El anzuelo de Fenisa/Acto III

El anzuelo de Fenisa
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Sale DINARDA, en hábito de hombre, y BERNARDO.
DINARDA:

   Pues, ¿cómo vienes así?

BERNARDO:

Estoy malo.

DINARDA:

¿Tú? ¿De qué?

BERNARDO:

No sé.

DINARDA:

¿Cómo que no sé?

BERNARDO:

Ni sé el mal, ni sé de mí.

DINARDA:

   ¿Hate probado la tierra?

BERNARDO:

Más, el cielo me ha probado.
¡Ay, qué dolor que me ha dado!
¡Qué fuego mi pecho encierra!
   ¡Ay, ay! ¡Jesús, qué acidente!
Tócame este pulso.

DINARDA:

Muestra

BERNARDO:

Si es tanta la amistad nuestra,
ponme la mano en la frente.

DINARDA:

   Ni el pulso, Bernardo, tiene
movimiento estraordinario,
ni más de aquel necesario
calor a la frente viene.

BERNARDO:

   Tócame el rostro.

DINARDA:

Ni en él
tienes muestras de calor.

BERNARDO:

¡Ay, qué terrible dolor!
¡Ay, que dolor tan crüel!

DINARDA:

   ¿Dónde?

BERNARDO:

Al pecho se ha abajado.
Saltos me da el corazón.

DINARDA:

Estraños dolores son.

BERNARDO:

De estraña causa me han dado.
   Ponme la mano, así vivas,
sobre el corazón.

DINARDA:

Sí haré.
Mas di al dolor que se esté
quedo.

BERNARDO:

Su acidente avivas.
   ¿No sientes que el corazón
te dice la causa dél?

DINARDA:

Yo no siento nada dél.
Estos sus efetos son.

BERNARDO:

   ¿No te dice nada?

DINARDA:

Nada.

BERNARDO:

¿Ni que eres tú quien le mueve?

DINARDA:

¿Yo?

BERNARDO:

Tú, pues.

DINARDA:

¿Cosa que lleve...?

BERNARDO:

Quedo, quedo. ¿Esto te enfada?

DINARDA:

   Luego ¿no me ha de enfadar
que me tengas por mujer?

Sale FABIO.
FABIO:

¿Soy por acá menester?

BERNARDO:

Sí, porque quiere negar.

FABIO:

   ¿Por qué niegas lo que ya
sabemos los dos?

DINARDA:

¡Por Dios,
que es concierto de los dos!

FABIO:

Así concertado está;
   que solo esperando estaba
que te defendieses dél.

DINARDA:

¡Infames!

FABIO:

No seas cruel,
deja invenciones, acaba.

BERNARDO:

   Desde que entraste en la nave,
echamos todos de ver
que eres mujer.

DINARDA:

¿Yo, mujer?

BERNARDO:

Tú, pues.

DINARDA:

¿Yo?

BERNARDO:

Fabio lo sabe.

DINARDA:

   Fabio, ¿qué has visto de mí?

FABIO:

Lo que no he visto.

DINARDA:

¡Villano!
Si pongo a la espada mano...

BERNARDO:

Deténte.

DINARDA:

¿Forzáisme aquí?

BERNARDO:

   Somos muy mozos los dos
para viejos de Susana.

DINARDA:

¿Yo, Susana?

FABIO:

Cosa es llana
en cuanto a mujer, ¡por Dios!,
   que de lo que es la inocencia
era testimonio en ti.

BERNARDO:

¿Llaman?

FABIO:

Sospecho que sí.

BERNARDO:

Perdí la ocasión.

FABIO:

Paciencia.

Sale FENISA y CELIA.
FENISA:

   ¿Nunca he de ver yo tu casa?

DINARDA:

¡Oh, Fenisa! ¡Oh, mi señora!
¡Oh, amiga Celia! ¡Oh, aurora
del sol que el alma me abrasa!
   ¿En esta humilde posada
tanto bien?

FENISA:

¿Adónde está
el capitán?

DINARDA:

Salió ya.

FENISA:

Vengo, mi español, cansada
   de comprar cosas que son
forzosas a las mujeres.

DINARDA:

¿Quieres descansar y quieres,
por mi vida, colación?

FENISA:

   La que tomara de ti
en la caja de esa boca
la estoy mirando.

DINARDA:

Era poca
para servirte de mí;
   que el azúcar de Canaria,
ni cuanto labran Valencia
y Lisboa...

BERNARDO:

Una advertencia
nos ha de ser necesaria.
   Esta, ¿no ha venido aquí?
Pues calla y deja hacer.

FENISA:

Deja, don Juan, de ofrecer,
pues es al revés en ti;
   que lo ordinario es besar
y no ofrecer, y tú ofreces
y no besas.

DINARDA:

Cuantas veces,
Fenisa, voy a intentar
   besar la imagen que amor
en su demanda me enseña,
luego me aparta y despeña
este siempre necio honor.
   Pero, ¿quieres, por mi vida,
ver mi aposento y estancia,
donde no hay paños de Francia,
ni cama de oro vestida,
   escritorios alemanes
ni portugueses olores,
sino los deseos mayores
y los gustos más galanes?

FENISA:

   Recíbolo a más amor
que si viera de Venecia
el tesoro, o el que precia
Florencia de su señor.
   Ni el Aranjüez de España
viera con más alegría.

DINARDA:

Entra, dulce prenda mía.

BERNARDO:

¿Van juntos?

FABIO:

Sí.

BERNARDO:

¡Cosa estraña!
   Ello es engaño sin duda.
pues requebrándose van.

FABIO:

Por los indicios que dan,
Bernardo, de intento muda.

BERNARDO:

   Mudarele donde sé
de cierta ciencia, que quiero
una mujer y, primero,
de esperiencia lo sabré.

FABIO:

   Mas, ¿que me quieres hurtar
el pensamiento y que quieres
a Celia?

