¿De antaño?... no tan viejas: apenas treinta años. ¡Pero Chivilcoy -y todo, en la República Argentina- ha cambiado y crecido tan rápidamente! A más, en la vida de un hombre -y aunque le parezca poco, cuando mira por atrás-, treinta años es un tirón; y de antaño, pues, bien le podemos decir al Chivilcoy de entonces, pobre pueblito de cuatro calles mal pobladas.

Pueblo glorioso ya, sin embargo, no por haber visto, como tantos otros, su suelo regado por la sangre derramada en alguna batalla célebre, sino por haber inspirado palabras entusiastas y proféticas a Sarmiento, quien, en los campos de oro del trigo colonizador, acariciados por el pampero asombrado, veía, con razón, la más poderosa barrera contra las incursiones del salvaje.

En aquellos días fue, nos contaba el viejo Simeón Montes, cuando conoció él a Carpio Caro. Era todo un tipo lindo: hombre alto y fuerte, hábil en todas las faenas del campo, luciendo siempre ricas prendas de plata; un gaucho elegante, hermoso y simpático. Cuando en Chivilcoy se empezó a sembrar trigo, se empleó en la trilla, con su hijo mayor, y las yeguas que tenía: eran pocas, una manada o dos, que cuidaba en un puesto donde vivía con la familia. De año en año, aumentando la producción, Carpio Caro aumentó también el número de sus animales y llegó a tener dos mil yeguas, y a ganarse ampliamente la vida.

Pero tanta yeguada ya necesitaba mucha extensión, y no la podía tener en el puesto, pues se tupía mucho la población, allí; por suerte, el campo era lo que menos faltaba, y pastoreaba su inmensa manada en plena Pampa desierta, llevándola, con toda osadía, hasta donde merodeaban continuamente los indios. A éstos no les tenía miedo; era amigo de ellos, casi compañero; hablaba su idioma, les prestaba servicios; más de una vez, les habla servido de lenguaraz, y por sus buenos oficios, había desviado malones a punto de largarse, haciendo dar oportunamente a los indios dos o tres centenares de vacas por los hacendados más expuestos. Nunca tampoco les negaba algunas yeguas, cuando los apuraba el hambre, y todos lo respetaban, llamándolo con sinceridad: «cristiano amigo».

Terminada la trilla, se llevaba despacio las yeguas, cansadas y enflaquecidas, hasta cien leguas y más, en pequeñas jornadas, haciéndoles desflorar los pastos otoñales de la Pampa. Se internaba, hasta llegar donde, hoy, se juntan, en un punto común, rebosando de vida, las tres provincias de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, en la llanura más llana con que se pueda soñar. ¡Qué triste, entonces, y qué solitaria debía de ser!, únicamente animada, a veces, por la disparada rápida de los pocos avestruces, venados y baguales que en ella se buscaban la vida, asustados por algún movimiento inusitado. Allí pasaba el invierno, en una cueva cavada en cualquier parte, esperando que la primavera volviese a hacer engordar las yeguas y a devolverles las fuerzas necesarias para emprender de nuevo el trabajo anual de la trilla del trigo.

Nunca faltaba; y los agricultores de Chivilcoy, una vez sus trigos emparvados, lo esperaban con la misma confianza con que habían esperado el verano y la siega.

Un año, pasaron los días, pasaron los meses, sin que apareciera en el horizonte, creciendo con rapidez, al acercarse galopando, el gran arreo de las yeguas de Carpio Caro. Los colonos tuvieron que ocupar a otros trilladores, y, mal que mal, se hizo el trabajo; pero muchos se perjudicaron por la demora, y, el año siguiente, empezaron a traer algunas trilladoras a vapor.

De Carpio Caro, de su ausencia, de su desaparición, durante algún tiempo, se habló, por supuesto. La familia trató de conseguir noticias, pero todo fue en vano, y ni de él, ni de su hijo, ni de sus dos mil yeguas se volvió a saber nada; hasta que todo cayó en el silencio, en el olvido.

Ocho años después, se empezaron a poblar los campos extensos y desiertos, desalojados ya definitivamente por los indios, y el dueño de un gran retazo de Pampa, al recorrerlo, encontró, por casualidad, cerca de una laguna grande, dos esqueletos humanos, cubiertos todavía de ciertas prendas de plata, que hicieron conocer estos restos por los de Carpio Caro y de su hijo.

¿Cómo habían muerto? Nunca se supo. Crimen, no fue: no los habían despojado; algún descuido, quizá; los caballos que disparan y desaparecen; ¿o alguna fiera?, puede ser; ¿la viruela?, ¿un rayo? No se sabe, ni se ha sabido nunca, ni se sabrá jamás. ¡Hay tantos medios de morir!


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Y Simeón Monte, con la vista fija, como si mirase en el pasado todo lo que había visto desaparecer, agregó:

-Habría quizá comprendido que ya era tiempo que cediesen el paso las yeguas a las trilladoras, lo mismo que había hecho la hoz a la segadora.

¿Y no tuvimos que hacer lo mismo, nosotros, dijo, cuando se extendió el ferrocarril, con nuestras inacabables tropas de treinta y cuarenta carretas tucumanas, que iban en fila, tiradas, cada una, por ocho, diez, veinte bueyes, haciendo rechinar sobre sus ejes las toscas ruedas de madera maciza, formando el cuadro, en las paradas, para rechazar los ataques de los indios?

¿Y con nuestras arrias de centenares de mulas, que bajaban de San Juan y Mendoza, cargadas de lanas y de semilla de alfalfa, para volver, meses después, con mercaderías de todas clases?

Nos contó también, el viejo Simeón, los sustos que, cuando tropero, había pasado, y las pérdidas sufridas, cuando, para salvarse de los indios, no había más remedio que de arrear, disparando, las mulas desnudas, dejando tirada toda la carga.

Entre sus historias, hubo una, bastante enredada, de cierta sorpresa y del consiguiente pánico, que tuvo por teatro la travesía de La Carlota a San Luis, en la cual, una tropa, según él, abandonó, para huir, su carga de artículos de almacén y de botica, llegando después otra, que cargó con los restos del saqueo. Nunca pudimos aclarar muy bien qué tropa conducía don Simeón; si la que fue pillada o la que recogió el botín; prefería, al parecer, esquivar las preguntas al respecto; ignoraba los detalles; no sabía si los indios habían sido de la gente de tal o cual cacique, o si sólo, gauchos malos; pero sus ojitos de zorro viejo brillaban tanto que quedaba uno pensando, al oírlo, que el desierto debió de conocer y guardar para sí, curiosas y tremendas historias, a veces.


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Nota de WS editar

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