Rodados pampeanos
Rodados pampeanos
editarDon Ambrosio ya se iba haciendo medio pesado para el caballo. Para dar una vuelta a la majada, revisar el rodeo, ir hasta la esquina o a lo de su compadre don Anacleto, a pasar un rato, no se cansaba, por supuesto; pero cuando tenía que dar un galope algo serio, para alguna diligencia en el pueblo, más de una vez, había pensado en lo lindo que sería poder hacer el viaje, cómodamente sentado y suavemente hamacado en una volantita, como su vecino don Julián, que ya casi nunca ensillaba, se puede decir.
La volanta de don Julián era efectivamente una gran cosa; liviana, aunque de cuatro ruedas y de seis asientos, pudiendo usarse con o sin capota, con dos caballos o con uno solo; de ruedas altas, para desafiar las grandes crecientes en los cañadones, y de elásticos reforzados, «de patente», para resistir, en tiempo de sequía, los más rudos socotrocos y los tumbos más traicioneros, en los caminos endurecidos. ¡Qué volanta linda!
Sí, pero debía costar un platal, y don Ambrosio no era capitalista. Vivía, a gatas, con la libreta siempre a medio saldar, y realmente, soñar con tener una americana como la de don Julián, hubiera sido, en su situación, descabellado.
¿Por qué no hubiera pensado, también, en tener un breque, como el Sr. don Nicolás Rivas, el estanciero más rico del partido, que cuando iba a su otra estancia, la de afuera, desdeñaba de tomar el tren, y se iba, solo o con la familia, haciendo arrear por delante veinte caballos gordos, para mudar por el camino, atándolos de a cinco por turno: uno en las varas, dos a los lados, con balancines, y dos por delante? ¿Para qué pensar en lo que no se puede?
Empeñándose, quizás hubiera podido don Ambrosio, comprar uno de esos sulkies que empezaban a entrar en moda; pero son medio peligrosos, para cortar campo; sólo son buenos para muchachos que tienen pocos pesos y se quieren dar corte en las calles del pueblo, o para acopiadores que tienen que andar siempre apurados, que son gente liviana, y a quienes el afán perpetuo en que viven de ganar plata, hace olvidar que los huesos son quebradizos. Para un viejo, no sirven; a más que con ellos, si se les antoja a la patrona o a los niños dar un paseíto, no se puede.
Le llamaba también la atención a don Ambrosio un vagón, con que cruzaban a veces unos ingleses, cerca de su casa; un día, los veía llevar en él carga para la estación; otro día, venían con un cargamento de visitas, hombres y mujeres, como en la mejor volanta. Pero cuando supo que se llamaba el vagón ese, quinientos pesos, ni se quiso acordar más.
Sin hablar de las carretas de bueyes, ya desaparecidas, y de los carros de caballos, cada vez más monumentales, que sólo tienen por humilde misión de acarrear cargas pesadas, ruedan por la Pampa, muchos vehículos, destinados a transportar gente, que bien merecerían un lugarcito en los museos de antigüedades.
¡Qué lástima! ¡Que no se dispute con más ahínco a la destrucción final, a la dilución paulatina producida por las lluvias y el sol, la humedad y la sequía, los golpes y las composturas, la putrefacción que los desmenuza y las rajaduras que de ellos hacen saltar pedazos enteros, ciertos rodados, de construcción ingeniosa: galeras irremediablemente volcadoras, majestuosas berlinas y venerables carretelas, tílburies y birlochos, de todas formas y alturas, recuerdos de las generaciones pasadas, que los han ostentado con orgullo, cuando nuevos, en las calles mal empedradas,-o sin empedrar-, de la capital!
Fue entre esas reliquias del pasado, todavía militantes, no se sabe por qué milagro, que acabó don Ambrosio por encontrar el carricoche ideal, con el cual, sin mayor sacrificio, pudo, por fin, materializar su sueño dorado.
Pudo comprarlo,-condición para él especialmente favorable-, sin sacar del bolsillo un solo peso. El que se lo cedió,-un vecino nuevo que, después de haber andado mucho, rodando por la Pampa, haciendo mil pequeños comercios de buscavida, se había fijado por ahí con una majada-, se lo cambió por ciento cincuenta ovejas al corte.
El no lo había comprado nuevo; ¡oh! ¡no!, y no le había perdonado, durante muchos años, ni una de las penalidades a que puede someterse y someter a los demás, el que, pobre, tenazmente persigue a la fortuna. Su cuerpo era lleno de cicatrices; la caja, la capota, las ruedas, la lanza, los ejes, todo había sufrido mucho y acusaba las mil peripecias de los largos y penosos viajes por la Pampa; pero a don Ambrosio no le importaba el lujo; el rodado era bueno, y tenía la huella, es decir, la distancia de rueda a rueda que permite seguir, en el campo, por cualquier parte, el camino que serpea, caprichosamente trazado por las tropas de carros; y esto le bastaba.
Como al carricoche, el nombre de volanta mal le hubiera sentado, pues no era tílbury, americana, breque, ni nada parecido, don Ambrosio, en la duda, lo llamó modestamente una jardinera, a pesar de sus cuatro ruedas.
Por detrás, tenía una especie de plataforma, sumamente cómoda para colocar un baúl... y perderlo también, por el camino, si no está muy bien asegurado. Las ruedas, de llanta ancha, se hundían poco en el suelo; los elásticos, fuertes y macizos, estaban todavía reforzados por un enrollamiento de tiras de cuero crudo, de tal resistencia que, en alguna sacudida imprevista, saltarían primero, despedidos del asiento, los pasajeros, antes que se rompiesen aquellos.
Desde que la tiene en su poder, don Ambrosio le ha pegado fuerte a la jardinera, y cada año, cuando no cada mes, tiene que cambiarle alguna pieza rota o gastada, por una nueva; de tal modo que casi ha desaparecido la volanta primitiva. Pero, para él, siempre es la misma, y por todos lados, anda con ella, cruzando campo, sin reparar en vizcacheras, blandiendo en galopes y trotes atrevidos, su blanca capota, hecha, hoy, de lona, lo que le da, cuando voga en la inmensidad de la llanura, el aspecto de una vela en el mar; y los muchachos, por esto, le han dado al vehículo el poético nombre de «la paloma», que si bien de lejos es adecuado, desdice con el sonajeo terrible de herrajes destornillados, con que, de cerca, anuncia su presencia.