BERNARDO:

Mi amigo eres
y, aunque me puedo enojar,
   soy, Fabio, de parecer
que los dos la conquistemos,
que yo sé que no seremos
muchos para una mujer.

Cógenla en medio.
FABIO:

   Celia...

BERNARDO:

Celia...

CELIA:

¿Qué queréis?

FABIO:

Yo te quiero.

BERNARDO:

Yo te adoro.

FABIO:

Yo me derrito.

BERNARDO:

Yo lloro.

CELIA:

¿Por tan libre me tenéis?

BERNARDO:

   Antes honrarte queremos.

CELIA:

Los medios son bien honrosos.

BERNARDO:

Somos estremos viciosos,
y nuestra virtud te hacemos.

Sale ALBANO y CAMILO.
ALBANO:

   Aquí Fenisa entró.

CAMILO:

Pues aquí vive
el capitán Osorio, camarada
de ese don Juan.

ALBANO:

Sus pajes son aquestos.

CAMILO:

Y Celia aquella.

ALBANO:

¡Oh, Celia! ¿En esta casa?

CELIA:

¿Parécete milagro?

ALBANO:

Dejo a Osorio
cuatro calles de aquesta, y no fue mucho
tener a novedad que estéis en ella.

CELIA:

Eso del capitán es cosa antigua.
Las mujeres, Albano, y deste gusto,
pican en novedades por momentos.

ALBANO:

Pues, ¿qué soldado vive aquí?

CELIA:

¡Oh, qué gracia!
Vive la gentileza, la hermosura,
la perla más preciosa que ha pasado
de España a Italia, vive el mismo Adonis,
de quien agora mi señora es Venus.
Vive don Juan de Lara.

CAMILO:

¿Qué os parece?
¿Será agora mujer don Juan de Lara?

ALBANO:

Celia, espera por Dios; escucha, Celia.
¿Fenisa con don Juan?

CELIA:

Deja los celos
del capitán, que nunca amó Fenisa,
y cree que don Juan la tiene loca.

ALBANO:

¡Fenisa y don Juan dices que se hablan!
¿Y los has visto juntos?

CELIA:

Yo lo digo,
y aun tú lo puedes ver.

ALBANO:

¡Válgame el cielo!

CAMILO:

Albano, si en las cosas que se dudan
no habemos de dar crédito a los ojos,
¿qué probanza nos queda más segura?
Dejad aqueste loco pensamiento;
que don Juan no es Dinarda, vuestra dama,
ni así ha de ser por fuerza.

ALBANO:

Agora digo
que no es milagro en la naturaleza
la estraña diferencia de los rostros.
Yo estoy desengañado.

CELIA:

Mira, Albano,
si mandas otra cosa.

ALBANO:

Dios te guarde.

CELIA:

Mi señora me llama.

BERNARDO:

Y a nosotros
don Juan.

FABIO:

Hoy, Celia, has de quedar por mía.

BERNARDO:

Y de los dos.

CELIA:

¡Qué tierna me han hallado!

BERNARDO:

Bien caben muchas bestias en un prado.

Vanse CELIA y BERNARDO, quedan ALBANO y CAMILO.
CAMILO:

   ¿Y está de averiguar alguna cosa
en razón de que aqueste caballero
es hombre, y hombre que a Fenisa ha dado?

ALBANO:

A lo menos, Camilo, me ha servido
este retrato de Dinarda bella
de alborotarme el alma de tal modo,
que ha borrado la estampa de Fenisa.

CAMILO:

No de otra suerte que la sombra huye
al resplandor de sol o la mentira
cuando se prueba la verdad gloriosa,
huyó Fenisa, que era amor fingido
a la luz del retrato de Dinarda,
y quedastes, Albano, de su engaño
libre; piedad que le debéis al cielo,
porque desde el primero movimiento
de sus divinos tornos hasta el último
que han dado sus esferas celestiales,
no se ha visto mujer tan engañosa.

ALBANO:

Forasteros son estos.

CAMILO:

Y españoles.

ALBANO:

A la cuenta, no ha mucho que salieron
del mar.

CAMILO:

De almacenar su hacienda vienen.

ALBANO:

Vamos de aquí.

CAMILO:

¡Qué buenos talles tienen!

Vanse. Entran LUCINDO, TRISTÁN, DON FÉLIX y DONATO, criado.
DON FÉLIX:

   El amistad de un camino
tan largo, y haber hallado
en vos pecho tan honrado
y entendimiento divino,
   Lucindo, no me permite
ni dejaros, ni dejar
de daros parte y lugar
a donde a nadie se admite,
   que es lo que un alma atesora.
Lo que en la nave encubrí
desde Vinarós aquí
quiero que sepáis ahora...
   Retírate allá, Donato.

LUCINDO:

Desvíate allá, Tristán.

DON FÉLIX:

Leyes del mundo, que van
donde quiere el tiempo ingrato,
   Lucindo, mi edad mejor
en su sazón han cortado,
como suele el tosco arado
llevar de paso la flor.
   Yo vengo a matar un hombre
a Sicilia.

LUCINDO:

Habéisme honrado
en no haberme despreciado
por la humildad de mi nombre;
   que siendo don Félix vos,
caballero sevillano,
yo mercader valenciano,
tan desiguales los dos,
   debo estimar con razón
que me tratéis como amigo.

DON FÉLIX:

Bien veréis en lo que os digo
si os he dado el corazón.

LUCINDO:

   Para que no presumáis
que no estimo esa merced,
que os quiero pagar creed,
aunque de mi amor lo estáis.
   ¿Vos a Sicilia venís
a matar un hombre?

DON FÉLIX:

Vengo
a matar un hombre, y tengo
razón.

LUCINDO:

Muy bien advertís.
   Yo vengo a tomar venganza
de una mujer y también
tengo razón.

DON FÉLIX:

Si de quien
hizo de vos confianza,
   Lucindo, tenerse puede,
mirad si puedo ayudaros.

