El anzuelo de Fenisa/Acto II

Acto I
El anzuelo de Fenisa
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen LUCINDO y TRISTÁN.
LUCINDO:

   No te congoje, Tristán,
que entre y salga quien quisiere;
parientes suyos serán.

TRISTÁN:

Por mí, sea lo que fuere
este español capitán.
   Bien sé que en un mes y más
que ninguna cosa das
y mil regalos recibes.
Seguro de engaños vives,
pero de amor no lo estás.
   Quien no da no tiene acción
a pedir celos, ni hacer
de agravios demostración.
Solo el dar en la mujer
alcanza juridicción;
   ese, al injusto adulterio
del trato noble y sencillo,
puede llamar vituperio,
porque tiene horca y cuchillo
con su mero y mixto imperio.

TRISTÁN:

   Mas has de advertir también
que la vas queriendo bien;
y aunque no te cuesta nada,
¡bueno quedas, si se enfada
y te trata con desdén!
   Que por ver que la desvía
de tu gusto otro interés
que enriquecerla porfía,
lo que no has dado en un mes
vendrás a darle en un día.

LUCINDO:

   No pienso yo que Fenisa,
Tristán, por otro me deje,
que eso de interés es risa.

TRISTÁN:

Amor, ostinado hereje,
las mismas verdades pisa.
   El que en mujer se confía
lejos está de discreto.

LUCINDO:

No ha sido la culpa mía;
es la hermosura, en efeto,
una breve tiranía.
   Todos los sabios de Grecia,
que vieran que una mujer
cuanto es interés desprecia
con hidalgo proceder,
y que no es fea ni es necia,
   Diógenes o Timón,
que jamás trató con gente,
que vieran tanta afición,
se rindieran tiernamente
por amor u obligación.
   Yo me resistí unos días,
mas, viendo tantas verdades,
rendí mis vanas porfías.

TRISTÁN:

Con razón me persüades.

LUCINDO:

Venció las sospechas mías.

TRISTÁN:

   Al principio fue el error. <poem>

TRISTÁN:

   No reprehendo el entrar
en su casa, pues no hay dar
el valor de un alfiler...

LUCINDO:

Pues ¿qué dices?

TRISTÁN:

El querer.

LUCINDO:

No lo he podido escusar.
   Es bellísima, Tristán,
y es justo que consideres
partes que en el alma están.
La hermosura en las mujeres
es gracia que a todos dan.
   El villano y el señor
ven la hermosura exterior;
la más cuerda o la más loca
para cualquiera se toca,
pues ha de verla en rigor.

LUCINDO:

   Sola una vez la hermosura
goza el que llevó la palma;
lo que es nuevo poco dura,
lo que es secreto es el alma;
esta el amor asegura,
   esta se muestra en el trato,
desta nace mi afición.
Ya no hay amar con recato,
que, tras tanta obligación,
fuera bajeza de ingrato.
   Yo la adoro, porque sé
que es verdadero su amor.
Ya por esta puerta entré,
de interés competidor:
no es bien que celoso esté.

LUCINDO:

   Este español capitán
y otros que entran en su casa,
ninguna pena me dan,
porque es cosa que no pasa
de conversación, Tristán;
   fuera de que yo he venido
y me iré cuando quisiere,
gustoso y entretenido,
a donde verla no espere
y el ausencia cause olvido.
   Contaré en Valencia el cuento
a los amigos y damas
con grande gusto y contento...

TRISTÁN:

Con razón cuento le llamas.

LUCINDO:

¿Llamaron?

TRISTÁN:

Sí.

LUCINDO:

Gente siento.

Sale CELIA, con manto, y el escudero con un tabaque con un tafetán encima cubierto.
CELIA:

   ¡Qué descuidado estarás
desta visita!

LUCINDO:

Jamás,
Celia, lo estoy de tu dueño.

CELIA:

Allá nos quitas el sueño
y acá sin memoria estás.
   Más qué, ¿agora te levantas?

LUCINDO:

No duermen los mercaderes
tanto, y más con penas tantas.

CELIA:

¿Penas, si adorado eres?

LUCINDO:

¿De que las tenga te espantas?

CELIA:

   Quisiera, para un presente
que traigo, hallarte acostado,
y este viejo impertinente
tan tarde se ha levantado
-como ya ni ve ni siente-
   que a mediodía he venido.

ESCUDERO:

Siempre me culpas a mí
de tu descuido y olvido.

LUCINDO:

¿Qué traes, mi Celia, aquí?

CELIA:

Seis camisas he traído.
   Mira ¡qué flamenca holanda!,
pues no pienses que esto es randa.
Todo es fina cadeneta
de la aguja más perfeta
y de la mano más blanda.

LUCINDO:

   De la limpieza lo arguyo.

CELIA:

Este es corazón.

LUCINDO:

Y ¿cúyo?

CELIA:

De quien te le tiene dado;
que más puntas que ha labrado
le quedan pasando el suyo.
   Mandome que te vistiese
la mejor y te dijese
que ojalá que ella pudiera
servirte de camarera,
y que un abrazo te diese.

LUCINDO:

   Ese te daré yo agora,
y a aquella tan gran señora
iré a llevarle después
mil besos para los pies
de donde nace el aurora.
   Trae, Tristán, esa pieza
de tela, que Celia lleve
a su celestial belleza;
que es encarnada, y su nieve
tendrá mayor sutileza.

TRISTÁN:

   Yo voy.

CELIA:

Deténte, Tristán,
que sé que me matarán
si la llevo.

LUCINDO:

¡Cosa estraña!
Mucho Fenisa se engaña,
porque cuantos aman dan;
   y esto no fuera interés,
que fuera señal de amor.

