El anillo de amatista: XVIII

El anillo de amatista de Anatole France
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XVIII

A la señora de Bonmont no le costó ningún esfuerzo reunir en su casa a Raúl y al padre Guitrel.

Resultaron de aquella entrevista las consecuencias naturales: era el padre Guitrel muy persuasivo, y Raúl, hombre de mundo, sabía lo que se le debe a la Iglesia.

—Señor cura —dijo—, pertenezco a una familia de sacerdotes y de soldados. También serví...

No terminó. El padre Guitrel le tendió la mano y le dijo sonriente:

—Creo que hacemos aquí la alianza del sable y del hisopo ...

Inmediatamente recobró su gravedad sacerdotal, y añadió:

—Alianza feliz entre todas, y muy atinada. También los sacerdotes somos soldados; y le aseguro que siento una verdadera predilección por los militares.

La señora Bonmont miró con simpatía al cura, el cual añadió:

—En la diócesis a que pertenezco hemos creado unos círculos donde los soldados pueden leer buenos libros mientras fuman un cigarro. Estas obras que monseñor Chariot patrocina prosperan y reportan grandes ventajas. No seamos injustos con el siglo en que vivimos; se hace mucho mal... y mucho bien. La lucha es incesante y encarnizada; pero lo considero preferible a vivir entre los tibios de corazón a quienes un gran poeta cristiano excluye a un mismo tiempo del Paraíso y del infierno.

Raúl aprobó este discurso, pero sin contestar. No contestaba por carecer de ideas acerca de aquel punto, y también porque su imaginación hallábase absoibida por las tres acusaciones de estafa presentadas contra él en aquellos días; y esto le imposibilitaba para entregarse a pensamientos abstractos y filosóficos.

La señora de Bonmont no estaba en condiciones de comprender el motivo de semejante silencio, y el padre Guitrel, que los ignoraba en absoluto, creyó muy acertado reanimar la conversación preguntando a Raúl Marcien si conocía al coronel Gaudouin.

—Es un hombre admirable por todos conceptos —dijo el sacerdote—, modelo de cristianos y de soldados; goza en nuestra diócesis la estimación unánime de las gentes honradas.

—¡Si conozco al coronel Gaudouin! —exclamó Raúl—. Lo conozco de sobra. ¡No le puedo tolerar! ¡Me las pagará todas juntas!

Esta frase afligió a la señora Bonmont y sorprendió al padre Guitrel, pues no sabían ni el uno ni la otra que el coronel Gaudouin había dictado, cuatro años antes, con otros seis oficiales, una sentencia contra el capitán Raúl Marcien, en la que se le condenó por su mala conducta habitual.

Desde aquel momento, la dulce Isabel vio fracasada la entrevista que dispuso para tranquilizar a su Raúl, desvanecer sus iras y rendirle a sus ansias amorosas. Abrió su corazón, y dijo con voz trémula:

—¿No es verdad, padre, que un hombre joven, al cual se le presenta un hermoso porvenir, no debe desanimarse ni abatirse?

—Sin duda, señora baronesa, sin duda —respondió el padre Guitrel—. No debe nunca un hombre entregarse al decaimiento ni abandonarse a tristezas inmotivadas. Un buen cristiano no debe dejarse vencer por ideas lúgubres, señora baronesa; puedo afirmarlo.

—¿Lo ha oído usted, señor Marcien? —exclamó la señora de Bonmont.

Pero Raúl no les hizo caso, y la entrevista languideció.

La señora de Bonmont, que era bondadosa, dio treguas a su dolor, y se propuso decirle algo agradable al padre Guitrel.

—¿Es cierto, señor cura —le dijo—, que su piedra favorita es la amatista?

El sacerdote adivinó el designio de la dama, y respondió severamente, hasta con una especie de acritud:

—Dejemos eso, mi buena señora, se lo suplico; dejemos eso...