LUCINDO:

Querría el caso contaros,
si el tiempo lugar concede.
   Yo vine a Palermo habrá
dos meses y una mujer
fingió quererme.

DON FÉLIX:

¿Querer
saben?

LUCINDO:

Olvídanlo ya.
   Regalome, fingió estar
enamorada de mí;
que el anzuelo en que caí
pudiera entonces pescar
   al más severo Catón,
al más recatado estilo,
porque es aquí un cocodrilo
que llora y mata a traición.
   Es entre dama y señora,
entre cortesana y grave,
que sabe engañar y sabe
ser firme hasta que enamora.
   De allí abajo no hay amor,
porque a quien ha de querer
o ha de ser otra mujer,
o tratalla con rigor.
   El anzuelo con que pesca
es regalar al que coge,
para que después se arroje.

DON FÉLIX:

¡Linda treta!

LUCINDO:

Linda y fresca.
   Hallela en su casa un día
con más luto que una mula
canóniga...

DON FÉLIX:

¡Cuánto adula
una falsa cortesía!

LUCINDO:

   Diome una carta, de suerte
que vi en ella que quedaba
preso su hermano y que estaba,
Félix, sentenciado a muerte,
   mas que por dos mil ducados
la parte perdonaría.
Esto fue porque sabía,
o de mí o de mis criados,
   que yo tenía el dinero
de lo que había vendido.
No vi este gato fingido
y disele verdadero,
   porque con joyas y prendas
me quería asegurar,
mas no las quise tomar.

DON FÉLIX:

Necedad.

LUCINDO:

Muy bien enmiendas.
   De allí adelante se fue
secándose poco a poco;
yo a su reja y puerta loco
algunas noches pasé.
   Negó el dinero; entendí
cobrarlo, y era sacar
una sortija del mar.
Cuando el imposible vi,
   volvime a Valencia, donde
no fui muy bien recebido,
de donde agora he venido
para ver si corresponde
   la venganza al pensamiento,
que esta hacienda que registro
no es más de porque al registro
acuda este lobo hambriento.
   Cuanto saqué de la nave
y metí en el aduana
fue ostentación tan liviana,
que apenas en ella cabe
   y no vale cien escudos.

DON FÉLIX:

Así mi desdicha fuera,
que, como hacienda perdiera,
ella y yo fuéramos mudos.

LUCINDO:

   ¿Es honra?

DON FÉLIX:

No es menos prenda.

LUCINDO:

Sí, pero habéis de saber
que en cualquiera mercader
es honra también la hacienda.
   Tras el caudal, si se pierde,
va el crédito, pues, perdido.

Sale CELIA, y FENISA.
CELIA:

Pues ¿no me dirás qué ha sido?

FENISA:

Nadie, Celia, me lo acuerde.
   Nadie me nombre a don Juan.
El que le abriere mi puerta
no la verá más abierta.

CELIA:

¡Jesús! ¿Lucindo y Tristán?

FENISA:

   ¡Válame Dios! ¿No era ido?

CELIA:

Fuese y ha vuelto.

FENISA:

¿A qué viene?

CELIA:

Viene a ese trato que tiene.
¿Si te habrá puesto en olvido?

FENISA:

   Los hombres, Celia, no olvidan
a donde los tratan mal,
que es condición natural
porfiar donde les pidan.
   Si de don Juan no viniera
tan mohína, aquí le hablara.

CELIA:

Pues ¿qué fue aquesto?

FENISA:

«Repara,
mira, advierte considera,
   lo que dirá el capitán».
Y tras esto, me ha rogado
que diga que me ha gozado.

CELIA:

Los dos mirándote están.

LUCINDO:

   ¡Ay, don Félix! Esta es
la causa de mis enojos.

FENISA:

¿Sabes algo destos ojos?
¿Qué es lo que en sus niñas ves?

LUCINDO:

   Sé que esas niñas lo son
de manera, en la mudanza,
que dan menos esperanza
después de la posesión.

FENISA:

   Suelen los recién venidos
abrazar los bien hallados.

LUCINDO:

Bien venidos tan cansados
siempre son mal recibidos.
   Pagástete de tu mano,
no fiando de la mía
en la mayor niñería
que pudo un pecho liviano.
   Sabe Dios que no sentí
perder, Fenisa, el dinero,
mas ver mi amor verdadero,
y haberle fingido en ti;
   que con dar vuelta a Valencia,
adonde hay padres honrados,
traigo treinta mil ducados.

FENISA:

Tienes tú poca paciencia.
   Yo solo quise probarte.
Confieso que recibí
el dinero y me escondí
en la mira de adorarte.
   Gusté de escuchar tus quejas,
porque, oyendo sus estremos,
porque no nos arrojemos
tienen las ventanas rejas.
   El día que te partiste
con Celia envié a llamarte.
Acababas de embarcarte.
¡Qué buena noche me diste!
   ¡Qué lágrimas me costó
haber querido y querer
probarte!

DON FÉLIX:

¡Astuta mujer!

LUCINDO:

Desta suerte me engañó.

FENISA:

   No sé cómo te refiero
aquel dolor desigual.
Solamente en tanto mal
me consoló tu dinero.
   Aquella prenda tomaba
en las manos y decía
cosas que quien las oía
enternecida quedaba.

LUCINDO:

   ¿Es posible, mi señora,
que merecí con mi ausencia
lágrimas tuyas? Paciencia.
Necio fui; súpelo agora.
   ¡Vive Dios, que si en la mar
esa nueva me llegara,
que a las aguas me arrojara
y te volviera a buscar!
   En la calle estás, mi bien;
no es justo tenerte aquí.
Si tú me quieres así,
yo te quiero así también.
   Patria y padres, perdonad:
no ha de volver del dinero
a Valencia escudo entero.
¿Entero? Ni la mitad.
   Ve, Fenisa, a la aduana,
infórmate si he traído
hacienda y, por Dios te pido,
de esa beldad soberana,
   que en vendiéndola te entregues
en la plata y en el oro,
pues me basta por tesoro
que mirarte no me niegues.
   ¿Podrete agora abrazar?