CELIA:

Este es su gusto; después
podrás reñirla mejor,
cuando en su brazos estés.

LUCINDO:

   Ya que ella es de condición
tan esquiva, tú bien puedes
tomar en esta ocasión
estos escudos.

CELIA:

Mercedes...
Como de tus manos son,
   no los he de recebir.

LUCINDO:

Pues aquí no lo verán.

ESCUDERO:

Las paredes lo dirán,
que todas saben oír.

LUCINDO:

¡Notable mujer, Tristán!

TRISTÁN:

   Pintar en el viento quiero
y un monte soberbio entero
de átomos del sol hacer,
pues he visto una mujer
enemiga de dinero.
   Antes pensé que la mano
un letrado, un alguacil,
[.......................................]
un médico y un escribano,
un barbero, un cirujano,
   huyera al darle dinero,
que una dueña quintañona
y un reverendo escudero.

LUCINDO:

Todo Fenisa lo abona;
con justa causa la quiero.
   Dile, Celia, que esta tarde
la iré a ver, y que me aguarde
con el deseo que estoy.

CELIA:

A pedir albricias voy.

LUCINDO:

El cielo, Celia, te guarde.
   Pero ¿qué miras?

CELIA:

Tu cama
me mandó mirar mi ama,
si señal se puede ver
de haber dormido mujer.

LUCINDO:

¿Celos?

CELIA:

Tienes mala fama.
   También para que mirase
las sábanas y almohadas,
porque de allá te enviase
unas de aljófar labradas.

LUCINDO:

¡Grande amor!

CELIA:

Por celos pase,
   que está ya que es compasión
con tanta cara la triste.

LUCINDO:

Conozco mi obligación.
Adiós.

CELIA:

Adiós.

TRISTÁN:

Tú naciste
de pies.

LUCINDO:

Mis venturas son.

Vanse todos, y salen ALBANO y CAMILO.
CAMILO:

   ¿De qué os hacéis tantas cruces?

ALBANO:

¿No me tengo de espantar?
¿A qué más pueden llegar
unos bríos andaluces?

CAMILO:

   Luego ¿dais en que es mujer?

ALBANO:

Si no es mujer, estoy loco.

CAMILO:

No será mucho.

ALBANO:

No es poco,
si ya no hay más que perder.

CAMILO:

   ¿Vos no veis que es desatino
ver un mancebo y decir
que es mujer?

ALBANO:

¿Quién puede ver
la fuerza de su destino?
   En la más bella ciudad
que mira el sol en Europa,
pues todo el oro que cría
es para hacerle corona;
en la gran puerta de España,
pues, abriéndola a dos flotas,
entra por ello el gobierno
universal para todas;
en Sevilla, y en la calle
Baños de la Reina Mora,
nació Dinarda, Camilo,
tú juzgarás si es hermosa,
que yo desde que la vi
juzgaba que della sola
hiciera Zeusis de Elena
la estampa maravillosa.
Servila, y después de un año
de paseos y de rondas,
papeles y diligencias
de terceras cautelosas,
rindiose a solo escribirme,
que, si dijera otra cosa,
a mi verdad y a su sangre
haría ofensa notoria.

ALBANO:

Todo aqueste amor fue en letras,
que a letra vista se cobran,
mas no se pagó ninguna,
aunque se acetaron todas.
No hay estilo tan dichoso
que no corte y interrompa
el acelerado rayo
de una estrella rigurosa.
Tiene el duque de Medina
-ya entenderás que es Sidonia-
junto a su casa en Sevilla
un corredor de pelota.

ALBANO:

Como era todo en un barrio,
frecuentaba a todas horas
su juego, o viendo o jugando,
que va esta edad por la posta.
Tiene aqueste corredor,
no enfrente, sino en la popa,
las armas de los Guzmanes,
y, sobre el timbre y las hojas,
que con diversos penachos
cercan el escudo y orlas,
al gran don Alfonso Pérez
de Guzmán -y el Bueno nombran-
sobre el muro de Tarifa,
que al moro la daga arroja
para que mate a su hijo
-¡divina hazaña española!-,
y, debajo de las armas,
aquella sierpe espantosa
que mató en África, haciendo
la hazaña de Heracles corta.

ALBANO:

Entra por la boca el asta,
sale por las duras conchas
el hierro bañado en sangre,
ciñe el escudo la cola.
Estas armas, timbre y sierpe,
que aquesta pared adornan,
un día estaba mirando
grande juventud ociosa,
porque, acabado un partido
y desde una parte a otra,
peloteándose andaban,
por ser la tarde lluviosa.
Dio un caballero a la sierpe
un pelotazo en la boca,
y dijo: «En África había
una contienda dudosa
sobre quién mató esta sierpe,
pero sepan desde agora
que yo la he muerto, pues hay
testigos desta pelota».

ALBANO:

Respondí, aunque era de burlas,
por la afición que me toca
a la casa de Medina:
«Cuando el moro hurtó la honra
en África a don Alonso
desta sierpe venenosa
la boca le mandó abrir,
faltó la lengua, mas diola
don Alonso; y así el moro
perdió el crédito y la joya».
«Miraré yo si la tiene»,
me replicó. Yo, la cólera
revuelta, asile del brazo
y dije: «Lo dicho sobra;
que el Guzmán que tiene allí
daga, si cortáis su gloria,
os la tirará a los pechos».
¡Mira qué ocasión tan loca!

ALBANO:

Era su mayor amigo
un hermano de la diosa
que idolatraban mis ojos,
pues fui de los suyos Troya.
Llegó y dijo: «Si esta sierpe
saliera echando ponzoña
de donde la veis pintada,
alguno que aquí blasona
huyera, mientras mi primo
la despedazaba y, rota,
honraba también sus armas,
como el Guzmán de Sidonia».
Respondí, sin reparar
en amor ni en otra cosa:
«Pues veamos quién la mata,
quién huye o quién se alborota,
que yo quiero ser la sierpe
de Guzmán, aunque Mendoza».

