Claro: no podían faltar esos nombres en la boyada de don Giuseppe, casado con una criolla, cuyos hijos, labradores guapos, sienten para la bandera de su tierra nativa todo un orgulloso amor de prosélito.

Y la misma tierra se admira de verse tan fecunda, cubierta, en pocos meses, de alfalfares que siempre retoñan, y de trigales dorados que caen, tupidos, bajo la cuchilla, mientras que las hermosas plantas de los maizales extienden hasta el horizonte, sus verdes líneas.

Giuseppe, don José -el pobre Giuseppe de antaño-, no tiene las manos ni la cara mucho más lavadas que en otros tiempos; fuma siempre en el mismo pito hediondo, pero el hombre está muy forrado: tiene campos y hacienda, y casas, y plata; y sigue trabajando, produciendo, ganando, porque es su placer, y su vida. Manda y paga a un ejército de peones, y, lo mismo que a sus hijos, ha enseñado a muchos de ellos como se trabaja: su ejemplo los instruye, y cuando, durante la trilla, bajo los ardores de un sol sin piedad, echan incansablemente a las ruidosas fauces de la máquina las gavillas, su presencia los alienta.

A otros también abre su obra, a veces, nuevos horizontes: y un corredor con quien acababa de recorrer sus innumerables parvas de trigo, después de quedar pensativo un rato, le dijo:

-«Mire, señor; si hubiera en la campaña tantos don Giuseppe como hay de corredores en la Bolsa de Buenos Aires, el oro pronto estaría a la par».