FENISA:

Agora y siempre, mi bien.

LUCINDO:

Vete con Dios, y prevén
para esta noche lugar,
   que voy con aqueste hidalgo
en casa de un mercader,
que merced me quiere hacer,
por él, no por lo que valgo,
   de que a cambio se me den
tres mil ducados en tanto
que vendo.

FENISA:

De ti me espanto.
¿No era yo buena, mi bien,
   para negociar las cosas
de tu gusto?

LUCINDO:

Pues ¿tendrías
quien me lo diese?

FENISA:

Estos días
ciertas doncellas hermosas
   a un capitán han hablado
que tienen ciertos escudos,
que están suspensos y mudos
sin provecho y con cuidado.
   A cambio te los darán.
¿Para qué son?

LUCINDO:

Para trigo,
que hay falta allá.

FENISA:

Espera, amigo,
que estas te acomodarán.

LUCINDO:

   De aquesta mercadería
que traigo hay agora acá
y, si la vendo, será
con poca ganancia mía.
   Si aguardo un mes, ganaré
la mitad por medio, y quiero,
tomando aqueste dinero,
aunque pierda, pues podré
   esquitallo en la ganancia,
fletar la nave...

FENISA:

Harás bien
y yo haré que te le den.
Pero, ¿será de importancia
   el resguardo de tu hacienda?

LUCINDO:

Del almacén en que está
daré las llaves.

FENISA:

Será,
Lucindo, bastante prenda.

LUCINDO:

   Para tener más lugar
de estar contigo, no quiero
vender tan presto, y espero
que te sabré regalar.

FENISA:

   Harto regalo me ofreces
con verte, dulce bien mío.
¿Pagarasme?

LUCINDO:

Yo confío
pagarte como mereces.

FENISA:

   Advierte que han de querer
treinta por ciento.

LUCINDO:

Eso es cosa
crüel.

FENISA:

Pues será forzosa.

LUCINDO:

No es razón.

FENISA:

Esto ha de ser.

LUCINDO:

   Tú negocia que sean veinte,
por vida de aquesos ojos.
Mas no quiero darte enojos,
mi alma, que pasa gente.
   Yo te iré a ver esta tarde.
Habla a Fenisa, Tristán.

FENISA:

¡Tristán, qué bueno y galán!

TRISTÁN:

   Señora, el cielo te guarde.

FENISA:

Ya, como ricos venís,
hablaréis por petición.

TRISTÁN:

Otra ha sido la ocasión.

FENISA:

Ya sé lo que presumís.

TRISTÁN:

   ¡Ojalá presunción fuera!
No es sino pura verdad.
¡Mal haya la voluntad
que en querer se persevera!
   Habiéndole tú engañado,
viene este tonto a querer
a la más falsa mujer.

FENISA:

¡Tristán!

TRISTÁN:

Estoy enojado.
   ¡Si vieras al moscatel
en la mar, lleno de fuego,
por hallar algún sosiego
querer arrojarse en él!
   ¡Si le vieras en Valencia
llorar hasta que juntó
tanta hacienda y se embarcó!
Pensé perder la paciencia.

FENISA:

   ¿Trae mucha?

TRISTÁN:

No, casi nada:
treinta mil ducados son.

FENISA:

Probar quise su afición.
Su hacienda tengo guardada.

TRISTÁN:

   Ahora bien, gaste su hacienda,
vaya a tu casa esta vez,
dé a sus padres tal vejez,
cumpla bien con su encomienda,
   que con no volver a España
con él, habré yo cumplido.

FENISA:

Tristán, no me has conocido.

TRISTÁN:

Conozco quién es la caña
   adonde prendió el anzuelo
que aquel gato nos pescó.

FENISA:

¡Qué vestido te hice yo
de un famoso terciopelo,
   con mil pasamanos de oro,
que por irte le perdiste!

TRISTÁN:

¿Vestido, por Dios, me hiciste?

FENISA:

¡Qué linda cosa!

TRISTÁN:

Eso ignoro,
   pues tentado de galán,
yo te llevaré este loco,
que no ha de valerte poco.

FENISA:

Si me le llevas, Tristán,
   el vestido y cien ducados
son tuyos.

TRISTÁN:

Beso tus pies.

FENISA:

Adiós.

CELIA:

Adiós.

LUCINDO:

Esta es
la ocasión de mis cuidados.

FENISA:

   Mira, mi bien, que te espero.

LUCINDO:

Haz el dinero traer.

FENISA:

Pues advierte que ha de ser
treinta por ciento el dinero.

LUCINDO:

   Como quisieres.

CELIA:

¿A quién
lo piensas pedir?

FENISA:

A mí,
que los dos mil tengo allí;
los mil haré que me den
   sobre joyas y vestidos.
Treinta por ciento, ¿es ganancia,
dime, de poca importancia?
Y este pierde los sentidos
   por mí y, si vende, es muy llano
que me ha de dar cuanto tenga.

CELIA:

Guarda, señora, no venga
con intento más villano;
   que los hombres suelen ser
astutos en la venganza.

FENISA:

Al que dellos más alcanza
le engaña cualquier mujer.
   Vamos por el aduana
y en el registro veré
su hacienda, para que esté
segura.

CELIA:

Esa prenda es llana,
   porque del libro sabrás,
y el registro, lo que trae.

Vanse las dos.
DON FÉLIX:

Si en el engaño no cae,
lindo gatazo le das.

LUCINDO:

   Que ella me le diese a mí
es lo que agora deseo.

DON FÉLIX:

Que se va trazando creo
para que suceda así.

Sale el capitán OSORIO y DINARDA.
OSORIO:

   No hay para qué satisfacerme en nada:
yo sé que sois honrado caballero.

LUCINDO:

Gente es esta. Volved a la posada
mientras que solicito este dinero.
Y si habéis de matar por propia espada
ese que os ofendió, deciros quiero
más seguro camino.