ALBANO:

Dije y, alzando la pala,
antes de sacar la hoja,
le di con ella en los pechos;
y como si la persona
del propio Guzmán saliera
a la defensa forzosa,
despejan el corredor,
donde tras esta deshonra
salieron heridos tres
y yo con justa vitoria.
Mis padres, deudos y amigos,
por escusar la discordia
que ya en todos se engendraba,
por discreto acuerdo toman
que me pasase a Sicilia,
y por cartas me acomodan
con el de Feria, virrey
de aquestas islas famosas,
donde el ausencia y el tiempo,
que cuanto quieren transforman,
mudándome de Dinarda,
de Fenisa me enamoran,
en cuya casa hoy he visto
este español, esta sombra,
que si no es ella, una estampa
las hizo. Esta fue mi historia.

CAMILO:

   Oíd, que salen los dos.
No paséis más adelante.

Entran FENISA, DINARDA, BERNARDO y FABIO.
FENISA:

¿No quieres tú que me espante
de tu desdén?

DINARDA:

No, ¡por Dios!,
   sino estar agradecida
a la lealtad que he mostrado
al capitán.

FENISA:

Tú has vengado
muchos de quien fui homicida.
   Mas mira que pensaré
que es miedo, y que no es lealtad.

DINARDA:

Sabe amor que esto es verdad.
Con él en tu casa entré,
   él me trujo, él te ha servido.
¿No ves tú que no es razón
que haga tan vil traición
a un hombre tan bien nacido?
   Si solo y por mí te viera,
¡ay, Dios, cuán bien me empleara!
¡Qué de veces te abrazara!
¡Qué de amores te dijera!
   Mi ventura no lo quiso,
sino que en este acidente
fuesen tus ojos la fuente,
y yo su loco Narciso.
   Tántalo soy: ya me toca
el morir y enloquecer,
pues no te puedo beber
tiniendo el agua a la boca.

FENISA:

   Bien puedes tú con secreto
ser dueño de quien te adora.

DINARDA:

No me lo mandes, señora;
que soy noble te prometo.
   Osorio me trujo aquí;
débole amor y dinero.

FENISA:

Pagarte esas deudas quiero.

CAMILO:

¿Es ella, en efeto?

ALBANO:

Sí.

CAMILO:

   Pues, ¿cómo tratan de amor
dos mujeres? ¡Loco estáis!
Mas, ¿por qué no os informáis
destos dos pajes mejor?

ALBANO:

   Aguardad, por vida mía.
¡Ah, hidalgo!

FABIO:

¿Dechite a me?

ALBANO:

A vos digo, si podré
hablaros en cortesía.

FABIO:

   Di gracia, patrón, ¿que cosa
me volite?

ALBANO:

Estoy sin seso.

FABIO:

Parlati, siniore, adesso.

ALBANO:

¡Ay, bella Dinarda hermosa!
   ¿Quién es este caballero?

FABIO:

¿Questo gentilhomo?

ALBANO:

Sí.

FABIO:

El sinior Rugero.

ALBANO:

Ansí
su nombre propio es Rugero.
   Pues ¿de dónde es?

FABIO:

Veneciano,
aunque venuto de Roma.

ALBANO:

¿No es español?

CAMILO:

¡Qué ira toma!

FABIO:

¡Guarda, españolo marrano!
    ¡Cancaro che venga a tuti
li traditori españoli,
furfanti, ladri, marioli,
assasini per tre escuti!

ALBANO:

   Camilo, ¡cosa inhumana!
¡Por Dios, que me vuelvo loco!

FABIO:

Expecta, di gracia, un poco
la cancione chichiliana:
    Se tuta la Chichilia
fose macarrone,
el faro di Micina
vino moscatelo,
el monte Mongibelo
formacho gratato,
e tutto lo españolo
fossino amazato,
¡como triunfaria
lo chichiliano!

CAMILO:

   Basta, que ya el pajecillo
os da la vaya.

ALBANO:

Aguardad,
que él me dirá la verdad.

FABIO:

Apenas puedo sufrillo.

BERNARDO:

   Disimula, Fabio, un poco;
no conozcan a Dinardo.

FABIO:

Muero de risa, Bernardo.
¿Hablo bien?

BERNARDO:

Vuélvesle loco.

ALBANO:

   Pilla este escudo, fanchiulo,
y dime...

FABIO:

¿Que voi di me?

ALBANO:

Esta, ¿es mujer?

FABIO:

¿Como? ¿Que?
¿Volite pillar trastulo?
    ¿Donna lo siniore mio?
¡Ohimè! ¿Que diavolo è questo?

ALBANO:

Yo sé que de hombre se ha puesto.

FABIO:

No me fastidiar, ¡per Dio!,
    ne mi facha intrar in colera.
¡Femina far lo siniore!

BERNARDO:

¿Femina?

FABIO:

Si.

BERNARDO:

¡Hu, traditore!
Tache per tua vita e tolera.

CAMILO:

   Necio andáis.

ALBANO:

¡Cómo?

CAMILO:

¡Por Dios...!

ALBANO:

En vuestra malicia he dado.

CAMILO:

¡Que pienso que han sospechado
alguna fealdad de vos!

ALBANO:

   Pues, ¿preguntar si es mujer
os parece sospechoso?

CAMILO:

Que nos vamos es forzoso.

ALBANO:

Y forzoso enloquecer.

CAMILO:

   Hablad después a Fenisa;
que nadie os dirá mejor
si es hombre o mujer.