DON FÉLIX:

Yo quisiera
que con secreto mi venganza fuera.

Vanse FÉLIX y LUCINDO.
DINARDA:

   Que estuviese Fenisa en mi aposento
no niego, capitán, pero es muy llano
que os vino a ver.

OSORIO:

Yo sé su pensamiento
y sé también su proceder liviano.
Encarcelar el sol, prender el viento,
me pareció más fácil que el tirano
pecho desta mujer rendirse a un hombre,
si es cosa justa que mujer la nombre.
   Con esto ha conservado el artificio
de pescar las haciendas estranjeras,
porque ese amor en gente de ese oficio
derriba por el suelo sus quimeras;
mas como el más espléndido edificio,
que inmortal a los tiempos consideras,
está sujeto al rayo, tú lo fuiste,
que con su libertad en tierra diste.
   Ella te adora, yo lo sé ¿Qué dudas?

DINARDA:

Y ¿oféndote, por dicha, en que me adore?

OSORIO:

Están las piedras, del milagro, mudas,
que lo es muy grande que te busque y llore;
mas, si a quien tantos desnudó desnudas,
no dudes que tu ingenio se mejore
por haber engañado al mismo engaño,
al mismo enredo, astucia, traza y daño.
   Corrido de las burlas que me ha hecho
y tantos, al fin, hombres y estranjeros,
quiero que pruebes a vengar mi pecho,
solamente en materia de dineros.

DINARDA:

Si para alguna cosa de provecho
fuere don Juan, su vida y sus aceros
ordena, manda, corta, pon y quita,
que tú me obligas y un agravio incita.

OSORIO:

   ¿Agravio a ti?

DINARDA:

Después sabrás el cuento.

OSORIO:

Mira; ninguna cosa estas mujeres
buscan ni intentan más que el casamiento.
Toca esta tecla, si engañarlas quieres.
Debe de ser la causa el escarmiento
de sus livianos gustos y placeres;
y cuando aquesto no les dé codicia,
el librarse también de la justicia.
   Fuera desto, el temor que al tiempo tienen,
viendo que ya se acaba la hermosura
y que, si a verse con arrugas vienen,
no tienen cama o posesión segura.
Muchos verás que así las entretienen
diciendo que hoy, mañana, y por ventura
en algunos es flor. ¿Hasme entendido?

DINARDA:

¿Tú quieres que me finja su marido?

OSORIO:

   Déjame hacer, verás el fin que llevo.

DINARDA:

Poco a poco a su casa hemos llegado.

OSORIO:

Tú serás de su Troya Sinón nuevo.

Salen FENISA y CELIA.
FENISA:

Todo el dinero tengo ya contado.

CELIA:

Paréceme, Fenisa, estraño cebo
del anzuelo de amor tanto ducado.

FENISA:

¿No ves que me informé de los que tiene?
Llámame al capitán.

CELIA:

Él mismo viene.

FENISA:

   A buscarte enviaba.

OSORIO:

¿En qué te sirvo?

FENISA:

Cierto dinero doy a cambio a un hombre,
codiciosa de ver tanta ganancia,
y, porque espero otra mayor, querría
que dijeses que es tuyo y que es hacienda
de unas doncellas.

OSORIO:

¿No te dan resguardo?

FENISA:

Danme cincuenta cajas, por lo menos,
de paños y de sedas de Valencia
y cien pipas de aceite registradas.
Desto tendré las llaves y el seguro
de las guardas del Rey, que, sin mi orden,
no se dará a su dueño ni a otro alguno.

OSORIO:

Paréceme muy bien.

FENISA:

¿Cómo no llega
don Juan?

OSORIO:

Porque está agora vergonzoso
de cierta pretensión.

FENISA:

Malicias tuyas.

OSORIO:

¿Cómo malicias? ¡Vive Dios, que quise,
sabiendo que has estado en su aposento,
pasarle el pecho con aquesta daga
y que me dijo que le perdonase,
porque si alguna cosa te había dicho,
era con solo intento de casarse!
Yo, viendo la ocasión de tu remedio,
y que con él casada, si te lleva
a España, allá serás lo que quisieres,
quiero perder de mi derecho y gusto,
porque te ganes tú, que, por ventura,
si voy a pretender como sospecho,
te acordarás que tu remedio he hecho.

FENISA:

¡Ay, capitán! ¿Engáñasme?

OSORIO:

No creas
que en mi vida engañé mujer ninguna.

FENISA:

¡Ay, español, cómo conozco agora
la verdad española y el buen trato!
Si se efetúa, os doy el mismo día
dos cadenas que valgan mil ducados.

OSORIO:

Yo le he dicho a don Juan que estás muy rica.

FENISA:

No engañas a don Juan, porque, si digo
verdad, puedo esta noche darle en dote
catorce mil ducados como uno.

Entra TRISTÁN.
TRISTÁN:

Lucindo, mi señor, queda esperando
con los de la aduana.

FENISA:

Osorio, vamos.
Tú, Celia, dile a Estacio y a Fabricio
carguen ese dinero y que me sigan.

OSORIO:

Despedireme de don Juan.

FENISA:

Pues dile
que es alma desta vida.

DINARDA:

¿Qué se ha hecho?

OSORIO:

A un negocio forzoso los dos vamos.
Está loca Fenisa y me promete
mil ducados, don Juan, en dos cadenas.
Quédate por aquí.

DINARDA:

Guárdete el cielo.

TRISTÁN:

¡Oh, qué bien se concierta! Agora es tiempo,
fortuna, de tu paso diligente.
¡Por Dios, que va a mamarla dulcemente!

Vanse, y queda DINARDA sola.
DINARDA:

   Perdidos pasos doy, gastando al viento
suspiros, llantos, locas diligencias.
Ya no me queda en qué probar paciencias,
que todo lo venció mi sufrimiento.
   Si amor es un continuo pensamiento,
¡qué mucho que le rompan mil ausencias!;
pues querer que me quieran por violencias
ni es ley de amor ni generoso intento.
   Mudose Albano, ¡Oh, tiempos miserables!
¡Y blasonan los hombres que adoramos
que sus firmezas son incontrastables!
   Mujeres sin disculpa nos mudamos.
Los hombres no, porque, si son mudables,
dicen que es por la causa que les damos.

Entra ALBANO.
ALBANO:

   Mucho me huelgo de hallaros,
don Juan, solo en este puesto.

DINARDA:

Y yo de veros y hablaros,
que también vengo dispuesto
a informarme y a informaros.

ALBANO:

   ¡Válame Dios! ¿Que este sea
don Juan y que no es Dinarda,
quién ha de haber que lo crea?

DINARDA:

Mucho el temor me acobarda,
que conocerme desea.
   Pues téngolo de negar,
si aquí supiese morir.
Ya que me venís a hablar
o comenzad a decir,
o comenzad a escuchar.

ALBANO:

   Cuando en esta casa entrastes,
sabíades mi intención,
¿por qué vos después llegastes?

DINARDA:

Eso está en el corazón,
que vos siempre me negastes.
   Y solo Dios lo sabría,
porque un hombre, al fin mudable,
tendrá dos mil cada día.

ALBANO:

¡Jesús! Que mire, que hable,
es la misma prenda mía.
   Pero Celia me ha contado
que de Fenisa ha gozado,
y esto no pudiera ser
siendo este don Juan mujer,
como lo tengo sonado.
   Quiérome disimular.
Vuestros criados hablé,
cuando me quise informar.

DINARDA:

Pues bien, ¿a qué efeto fue?

ALBANO:

A efeto de preguntar
   vuestra patria y vuestro nombre;
y burláronse de mí.

DINARDA:

Son pajes.

ALBANO:

No porque asombre
el veros venir aquí
tan gallardo y gentilhombre,
   que deso no estoy celoso,
mas para solo saber
si sois hombre generoso,
porque con esta mujer
procedáis más cauteloso.

DINARDA:

   ¡Qué gracia en eso tenéis!
¿De cautelas me advertís?
Sin duda que las sabéis.

ALBANO:

Vos, ¿para qué la servís?

DINARDA:

Vos, ¿para qué la queréis?

ALBANO:

   Yo por solo entretener
la ausencia de una mujer
de quien desdichas me apartan,
que eternamente se hartan
de verme morir y arder.

DINARDA:

   ¿Vos queréis mujer ausente?

ALBANO:

Quiero una mujer que adoro,
tan bella, que no consiente
que se le compare el oro,
ni el mismo sol en Oriente.
   Como a imagen la tenía
en el altar del respeto,
donde el alma le ofrecía;
cuyo retrato os prometo
hace en vos la ausencia mía;
   y de colores de amor
en la tabla del deseo
os hizo con tal primor,
que parece que la veo,
aunque la cubre el temor.

DINARDA:

   Quisiera saber quién era
para escribirle ese engaño
que vuestra fe vitupera,
porque, viendo el desengaño,
ausente os aborreciera;
   que a una piedra mueve a risa
que aquí finjáis adorar
a quien vuestro olvido pisa,
y me vengáis a matar
por los celos de Fenisa.
   Pues, Albano, estad atento
a lo que os voy a decir
de ese antiguo pensamiento:
ni tengo que competir,
ni vuestros engaños siento.
   Deste que agora tenéis,
os digo que no intentéis
entrar desde hoy en su casa,
porque Fenisa se casa.

ALBANO:

¿Con quién?

DINARDA:

Allá lo sabréis.
   Y ¿qué sirve preguntar
con quién se casa esta dama,
amando en otro lugar?
¿No veis que en eso se infama
la que estaba en el altar?

ALBANO:

   Oíd.

DINARDA:

¿Yo, cuentos ajenos?

ALBANO:

¡Ay, ojos de engaños llenos!
¿Con quién se casa?

DINARDA:

Conmigo.

ALBANO:

¿Con vos?

DINARDA:

Sí, conmigo digo.

Vase.
ALBANO:

Por muchos años y buenos.
   Acabose. Yo, ¿qué intento?
¡Por Dios, que me vuelve loco
tan estraño pensamiento!
Ya mi desengaño toco,
ya con la verdad consiento,
   ya me parece que es ella,
ya me parece que no,
mas lo que saco de vella
es que en mí resucitó
cuanto he pasado por ella.

Entra CAMILO.
CAMILO:

   En vuestra busca he venido
por la ciudad descompuesto
y a gran ventura he tenido
hallaros en este puesto.

ALBANO:

Quedo, Camilo. ¿Qué ha sido?

CAMILO:

   Un hombre medio embozado
y español recién llegado,
solícito preguntaba
adónde Albano posaba
entre uno y otro soldado.
   Llegué y díjeselo, y luego
le pregunté qué os quería.
Mostró algún desasosiego
y dijo que volvería
sin que bastase mi ruego.
   Seguile y en su posada
pregunté quién era.

ALBANO:

¿Y bien?

CAMILO:

Ninguno me dijo nada.
Fui a la mar, que fue también
una advertencia estremada,
   y una nave valenciana
hallé que había surgido,
pienso que ayer de mañana,
y que aquesta había traído
cierta gente sevillana.

ALBANO:

   ¿Sevillana dijo?

CAMILO:

Sí.
Pues don Félix está aquí,
el hermano de Dinarda,
de alguna traición te guarda.

Salen LUCINDO y TRISTÁN.
LUCINDO:

Altamente la cogí.

TRISTÁN:

   Divinamente cayó.

LUCINDO:

¿Está en la nave el dinero?

TRISTÁN:

Nuestra gente le embarcó.

LUCINDO:

Pues, si hace viento, ¿qué espero?

TRISTÁN:

Lo mismo te digo yo.
   Esta tiene mil valientes;
que, descubierto el engaño,
importa hallarnos ausentes.

LUCINDO:

¡Quién se hallara al desengaño!