ALBANO:

¡Oh, amor!...

Vanse ALBANO y CAMILO.
FABIO:

Muriéndome estoy de risa

BERNARDO:

   ¿Fuéronse?

FABIO:

Los dos se van.

BERNARDO:

Pues yo sé, Fabio, que quedo
con más malicia que miedo.

FABIO:

¿Qué sospechas te le dan?

BERNARDO:

   De que Dinardo es mujer.

FABIO:

Eso me parece a mí,
aunque nunca me atreví
a procurallo saber;
   fuera de que está Fenisa
loca por él.

BERNARDO:

Es verdad,
aunque la dificultad
con que la trata me avisa.

FABIO:

   Luego el respeto que tiene
al capitán, ¿es fingido?

BERNARDO:

Pienso que todo lo ha sido
y que de otra causa viene.

FABIO:

   Desde hoy emprendo saber
si es mujer.

BERNARDO:

Y yo, ¡por Dios!

FABIO:

Pues comencemos los dos
desde agora a pretender.

FENISA:

   En fin, don Juan, ¿te resuelves
a no pagar este amor?

DINARDA:

Conociendo mi valor,
Fenisa, ¿a probarme vuelves?
   Haz una cosa: da traza
que este capitán se ausente,
pues tú podrás fácilmente
esto o mudarle la plaza;
   y en su ausencia te prometo
corresponder a tu amor.

FENISA:

Pues, mi bien, de tu valor
fío, y la palabra aceto.

Entra CELIA.
CELIA:

   Aquí está Lucindo.

FENISA:

¿Quién?

CELIA:

El mercader de Valencia.

FENISA:

Dame, mis ojos, licencia.

DINARDA:

Licencia tienes, mi bien.
Vanse FENISA y CELIA.

DINARDA:

   Siguiendo un loco pensamiento vine
desde Sevilla hasta Sicilia, cielos;
de vergüenza y honor rompí los velos,
que no hay cosa que amor no desatine.
   Mas ¿qué le sirve al alma que camine
entre tantas congojas y desvelos,
si sacándome amor, me vuelven celos,
y no sé de los dos a cuál me incline?
   Aquí le hallé con nuevo pensamiento
el alma, el gusto en otro amor estraño,
con que mudó mi desatino intento.
   No más perjura fe, no más engaño,
que es para heridas de un amor violento
divina contrayerba el desengaño.

Salen LUCINDO y TRISTÁN.
LUCINDO:

   ¿No le dio Celia mi recado?

TRISTÁN:

Pienso
que tiene algunos huéspedes Fenisa.

LUCINDO:

¿Es caballo de Troya aquesta casa,
que siempre está preñada de armas y hombres?

TRISTÁN:

Pues ¿cuál audiencia pública, Lucindo,
iguala al patio de una cortesana?
Aquí tiene sus horas y aquí juzga.
Verás los abogados y terceros,
los solicitadores y escribanos,
procesos de papeles que le envían
sobornos de regalos y presentes,
pleitos en vista, pleitos en revista...
A unos despacha y a otros entretiene,
como tienen favor o traen dineros.

LUCINDO:

¿Quién es este español que tan solícito
frecuenta aquesta casa?

TRISTÁN:

Este es... Sospecho
que es el del alma.

LUCINDO:

Y yo ¿qué soy?

TRISTÁN:

Del cuerpo.

LUCINDO:

Donaire tienes. Si Fenisa vive
en el cuidado que la ves conmigo,
si le cuesto regalos y dineros,
¿cuál otro puede haber que sea del alma?

TRISTÁN:

¡Qué chapetón estás en estas Indias!
¿No sabes tú que hay almas en que caben
más de dos y de tres y de trecientos?
Cuando ves escribir treinta papeles
una buena señora a treinta amantes,
cuando ves que otros tantos la visitan,
cuando ves que a uno pide el coche, a otro
la basquiña, a cual tiene dentro en casa,
a cual habla en la reja, a cual de noche,
¿has de pensar que es alma edificada
a la traza de un grande monesterio,
en que hay su dormitorio con sus celdas,
que de una puerta adentro caben todas?

LUCINDO:

Hablaros, caballero, he deseado.

DINARDA:

No menos yo, que os soy aficionado.
Mas si es de celos de Fenisa, os pido
no los tengáis de mí, porque a su casa
me ha traído cuidado diferente.
¿Cuándo os volvéis a España?

LUCINDO:

Yo he pensado
que por todo este mes, porque a mi gusto
he despachado cuanto della truje,
mas tiéneme cautivo el desta dama.

DINARDA:

Con vos me pienso ir hasta Valencia,
aunque soy de Sevilla, porque quiero
ir a la corte y pretender en ella
la remuneración de mis servicios,
primero que a mi patria vuelva.

BERNARDO:

Diga,
señor lacayo, ¿es español acaso?

TRISTÁN:

Y ellos, ¿qué son? ¿Señores pajarotes?

FABIO:

Noi altri semo certi gentilhomini,
venuti adesso, adesso de Venecia.
Diga, di gracia, e non montar in colera,
como se chiama in España quella lira
con que fanno ai caballi chiquichiqui.

TRISTÁN:

Llámase el diablo que te lleve.

BERNARDO:

¿Deso
no más se corre un hombre tan discreto?

TRISTÁN:

¿No saben qué han de hacer, señores pajes?
Tener respeto a un hombre de mi término.

FABIO:

Sopra la mia parola, estate sano.

TRISTÁN:

No entiendo de parola; háganse afuera,
que les daré, en mi lengua, cuatro coces.

FABIO:

Bene dice, ¡per Dio!, l'è una bestia.

LUCINDO:

Pues tendré a gran merced que nos hablemos.

DINARDA:

A donde digo estoy.

LUCINDO:

Iré a buscaros.

BERNARDO:

Fabio, don Juan se va.

FABIO:

Señor lacayo,
a revederce al altro mondo.

TRISTÁN:

¡Pícaro!
Caballero soy yo.

FABIO:

Me recomendo.

DINARDA:

¿Pajes?

BERNARDO:

Señor...

DINARDA:

Hacia palacio vamos.

BERNARDO:

¿Qué hay de Fenisa?

DINARDA:

Amores y promesas.

FABIO:

¿No te da nada?

DINARDA:

Ya se va trazando.

BERNARDO:

¿Parécete mujer?

FABIO:

Probarlo puedo;
mas es probar cuchillo con el dedo.
Vanse DINARDA, BERNARDO y FABIO, y entra CELIA.

CELIA:

   Mi señora te suplica,
Lucindo, que la perdones;
que por ciertas ocasiones
que aquí no te significa,
   no puede salir a verte.

LUCINDO:

Ya, Celia, me dio a entender
que no es posible querer
la mujer que se divierte.
   Está muy entretenida;
es lindo don Juan de Lara.
Habrá picado en la cara;
ahí, Celia, estará perdida.
   Conozco su condición;
toda mujer que profesa
esta cólera francesa
no es firme de corazón.
   ¡Bueno quedaré yo agora,
que su amor loco en exceso
me ha puesto!

CELIA:

No digas eso,
Lucindo, de mi señora,
   que eres la vida por quien
recibe aliento vital,
y aunque el verte le esté mal,
ella lo dirá más bien.
Vase.

LUCINDO:

   Escucha.

TRISTÁN:

Enojada fue.

LUCINDO:

¿Qué le dije?

TRISTÁN:

Ha sido error
llamar fingido su amor.

LUCINDO:

¿Qué es esto, Tristán?

TRISTÁN:

No sé.
Sale FENISA, de luto, con una carta en la mano, y CELIA.

LUCINDO:

   ¡Luto vos, señora mía!
¿Qué toca es esa y qué llanto?

FENISA:

Para no afligiros tanto.
no veros, mi bien, quería;
   mas como allá dentro oí
ofender mi justo amor,
estimo tanto mi honor,
que a defenderle salí.
   Vos sois la vida que vivo,
vos los ojos con que veo,
el gusto con que deseo
el que de veros recibo.
   Sois el aire que alimenta
las alas del corazón,
vos sois la respiración
que para vivir me alienta.
   Sois el nervimiento mío,
sois la fe de mi verdad,
la ley de mi voluntad,
el alma de mi albedrío.
   Y pues en tanto dolor
os hablo tan tiernamente,
creed que no es acidente,
sino verdadero amor.

LUCINDO:

   Fenisa y fénix, en quien
se abrasa el alma que os di
para renovarse en mí,
¿qué es lo que tenéis, mi bien?
   ¿Qué os puede haber sucedido,
dulce prenda destos ojos,
que en nubes de agua y de enojos
vuestro sol tiene escondido?
   ¿Qué luto es este que enluta
tu resplandeciente esfera?
¿Qué ocasión en ti tan fiera
su sentimiento ejecuta?
   ¡Vos eclipsada, mi sol!
¿Vos con cercos de agua y llanto?
¡Que dure mi vida tanto!

FENISA:

¡Ay, mi adorado español!
   Si queja podéis tener,
es que estando vos presente
me pueda ajeno acidente
afligir y entristecer.
   Mas si sabéis la ocasión,
pienso que disculparéis
estas lágrimas que veis
porque, en fin, de sangre son.

LUCINDO:

   ¿Cómo de sangre?

FENISA:

Pues ya
todo saberlo queréis,
en esta carta veréis
la causa y quién me la da.

Lee LUCINDO la carta.

LUCINDO:

«Hermana mía, y la postrera vez que podré llamaros hermana: A mí me han sentenciado a muerte en vista y revista. La parte, por ruegos del príncipe de Butera, perdona por dos mil ducados. No tengo humano remedio de pagarlos; si allá hubiere alguno, vuestra sangre soy; y que anduve en las entrañas mismas donde anduvistes. De Mecina, etc. Camilo Fénix».
   ¡Estraña carta!

CELIA:

¡Ay de mí,
que se cayó desmayada!

TRISTÁN:

La carta es tierna.

LUCINDO:

¡Mi amada
Fenisa!

TRISTÁN:

¿No hay agua?

CELIA:

Sí.

LUCINDO:

   Pero no vayas por ella,
que están mis ojos presentes,
que es vergüenza de otras fuentes
que de las suyas traella.
   Coge aquí, Celia, aunque tanto
dolor tiene el pecho lleno,
que podrá darle veneno
una drama de mi llanto.
   ¡Ah, mi bien! ¿Vivís? Mas ¿quién
preguntara tal error?
Vivir ya es señal mayor,
porque vos viváis también.
   Volved en vos, que habrá medio
para ese mal.

FENISA:

¡Ay, mi hermano!

LUCINDO:

¿Habla?

TRISTÁN:

Sí.

LUCINDO:

Amor soberano
de tu piedad fue remedio.
   León fue mi sentimiento,
que la muerta gloria mía
volvió a la vida que había
llegado al último aliento.
   ¿Qué puedo yo hacer por vos
y ese desdichado hermano?

FENISA:

Todo remedio es en vano.

LUCINDO:

Pues busquémoslo los dos.

FENISA:

   El que en esto puede haber
es que, pues habéis vendido
la hacienda que habéis traído,
según dijisteis ayer,
   sobre mis joyas y hacienda
me prestéis dos mil ducados;
que estos rigores pasados...