TRISTÁN:

Ni lo digas ni lo intentes.
   Conozco que fuera justo
alquilar una ventana
para mirar con tal gusto
esta Circe cortesana
rabiar de puro disgusto,
   pero, el peligro advertido,
cojamos en alta mar,
Lucindo, aqueste ruido.

LUCINDO:

Tristán, ¡cuál ha de quedar!

TRISTÁN:

Notable gatazo ha sido.
   Todos tenemos anzuelo.
¡Hola, pícara gallarda,
quédate a Dios!

LUCINDO:

¡Qué recelo
me ha dado esta gente!

TRISTÁN:

Aguarda.
No es nada.

LUCINDO:

Dad viento, cielo,
   a la nave con que trato,
que de fama y tiempo ingrato
mayor opinión espero
que Jasón por su cordero,
por este dorado gato.
   Cese la famosa historia
del vellocino, que frisa
con la más alta memoria,
que el anzuelo de Fenisa
me ha dado mayor vitoria.
Vase.

TRISTÁN:

   ¡Cielos, dad viento a la nave
en que me vuelvo a Valencia,
para que en ella me alabe
que pude vencer la ciencia
de la mujer que más sabe!
   Cien ducados y un vestido
hoy a Fenisa he cogido;
mi amo, tres mil ducados,
que, los dos mil rescatados,
mil por la ganancia han sido.
   Quédate en paz, pescadora
de bolsas, anzuelo estraño
de gatos, áspid que llora.
Mamaste tu mismo engaño,
Circe de enredos autora.
   Ya no será de importancia
poner cebo a la ganancia,
llorar, mover y fingir,
que ojos que nos vieren ir
no nos verán más en Francia.
Vase.

CAMILO:

   Bien me parece y sería
cuerda cosa ir a la mar.

ALBANO:

De esa nave en que venía
me quiero luego informar,
antes que se cierre el día;
   que no faltará algún hombre
que sepa también el nombre,
y las señas me dirán.

CAMILO:

Agravios, ¿qué no podrán?
Lo que intenta no te asombre,
   porque escribe el ofendido
en mármol y el que ofendió
en agua.

ALBANO:

Pues he sabido
que viene, no seré yo
quien viva con tanto olvido.

CAMILO:

   Bien haces, porque, en efeto,
el que agravia no de un muro
ni del lugar más secreto,
aun no ha de vivir seguro
de sí mismo, si es discreto.

Vanse. Salen FENISA y CELIA.
CELIA:

   Contenta vienes.

FENISA:

No estuve
en mi vida más contenta.
La suerte, a mi bien atenta,
sobre su rueda me sube.
   He vuelto un hombre a mi casa
que la puede enriquecer,
y seré de otro mujer,
que por lo menos me abrasa.

CELIA:

   Seguro queda el dinero
que a Lucindo agora has dado.

FENISA:

¡Con qué astucia le he engañado!
Él es lindo majadero.
   ¿Hay hombre tan mentecato?
¿Estas bestias cría España?

CELIA:

Es toda España montaña
bárbara en ingenio y trato.
   ¡Mira tú qué policía,
pues, de plata que le ofrece
la India, a Italia enriquece,
a Francia y a Berbería!
   ¿Qué nación sustenta el mundo
donde no corra por ley
plata y armas de su rey?

FENISA:

¡Qué bien mis negocios fundo!
   Treinta por ciento y, tras esto,
lo que queda que pescar.
Destos querría yo hallar.

CELIA:

Pocos hallarás tan presto.

FENISA:

   Las llaves del almacén
he puesto en el escritorio.
¿Adónde, Celia, fue Osorio?

CELIA:

Fue por don Juan.

FENISA:

¡Ay, mi bien!

Entra BERNARDO.
BERNARDO:

   Deme vuestra señoría,
como a su paje, la mano.

FENISA:

¡Amigo Bernardo, hermano!

BERNARDO:

Goces de tal compañía
   más de mil años. Amén.

FENISA:

Toma este anillo, Bernardo,
por el español gallardo
que es dueño tuyo y mi bien.
   Mira que el diamante vale
cuarenta escudos y más.

BERNARDO:

Cuando me mandes, verás
que hay quien su firmeza iguale.

Entra FABIO.
FABIO:

   De la vostra señoria
beso le mani e li piedi,
e vollo chieder mercedi.

FENISA:

¡Oh, Fabio!

FABIO:

¡Oh, patrona mia!
    Un seculo e più, segnora,
godiate il vostro consorte,
contenta fin a la morte,
e dapoi de morta anchora.
    Mai abiate gelosia,
e Dio vi done filloli
maschi, beli e españoli.

FENISA:

El cielo hacerlo podría.
   Toma esta joya, mi Fabio,
que esa lengua me consuela.

FABIO:

¡Oh, patronchina mia bela!

FENISA:

¡Oh, paje discreto y sabio!

Entra OSORIO.
OSORIO:

   A decirte que le espere
me envía el señor don Juan.

FENISA:

¡Oh, famoso capitán,
que mi padre y dueño eres!
   Esta vuelta de cadena
en mi nombre has de traer.

OSORIO:

No era menester prender
a quien tu amor encadena,
   mas ya que tan liberal
el cielo te fabricó,
traerela en tu nombre yo,
a un esclavo tuyo igual.
   Esto es gran favor, es mucho.

FABIO:

Vedite che ca me doglio!
No lo voglio, no lo voglio;
y intratemelo en capucho.

Entra DINARDA.
DINARDA:

   Perdona si me he tardado.

FENISA:

Seas, mi bien, bien venido.

DINARDA:

Quien viene a ser tu marido
al mayor bien ha llegado.

FENISA:

   ¿Qué te podría yo dar
por esa palabra, amores?

DINARDA:

Muchas perlas, muchas flores,
desa boca y dese azar.

FENISA:

   Toma este rico diamante
para señal de mi fe.

DINARDA:

Pues señal de prisión fue,
sea él grillo y yo el amante.