LUCINDO:

No tratéis, mi bien, de prenda,
   que no es pequeña el amor
y obligación que yo os debo.

FENISA:

Herrarme queréis de nuevo.
Tenéis español valor.

LUCINDO:

   Pero advertid, gloria mía,
que un mercader sin dinero
es como amor sin tercero,
es como sin luz el día.
   Habéisme de prometer
pagar en breve, que ya
mi partida cerca está,
y será echarme a perder.

FENISA:

   Luego que salga mi hermano,
unas casas venderemos
que cerca de aquí tenemos,
y os pagaré de mi mano.
   Pero tomad, por mi vida,
mis joyas: yo gusto desto.

LUCINDO:

Tristán, parte a casa presto,
y en el arca guarnecida
   un gato hallarás que tiene
en oro dos mil ducados.
Esta es la llave.

CELIA:

¡Qué honrados
pensamientos!

FENISA:

Al fin viene
   de tierra ejemplo en el mundo
en hacer bien y amistad.

LUCINDO:

Más debo a tu voluntad.

FENISA:

Débesme un amor profundo.

LUCINDO:

   ¿No vas, Tristán?

TRISTÁN:

Sí, señor.

LUCINDO:

Pues ¿qué miras?

TRISTÁN:

¿Estás loco?

LUCINDO:

Déjame ser noble un poco
y no ingrato a tanto amor.
   Yo conozco esta mujer
y yo lo sabré cobrar.

TRISTÁN:

Las joyas puedes tomar.

LUCINDO:

Cuando fuere menester.
Vase.

FENISA:

   ¿Qué os dice Tristán?

LUCINDO:

Querría
que vuestras joyas tomara.
Es mercader, y repara
en prendas.

FENISA:

¡Por vida mía...!

LUCINDO:

   Por vida vuestra, mi bien,
que basta un cabello en prenda
de más oro; y nadie entienda
que otra quiero que me den.
   Las almas, ¿tienen valor?

FENISA:

¿Qué mayor?

LUCINDO:

Si se celebra
que de cada sutil hebra
cuelga mil almas amor,
   ¿qué más prenda que un cabello
donde mil almas están?
Mas voy a ver si Tristán
yerra o acierta con ello,
   para que lo traiga al punto.

FENISA:

Vente hoy a comer conmigo,
bizarro español.

LUCINDO:

Yo digo
que vendré.

FENISA:

Y contigo junto
   vendrá todo el bien que tengo.
Ven, mi señor, y encamina
este dinero a Micina.

LUCINDO:

Espérame, que ya vengo.
Vase.

FENISA:

   ¿Fuese?

CELIA:

La escalera abajo.

FENISA:

Mamola su señoría.

CELIA:

Mientras vemos luz, es día.
No hagas fiestas y habla bajo,
   que se puede arrepentir
de aquí a la posada el hombre.
Mas, ¿a quién hay que no asombre
tu artificioso vivir?

FENISA:

   Calla, que es cosa de risa
cómo eso pescar verás.
No se ha de olvidar jamás
el anzuelo de Fenisa.
   Quedo, que llaman.

CELIA:

¿Quién sube?

FENISA:

Mira si maula aquel gato.
Sale TRISTÁN.

TRISTÁN:

Para no mostrarme ingrato,
ni un instante me detuve.
   Aquí viene aquel dinero.

FENISA:

Muestra a ver. Escudos son.
Tristán, pilla este doblón
y dile a aquel caballero
   que venga luego a comer,
que le aguardo agradecida,
y vuélvete, por mi vida,
que tengo un poco que hacer.

TRISTÁN:

   De lo prestado barato...
¡oh, qué mal indicio es!
Este ratón al revés
nos ha cogido este gato.
Vase.

FENISA:

   ¿Bajose?

CELIA:

Iba murmurando.

FENISA:

También murmuran los ríos,
y de oír y ver sus bríos
se están los peces holgando.
   ¿Será gran descompostura
besar este gato?

CELIA:

No,
que es de algalia, y pienso yo
que de su aliento asegura.

FENISA:

   Ves aquí, Celia, a Lucindo
besado en forma de gato.

CELIA:

¿No hay mujer que sin recato
quiere y besa a un perro lindo?
   Pues, ¿por qué no besarás
un gato que es como un oro?

FENISA:

Yo lo diera a quien adoro.

CELIA:

No lo digas. Loca estás.

FENISA:

   Quiero a don Juan que me pierdo.

CELIA:

Llama a ese gato don Juan.

FENISA:

¿Llaman?

CELIA:

Sí, llamando están.

FENISA:

Pues con dinero me acuerdo
   de amor, gran mal me apercibo.
Guarda este Lucindo en pelo.

CELIA:

Voy.

FENISA:

Cierra bien, que recelo
del alma de oro que es vivo.

Vase CELIA y sale el capitán OSORIO.

OSORIO:

   Después que vives ya tan recogida,
Fenisa, que a tu puerta y tu ventana
apenas hay un hombre que resida
un hora de la tarde o la mañana;
después que has dado en reducir tu vida
al estilo y manera valenciana,
ni admites juego ni conversa quieres,
que bien medran con esto las mujeres.
   Solía yo ser tu galán de esquina,
el bravo de tu puerta y el matante,
el que echaba los hombres en cecina,
y de tu encantamento era el gigante.
Ya duermes, como tímida gallina,
debajo de las alas de tu amante,
y antes que el sol acabe su carrera,
no hay una mosca de tu puerta afuera.
   Estás enamorada, que parece
cosa imposible en condición tan loca.
¿Qué luto es este y qué desdén que ofrece
tu vista y el silencio de tu boca?
¿Es don Juan, por ventura, el que merece
volver en agua tu cristal de roca?
Dame parte de todo como amigo.

FENISA:

Bien tengo, capitán, que hablar contigo.
   Siempre al favor de tu española espada
en Sicilia viví, gallardo Osorio,
siempre, con libertad o enamorada,
mi pecho te mostré claro y notorio.

OSORIO:

Mira que traigo una camarada,
no para alfeñicarse en locutorio,
sino para provecho de tu casa.

FENISA:

Pues suban todos, y hasta el dueño abrasa.

OSORIO:

   ¡Oh, soldados! ¿Que digo? Ya hay licencia.
Salen muy gallardos CAMPUZANO, TRIBIÑO y OROZCO.

CAMPUZANO:

Beso a vuesa merced las manos.

TRIBIÑO:

Todos
nos remitimos ya a su elocuencia.

FENISA:

¿Españoles? Haránse de los godos.

OROZCO:

¿Hay sillas?

FENISA:

Celia...

CELIA:

Bueno en mi conciencia.

FENISA:

¿Guardaste aquello?

CELIA:

Está cuarenta codos
debajo de la tierra.

FENISA:

Bien has hecho.

CELIA:

¿Qué chusma es esta? ¿Es gente de provecho?

FENISA:

   Soldados y españoles, plumas, galas,
palabras, remoquetes, bernardinas,
arrogancias, bravatas y obras malas.

TRIBIÑO:

Siempre me agradan estas francisquinas.

OROZCO:

¡Que siempre en agua de fregar resbalas!

TRIBIÑO:

Vos sois poeta, allá cosas divinas...

OROZCO:

No sé, a fe de soldado, desta seta.
Verdad es que en España fui poeta.

CAMPUZANO:

   Y ¿érades vos de aquellos impecables,
cuyos versos distila en alambique
la culta musa?

OROZCO:

Fui de los palpables,
imitador de Laso y de Manrique.

OSORIO:

Juguemos.

TRIBIÑO:

Vengan dados.

OSORIO:

Como entables
juego en tu casa y español se pique,
habrá día que valga cien ducados,
y docientos es poco.

CAMPUZANO:

Traigan dados.
Van llegando un bufete, mete un escudero en una salvilla los dados; comiencen a echar, y entra TRISTÁN.

TRISTÁN:

   ¿Puédote hablar?

FENISA:

¿Qué me quieres?

TRISTÁN:

Mi señor queda a la puerta.

FENISA:

¿Qué quiere?

TRISTÁN:

Comer, si acierta.
¡Graciosas sois las mujeres!
   ¿No le convidaste?

FENISA:

¿Yo?

TRISTÁN:

¿Luego olvidaste, señora,
el concierto?

FENISA:

Pues ¿ya es hora?

TRISTÁN:

¿Cómo es hora? La una dio.

FENISA:

   ¿La una?

TRISTÁN:

¡Bien, por mi vida!
Tras el gato, falsos tratos;
pues cuando bajan los gatos,
suelen sacar la comida.

CAMPUZANO:

   Más a trece.

TRIBIÑO:

Digo aquí.

CAMPUZANO:

Aquesto más.

TRIBIÑO:

Topo y tengo.

TRISTÁN:

Yo no topo a lo que vengo.
No lo habrá dicho por mí.

TRIBIÑO:

   Nueve, y diez, y trece.

CAMPUZANO:

Bien.

OROZCO:

Esto le corre detrás.

TRISTÁN:

Si corriera el gato más,
no le alcanzaran tan bien.

FENISA:

   Dile, Tristán, a tu dueño
que han venido estos soldados,
todos hidalgos honrados,
con mi enojo, y no pequeño,
   que me perdone y me vea
a la tarde.

TRISTÁN:

No hay en casa
cosa que comer, y pasa
la hora.

FENISA:

Dios le provea.

TRISTÁN:

   ¿Dios le provea? Pues ¿llega
a puerta de algún convento?

FENISA:

Vete, Tristán.

CAMPUZANO:

Más.

TRISTÁN:

Reviento.
¡Ah, juventud loca y ciega!

FENISA:

   ¿Oyes?

TRISTÁN:

¿Qué?

FENISA:

Di que se venga
esta tarde a merendar,
que le quiero regalar.

TRISTÁN:

Para purgar se prevenga,
   que a fe que en esta respuesta
no llevo mal testimonio.

FENISA:

Mira que hay aquí un demonio.

OROZCO:

La mitad me debéis desta.

TRISTÁN:

   Yo le llevo gentil lazo.
Aunque discreto, cayó.
Él lindo gato le dio,
mas ella lindo gatazo.
Vase.

CAMPUZANO:

   No juego más.

FENISA:

¿Quién ganó,
para darle el parabién?

OROZCO:

Para que barato os den
mis manos y os sirva, yo.

OSORIO:

   ¿Tienes qué comer?

FENISA:

No falta.

OROZCO:

Celia, tomad esto vos.

OSORIO:

¿Hay criados?

FENISA:

Aquí hay dos.

OSORIO:

Vayan Cosmillo y Peralta
   y traigan cuatro capones,
seis perdices, tres conejos.

TRIBIÑO:

¿Y vino?

OSORIO:

Cuatro pellejos.

CAMPUZANO:

¿Fruta?

OSORIO:

Peras y melones.

FENISA:

   Echa una pastilla aquí.

OSORIO:

No habéis visto la limpieza
de Fenisa.

OROZCO:

Desta pieza,
ya lo demás presumí.

OSORIO:

   Venid, y veréis su aseo,
su pintura, estrado y cama.

TRIBIÑO:

¡Por Dios, que es bizarra dama!

OROZCO:

Días ha que la deseo
   hablalla.

OSORIO:

Tened paciencia.

OROZCO:

No es posible que repose.

CELIA:

¿Qué hay de Lucindo?