FENISA:

   En cambio de un gran palacio
hoy te da el alma Fenisa.

FABIO:

¡Por Dios, que reparte aprisa
lo que ha pescado de espacio!

Sale ALBANO y CAMILO.
ALBANO:

   Después de que por mil años
goces, hermosa Fenisa,
al señor don Juan de Lara,
honra y valor de Sevilla,
sabe que llegando al mar
para saber si venía
cierto don Félix, por quien
traigo en peligro la vida,
vi una nave valenciana
que con su caloma y grita
izaba las blancas velas,
que ya el manso viento hería,
y que un hombre en una barca,
abordándola, decía:

ALBANO:

«Albano, Albano, esa carta
daréis mañana a Fenisa».
En esto, un hombre en la playa,
que a mi lado la tenía,
me la dio y, volviendo el rostro
a la nave que se iba,
dije: «Yo se la daré».
Y entonces, con mucha risa,
él y un amigo o criado
suben por el borde arriba.
La nave, izando el trinquete,
se alejó de las orillas,
porque el viento refrescaba,
hasta perderse de vista.
Yo no aguardé, cuidadoso
de saber lo que sería,
a mañana. Esta es la carta.

FENISA:

La color tengo perdida.
Abre, Osorio.

OSORIO:

Dice ansí:
Lee.
«Si bien te acuerdas, arpía,
con artificioso anzuelo,
luto y lágrimas fingidas,
dos mil ducados pescaste,...»

FENISA:

¡Ah, Lucindo!

DINARDA:

¿Qué suspiras?

FENISA:

¡Válgame Dios! ¿Qué es aquesto?

OSORIO:

Lee.
«...mas la industria vengativa
supo cobrar su dinero».

FENISA:

¿Cómo?

OSORIO:

Lee.
«Una caja tenía,
para poder engañarte,
seis varas de paño encima.
Las pipas todas son agua,
porque la primera pipa
tiene diez libras de aceite,
no harás poco si te libras.
Tres mil ducados me diste;
pues dos mil te di, enemiga,
no es mucho que mil que quedan
por este cambio me sirvan,
que, si tú a treinta por ciento
de tu ganancia querías,
de mentiras cobrarás,
pues has vendido mentiras».

FENISA:

No leas, que si supiera
volar o hubiera en Sicilia
encantadores...

ALBANO:

Detente.

FENISA:

Déjame.

CAMILO:

En vano porfías.
Ya la nave en alta mar,
todas las velas tendidas,
camina con viento en popa.

FENISA:

¡Santo Dios!

CAMILO:

¿Qué te santiguas?

FENISA:

Soy mujer, no os espantéis
que esto piense y que esto diga.
Perdona, amado don Juan,
que para la hacienda mía
no importan tres mil ducados.

DINARDA:

Mi bien, como no te aflijas,
yo no tengo mucha pena.

Entran DON FÉLIX, DONATO y dos soldados.
DON FÉLIX:

Siguiendo a los dos venía,
y en esta casa se entraron.

SOLDADO 1.º:

Aquí hay gente.

DON FÉLIX:

Aquí te arrima.

CELIA:

En la boda hay embozados.

DON FÉLIX:

Vuesas mercedes prosigan,
que toda es gente de paz.

ALBANO:

Antes parece enemiga.
¡Desembócense o, por Dios,
que los eche con más prisa
que entraron!

DON FÉLIX:

Desembózase.
Un hombre soy
que he venido hasta Sicilia
en busca vuestra...

ALBANO:

¿Es don Félix?

DON FÉLIX:

...y sin traición os querría
hablar en el campo a solas.

CAMILO:

Este es campo.

OSORIO:

Ya me obligan...

DINARDA:

Ténganse, que estoy en medio.
Díganme la causa y, dicha,
yo los pondré en la campaña.

ALBANO:

Don Félix tuvo en Sevilla
una cuistión, de la cual
sacó dos o tres heridas.

OSORIO:

¿No es más?

ALBANO:

Si es más, no lo sé:
él, que lo sabe, él lo diga.

DON FÉLIX:

Aunque es verdad que en los pechos
me pusistes aquel día
la pala, que no es agravio
tengo por cuarenta firmas.
No vengo por esa parte,
más pesa la ofensa mía:
que con la espada en la mano
no hay hombre que agravios pida.
Yo le cobré con reñir;
si me hirieron, fue desdicha,
porque llegó vuestra espada
como pudiera la mía.

ALBANO:

Pues, ¿qué pedís?

DON FÉLIX:

A mi hermana;
y sin ella, o sin la vida
de quien me la trujo aquí,
no he de volver a Sevilla.

ALBANO:

Yo no tengo vuestra hermana.

DINARDA:

Si la enemistad antigua
cesa y las manos os dais,
y por esposa la estima
Albano como es razón,
yo haré que venga ella misma
a confirmar estas paces.

DON FÉLIX:

Esta es mi mano.

ALBANO:

Y la mía.

DINARDA:

Pues sabed que soy Dinarda.

FENISA:

¡Don Juan! ¡Mi esposo!

ALBANO:

Desvía,
que mi mujer no es tu esposo.

FENISA:

¡Don Juan!

DINARDA:

¿Qué don Juan, Fenisa?
Mujer soy.

FENISA:

Pues, capitán,
será razón y justicia
que me vuelvan lo que he dado.
Dame mi cadena.

OSORIO:

Mira
si hay algún bravo que venga
y en el campo me la pida.

FENISA:

Bernardo, dame el diamante.

BERNARDO:

¿Qué diamante?

FENISA:

Tú, enemiga,
dame el que te di.

DINARDA:

No creas
que tú tengas cosa fina.

FENISA:

Fabio, vuélveme la joya.

FABIO:

Vate a la forca e te impica.

CAMILO:

Aquí se acaba, senado,
El anzuelo de Fenisa.
 
FIN DE LA COMEDIA DEL ANZUELO DE FENISA