FENISA:

Quedose
a la luna de Valencia.
Vanse. Entran LUCINDO y TRISTÁN.

LUCINDO:

   Pasaré con esta daga
tu pecho.

TRISTÁN:

Pues yo, señor,
¿qué culpa tengo, en rigor?
¿Qué quieres tú que le haga?
   ¿Qué tengo de responder,
si estaban cuatro soldados
coseletes?

LUCINDO:

¿Cómo? ¿Armados?

TRISTÁN:

Yo los vi resplandecer.
   Antes dije mil lisonjas,
viendo en dagas y en lanzones
más hierro por guarniciones
que a un locutorio de monjas.
   Llega tú, llama y pregunta;
quizá el gato te dirá:
«Hacia aquel desván está».

LUCINDO:

Llevo la color difunta.
   ¡Ah, mujer! Sospechas llevo
que me has engañado.

TRISTÁN:

Pasa
de engaño. Es rabia.

LUCINDO:

¡Ah de casa!
A la ventana, CELIA.

CELIA:

Pues, ¿qué tenemos de nuevo?

LUCINDO:

   Celia o infierno, ¿qué es esto
que hace tu ama conmigo?

CELIA:

Pues, ¿de qué se queja, amigo,
que viene tan descompuesto?
   ¡Jesús! ¿Infierno soy yo?

LUCINDO:

Llámame, Celia, ese cielo.
Quizá me engaña el recelo
que otras veces me engañó.

CELIA:

   Está comiendo, no creo
que podrá salirte a hablar.

LUCINDO:

¡Es buen modo de burlar
esto que a mis ojos veo!
   ¿No era el convidado yo?
Pónese FENISA.

FENISA:

¿Con quién habla? ¿Qué es aquesto?

LUCINDO:

¡Mi vida!

FENISA:

¿Quién es?

LUCINDO:

¿Tan presto
de quién soy se te olvidó?

FENISA:

   Soy algo corta de vista.

LUCINDO:

Pues no se te echa de ver.
Más que lince sueles ser
sin que un muro te resista.
   ¿Por qué tu vista condenas
más que a tus ojos ingratos,
pues es tal, que hasta los gatos
ves en las arcas ajenas?
   Y cuando fueras tan corta
de vista, ¿no ha conocido
mi voz, Fenisa, tu oído?

FENISA:

Esa, Lucindo, reporta,
   y ven esta noche acá,
que agora fue un acidente
el estar aquí esta gente.
Y no te espantes si está,
   porque, como te pedí
el dinero que ya sabes
para ocasiones tan graves,
y me dijiste que sí,
   y Tristán no le ha traído,
válgome de lo que puedo.

LUCINDO:

Agora me deja el miedo
desocupado el sentido.
   Tristán, ¿que no se lo diste?

TRISTÁN:

¿Cómo no? ¡Qué lindo cuento!
Y lo metió en su aposento
Celia.

LUCINDO:

Pues, ¿qué es esto? ¡Ay, triste!

FENISA:

   ¿Mandas otra cosa?

LUCINDO:

Escucha:
quede difinido aquí
cómo el dinero te di.

FENISA:

Tuvieras razón, y mucha,
   si tú me le hubieras dado.
Vanse las dos.

LUCINDO:

Tristán, habla.

TRISTÁN:

Fuese ya.

LUCINDO:

¿Qué he de hacer?

TRISTÁN:

Que entres allá,
que yo me pondré a tu lado.
   Todos españoles son,
y todos te han de ayudar.

LUCINDO:

Las puertas quiero quebrar.

TRISTÁN:

Tienes enojo y razón.
Llaman recio, y salen OROZCO, OSORIO, CAMPUZANO y TRIBIÑO, las espadas desnudas.

OSORIO:

   ¿Quién es el descomedido
que, estando aquí honrada gente,
llama temerariamente?

LUCINDO:

Yo, caballeros, no he sido.

OSORIO:

   Pues ¿quién?

LUCINDO:

Un paje, sospecho,
que cuatro platos traía.

OSORIO:

¿Platos?

LUCINDO:

Sí.

CAMPUZANO:

¿De quién sería?

OSORIO:

De algún galán de provecho,
   y como sintió el ruido
se volvió.

CAMPUZANO:

Discreto fue.

OROZCO:

Vamos a comer, que, a fe,
que fuera bien recebido.

Éntranse todos los soldados.

LUCINDO:

   Con lindo anzuelo, con famoso estilo,
con ser un pez tan diestro, me ha burlado.
¡Qué bien que vuelvo a España despachado!
¡Qué bien me ha herido por el mismo filo!
   A llanto del famoso cocodrilo
mi oído blandamente regalado,
a tus manos llegué, como engañado
peregrino de amor que pasa al Nilo.
   Dadme, cielos, venganza del anzuelo;
desta mujer cruel quebrad la caña,
que es su artificio destruición del suelo.
   Mirad que con sus lágrimas engaña,
mirad que vuelvo, en tanto desconsuelo,
lleno de amor y sin dinero a España.
Vase.

TRISTÁN:

   Adiós, Sicilia; adiós, enredo isleño;
adiós, Palermo, puerto y franca puerta
a las naciones deste mundo abierta,
en quien tanta codicia rompe el sueño.
   Adiós, famoso gato, aunque pequeño,
vivo os quedáis: nuestra esperanza es muerta,
pues no volvéis a España. Cosa es cierta
que no se muda el gato con el dueño.
   Adiós, Fenisa; adiós, gato del gato;
adiós, cabo de gato, cuyo espejo
puede servir de ejemplo y de recato.
   Pero permita Dios que tu pellejo
antes de un mes, por tu bellaco trato,
sirva de gato a un avariento viejo.